Los 5 libros preferidos - 1ª

Circulan por las "redes" ciertas entrevistas en las que se consulta a muy diversos escritores sobre cuáles son sus cinco libros preferidos. La pregunta no carece de miga, pues colijo que una biografía la componen las más dispares vicisitudes y la encauzan no pocos accidentes y meandros. Escoger las cinco obras que han tenido más ascendiente en tu vida, que no siempre son las preferidas, requiere un poco de reflexión. Reconozco que en mi caso, salvo excepciones, más que una obra determinada, influyeron distintos autores que acapararon cada una de las etapas de mi vida. El señuelo que abrió para mí el mundo de los libros, paradójicamente no fue ninguno de los reconocidos por los especialistas como idóneos en la formación juvenil. Aunque seguramente tuve acceso a estos autores bajo la amenidad del libro ilustrado, la huella que pudieron dejar Robinson Crusoe y La isla del tesoro no fue decisiva. De niño no fui precoz lector en absoluto. El libro que, ya adolescente, despertó en mí el deseo de lectura fue uno con el que seguramente no podrán estar de acuerdo los probos preceptores: La vida del Buscón. Las osadías de don Francisco de Quevedo, con su  jactancioso barroquismo, su gruesa picardía y su cruel pesimismo, fueron quienes abrieron mis ojos a la complejidad de la vida y al simposio literario. Su inclemente humor y sus ademanes de cantamañanas despertaron el morbo y fueron el lazarillo que guio mis pasos hasta el descubrimiento del desalmado orden del mundo, lejos de la envoltura melindrosa y fantástica con la que lo querían edulcorar  prudentemente nuestros progenitores.
Cuando se es joven, se celebra el gracioso ingenio, ingrediente que no puede faltar en nuestra novela picaresca. Tal condimento abunda en chanza y regocijo, en melindre y guasa, en mordacidad y sátira.
Lo picaresco fue espejo de lo cotidiano, visto desde el cinismo de los desheredados. Nos habla sin tapujos de nuestro destino tragicómico, el cual solo se sobrelleva a fuerza de resignación y observándolo en la distancia de la ironía. La picardía halló en Quevedo su mentor más avezado, y en esa simbiosis se transcendió la glosa del ingenio hispano. Su descarada iconoclastia hizo las delicias de nuestra juventud, una juventud que aún no estaba madura para saborear su poso amargo.

Supongo que abordé la escabrosa lectura del Buscón con las dificultades propias del lector poco rodado y que paulatinamente fui descongestionándome de su lectura salpimentada y exigente.
El episodio que con más gusto leí fue el referido al licenciado Cabra , pues allí se desmenuzaba la vida estudiantil, con sus devaneos y lacras, coligadas al período de la vida en que me hallaba por entonces involucrado. Sin duda El Buscón ha sido el libro de Quevedo que más he frecuentado, pues su otra obra resulta harto compleja y requiere el ejercicio de una grave erudición. Supongo que luego sería Cervantes quien me rescataría del conceptuoso y malhumorado don Francisco.

PIANO

Una de las frustraciones de mi vida es la de no haber nacido dotado para la música. Mi oído siempre fue deficiente y ya durante la infancia - etapa en la que se ensoberbecen los niños cantores: esos efebos de facciones delicadas y flequillo y cuyas gargantas resuenan cristalinas-, fui desechado de formar parte de cualquier coro. Seguramente, desafinaba y se me hacía incomprensible el intríngulis de las tonalidades y escalas, la invariable ley de la eufonía vocal. Conforme fui creciendo aumentó mi complejo de inútil musical, y eso que a mí la música me gustaba; es más, aquella recusación multilateral sirvió de acicate para que yo venerara humildemente el hermetismo de aquella ciencia vedada.
Como las corporaciones musicales me daban la espalda, yo tuve que afiliarme al partido de aquellos que cultivaban la música por caminos heterodoxos, y así me convertí en un melenudo rasgueador de guitarra. Supongo que elegí tal instrumento porque era el más popular de entonces, y pilar de las músicas denominadas modernas, léase Rock, Pop, Blues, Country. etc. La afición a la guitarra ocupó mi adolescencia y primera juventud; hasta que llegó Miguel Ríos con su Himno a la Alegría y yo conecté con Radio 2. Poco a poco fue calando en mi espíritu el universo de lo clásico. Recuerdo que como a tantos otros la 5ª de Beethoven me fascinaba, acaso por ser una de las composiciones más cañeras del repertorio.
No solía perder ninguna película relacionada con el mundo de la música. Recuerdo en especial una sobre la vida de Franz Lizt, interpretada por Dick Bogarde, que me trasladó a ese mundo parisino donde reinaba el húngaro junto a Frederic Chopin. Cualquier cosa relacionada con la música me emocionaba. Por eso llevé con pesadumbre aquella exclusión académica, donde sus escogidos, todos ellos bendecidos por la musa, establecían mi destierro de los linderos en donde se goza de la gloria musical.
Cuando maduré, fermentado en el odre de la indiferencia, quedando ya lejos y como en el olvido el veredicto de los ajados preceptores, cansado naufragar en el océano de la música clásica, melómano empedernido, me decidí a estudiar ese hermético arte cuya fascinación embriagaba mis sentidos y confortaba mi alma. Compré un piano y me apunté a una academia, donde yo hombre ya maduro compartía lecciones con niñas repipi tan familiarizadas con las sonatas de Beethoven como quien lava. Durante tres años destripé el arte de Euterpe, estudié teoría musical, solfeo e interpreté toda suerte de partituras reservadas a los novatos. Me dedicaba al instrumento con todo el entusiasmo que me era posible, asistía a conciertos, compraba partituras, y me empapaba de música hasta que un día reconocí que verdaderamente no llegaría a nada en aquel mundo. El sueño de componer óperas inmortales se desvaneció por sí solo y el de interpretar las sonatas de Beethoven quedó aplazado para un futuro impredecible.
Hoy en YouTube me distraigo oyendo curiosas versionnes de piano: las memorables de Baremboim interpretando Mozart o Bethoven, o las curiosas y juveniles de nuevos músicos como Tina S, que te deja alucinado interpretando a la guitarra eléctrica el tercer movimiento de la sonata Claro de Luna; o la que del mismo movimiento también, recrea al piano un niño oriental de no más de diez años, con una habilidad que te deja estupefacto. Y es que, verdaderamente, para la música hay que ser un elegido, condición más comprensible para quien ha laborado los infinitos senderos del teclado del piano y sabe valorar la interpretación con solvencia de cualquier pieza. Me siento a la banqueta del piano y apenas balbuceo el minueto del libro de Ana Magdalena Bach. Tocar el tercer movimiento de la sonata Claro de Luna entra en el terreno casi de la entelequia. Para ser buen músico, verdaderamente hay que nacer.

Consuélame, Consolador

Consuélame, Consolador.
Derrama en mi
tu luz de amor;
que pueda recibir
con dicha tu favor.

Condúceme ligero
con el viento de tus alas.
Concédeme primero
el perdón de toda falta.
Y luego sentir el fuego
del gozo en las entrañas.

Ven, ven a mí, Consolador.
Guíame hasta los prados
donde el Pastor
reúne el rebaño amado,
sin desechar al descarriado
del aprisco protector.

Ayúdame a creer
que contigo no hay temor,
que a tu lado habré de ver
de la gloria el esplendor.
Consuélame, Consolador.
Compadécete de las cuitas
de este triste pecador.


Debió de ser honda la herida

Debió ser honda la herida
cuando aun siento el frío del cuchillo,
cuando aun convivo con el hueco de tu ausencia
y sobrellevo una vida sin respuesta.
Debió ser tan fugaz el esplendor de primavera,
que hoy cuando desprenden las hojas otoñales,
me estremece el calado del silencio
y los cuévanos del tiempo
se diluyen en un árido observar .
Quise ver en tus ojos
lo que soñaban los míos;
quise derramarme  en tu cuerpo
como en el odre el vino,
y allí madurar hasta volverme añejo.
Pero  esos pámpanos los barrió la tormenta
y quedó la cepa estéril,
desechada entre el montón de leña.

¿Cómo escribir?

