Mujeres escritoras

Recientemente, comentaba con una joven escritora acerca de las mujeres que escriben. Quizá a muchas, por su condición femenina, ha marginado la historia. Pero esta omisión no ha podido acallar a aquellas otras que, por su calidad literaria análoga a la de cualquier hombre, se han aupado hasta un lugar preferente en el parnaso literario. Sus nombres están en la mente de todos. Espacio singular ocupan las escritoras de habla inglesa, que desde el siglo diecinueve ha venido dando nombres de primer orden. Nada sería la novela romántica sin las hermanas Brontë y Jane Austin,que va ganando adeptos por momentos. El quid de la cuestión tal vez radique en el por qué George Eliot tuvo que adoptar un nombre masculino parra abrirse camino en la carrera de las letras. Seguramente se minimizaban los logros femeninos en una sociedad dominada por el varón. En Francia se dio la misma paradoja con George Sand y en España se valió de idéntica argucia Fernán Caballero. Sin duda, tal solución respondía a una exigencia de los tiempos, en los cuales la mujer ejercía un papel subordinado en la sociedad y su integración al mundo laboral y cultural era más que deficiente. Seguramente el nivel de analfabetismo femenino en las épocas precedentes debía de ser bastante notorio y su ámbito debía restringirse al claustral gineceo. Hubo que esperar hasta el siglo veinte para que una mujer alcanzara literariamente una preeminencia igual a la de cualquier varón, justificada por una obra que en muchos aspectos superó a la de sus colegas masculinos. Esta fue Virginia Wolf. Quien se ha acercado a sus escritos no deja de reconocer su magisterio  y excelencia intelectual. Pocos retratos juveniles como el suyo transmiten más exquisita sensibilidad y acendrada inteligencia. Confieso que casi he escrito esta reseña para mostrar su retrato

                                                 ¡Sensitive Woman!



Confiesa que ha vivido

Ha aparecido en la editorial Seix-Barral una nueva edición aumentada de Confieso que he vivido, de Pablo Neruda. Es cierto que todos debemos confesar "algo", a menudo bastante menos grato. Una vez escuché a Bryce Echenique "confesar haber bebido". En mi caso, prefiero mantener el secreto de confesión.
Leí por primera vez estas "memorias" de Neruda hace ya muchos años, cuando todavía me formaba literariamente. Reconozco que pese a las discrepancias idelógicas su aventura humana me conmovió. Simpatizamos con el primer Neruda, con el romantico y existencial, con ese que fue labrando verso a verso el fundamento de su "verdad". Me lo figuro, todo juvenil afectación, sobre una mesa desnuda, con la ventana de la alcoba humilde abierta a la tarde, garabateando los versos que después compondrían su primer libro, "Crepusculario". Me hice con un ejemplar del poemario en la feria de ocasión de Madrid. En él uno encuentra al poeta incipiente precursor de Los viente poemas de amor y una canción desesperada, extraviado en la melancolía retórica de los crepúsculos. Se ve esa Chile sureña, lluviosa y mineral, vertebrada por la cordillera de los Andes. Todavía no era Neruda, sino el joven Neftalí Ricardo Reyes. Su infancia y adolescencia hubieran sido perfectas sin las objeciones de la vida. Pero entonces no hubiera nacido el poeta; porque el poeta necesita de esos crepúsculos de sangre, del dolor que siempre acompaña a la experiencia humana del amor, de la evanescencia del tiempo que nos roba día a día lo absoluto. Simpatizamos, pues, con ese joven delgado, taciturno, melancólico que escribía versos tratando de desgranar la incierta intimidad de su alma, la dolencia placentera que se oculta tras el anhelo. Aquel joven estaba ávido por derramarse, de henchirse de vida; plenitud que tal vez abarcó en la desmesura del paisaje americano, en la fecundidad del seno de cada mujer que amó, en la entraña que destripó en lo más puro de la poesía y en la aventura de ese itinerario biográfico que confiesa haber vivido.

LA BELLEZA

Andamos tras de la belleza
en cualquiera de sus formas.
La reconocemos en la vida:
en el asombroso mar,
en la panorámica de un paisaje,
en los perfiles de la mujer.
En el arte, se nos transmite conceptual,
cromática o en el tiempo.
Y en ambas dimensiones´
el arte y la vida,
tratamos de atraparla,
pues contamos que al poseerla
alcanzamos lo absoluto
en nuestra finitud.
¿No es acaso en la belleza
 donde Dios se manifiesta?