Leo, en una miscelánea del profesor y crítico Carlos Pujol titulada "La novela extramuros", que la más reciente novela francesa se ha tornado estéril en su afán por sistematizar el arte narrativo. Teóricos de la novela ha habido muchos, empeñados en racionalizar un espacio donde prevalece lo imaginativo. El imaginar no conoce de reglas, ni de planteamientos previos; ni tiene por que estar sujeto a vertebraciones. El peso de una estructura resta gracilidad a un edificio. Esto lo encontramos en todos aquellos escritores obsesionados con la forma. De sus obras solo nos resta un esqueleto. De las Olas de Wolf, un frio esquematismo; en la antinovela de Becket una conciencia de vacío.
Encuentro que los grandes clásicos no se encadenaban a las formas y daban rienda suelta a la imaginación desbordada. Cervantes, que creó el arte de la novela, lanzó a su personaje a la llanura sin límites, en la que cabían todas las posibilidades de desarrollo. No hubiera existido Dumas sin el factor sorpresa, y de Balzac reconocemos su plenitud en su anarquismo narrativo, donde llevado por el numen agota hasta el último hervor el discurso. No hay novela más lejana de la proporción que Eugénie Grandet, cuando en la sola descripción  de Monsieur Grandet consume dos cuartos del relato; pero no podemos encontrar en tan meticuloso pormenor más que la prosa más enriquecedora. Como tal ocurre asimismo en le Peau de Chagrín, donde reconocemos al gran Balzac cuando su relato se despoja de toda funcionalidad, y ya no describe sino divaga. Es entonces cuando nos engancha y el hilo de su imaginación nos conduce hasta el trance estético.

En la actualidad, siguen perviviendo el fanático de la forma y el cuenta cuentos; quizá a ambas tendencias se les puedan plantear objeciones. Quien sigue el camino experimental puede disolverse en la línea que traza el horizonte del arte, perdiéndose en lo ignoto u olvidando lo que es la esencia misma de la escritura: la comunicación. El que cuenta sin más, siempre le cabe encontrar un lerdo que lo escuche. Escribir bien quizá se resuma en el logro del equilibrio de estos dos heterogéneos senderos, ese anhelado vínculo entre el contenido y la forma, vital para cualquiera de los géneros, en literatura.

BOLERO

En la noche fragante el heliotropo
esparce el néctar de su jugo,
bajo la luna de almíbar tropical
que delata a los amantes
fundidos por las ascuas de su yugo,
sobre un tálamo trenzado
por el mimbre del deseo
en lo denso del secreto cañizar.

Ojos que en la noche ululan,
pájaros de esmeralda y lapislázuli,
enjambre de palmeras y de mangles,
el rubor de una cópula
que abre pétalos turgentes
de carnoso paladar.
En la selva ignota,
donde apenas suspira el aire
y los macacos se balancean
entre el ramaje, donde
el silencio es cómplice
de incertidumbre y muerte,
donde sisean sierpes
y los insectos zumban
en aturdido enjambre,
 desmaya  una cadencia:
Rumor del mar
que acompasa sobre la playa
el romper de olas indolentes
emulando al tiempo
en su eterno retornar,
agonía de un sueño
de indescifrable vaguedad.
Misterioso  plenilunio,
cuando los tibios rayos
descubren entre la fronda
el lecho amancebado,
alterados los pulsos
en la trenza de sus cuerpos,
consumidos en la hiel extenuada, 
reos de un olvido, 
irredentos en la densidad
impenetrable de la jungla.


La "libido"

Siempre había pronunciado "líbido" por libido, sin saber que tal palabra no tenía hueco  en el diccionario. Y es que los huecos son los que traen a la libido de cabeza. Nunca hubiera salido de mi error sin la puntualización de un viejo conocido, al que localicé por YouTube en una ciudad provinciana de Colombia. Se trata del escritor Daniel Potes Vargas, a quien conocí en Alicante, donde residía hará como un millón de años, ejerciendo el periodismo en  una publicación de escasa tirada. De su obra literaria de entonces me consta que alcanzó el premio de novela corta Gabriel Sijé.
Cuando lo conocí, iba con un libro bajo el brazo, nada más y nada menos que Tiempo de Silencio, porque Potes era ya un lector compulsivo, régimen que sigue manteniendo hasta el día de hoy, como un viejo sofista remiso  a abandonar su docencia.  Predica con su ejemplo a las nuevas generaciones, dadas a las disipaciones audiovisuales como a un deterioro cultural. Potes continúa siendo un ebrio del libro impreso, donde aún reside el sortilegio de un lenguaje que nos permite leer en nuestra alma. A mi me daba cierta envidia, porque por nacimiento y vocación se emparentaba con los escritores del Boom, con quienes compartía cierta aura de realismo mágico. Aunque no llegué a conocerle muy bien, pues era como una década mayor que yo, fue en la misma publicación donde el escribía en la que balbucí mis primeros pinitos literarios, ciertos artículos de opinión que contaron con la benevolencia de los editores.
Cuando conocí a Potes, a mi ya me corroía el gusanillo literario y su ejemplo me ayudó a calibrar la medida real de un escritor, la del hombre que saborea el vivir en el gusto de la palabra, y reconoce, como el mismo lo hacia en Henry Miller, que no hay mayor desiderátum en la vida del escritor que el logro de un folio bien escrito, porque eso, y exactamente eso, satisface nuestra libido.

LOS AMANTES DE VENECIA. VENECIANA XLI

En el siglo XIX si una ciudad provocó la admiración de intelectuales y artistas, esa fue Venecia. Buena parte del mundillo literario hizo de ella meta de su peregrinaje. Quizá porque en ella descubrieran la antesala del oriente, un prólogo sofisticado de Las mil y una noches. Por ella bebieron los vientos Balzac, Hugo y Stendhal, secundándolos la integridad casi del elenco literario romántico francés hasta llegar a Proust, donde la ciudad telonea cuantiosos pasajes de su Recherche. Entre sus huéspedes destacados estuvo cómo no una pareja de singulares amantes: George Sand y Alfred de Musset, en quienes la atmósfera de la ciudad debió de calar bastante hondo. Él se disolvió en extravagancias y borracheras, Ella en una Venecia novecentesca que no debió de ser muy salutífera para el visitante, ni por el pesaroso Siroco, ni por la humedad de sus noches, ni por las miasmas de sus aguas conductoras del cólera y un largo etcétera de desarreglos intestinales. De una de estas afecciones se lamentó Sand durante su estancia, objetando que la retuvo en cama durante días y obligó al joven Alfred a explorar en solitario la ciudad. Tales escarceos no debieron de ser muy convenientes, pues no tardaron en postrar también al muchacho en cama, aquejado de unas fiebres altisímas.  Con maternal abnegación lo cuidó la Sand, transformando la picardía de una escapada erótica en penitencia de una obra pía, si no fuera porque la presencia más que reiterada del solícito doctor Pagello tornara tamaña asiduidad en poco menos que sospechosa.

Como ocurriera más tarde al legendario Ashenbach, la fétida brisa veneciana no es caldo de cultivo idóneo para que los amores imposibles, pese a la apariencia, cambien de carácter y sí para  que el fermento de la pasión se revista de la consistencia del espejismo, donde el amante, desgastado por la veleidad amorosa, sucumbe a su tentativa de lo absoluto, ya que el camino de los sentidos no conduce al encuentro de los dioses sino que nos revela la ilusión del barro del que estamos hechos. No sabemos si de Musset aguardó tan elevadas conjeturas del regazo de la Sand, pero si nos consta que ésta remendó los juveniles desencuentros con las tentativas clínicas de su facultativo.

No se puede negar a Sand sus maternales predisposiciones, pues esta mujer hecha a sí misma, que se ataviaba de hombre para desenvolverse con mayor libertad en los ambientes de París, no dudaba en provocar la tos con el humo de su cigarrillo en las faringes de aquellos jóvenes de incierta masculinidad, cuyo ego acomplejado urge de la experiencia de una guía que les ayude a encontrar la quimérica plenitud entre las trincheras de las sábanas. Parece ser que con Chopin también desarrolló sus facultades maternales, pues acaso no existiera otra clase de amor para un hombre que tenía el genio a flor de piel, genio que acabó por anonadar al Federico particular. El invierno en Valldemosa más que para servir de nido para un gran romance, constituyó el punto de partida de un desencuentro. ¿Acaso porque Sand en estas experiencias jugó el papel de la amada y nunca el de la amante?

El extraño del tren Expreso

Por aquel entonces, yo cumplía el servicio militar. Me dirigía a la estación de ferrocarril con un período de permiso. Había escondido mi uniforme de soldado en el petate y volvía a casa con la satisfacción de a quien le aguarda un tiempo de libertad por delante. Junto con el uniforme, se me antojaba haberme desembarazado de las inhibiciones propias del recluta y abordaba el tren con un ánimo distinto del que me trajo la primera vez al recinto cuartelario. En éste no había aprendido grandes cosas, pero sí las suficientes para, lejos del resignado apocamiento del cuartel, aparentar la desenvoltura del joven decidido y fardón fuera de él. Con semejante talante, ayudado por la ingestión de algún carajillo, abordé el tren de la mañana en la ciudad de O. Estaba feliz de abandonar momentáneamente la disciplina y comportarme un tiempo con la irresponsabilidad del hombre libre cuyos yerros se ven inmunes de la coerción del arresto o del inesperado bofetón punitivo. A su vez, me complacía abandonar un clima tan riguroso como el de O... y regresar al más suave y cálido de mi tierra natal.
Me acomodé en el tren, encaramando el petate hasta el maletero superior. Por ser el ferrocarril uno de esos expresos de entonces, cada vagón se hallaba dividido en un conjunto de cabinas, aisladas por una puerta corredera, que daban a un pasillo recorrido por las ventanas del lado opuesto, al que el viajero salía de cuando en cuando para desentumecer las piernas o respirar un poco aire puro. Porque en las cabinas estaba permitido fumar, y cuando coincidían en ella dos o más fumadores, la atmósfera se volvía poco más que irrespirable.
Por suerte en la cabina correspondiente quedaban algunos asientos libres, lo que permitiría viajar con mayor comodidad, pudiendo estirar las piernas y no teniendo que estar constantemente pidiendo permiso para acceder al pasillo. De momento, yo solo ocupaba el asiento de tres plazas y me había encogido junto a la ventana, con las manos juntas entre los muslos, requerido por los últimos ramalazos del sueño. El asiento de enfrente era ocupado por una mujer joven, algo gruesa y con un niño lactante, oriunda de la región y que seguramente se apearía del tren en alguna de las paradas obligadas de la comarca. Junto a ella, un individuo de mediana edad con el que no tenía ninguna relación fumaba con despreocupación y echaba miradas furtivas, como quien no tiene reparos de emprender una pronta conversación. Por equipaje llevaba una maleta marrón algo desgastada y un paraguas puntiagudo, cuyo uso era casi cotidiano en O...Su aspecto era bastante común, sin ningún detalle especifico que lo distinguiera del español corriente: mediana estatura, cabello oscuro y tirando a dicharachero.

Arrancó el tren con una sacudida que hizo temblar los cristales de las ventanas. Pronto se oyó su acompasado traqueteo sobre las vías. El bucólico paisaje de O... fue deslizándose a través de los vidrios, una vez rebasados los suburbios. Su encanto campesino y la frondosidad de sus bosques evocaban aquellos paisajes arcádicos que vieron nacer la fábula. Comprendí que tales parajes podrían haber ocupado un lugar en mi corazón, si no hubieran estado condicionados por la desabrida experiencia de la vida militar. La misma de la que yo habíame despojado aquella mañana junto con el uniforme y guardado en el petate. La única realidad del ahora es que el tren corría inexorable, rumbo a casa. El vagón había empezado a caldearse,  a resguardo de la baja temperatura del exterior. El reducido recinto, más que los trenes de hoy, invitaba a la intimidad. Era difícil eludir el intercambio cortés de alguna frase o el conato de la conversación que seguramente surgiría como consecuencia lógica de las largas y tediosas horas de viaje. Hay que recordar que los expresos eran impuntuales, incómodos y poco veloces. El trayecto entre O...y  Madrid seguramente tardaría al menos diez horas en cubrirlo. Tiempo suficiente como para entablar cordiales lazos entre los pasajeros.

El individuo de enfrente me observaba con una atención mayor a la esperada de un pasajero indiferente. Estaba claro que no tardaría  en intercalarse entre ambos alguna que otra frase. Esta surgió para avisarme de que mi petate se había desplazado y sobresalía en demasía del maletero, con riesgo de caer.
           -- ¿De permiso, eh?-dijo.
           -- ¿Cómo sabe que soy militar?-contesté dándome cierto relieve biográfico.
           --El cogote rasurado y el petate no engañan a nadie-argumentó.
Estaba claro que el individuo quería congeniar, pues no tardó en presentarme su paquete de cigarrillos, invitándome a escoger uno. Como yo por entonces ya había contraído el vicio, no vacile en aceptar. He de confesar que aquel era mi vicio más arraigado, pues hacia la bebida guardaba cierta moderación y mi intimidad con las mujeres nunca había sobrepasado lo platónico. Tales escrúpulos -- he de llamarlos así si nos atenemos a los testimonios de muchos compañeros de milicia cuando relataban tras el toque de retreta el pormenor de sus correrías sabatinas-- provenían de la probidad de la educación recibida, en el seno de una familia cristiana. Se me educó en el temor de Dios y en la abominación al pecado, tras los muros de una capilla aislada de la corrompida vileza del mundo. Practicando diariamente la virtud, la coraza de la fe nunca permitiría que en mi alma fuera calando la inmundicia del pecado. Pero el paso y el peso del tiempo y las veleidades juveniles facilitaron que las tentaciones del mundo introdujeran su raíz vigorosa en el frágil sembrado de mi pureza, creciendo el tierno grano junto a la estéril cizaña. Aunque todavía mantengo la semilla del cristianismo alumbrando en mi interior, en aquella época yo mantenía cierta propensión a quedar fascinado por la policromía y desfachatez de los hechos del mundo. Aunque temía al pecado, su vértigo me confundía.
Por eso opté en presentar ante aquel individuo una pose enmascarada, la ficción de un Miguel Galán inexistente, amparado por una coraza de mundanidad que me protegiera de mi candidez interior.

Aquel hombre no carecía de astucia y yo aquella mañana, pletórico por las perspectivas inminentes, me sentía charlatán. Fumamos e intercambiamos pareceres del la índole más variada. No sabría calar en lo hondo de sus intenciones, pero aquel hombre perseguía algún deleite y yo ansiaba fascinar. Cuando el tren perseguía las llanuras de Castilla la Vieja la amenidad de nuestra charla rozaba lo imprudente. Algunos otros viajeros, durante el trayecto, se sumarían acaso a la cabina, pero yo sólo recuerdo a éste. El individuo me interrogaba acerca de mis gustos, de mis intenciones, de mi filosofía vital. Quiso indagar sobre mi ocupación anterior a mi ingreso en el ejército, y yo le contesté con una ocurrencia plagiada de un diálogo oído por ahí, de boca de un gárrulo vividor.

          --Ladrón de cajas fuertes-exclamé con cierta sorna.

 Mi contertulio sonrió con una sonrisa donde se adivinaba la complacencia y no poco cinismo. Mientras yo encendía otro cigarrillo, él sacó de su funda unas gafas de sol y ocultó su mirada. Temí aquella opacidad más que una mirada siniestra. Aquel modelo de gafas lo relacionaba yo con gente maleante, a quien se las había visto lucir en televisión o en la foto de cualquier periódico de sucesos; en aquel hombre parecían suplantar el tónico de Jekyll. Hoy creo que eran las mismas que llevaba el Lute en alguna de sus instantáneas icónicas. Y las mismas que yo asociaba con mis particulares cocos infantiles: "el hombre del saco" y "el hombre de la sangre", que pululan los lugares prohibidos en busca de niños desobedientes. Solo puedo agregar que temí. Había perdido toda la confianza, y barrunté que aquel individuo planeaba algo. Como digo, no sabía nada de sus intenciones ocultas. El había averiguado mucho de mí, pero yo de él no sabía nada; sólo que colocándose aquellas gafas había invadido mi ánimo de una total desconfianza. Recelé sobre cuál sería su siguiente paso. Según me contó, se apearía del tren en Valladolid, parada que ya se encontraba próxima. Debió de ser consciente de mi consiguiente actitud reservada, pues cuando me veo en una situación que me disgusta, mi trato se vuelve brusco y rehúyo la conversación. Pareció contrariado por tal circunstancia y no dejó de observarme; al menos yo intuía sus ojos tras de aquellos cristales oscuros y opacos, que acaso ocultaban la aterradora semilla del mal.

Cuando el tren se detuvo en Valladolid, el individuo abandonó la cabina portando su maleta y su largo paraguas, sin dejar de sonreír con maliciosa sonrisa y ocultando el abismo del mal tras la opacidad de sus impenetrables gafas. Levantó su brazo como despedida y lo vi alejarse por el pasillo. Cuando el tren se puso en marcha, me aseguré temeroso y angustiado de que aquel individuo no permanecía en él, aunque lo había visto descender al andén. Desconfié de que bien podía haber vuelto al ferrocarril penetrando por otro vagón. Jamás había temido tanto por mi seguridad, pues estaba convencido de que por primera vez había visto cara a cara al mal, en cuyas intenciones incluso pudiera anidar la posibilidad de asesinarme o hacerme para siempre cómplice de sus inconfesables perversidades. El resto del viaje trascurrió presidido por el desasosiego e imaginando escabrosas intrigas. Sólo llegué ha respirar tranquilo cuando me vi de nuevo entre los muros de mi casa familiar y aquel viaje comenzó a formar parte del pasado. La placidez de la corta estancia en A... devolvió a mi ánimo la confianza.


















El artista y la sociedad

Recientemente, escucho una reseña a través de un medio audiovisual encomiando la obra y trayectoria de diferentes artistas de la contracultura, cuyos estilos eran variados pero todos ellos revulsivos. Enjuiciarlos a estas horas del postmodernismo resultaría superfluo. Se señalaba de ellos la contribución original y recalcitrante al arte contemporáneo. De sus vidas, se destacaba su variopinto periplo al borde del abismo, abismo que como con todo aquel que coquetea con su tentación, acabó por tragárselos. Se dice de uno que murió, apenas superada la treintena, de una sobredosis; del otro, que sucumbió por Sida; del de más allá que, adicto al alcohol, se desintoxica recluido en periféricas clínicas, en manos de psiquiatras.