El lector perdido

En el escaparate de la librería se exponían perfectamente ordenadas obras de la generación perdida y el París de los años veinte. El librero utilizaba ese escaparate para exhibir en él algún tema monográfico, con el afán de propagar la calidad de sus existencias editoriales, en buen grado interesantes y selectivas. Pedro Alarcos se detuvo ante el cristal de esa librería tantas veces frecuentada y en la que mantenía cierta relación de complicidad con el dueño. Los fines de semana, solía permitirse el placer de adquirir algún libro, para no desengancharse de una actividad intelectual sana. Pedro Alarcos trabajaba en un concesionario de automóviles, pero secretamente  acariciaba la posibilidad de ser escritor. Había hecho sus primeros pinitos, y guardaba el borrador de una novela en el cajón de su escritorio, que cuando contara con una oferta aceptable pensaba publicar.
Pedro abrió por fin la puerta acristalada de la librería y saludó al librero, interrogándolo seguidamente acerca de una obra de Garcia Márquez que andaba buscando. El librero comprobó sus existencias en el ordenador y le comunicó que no la tenía. Pedro se sintió contrariado, pero por familiaridad comunicó a su interlocutor que echaría un vistazo por la librería, por si encontraba cualquier otro volumen que fuera de su agrado. El comerciante le sonrió, entre complacido y cauto. Pedro fue paseándose a lo largo de las estanterías, observando la gran masa de obras sin interés y aquellas otras rarezas que estimulaban su codicia pero cuyo elevado precio recomendaba la abstinencia. Por fin, encontró un título con el que salir del paso, una vieja novela poco conocida de Steinbeck, El omnibus perdido, y aún precio más que razonable. Con ella en la mano, se dirigió hasta el mostrador. Allí contrastó el precio con el librero, quien sin apenas regateo lo fijó en cinco euros. Pedro los pagó y guardo el libro en la bolsa que le tendía el comerciante. Antes de marchar, comentó algo sobre la exposición del escaparate, intrigado por si se cumplía alguna conmemoración relacionada con ese París de los veinte, ya mítico. Al parecer el comerciante quería rendir tributo a esa generación perdida, a la par que a aquellas mujeres eminentes sobre las que giró ese mundillo artístico de norteamericanos que engrandecieron la capital de Francia. En el escaparate se mostraban obras de Gertud Stein, Alice Toklas y Djuna Barnes, todas lesbianas según comentó con el librero, además de las de todos aquellos escritores que configuraron un tiempo y una latitud irrepetible, Hemingway, Fitzgerald, Joyce, Miller, Wilder, Eliot, constituyendo una convergencia de talentos difícil de repetirse.
Pedro Alarcos se alejó de la librería con el libro bajo el brazo y se internó en la noche de la ciudad. Las farolas irradiaban una luz depresiva que hacia relucir el asfalto. Entró en un bar y tomó una tapa con una cerveza. Aquello era el aperitivo de la cena que le aguardaba. Como casi cada sábado iría al restaurante Nabucco, una suerte de tratoria italiana cuya pizza solía ser bastante suculenta. Cenó allí como siempre, pero por una vez pidió entrecot. La paga del mes todavía reciente permitía ciertas liberalidades. Pedro Alarcos no sabía que hacer con la noche como no sabía que hacer con su vida. Como se encontraba solo, se refugiaba en la bebida, e itineraba de bar en bar expectante de que al cabo de la noche surgiera la posibilidad de asegurar algunos lazos cordiales. Cierta noche extraordinaria había compartido las copas con alguna mujer, y el resultado había sido la consumación carnal en el catre. Pedro temía esas noches, pues cuando éstas no ofrecían ningún buen rollo solían terminar en ebriedad y en el lecho desesperado de alguna prostituta. Aquella noche fue una de esas, la recogió a las puertas de una discoteca; convinieron el precio y que Pedro la llevaría en el coche hasta su casa, donde retozarían durante una hora. Pedro enfiló la carretera de la costa con el placer a bordo, fumando tentador en el asiento contiguo. Al fin llegaron a San Juan, a uno de esos rascacielos de apartamentos.  La buscona anunció que se adelantaba al apartamento porque tenía que arreglarlo antes, y resolver cierto inconveniente con la amiga con quien compartía el piso, quedando en que Pedro, al cabo de diez minutos, llamaría al timbre y ella le abriría al momento. Le facilitó el número de piso y puerta, y la torre apropiada de ascensor, pues había dos. Todo podría ser natural y correcto, si no se tuviera en cuenta que Pedro en su ebriedad, cegado por un celo animal, porque la ninfa era bastante apetitosa, ante la insistencia de la mujer, había pagado por adelantado. Cuando la furcia desapareció en el  portal del apartamento, ya no la volvió a ver. Cuando se convenció de su error, pugnando entre su animalidad y su decoro, pulsó los timbres de la vivienda en cuestión desesperadamente, sin obtener ninguna respuesta. Hubiera llamado  a todos los pisos, pero la prudencia le hizo desistir. Se sentía engañado, vejado, denigrado; pero lo que más le dolía era su rijosidad frustrada. Y no solo había perdido su dinero sino que también había desaparecido la novela de Steimbeck, sin saber con exactitud dónde la había extraviado. Sintió a su alrededor la noche más negra mientras los faros de su coche iluminaban la linea continua del asfalto, en su regreso a la ciudad, roto y abochornado, cada vez más solo. Durante todo el domingo no pudo levantarse de la cama. Habría un mañana, pero éste no sería sino un incómodo devenir.