Conforme pasa el tiempo, se confirman más sólidamente  las reflexiones de Thomas Mann sobre el artista y la sociedad. En ellas Mann hacía hincapié en la tipología del artista. Falsamente venerado en nuestros días y, hasta en algunas ocasiones, elevado a la categoría de icono, de modelo a imitar por la presente y sucesivas generaciones. Mann, en su análisis, se apresura a desengañarnos. Pues juzga al artista como el ser antisocial por excelencia; en alto grado inadaptado a las exigencias sociales y disoluto, indisciplinado y náufrago de una vida marginal y bohemia. Las cualidades que se le suponen, reveladoras acaso en el fenómeno estético, carecen de incidencia relevante en el desarrollo social, más allá del ocio y la moda. Se las aprecia como vigorizantes del ámbito cultural, el cual, al paso que vamos, no tiene mayor consistencia que los fugaces fuegos de artificio.

La misión del arte y el artista que hoy conocemos se fundamentó en nociones teóricas que planteó la filosofía precedente, que en Schelling y Schopenhauer alcanzó sus fundamentos más esenciales. Siguiendo esa senda ya trazada, el siglo XX desembocó en las vanguardias, que entonaron el canto del cisne del arte tradicional. Se agotaron todos sus caminos, y lo que vino después fue un desencanto que permitió todo tipo de intrusismo artístico. Cualquier propuesta era válida con tal de llamar la atención. Un llamar la atención que se erige en condición primordial para la aceptación del arte en la sociedad actual. Nuestro filósofo de cabecera de las sociedades permisivas, Nietzsche, fue quien reconoció al arte como pilar esencial en la vida del hombre. Y para ésta sociedad del ocio no puede haber mejor aditamento. El arte, puro o desvirtuado, se inmiscuye en los hábitos cotidianos de la sociedad aun en la forma más espuria. Siguiendo esta tendencia logran concitar el protagonismo   artistas que consiguen excitar las neuronas aletargadas del gregarismo social, y así se da el entusiasmo hacia aquellos artistas del desenfreno o la sobredosis, aulladores como un Ginsberg que nos vuelve a zambullir en la subterraneidad de Orfeo, y que desde su pose maldita rompen los espejos del gusto estético, pero que nada de mayor enjundia aportan a la sociedad en el orden moral o ético, en caso de que sigamos apostando por una sociedad saludable, cuyo fin sea otro bien distinto al del lamentable diván fruediano.

Visita a Baviera

Regreso de una corta estancia en Múnich. El motivo que me ha conducido a Baviera es de índole familiar: la boda de uno de mis sobrinos. Tales días han supuesto una revitalización de nuestros circuitos saturados. En Baviera se respira con plenitud y sobre todo de distinta manera. El equilibrado pulso alemán se contrapone al alterado de España. Los cabezas cuadradas van piano piano pero abordan las cosas con disciplinada eficiencia. Pero no todo en Baviera obedece a la frialdad del cálculo, precisamente en Baviera Alemania se reviste de romanticismo. Nos ofrece un matiz bucólico en el vigor natural de sus jardines, que precisamente en otoño ofrecen una cierta ilusión de transida melancolía; su paleta de ocres, verdes, naranjas y malvas, exige para reproducirla la meticulosidad de un Renoir o acaso la refinada policromía de Edwin Church y la escuela paisajística norteamericana. Alemania a los españoles nos anodada: admiramos su rigor, su orden, su eficacia; pero también la excelencia de su arte; ese arte que comenzó florecer bajo la tutela de los Wittellbach y que se coronó en la majestad de Neuschwanstein. Allí se hace realidad el ensueño; la música de Wagner se hace carne.
Baviera sabe a lirismo, pero también a pueblo, a danza, a festspiele, a cerveza, a bratwrust, a flor y a boscaje. Esta noche, ya de vuelta de tan corto paréntesis, pienso en la posibilidad de regresar en otra ocasión: hay bellezas por reencontrar y otras por descubrir; resuena en mi espíritu la excelencia de la Altenpinakothek, la elegancia del Ninphenburg, y la memoria de Thomas Mann que nos remonta a una Múnich desgraciadamente fenecida. Se conserva su Villa, en la que yo esperaba el museo de su memoria, pero que parece pervivir solo como inmueble cotizado. Siempre queda el rescoldo de otras peculiaridades de Múnich: el carrillón de su Rathaus, que los turistas admiran embelesados; la nobleza palaciega de la Residence, donde Ludwig II recibía los consejos de Wagner ; su imponente teatro de la ópera, cuyas producciones encandilan...etc. Sí, el regreso a Baviera es solo postergado, porque no renuncio a que nuestra intimidad prospere y más ahora que me unen a ella ligaduras familiares.

Café de chinitas

Café de chinitas
Lo primero que conocí fue una melodía de guitarra flamenca, en principio anónima, inserta en un montaje de YouTube dedicado a la figura de García Lorca. Dicho video tenía como banda sonora principal el "Take this Waltz" de Leonard Cohen, sobre la que se iba sucediendo la memoria gráfica del poeta. Como comentario dejé mi Romance por Federico García Lorca, que ha tenido escasa resonancia entre los internautas adictos al poeta. Más tarde reconocí la melodía en un disco de Paco de Lucía dedicado a las canciones de Lorca. Revisando el listado de tracks descubrí que se titulaba Café de chinitas. La melodía se presenta con una introducción dramática que lentamente va desarrollando un tema reflexivo.   No puedo asegurar que sea una composición de Lorca, seguramente recogida de una melodía popular, aunque le vendría como anillo al dedo. La pieza parece ser muy interpretada por los guitarristas flamencos y pertenece al palo de la petenera. Solía escuchar la pieza de vez en cuando y me sorprendió encontrar en Madrid un tablao conocido como Café  de chinitas. Por un tiempo creí que ese tablao era el origen de la petenera o viceversa. Solo hoy he salido del error. En el mercadillo dominical adquiero una vieja película española, protagonizada por Antonio Molina y Rafael Farina, titulada asimismo Café de chinitas. En ella descubro el verdadero origen de aquella melodía y la relevancia de un viejo Café de chinitas, ubicado en el corazón de Málaga, y que en siglos pasados se constituyó acaso como la más importante cátedra flamenca de Andalucía. Fue un local variopinto donde se daban cita artistas, toreros, contrabandistas, galopines y rufianes. En su salón palpitaba la sensual melancolía y el desgarro pasional del alma andaluza. Todo esto lo descubro ahora con la edad, porque de joven me hubiera reído de todas estas cosas, de ese folclore tan vilipendiado por la vanidosa inconsciencia del progreso. Un progreso que mañana será olvido como hoy el Café de chinitas se nos antoja aislado retal de la memoria.

El ÚLTIMO ÓMNIBUS

El ómnibus se retrasaba. Guarnieri aplastó la colilla oscilando la suela del zapato contra la acera. Eran los últimos momentos de la tarde, y temía demorarse y llegar al arrabal ya anochecido. Aunque los días ya empezaban a alargar, aún se hacia necesaria la prenda de abrigo. Sobre el cielo ceniciento trasparentaban unas pinceladas de azul. Tales claros presagiaban otra realidad distinta a la presente, de la cual no se puede huir. Introdujo las manos en los bolsillos y acarició el frío pesado del metal.
Meditaba sobre el largo trayecto que aún le esperaba hasta enfrentarse consigo mismo, esa rectilínea carretera entre bancales y jalonada de cipreses que conectaba las últimas viviendas de la ciudad con el suburbio. En éste destacaba la pobreza de las casas, muchas de ellas amenazando ruina, con bastantes calles sin asfaltar y que se llenaban de barro tras el menor aguacero. Todo  era sórdido en el barrio de San Miguel, o el del cementerio, como se le conocía más familiarmente, porque colindaba con el principal camposanto de la ciudad. Tan ruinosos como las viviendas eran sus vecinos, sin oficio conocido muchos de ellos y dedicados al trapicheo y a las mercaderías ilícitas. El resto eran gitanos que habían fabricado sus chabolas al amparo de la clandestinidad.
Guarnieri, pues era uno de esos hombres a los que se conoce por el apellido y no por el nombre  de pila, era aún joven, con la treintena recién cumplida, trabajador esporádico, y con una sola vocación, la de evadirse en la oscuridad de las salas de cine. Lo que empezó como una diversión dominguera, se había convertido para él en una afición enriquecedora que daba sentido y cierto propósito a sus ocios. Porque en éstos empeñaba sus mayores energías, pues en lo laboral divisaba un horizonte sin provecho. Todavía no se había sustraído al vicio del tabaco, ni al de la salidas nocturnas en donde el alcohol iba labrando pertinazmente su derrota. Había tratado alguna vez de escapar de aquel laberinto
de depravación y soledad, pero el vicio por la mujer le mantenía encadenado con sus posesivas tentaciones.
Todo hubiera sido tolerable, si no hubiera conocido a Rosita. Era casi una mujer del arroyo, pero esa misma fatalidad incitaba un deseo ciego de poseerla. La encontraba cada sábado en un pub del barrio viejo, sola como una tentación y dando tragos de whisky seco, a la manera de un hombre. Guarnieri sabia que con las mujeres normales no se llegaba a ninguna parte, pero que las que eran como Rosita guardaban alguna promesa desconocida. Y esa incertidumbre era la que lo hostigaba, la que le acuciaba a pretender una realidad distinta a su existencia mediocre, vacía y sin futuro, aunque de aquel canje no obtuviera ninguna mejoría. Con tales cartas sobre la mesa, no le costó mucho conseguir que la relación prosperara: varias noches de copas compartidas, algunas lisonjas y unas pocas promesas que se incumplirían.
Aun recordaba ese fatal tramo de carretera rectilínea, bajo una luna fría, que lo llevó la primera vez a compartir cama con Rosita. Fueron en un destartalado 4x4 que ella había comprado de segunda o tercera mano. En el lecho la encontró sudorosa y maloliente, con besos que sabían a bodega. Pudo haber renunciado, pero lo fascinó el mórbido lodo de la condenación. Se unieron carne con carne, pero él no llegó a saber si fue realmente suya. Nunca supo sus motivos, ni cegado por el celo llegó a valorar el verdadero fondo de su corazón.
Ahora, una vez más, iba a visitarla. Pero sabía  de buena tinta que no estaba sola y que ambos lo estaban esperando. De él solo tenía referencias vagas; únicamente la certeza de que en el pasado había sido su hombre. Cuando el ómnibus cubrió una vez más la distancia entre la ciudad y el suburbio, Guarnieri descendió como quien acude a una cita impostergable con su médico, donde le van a revelar cuál va a ser su futuro. Caían las primeras sombras en la barriada, la noche era algo fresca y por las esquinas sólo se advertía la presencia de algún "camello" esperando clientela. Guarnieri enfiló la calle embarrada que conducía a la planta baja de Rosita. Frente a la puerta se extendía un rodalito de jardín inculto en el que alguna vez floreció una flor. No le dio tiempo a llamar; faltándole un buen tramo para la entrada, la puerta se abrió. Salió de ella un hombre, moreno, desconocido, con una sonrisa cínica torciéndole los labios. No se dijeron palabra, se miraron y Guarneri adivinó en el fondo de los ojos del extraño un reflejo que anunciaba su destino. Cuando bajó la mirada observó que en la mano del extraño relucía la hoja de un cuchillo. Guarnieri tanteó en su abrigo y descubrió la navaja que toda la mañana había barajado llevar, vencido por un temor. Su esgrima era de novato; antes de que su oponente se abalanzara sobre él acometiendo con el glacial acero, ya sabía que iba a morir.

LOCOS POR EL PPREMIO

La otra noche tuvo lugar uno de los acontecimientos de cada otoño. Mientras cenaba y escuchaba la televisión de soslayo, se interrumpió el programa de debates que se estaba emitiendo, para conectar con Barcelona, donde se fallaba el premio Planeta. Todavía recuerdo la locución del anterior premiado, Javier Sierra, sembrada de señuelos esotéricos con los que  captar la curiosidad de los probables lectores indolentes. Como siempre, también este año en el salón donde se adjudicaba el premio no faltaba detalle. En él tenía cabida toda la "vanity fair"del mundillo literario. Se esperaba con expectación quiénes serían los premiados, aunque me temo que el "Planeta" ya no está para sorpresas.
Al final sucedió lo de siempre y recibieron el galardón dos personalidades cuyas campanillas no emitían ningún novedoso tintineo. Sálveme el cielo de enjuiciar sus obras, las cuales ni siquiera he leído y a las que siempre se ha de otorgar cierta presunción de inocencia.  Inocencia,  que si se examina con detalle la tramoya escénica, la un tanto opaca deliberación del jurado y las estentóreas casualidades que acompañan su dictamen, viene a quedar cuando menos en entredicho.
No obstante, deberíamos aceptar con naturalidad el veredicto sentenciado por tan conspicuas plumas,
muchas de ellas bendecidas (por lo de su cuantía) con el premio en años precedentes y otras porque su trayectoria literaria los hace merecedores del más justificado laudo. Los nombres de sus componentes no resultan desconocidos para quienes tenemos alguna inclinación literaria. Nos son familiares Rosa Regás, Carmen Posadas, Fernando G. Delgado, todos ellos en perenne candelero, pero cuyos libros, al menos por mi parte, permanecen en la más ignota indiferencia. Pero quien verdaderamente me llamó la atención fue la figura de Pere Gimferrer, sumado al elenco no sé si en calidad de presidente o de convidado de piedra. En el universo literario hay nombres tabú, entre los cuales el de Pere Gimferrer siempre es mentado cuando de trata de ponderar la obra de cualquier escritor que pugna por hacerse un nombre. Un amigo me recomendó enviarle al escritor catalán alguna de mis novelas para que la enjuiciara, a lo cual me resistí temiendo algo así como un remedo del juicio de Dios. En cuanto a su poesía no puedo por menos de ensalzarla, pues me parece deslumbrante y valientemente innovadora. Resulta paradójico contemplar a ese ya patriarca de nuestra lírica relegado a la función de ujier  de la editorial más global de las letras hispánicas. Pero todo viene a ser comprensible en semejante mangoneo, pues el mismo premiado nos dejó constancia de que en tales tejemanejes se hallaba conspirando en la sombra el acendrado gabinete literario de Carmen Balcells. ¿Estarán fraguando la eclosión de algún nuevo Boom?

Escritores viajeros

Escritores viajeros
He comenzado a hincarle el diente a un viejo libro de viajes, publicado en la legendaria colección Rotativa de Plaza y Janés. La obra en cuestión se titula " Una corona de islas griegas" y está firmada por el escritor, al parecer británico, Ferdinand Finne.
El texto se engloba en el género de libros de viajes y, como su título indica, nos propone un recorrido por la Grecia insular, en concreto por su archipiélago de las Cícladas. Acaso el grupo de islas egeas que más ha atraído al turismo internacional.
Descubrí el libro entre el montón de títulos más sugestivos de una librería low cost, y en el primer momento rehusé comprarlo, porque tenía entre manos otras lecturas y no quería distraer mi mente con pasadas nostalgias. Porque regresar a Grecia es como volver a adentrarse en el laberinto de Minos, en el cual no podemos predecir cuándo podremos liberarnos o acaso perecer entre las fauces de su mítico Minotauro. Incluso podría darse el caso de caer heridos por el sublime dardo de la belleza, que habita en los más insospechados rincones de ese mar admirable, como aquella ínsula agreste donde se erigió sobre el acantilado un templo a alguno de los olímpicos.
Suelo tener casi siempre sobre mi mesa algún título de referencia griega, sea histórico, político, literario o filosófico. Pero entre estas lecturas suelo eludir las que abordan el carácter geográfico de Grecia, sobre todo desde la perspectiva contemporánea. Han pasado ya algunos años desde mi último viaje a la Hélade y en él tuve el placer de recalar en algunas de las islas que Finne visita en su periplo. Verdadera odisea que el autor afronta sobrecargado de mochila y máquina de escribir portátil. Confieso que escribir libros de viajes es una de esas aspiraciones que jamás he conseguido concretar. Porque para llevar a cabo semejante tarea, es necesario armarse de un disciplina extraordinaria. Se requiere audacia aventurera y la minuciosidad literaria del escritor de diarios. Convengo en que cada viajero planificará su tarea de la forma más variada. Por mi parte, la laboriosidad de recoger apuntes mientras se van experimentado las vivencias del día, para luego hilvanarlas en la noche en una redacción congruente, es algo que se me hace cuesta arriba. Por lo general, durante mis viajes
siempre queda algún momento de sosiego en un bar, donde recoger en el bloc de notas cualquier experiencia suscitada o  reseña sobre algún lugar visitado durante el día. Pero he de ser sincero, en las noches, en el escritorio de la habitación del hotel, me resulta imposible tratar de resumir el balance de lo vivido durante la jornada, pues por lo general el cansancio me obliga a meterme el la cama cuanto antes y todo lo más leer alguna página del libro de cabecera.
Verdaderamente es lamentable, pues no debe de haber destino más agradecido que el de los escritores de viajes, como el inquieto Javier Reverte, que se ha pateado medio mundo, o el de los cronistas magistrales cuyas plumas no dejan de ser celebradas, tales como la Josep Pla o Camilo José Cela, que nos deleito con el poético cutrerío de su Viaje a la Alcarria.