En busca de Juan Carlos Onetti

Toda la semana me vienen asaltando vagos recuerdos de lecturas pasadas de Onetti. Lo que destapó la caja de Pandora fue la compra por dos euros de una vieja edición de Bruguera(libro amigo) de Los Adioses. Lo adquirí porque tenía una tapa diferente del ejemplar que guardaba en mi biblioteca. Era más llamativa, más sugerente, más existencial. Traté de releer la novela pero no pasé de las primeras páginas. Y es que la lectura de Onetti se hace francamente difícil. Se necesita un estado de ánimo especial, degustar por una u otra razón el sabor amargo de la derrota para empatizar con esas paginas dubitativas, llenas de decepción, de indiferencia, de deseo a veces insano. Los Adioses fue una de las obras de Onetti que leí con mayor gusto, porque su estilo circunloquial, subordinado, divagatorio manifestaba una originalidad novedosa para mí. Nunca fui devoto de Faulkner, por eso el intrincado discurso de Onetti despertó mis sensores estéticos.
De cualquier modo, la semilla había sido otra vez plantada. Tal vez al día siguiente, me hallaba desempolvando sus obras del anaquel de mi biblioteca. Me conformaba con releer algo breve, y me decidí por sus cuentos completos. Cómo no, recalé en "Ese infierno tan temido", relato que tanto la crítica como el propio Onetti consideraban uno de sus mejores logros. Tras leer las primeras páginas, lo dejé reposar. Más tarde traté de continuarlo a través de un audiolibro de YouTube, pero la dicción del narrador no acabó de convencerme y salí de la grabación sin concluirla. He retomado varias de sus obras, entre ellas El Astillero. Según cuenta el propio autor fue escrita de un tirón, porque  no pudo soslayar el ímpetu que le demandaba el relato. Bajo esas apreturas da gusto escribir; nada da más satisfacción que trabajar en esas narraciones que urge concluirlas. Dice que lo escribió en un impasse entre la redacción de Juntacadáveres, novela que en su parte final-afirma-acusó esa demora. El Astillero parece ser a día de hoy su novela más celebrada: se la encuentra en casi todas las librerías. Lo digó, porque esta tarde he bajado a rastrear por los santuarios del libro alguna obra suya, pues algunos de sus títulos me faltan. El que se insinuaba con mayor intensidad era El pozo. Su obra inaugural como escritor. Como todas las primeras obras, deberá ser de las más pasionales, donde el autor pone en el asador lo mejor de sí mismo. Se la conceptúa como una obra existencialista, paralela en el tiempo y la intención con La Náusea, de Sartre, o El Extranjero, de Camus. Tenía el pensamiento de retirarme con ella bajo el brazo a mí casa. En las librerías de Alicante no he podido encontrarla. De su obra solo he hallado alguna edición mediocre de El Astillero, y nada más. Onetti debe ser otro tal que de Prada. Los escritores difíciles y de pocas concesiones, se ganan pronto el disfavor de los lectores, acaso porque necesiten de unos lectores aplicados, preparados para sus obras. Onetti siempre fue un solitario, un integrante de esa inmensa minoría. No debe extrañar que sus libros escaseen, que su calado literario choque con las expectativas triviales del mercado. Onetti solo esta hecho para el lector apto para la vianda, y no para el impúber aún no destetado.

Pat Garret&Billy the Kid

Han repuesto en televisión la vieja cinta de Peckinpah, Pat Garret&Billy the Kid. La película me parece algo desigual, pues la encuentro a un paso del "spaguetti western". En ella destacan las figuras de un James Cobrun, en su rol característico, y de un joven Chris Cristopherson, que da alguna consistencia a un personaje malogrado en las numerosas versiones que ha prodigado el cine.
Junto a ellos aparece como secundario Bob Dylan, cuya interpretación es bastante discutible pero que envuelve con su música el espíritu del film. Dentro de la fimografía de Peckinpah es una de las menos violentas, pese a su elevado número de cadáveres. Porque la violencia en ésta cobra un aspecto teatral, el de los westerns de serie B. Con un mucho más reducido número de muertos, Peckinpah nos trasmite una atmósfera de transgresora violencia y latente crueldad en otros filmes como Perros de Paja, cuya verosimilitud golpea más contundentemente en nuestra sensibilidad.
La presencia en Pat Garret&Billy the Kid de Bob Dylan nos ofrece la lectura del film, donde se nos presenta a un Billy de una radicalidad antisistema y a un Pat Garret que ha claudicado a la presión de lo establecido. Quienes antes cabalgaron el territorio de la libertad, bajo el furor de una voluntad indomable y sin más ley que su revolver, tienen  que responder al desafío que trae la civilización, cuya dimensión demoledora corrompe o extermina cualquier manifestación genuina y libertaria de lo humano. Ante tal fuerza arrolladora del sistema ambos hombres adoptan posiciones distintas, uno se deja corromper por lo inevitable, cediendo en su integridad, convencido de que nada se puede hacer frente a la presión de los nuevos, aunque hipócritas, valores de ley, orden y civilización. El otro no cederá y luchará hasta el final, sabedor de que solo puede pertenecer a ese mundo que periclita. Kid no ambiciona más cosa que ser dueño de sí mismo y no ver castrada su voluntad por la imposición de un estado. El mensaje del film es claramente libertario, que tanto Peckinpah como Dylan, hombres de los 60, claramente compartían.
Cuando veía la película y escuchaba la música de Dylan, su melodía me hacia recordar muy vívidamente la canción Pongamos que hablo de Madrid, de Joaquín Sabina. Siempre es bueno basarse en los fundamentos de un flamante Nobel.

Domingo, maldito domingo

El domingo es un día resignado. No en vano el Demiurgo creo el mundo en seis días y el séptimo, descansó. Diríase que la ciudad, en la catarsis del sábado noche, ha conocido sus límites y se repliega ante las exigencias existenciales, consciente de la caducidad de lo humano. Domingo de resaca, donde el cuerpo abotargado del ciudadano asimila las sobredosis de etílico, en el mejor de los casos.
Las tardes de domingo no se tropieza a casi nadie por las calles, sobre todo en un otoño con amenazas ya de invierno. Los comercios permanecen cerrados, salvo contadas áreas de ocio donde tampoco se encuentra a casi nadie. Ustedes dirán que los domingos son para disfrutarlos en la tranquilidad acondicionada del hogar o en la oscuridad de las salas de cine, evadiendo la imaginación del hostil día a día, que amenaza con la desolación apocalíptica que anuncian cintas como Blade Runner. Porque los domingos se siente uno "replicante", victima de una vida programada cuyas claves se hayan confinadas en algún reducto secreto, bajo un código imposible de descifrar. Como autómatas aceptamos las conveniencias que impone el reglamento social, del que hemos sido imbuidos mediante una educación que se supone encaminada a servir al bien común. Tan ardua tarea parece quedar hoy en manos de los políticos, empeñados en diseñar cuál es el modelo más aceptable de ciudadano. Teóricamente tales presupuestos se antojan válidos, pero cuál es el meollo del por qué la mayoría de ciudadanos se aparte del retrato robot del súbdito ejemplar. Algo falla en el engranaje cuando el común de los mortales se aparta de unas directrices cuyos fundamentos hoy por hoy evidencian una crisis radical. La cuestión es que los viejos valores se han desdibujado, los pilares en donde se asentaba la conducta social hoy son denostados y se presentan
nuevas normas de conducta para nuestra vida. Lo políticamente correcto, que hoy día se concreta en asimilar y aceptar las diferencias  de las minorías, cuando no de una masa indiferenciada que trata de imponer su rebeldía, ha tomado carta de naturaleza en el tejido social. Celebraba el rey David en uno de sus salmos la jerarquía de Jehova, que sujetaba a su pueblo debajo de él. La tarea del rey se limitaba a acatar y cumplir el mandamiento divino. En la consagración a Dios se cumplía ese orden perfecto, y por la obediencia se grajeaba la bendición que daba prosperidad sin limites. Hoy el estado ha asumido la función de Dios, y es obvio que de la imperfección humana deviene la imperfección social. ¿Quién nos guiará en el laberinto de este irreductible caos? ¿Se levantará otro Teseo que aniquile al Minotauro del que somos pasto generación tras generación? Acaso ya se haya levantado, pero no creo que sea Varufakis. Porque si no se diera el caso, nuestra extinción pudiera ser "global".