Los libros más sabrosos

Decía Bolaño que la lectura de los libros robados tenía un sabor especial; seguramente el gusto voluptuoso del bocado a la manzana de Eva. Por mi parte, he  de añadir que no sabría explicar tal experiencia, pues que yo recuerde en mi biblioteca no consta ningún libro fruto de la criminalidad.
Mi biblioteca es una biblioteca tan personal, que tampoco se encuentran en ella ejemplares conseguidos por intercambios ni trapicheos. La fundamentan algunos volúmenes adquiridos durante mi juventud, pero la mayor parte de ella fue creciendo como consecuencia de un sueldo estable, a través de una transacción comercial ordinaria.
He de decir que en los últimos años ha aumentado por inercia de comprador compulsivo y por mi interés reciente por los libros de lance y un cierto prurito de coleccionista.
Estos libros de bajo coste me producen con su lectura una sensación tal vez análoga a la que Bolaño experimentaba con sus libros hurtados. Si la lectura del libro me satisface, obtengo una doble compensación, la del provecho intelectual y estético y la de saber que tan grandes beneficios apenas han supuesto sacrificio para mi bolsillo.
El inconveniente de las librerías de lance es que en ellas uno acaba por arramblar con obras cuyo máximo interés es su tentador precio, y que como mucho acabarán engrosando el rincón menos frecuentado de nuestra biblioteca. Esto es lo más probable que ocurra con el libro que he adquirido esta misma tarde, unas obras escogidas editadas por Aguilar de François Mauriac. Seguramente un autor de mérito, galardonado con el Nobel, hoy acaso injustamente mal valorado, pero al que muy a mi pesar habré de postergar debido al acuciante listado de libros que reclaman mi lectura. Desgraciadamente, siempre hay un orden de prioridades. Y eso que cierta curiosidad malsana me tienta a hundir el hocico en ese, sin la menor duda escabroso, Nido de víboras.

PUEDE OCURRIR EN TOLEDO

Paco de Lucía tenía una casa en Toledo, hoy convertida en hotel. Se ubica próximo a la cuesta de Recaredo y a la mezquita del Cristo de la luz. Su tarifa es algo cara, argumento que nos disuade un tanto de contratarlo en una futura estancia en la ciudad carpetana. No deben de andar lejos de allí Santo Domingo el Antiguo y la parroquia de Santa Leocadia, pues existe una grabación donde se ve al difunto guitarrista merodear por aquellos lares, deteniéndose en la casa de los Bécquer, en la calle de  San Ildefonso. Santo Domingo el Antiguo constituyó  para mí una fijación durante mis primeras visitas a la ciudad del Tajo. No me disuadía, novel Teseo, el tener que descifrar el laberinto de callejones erráticos y solitarios pasadizos para encontrar ese convento que cobijó la primera obra española del Greco. Hoy se da por cierto que en su cripta reposan los restos de Theotocopuli, cuyo sarcófago una de las novicias no vacila en enseñar, a través de una abertura en el enlosado. En Santo Domingo apenas queda obra original del Greco; la mayoría son copias. A pesar de ello uno suele salir complacido con la visita, ayudando además a las obras pías conventuales, con la adquisición de alguna cajita de mazapanes elaborados por la propias monjas.  No son numerosos los turistas que se dejan caer por allí. Los pocos que lo hacen, es porque ya el misterio toledano ha calado en sus almas. Por mi parte, he de constatar que mi primer contacto con Toledo despertó en mi el deseo de conocerla más a fondo. Busqué, quizá en lugares no adecuados, libros que me hablaran de su historia y su cultura, de ese gran libro críptico que constituyen sus piedras centenarias. Ignorando de que tales libros solo pueden ser hallados en lugares muy concretos y en ediciones limitadas, tuve que conformarme con obras que trataban de los asuntos toledanos, aunque más bien de soslayo. Entre éstas se encontraban todas las referidas al pintor de Candia.  Tuve la suerte de hacerme con los dos volúmenes que componen la monografía que al Greco dedicó Camón Aznar, uno de esos contados y graves eruditos que dio la cultura española. Leí tan magnifica biografía con provecho y delectación, quedando cautivado por esa figura sin par que preludió nuestro siglo de oro, Adquiría cualquier libro que encontraba sobre el pintor cretense, y junto a mi curiosidad por Toledo germinaba mi interés por el arte. La obra de M. B. Cossío vino a consolidar mi inclinación por el pintor de las ánimas, que halló en Toledo el marco idóneo donde su estilo se ahormó, traspasado por el numen místico que inflamaba su atmósfera y que nadie como él supo captar, en la majestad de su Entierro del conde de Orgaz. Arrebato del que aun es posible inflamarse en Toledo cuando, como bien explicó Paco de Lucía, se escuchan las campanas de todas las iglesias de la ciudad redoblar al unísono. Pero aquello que puede suponer el colapso para un músico, viene a significar la gloria para un penitente.

DEFUNCIÓN DE UN AMIGO

Recientemente, me ha dejado. Se colapsó su corazón. A él le confiaba casi todo, hasta lo que se alojaba en los más escondidos repliegues de mi alma. Me acompañaba diariamente; sabía de mis pasiones y soledades. Me abría su corazón y sobre el vertía el torrente de mis inquietudes. Conmigo celebró los momentos más dichosos, como compartió el cilicio de mi dolor. Cuando volvía del trabajo no había nada más agradecido que su compañía; me ponía al corriente de cuanto había acontecido aquel día y distraía mis ocios, plegándose a mis apetencias de cada momento. Pero hace unos días le invadió el silencio; sus ojos se sumieron en la oscuridad. Quedé solo y sin tener a quién recurrir. Todos mis recuerdos habían muerto con él; aun las cosas más íntimas que le confié. Apenas hacia horas que nos habíamos gozado juntos, gracias al capricho del numen que había bajado a visitarme. Le confié dos páginas del último cuento que me había obsequiado la reina Mab. Había surgido con la fluidez sorprendente con que la inspiración actúa. Desgraciadamente, ya no podré concluirlo en tu compañía. Me tocará recordar y rehacerlo, pero seguramente ya no será ese  mismo tocado por la gracia de lo alto. Sin ti, debo comenzar una nueva etapa y agradecerte esas páginas que elaboramos con el mayor amor, esas arquitecturas de la fábula que fueron Un amor de Bécquer o Naamán el sirio. Gracias por tu esfuerzo por alcanzar el más óptimo resultado. Solo puedo expresarte mi conduelo y agradecerte esos años de camaradería, que sirvieron de alivio para mi más estricta soledad. Descansa ahora en paz, mi viejo "acer" portátil.

Un apunte sobre la vida de Stendhal

La biografía de Henri Beyle (Stendhal) insufla ciertos ánimos a todos aquellos escritores cuya carrera no ha sido aún bendecida por el éxito. Fue su trayectoria desigual, pero su acercamiento a la literatura desde muy joven auguraba que de tal empeño saldría un escritor. Su dedicación no llegó a fraguar sino tardíamente, cuando el joven Beyle había rebasado la treintena. Había ocupado los años precedentes en formarse con avidez de lector exigente y frecuentando academias de arte dramático, donde buscaba forjarse como dramaturgo. Estudió el teatro francés, en el que sobresalía Racine, y descubrió a Shakespeare, influencia que le acompañó el resto de su vida. Como hijo de la Revolución, acudió presto a la llamada a los franceses  de Napoleón. Siguió al "gran corso" en su recorrido bélico hasta las mismas puertas de Moscú, agregado a la intendencia como subteniente. Con la caída del emperador, puso punto final a su trayectoria en el ejército. Solo al concluir ésta, se despertó ese escritor que se mantenía agazapado. Tal eclosión coincidió con su primera visita a Italia. Allí su espíritu se ensanchó, fue tocado por el numen de la creatividad. En Italia conoció también la pasión, fruto de la cual resultó la gestación de su libro-ensayo, Del Amor. Sobre Italia versan sus primeras obras publicadas: Roma, Nápoles, Florencia e Historia de la pintura en Italia. Tales libros no tuvieron eco alguno entre el público y Henri Beyle hubo de buscar alguna ocupación de supervivencia.
En Italia había frecuentado círculos carbonarios, que de algún modo precipitaron su salida de Milan. Se instala en París, donde se vuelve asiduo de algunos salones renombrados. El republicano Beyle busca el rebufo de la nobleza para sostenerse. Entabla amistades decisivas y su corazón vuelve a palpitar con nuevos amores. De esta época debe datar su redacción de Armancia o algunas escenas de salón en París en 1827. Novela con la que tampoco logra despertar de la indiferencia a los lectores. Durante una nueva visita a Italia, en la Scala de Milán conoce a Byron. Stendhal comparte en lo fundamental las premisas del movimiento romántico, pero su espíritu se halla más anclado en la realidad y su ideal estético difiere de éstos en puntos fundamentales. En París intima con Merimé, con el que comparte ciertas afinidades de carácter, pero el autor de Carmen no logra hacerle justicia como narrador. ¡Qué lejos el estilo conciso y penetrante de Stendhal de la ampulosidad retorica de Hugo o Chateaubriand! Dentro del romanticismo, Stendhal es un franco tirador que habrá de trazar un camino propio. Su publicaciones se suceden sin éxito y ha de buscar sus ingresos en otra parte. Por mediación de las amistades, consigue un puesto menor en la carrera diplomática. Lo destinan a Trieste, que no deja de ser una antesala de Italia. Sus escapadas a Venecia y Milán no logran borrar su insatisfacción. Regresa a Paris. Finalmente, es destinado a un enclave de Italia más desalentador si cabe: Civitavechia. Cuando logra escapar y regresar a París por una temporada, donde en los salones más deslumbrantes revive sus nostalgias, emerge ese Stendhal cuya huella literaria no será jamás menospreciada. Aunque trabajosamente, concluye Rojo y Negro. Una de las grandes novelas de la literatura alcanza un eco menor. No logra trascender más allá de un círculo privado. El propio Merimé no la valora positivamente y censura la construcción del personaje protagonista, Julián Sorel. Stendhal, en medio del silencio, se reintegra a su puesto anodino en Civitavechia.. Allí vegetará hasta su regreso a Paris, donde vuelve a ser recibido en los salones elegantes, en los que recaba aquello que más place a Beyle: una conversación inteligente. Entre los frecuentados, se encuentra el de los condes de Montijo, cuyas dos hijas menores Eugenia y Paca entretienen los ocios de Beyle. Por su mediación, descubre un manuscrito sobre la vida de Alejandro Farnesio, el gran capitán de las tropas españolas. Este será el germen de La Cartuja de Parma. La novela queda finalizada en tres meses, llevada a cabo con ese mismo apasionamiento
que Beyle reservó para sus amores. No cabe duda que las musas tutelaron su gestación. ¿Y el público? Como siempre, mantiene un cauto silencio. Pero una mañana, el milagro: El gran Balzac publica en la Revue Parisien 27 páginas encomiando la maestría de la Cartuja de Parma. Para Stendhal aquel juicio valía más que cualquier otro reconocimiento multitudinario. Cuando al poco tiempo tocó a Stendhal dejar este mundo, lo hizo manteniendo el regusto de esa miel entre los labios.