El color de las cosas

dobla una campana
en la noche ya entrada.
Regreso de la tarde malograda
al ámbito rutinario de mi casa.
Siento el peso claustrofóbico de las cosas,
la pesadez de un aire,
el deambular de los recuerdos
y la pulsión de la estrofa
de un poema coloquial en la memoria.
La tarde hubiera podido ser hermosa
si un céfiro venial hubiera revuelto
el deshecho de la hojas,
y su fenecer se hubiera henchido
de ese manojo de presentimientos
que complacen al corazón enternecido.
Sabedor que tras de tus pasos
camina la esperanza, el color
de las cosas podría ser distinto,
porque el amor se renueva así en lo íntimo
y el alma regocija con la presión de tales lazos.

Un poco de Shelley

He concluido, en una lectura bastante desigual, el libro Poesía y poetas ingleses, de Matthew Arnold. En el se da un repaso a la poesía romántica británica, de Wordsworth a Shelley. Francamente, Wordsworth no ha despertado en mí la curiosidad que sin embargo ha suscitado Shelley. Este siempre pasó por el camarada gris de los dos grandes figuras románticas: Byron y Keats. Con el primero convivió en Suiza e Italia, junto a sus respectivas amantes, hasta que el autor de la Ode to the West Wind, sucumbió fatalmente a un embravecido Mediterráneo y Byron se encargó de encender su pira funeraria. Con Keats convivió en Roma, en esa pensión de la plaza de España, hasta que la tisis acalló acaso a la voz más lírica del romanticismo. Desde que estuve en su casa museo de Roma, donde adquirí un ejemplar del poema de Shelley mencionado anteriormente, he ido alcanzando en situaciones dispersas una mayor profundización en la obra y vida del poeta.
En la cuesta de Moyano, en Madrid, me hice con un ejemplar del Adonais, uno de los poemas con más solera en el mundo lírico, desmesurada evocación devocional y elegíaca dedicada  a la persona y obra de John Keats. Ningún otro gran poeta obró con semejante generosidad, ni expresó más lúcidamente el misterio poético que encerraba el poeta de Endymion. Más tarde, en una antología de la poesía romántica inglesa, descubrí su poema Mont Blanc, en una excelentísima traducción de Leopoldo Panero, que leía con avidez cada noche antes de dormirme, en el silencio de la madrugada, en tanto ensoñaba las solitarias cumbres nevadas de los Alpes.
La sombra de Byron se esparcía majestuosa, como el gran épico del diecinueve; en Keats, perduraba el intimismo panteísta que infería a su poesía la más candorosa resonancia. Pero en Shelley hablaba la voz serena del hombre, del hombre desbordado por una naturaleza con la que busca la comunión, del hombre angustiado por su condición de criatura, que revolviéndose contra los dioses percibe la trayectoria de su verdadera dimensión, cuando en su Prometeo liberado absuelve al valedor de los hombres de su eterno suplicio y redime de su fatalidad al mito.

EL CONFORMISTA

He adquirido por 0´50 euros la novela El conformista, de Alberto Moravia. No sé con precisión el lugar que ocupa esta obra en el índice del escritor italiano. Poco sé de Moravia, salvo su actualidad decisiva durante las décadas de los 60 y 70. Me consta que pertenecía y simpatizaba con el partido comunista italiano, posicionamiento que en aquellos años era intelectualmente aclamado. No era él solo quien mostraba tal compromiso en la Italia de entonces, otros escritores como Sciascia o Calvino, o cineastas como Pasolini y Visconti también estuvieron relacionados con el poderoso PCI, quizá el partido comunista más influyente en Europa occidental. Reconozco no haber leído a Moravia, aunque miento, porque en alguna ocasión me acerqué a alguno de sus cuentos, aunque su memoria no haya sido perdurable. Fue autor de alguna novela celebrada, como La Romana, llevada al cine por Luigi Zampa, y protagonizada por Gina Lolobrigida, y la propia El conformista, por Bertolucci, que confieso no haber visto, o tal vez sí. en la vieja filmoteca nacional madrileña, hará la friolera de cuarenta años, cuando éramos adictos a la interpretaciones de Trintignant. Quizá no leí a Moravia porque no acababa de agradarme su comprometida militancia y porque cultivaba un estilo literario que inscribo en el realismo social, genero cuya austeridad nunca contó con mi predilección.
Sin embargo, la cuestión estriba en que durante mi juventud viví un ambiente influenciado por la izquierda, tendencia política con la que posiblemente simpatizara por su compromiso con los pobres y oprimidos de la tierra. Y como yo era pobre, emergiendo de una sociedad sometida por principios antagónicos, hubiera resultado de mal gusto desmarcarme a contracorriente de lo que se consideraba políticamente correcto. Alguna vez oí, que se tendría que ser alguien irracional en absoluto y carente de entrañas para ser de derechas. Y lo cierto es que en un mundo lleno de carencias se requerían políticas sociales. Tanto la España como la Italia de posguerras, precarias en todos los sentidos, como bien reflejó el neorrealismo, urgían de claras políticas de desarrollo y justicia social. El imperativo de una justa distribución  de la riqueza anidaba en el ánimo de la mayoría y se buscaba cualquier tipo de argumento que reforzara tales convicciones. De ahí, que un escritor como Moravia encontrase un público ávido de sus planteamientos, para los cuales la novela del Conformista juega un papel dilucidador.
Recuerdo que la mayor ofensa que se profería contra quien se mostraba remiso en su beligerancia política era la de conceptuarlo como "conformista". Tal calificativo confieso que llegaba a amedrentarme y a pesar sobre mi ánimo como un pecado punido por una una dura penitencia en el confesionario. Ser conformista equivalía a traidor de todos los principios nobles que propugnaban las fuerzas progresistas, de tal manera que se llegaba a reaccionar ante tal apelativo con no poco furor patológico. Ser conformista equivalía a una excomunión proletaria en toda regla, a integrarse entre los colaboradores del sistema, a la consideración de traidor a la causa de los oprimidos, cuyas latentes amenazas escatológicas imbuidas de sermón del monte condenaban nuestra conciencia. Y a las consecuencias había que atenerse: a la animadversión del militante hacia el disidente, a la despreciable soledad del esquirol. No me desencaminaría si constatase que, en mi caso, semejante denuesto alcanzó un cierto grado de matiz neurótico, de modo que mi conciencia no podía aliviarse del lastre de ser un conformista. Porque tales deben ser las mellas del adoctrinamiento fanatizado sobre un espíritu joven. Espero que con la lectura distanciada, y ajena de prejuicios, de la novela se conjuren todos sus demonios. Porque acaso ser un conformista era lo más venial dentro de una ideología cuyos daños colaterales aún se siguen evaluando.

Breve reflexión

Orientamos nuestra vida al afán de poseer. De la huerta, recolectamos el fruto. Para la casa, nos proveemos de enseres; de conocimientos, para nuestra mente. Queremos llenar nuestra soledad de amigos. Nuestro corazón de afectos. Satisfacer nuestra virilidad con el complemento de la mujer. Para todo ello laboramos, adquirimos, estudiamos, seducimos, amamos. Luchamos por poseer algún día cualquiera de estas cosas que creemos nos corresponde, hasta que reconocemos que todo es pasajero, que incluso nuestro yo es cuestionable. Y al fin nos convencemos de que nada será nuestro porque todo es de Dios.