Entre Toledo y Venecia


Me ocurre, como al protagonista de Midnight in Paris, que tengo el complejo de la Edad de Oro, esa falacia de creer que cualquier tiempo pasado fue mejor. Me he extasiado no ante esas grandes ciudades símbolos del progreso como Nueva York o Londres, sino en esas otras recoletas que aun mantienen la esencia de lo que fueron. Ante la posibilidad de escoger una donde vivir en la próxima hora de mi retiro, me inclinaría por Venecia o Toledo. Sin dudar, la primera es mi predilecta, ante todo por su proximidad al mar, y su romanticismo de ciudad cuasi fantasma.  Esta elección no es original en absoluto, pues deben contarse a centenares quienes han optado por estos dos lugares para adornar con algo de prestigio esos momentos de solaz para su alma. La opción Véneta, en mi caso es harto compleja, pues presenta numerosas contrariedades: cambiar  de país, de cotidianidad, de costumbre. Para afincarse en una ciudad ese necesario antes haber echado raíces. Y con ésta solo me unen mis afinidades diletantes, y mis complicidades espirituales. La dimensiones limitadas de Venecia me hacen augurar un futuro donde un buen día esos fascinadores encantos que hoy me subyugan, se vean colmados, y, al fin, derivarán en ese paseo tedioso en el cual nada de lo que vemos despertará el fuego de la pasión. Me respondo que, llegado el caso, me aguardaría el resto de Italia para disipar esa indiferencia.
El caso de Toledo es distinto. En ella he llagado a ese punto donde ya paseo sus calles con desapasionada indiferencia. Son tantas la veces que la he visitado, que he perdido el cómputo. Comprar o alquilar una casa en Toledo, ¿tendría sus compensaciones? Con las ciudades ocurre como con la mujeres, cuando se ha superado, que diría Stendhal, esa fase de cristalización, lo encantos que exhalan estimulan ya apenas la pituitaria de nuestro corazón. Pero Toledo tiene rincones donde aún es posible alcanzar el cielo.

Cuando salí de Cuba

Oigo revelaciones sorprendentes sobre la revolución cubana, sobre aquellos que pisaron el pedestal de lo héroes y a los que la pugna codiciosa por el poder convirtió en hienas voraces. De los comandantes que bajaron de la sierra Maestra, al fin solo quedaron los dos Castros. Se cotejan testimonios que echan por tierra el espejismo de cualquier utopía. ¿Existe bajo este sol un poder que no comparta las manos ensangrentadas de Macbeth? Olvidamos que el paraíso fue lo que perdimos y el progreso no vacila en desengañarnos de que cualquier tiempo futuro será mejor. Los nobles ideales que creemos animan el corazón de los héroes se revelan maquillados por la más insultante hipocresía. Aquel que conoce el corazón de los hombres juzgará a los pueblos.
Como la búsqueda de la verdad podría volverse eterna, rehúso indagar más sobre las muertes de Che Guevara y Camilo Cienfuegos. Contamos con la versión mitificada del asunto, con aquellos que nos han querido contar y con lo que se nos mantiene lelos; pero qué saldría si escarbáramos en los estratos más recónditos  de la verdad. ¿Será la mentira el precio de la sangre?

Sobre Gladiator

Anoche revisé Gladiator, de Ridley Scott, con una perspectiva distinta. Recuerdo que la primera vez que vi el film me impactó por la crudeza de sus imágenes, en la guerra y en el circo.  Semejante
eclosión de violencia obliga, a cualquier ciudadano de  la sociedad del bienestar, a rechazar las escenas más llamativas y sangrientas de la película. Esta nos cuenta de la historia de un general romano que cae en desgracia ante las instancias de un poder corrupto, que ocupó sendas páginas de la historia de Roma. El personaje de Máximo Décimo Meridio, sin embargo, se hace acreedor de los valores más positivos que predominaron en la sociedad antigua. En la premisa de ¡fuerza y honor! se halla englobada la virtud que fundamentaba la antigua Areté. Máximo compendiaba esa suma de valores que perfilaban la moral del mundo antiguo. Poseía la Andreía espartana, siendo hombre morigerado y austero en sus costumbres,  conformadas por una religiosidad auténtica. Reza a sus Manes y Penates con la piedad más sincera y su valor no titubea en el combate. Excelencia que es admitida por todos sus subordinados, que le abren paso con marcial reconocimiento. Desconocemos si quedaban hombres de esa catadura en esa Roma que periclitaba, y de la que Marco Aurelio extrajo las mejores enseñanzas. En la película hay también un pequeño guiño a un cristianismo que comenzaba su andadura, y cuyo contenido moral no se distanciaba mucho de el del general romano. Una bondad basada en el sacrificio por amor, enseñanza que dio Cristo a sus discípulos cuando les recuerda que no hay mayor galardón que el de dar la vida por el prójimo. Esta sociedad, que se ha vuelto comodona, ha olvidado las grandes premisas que hicieron evolucionar al mundo.
Sobre la película  se han escuchado grandes críticas, tal vez certeras en cuanto a la plasmación exacta de cómo era la guerra durante la dominación romana. La muy discutible falta de estrategia en el planteamiento de la batalla inicial, en vías de una espectacularidad que realzara las escenas, es más que notoria. El mundo de los gladiadores no difiere mucho del que nos presentó Kubríck en Spartaco, y que seguramente mantenga abundantes coincidencias con el real. En cuanto a la pretensión del emperador Marco Aurelio de restablecer la república, me parece que ello entra de lleno en el terreno de la conjetura, acercándose peligrosamente a lo que bien podríamos llamar Historia ficción.
Sobre Ridley Scott he escuchado críticas donde se le cataloga como reaccionario. Seguramente, los lúcidos especialistas incluirán sin tapujos a Gladiator en esta categoría. Las he oído sobre La teniente O´neill y seguramente se prodigaron sobre El reino de los cielos. Quizá nos ha quedado solo el lado perverso de los primeros filmes de Scott, como Alien y Blade Runner. Figuras como la del general Máximo Décimo Meridio debían servir para recuperar unos valores morales que se han ido perdiendo en la gran confusión de nuestro mundo, objetivo que se encargó de fomentar toda la tradición nihilista de Occidente.