Mar de Albiar

El reloj de la iglesia daba las cuatro en una tarde luminosa de mayo que presagiaba el verano. El pueblo estaba tranquilo. Los gatos se acurrucaban en la sombra, sobre el alfeizar de la ventana. La puerta de la casa estaba siempre abierta, oculto el interior por una oscura cortina, que dejaba pasar el aire. Con la rachas de brisa, la tela oscilaba o se hinchaba como una vela. Antiguamente, a la puerta se tejían las redes; la mujeres, sentadas en duraderas sillas de enea, ultimaban los aparejos para la pesca. Eso ocurría cuando vivía Asunción, y el pueblo era una cosa distinta de lo que es ahora. Todos los vecinos se conocían, se tratasen o no; porque había sus rencillas. Hoy recorren sus calles extraños visitantes que acuden a Albiar como moscas al confite. Durante el verano casi toda la población es de afuera. Llegan de Madrid, y quién sabe de dónde remoto lugar del extranjero. Juan vive solo en aquella casa, menos en aquellos días en que acude la sobrina a adecentar un poco los suelos y a hacer la colada. Juan es viejo, tan viejo que su cara esta llena de manchas, y su tez morena de curtido pescador la recorren venas que parecen que fueran a estallar.
Su vida ya no es vida. Durante el día, no se mueve de la silla, que en tiempos de calor sacan a la puerta de la casa. Y allí sus ojos se llenan de nostalgias y buscan ese mar azul al que entregó lo mejor de su vida. Entonces el mar era la vida, lo daba y quitaba todo, pues no dejó de llevarse a algunos a su profunda mortaja. Juan sólo conocía este mar, el Mediterráneo , cuya costa había faenado buscando la fecundidad de sus bahías, la gamba roja, el jurel, el revuelto que hacia la delicia de los calderos. El mar de Albiar, siempre radiante, sin comparación en la hermosura de sus azules, tantas veces benigno. Juan, recorrido por las largas horas de tedio, descansando la manos sobre la curva de su gallato, soñaba en el mar, ese mar donde se alegró y dolió, por cuya orilla paseaba con Asunción las radiantes mañanas de domingo, después de la misa.
Pero Asunción ya no está, y Albiar ya nos es Albiar. Entonces la vida era otra, más elemental pero más plena. Cuando llegaron los veraneantes se perdió el pulso de la cosas, la vida se malgastaba en trivialidades que no se sabía si conducían a algún fin. Hoy el puerto es un bosque de mástiles de embarcaciones de recreo. La mar ha dejado de ser una necesidad, para convertirse en un entretenimiento. Asunción no llegó a verlo, pues no sobrevivió a la tuberculosis de entonces. Dejó solo a Juan para afrontar el cambalache que iba a sobrevenir al pueblo. Lo único que queda intacto, es el pequeño cementerio, sobre la colina. Por una obscura resolución decidieron no demoler sus viejas tapias y habilitar uno más moderno, adyacente. En el nuevo abundan los nichos y  los marmóreos mausoleos de gentes adineradas. En el antiguo han preservado las tumbas tal cual eran, con sus lápidas de granito agrietadas, en las que aún se puede adivinar las huellas recientes de algunas flores. Juan, esporádicamente, cuando se lo permitía la salud, ascendía el sinuoso camino hasta el cementerio. Allí pasaba un par de horas junto a la tumba de Asunción, pues se le antojaba que tenían más cosas de que hablar  después de muerta que mientras estuvo viva. Hablaban de muchas cosas, de los tiempos antiguos, de cuando niños se conocieron en la guerra, de su noviazgo y de sus bodas, de los hijos que pudieron haber tenido y no tuvieron, de las gentes de Albiar, de lo mucho que ha cambiado el pueblo, hasta el punto de que si Asunción pudiera verlo no lo reconocería.
Desde la cima del cementerio, en su última ascensión a aquel lugar en el automóvil de su sobrina, Juan observa el mar, reverberando cegador bajo el azul diáfano de la primavera. En el cementerio, las flores lucen todo su esplendor; pero Juan ya recela de esa vitalidad restringida por el tiempo. Todo se marchita, como se le marchitó Asunción entre los brazos; aunque el mar en sus azules parece el mismo de siempre y la leve brisa difunde como una fragancia semeja al dulce perfume de Asunción. Juan suspira y piensa: "Mar de Albiar, ¿por qué inundas con tu luminosidad mis ojos y no puedes iluminar siquiera esa oscuridad permanente de Asunción? Pronto todo también será para mí oscuridad, pero acaso desde esta colina, con los ojos del ánima, podré eternamente contemplarte. Esa sería mi dicha".