Sensaciones flamencas

Regreso una vez más a Toledo. Ha significado la alternativa a un viaje frustrado a Andalucía. Su guiño mudéjar suscita el andaluz arabesco. En Toledo como en Sevilla resuena el son vigoroso de España. Tal sensación nos es gratuita, pues artistas de lo más meridional como Paco de Lucia hicieron entre sus murallas morada. En Madrid, adquiero un viejo casette con memorables piezas de su guitarra. Paco y Camarón dieron un vuelo distinto a la tradición del cante. Soy alicantino y payo, aunque con la mitad de mi ser andaluza, pero el flamenco me sigue resultando como algo extraño, algo que no puedo reconocer como mío. Porque, para ser sinceros, un 80% de su arte pertenece a la raza calé. Para mí una raza con la que me cuesta identificarme. Entro en un anticuario de Toledo, y me toma por un guiri. No es la primera vez que se me confunde con un súbdito de Albión. En Atenas se me tomó por griego. En Venecia no he conseguido nunca pasar por  un véneto ni por un Toscano en Florencia. Fui un alicantino en Sevilla, seducido por su embrujo y
su gracia desbordante. ¿Dónde suena mejor una guitarra que en Sevilla? El cante se asoma a las calles, el trémolo de la guitarra parece acompañar cualquier paseo. Estuve en un tablao, a su vez museo de guitarras, en el que se había fotografiado Paco de Lucia con una guitarra entre las manos. Aquel debió de ser el mayor acontecimiento habido en el local. El espectáculo siguiente me mantuvo reservado; mi timidez parece reacia al desmelenamiento flamenco. Pero algo debió de ocurrir; de alguna manera se traspasaron las tácitas barreras. La música de Paco se repite en mis aparatos de música. La guitarra sí, esa guitarra quejumbrosa y altanera por la que transpira la luz de Andalucía está asumida por mi sensibilidad. Pero, ¿ y lo jondo del cante, los gallos de Camarón, los requiebros y el tirititran tran tran? Habrá que dar tiempo al tiempo. El alma se ensancha cuando se libra de prejuicios.

LA CONDICIÓN PERDIDA

Oigo a Hans Hotter en el "Holandés...": Estremece. El dúo con Senta es de los más felices de Wagner. Preludia las dulces melodías de Lohengrin. A Wagner siempre se vuelve, aunque se descubran los penetrantes aromas belcantistas de Bellini. La edad nos vuelve morigerados y entibia toda pasión exclusivista. El vigor de la propuesta wagneriana apagaba el débil pábilo del sensualismo italiano, pero cuando creíamos todo dicho, las gratas fragancias sículas, campanas o piamontesas vienen a endulzarnos la vida.
Estos días, en Madrid, rastreé entre los libros así como entre algunos discos. Busqué entre la discografía de Bellíni alguna versión reciente de El Pirata, que nos liberara un tanto del pathos de la Callas. No la encontré. En cuanto al género clásico, mantengo un espíritu de apacible indiferencia. A estas alturas, mis preferencias musicales ya están definidas y no creo que la historia de la música me depare alguna sorpresa extra. Como mi gusto continúa circunscribiéndose a la música tonal, mis preferencias acaban sobre 1900. Posteriormente, aún en lo tonal, se han compuesto algunas obras dignas de encomio; pero son las menos. Considero nuestro arte actual como decadente. Cuando uno visita, por ejemplo, las tres plantas del museo Thyssen, donde se muestra un fidelísima evolución del arte de occidente, se llega a una conclusión decepcionante. Nuestro arte clásico ofrece una contribución valiosa a la memoria de su tiempo, nos da una visión equilibrada y
atractiva de nuestra vicisitud terrena. Todo ello comienza a desmoronarse al aproximarnos al ocaso del diecinueve. El triunfo de la revolución industrial desvinculó al hombre de su entorno, perdiendo éste el equilibrio y los fundamentos en los que estaba asentado. El hombre impresionista es apenas una pincelada en el decorado. Con la llegada de la modernidad la imagen de lo real se desfigura, pierde su sentido. El hombre deja de comulgar con lo natural, y así surge una realidad artificiosa. Nada es ya lo que aparenta; se buscan los tres pies al gato y de ahí se explican las incertidumbres. En el retrato, donde se trataba de realzar las virtudes preponderantes del retratado, hoy se plasman propiedades patológicas. Freud, el psicoanalista, no es sino el profeta de la debacle. Los retratados ya se nos antojan residentes de un psiquiátrico, figuras enervadas y descompuestas que solo merecen compasión. Picasso deconstruyó la realidad hasta vaciarle el sentido. Murió el arte, y con ello nació el hombre desubicado. Un hombre perdido en el sinsentido del futuro, porque ha perdido su pasado.
Sobreviviendo a este descontrol, nos llegan ecos perdidos de menguadas realidades, remotas como mancha impresionista que nos libra del olvido. Se escuchan las voces de un hombre y un niño narrando la enternecedora historia de un canario muerto en una cajita de madera, donde antaño se contuvieran lapicitos de color... Quedaban aún no ha mucho artistas que pretendían llegar al corazón, al hombre remoto que se perdió, aquel que era algo más que un conjunto de conductas aprendidas. Se puede ver el recuerdo del hombre Cafrune aferrándose a ese pasado donde las cosas eran lo que eran y el hombre y su paisaje eran uno e indiviso. Cafrune debió sufrir esa situación de desarraigo, por eso cantaba.

Poesía siempre

El recatado rincón,
los solemnes cipreses, verdeando
al sol adelfas y mirtos,
Garcilaso anhelante
y el cielo infinito,
en cuyo azul se recorta
mudéjar, rotunda,
la torre de San Román.
Se paladea el silencio.
El aire es puro; mece
la arboleda un liviano viento.
Tejados ocres de añejas moradas.
Solaz de mañana madurando.
Es un breve momento:
se palpa la paz,
reaviva el viento,
cuesta abajo
aguarda de Toledo
el cotidiano ajetreo.

Problema de afinidades

Problema de afinidades
La dedicación literaria parece reñida con la felicidad conyugal. Quevedo, Góngora, a su modo Lope, Cervantes, fueron grandes solterones, pese a sus efímeros matrimonios. En Francia encontramos el ejemplo en sus grandes figuras románticas Balzac, Stendhal, Flaubert y, cómo no, el  misógino Zola.
La cuestión tal vez resida en que con el cultivo del espíritu, la maduración del pensamiento y la persecución de la belleza, descubierta en la sublimación del arte, el alma de hombre se volverá tan refinada y exigente, que le resultará difícil encontrar la mujer idónea con quien poderla compartir.
Resignados a esta derrota, nos queda la inconsciencia  de la pasión, donde el  amor es ciego.

Stendhal biografiado

He conseguido por un euro la biografía de Stendhal de Consuelo Bergés, editada por Aguilar. No se puede pedir más por tan insignificante fracción. Una de las adquisiciones de las que guardo mayor satisfacción es la de las obras completas del escritor de Grenoble, en la misma editorial y por esta excelente traductora. Las adquirí en unas rebajas por un precio módico; hoy sé que se venden por alrededor de 300 euros. Stendhal es un escritor de culto para todos los librepensadores de hoy día. En mi caso, admiro al novelista pero guardo cierto recelo hacia el pensador. Me fascinaron tanto Rojo y Negro como la Cartuja de Parma, aunque no sabría inclinarme ni  por Fabricio del Dongo ni por Julián Sorel. Entré en contacto con Rojo y Negro por el regalo  de un compañero de filas, durante la milicia. El muchacho sabía que yo era aficionado a la lectura y me regaló el único libro que tenía. Mi primera lectura de la novela no fue lo gratificante que se pudiera esperar. Baste decir que no me dejó una gran huella y si el recuerdo de una lectura farragosa. Su cualidad psicológica, elaborada y minuciosa, entorpeció la lectura. Más tardé ya no volví a Stendhal por su vertiente novelística sino por la biográfica. Durante los años de inclinaciones musicales recalé en sus magnificas biografías de músicos, especialmente Mozart y Rossini. Este asiduo a los palcos de la Scala gozaba de un refinado olfato musical. Leyéndolo se convierte uno a su vez en dilentante. Porque quizá ésta sea una de las palabras que casan más con Stendhal, ese exquisito degustador del arte, como nos lo demuestra en su Historia de la pintura en Italia y los Paseos por Roma. Una de mis afinidades con él es por supuesto la devoción por Italia, país que supo saborear y por el que fue adoptado. Milanés fervoroso, nos dio en su Cartuja de Parma la pulsación más atinada de la melodía italiana.
Porque Stendhal amó Italia y yo también, admiró a Napoleón y yo también, fue ateo y yo tampoco.

Algo más sobre Leónidas y los 300


Está visto que he de escribir unas palabras más sobre Leónidas y sus espartanos, en el paso de la Termópilas. Recientemente principié un conato de poema sobre el asunto que no llegué a culminar.
La idea básica en éste era de que el sacrificio del rey espartano solo es comprensible como ofrenda movida por el amor. Amor a Esparta, donde se aglutina lo cívico y lo privado, y celo por la suerte griega que se veía amenazada por la represalia bárbara de la huestes de Jerjes, acaso una de las más sonadas de la historia.
La educación espartana se basaba en adiestrar guerreros lo más letales posible. El sentido de la vida de cualquier spartiata se consumaba en la guerra, momento para el que debía estar dispuesto
desarrollando una conducta de la mayor marcialidad posible. Se endurecía al hoplita con la pruebas más agresivas, tratando de fortalecer su voluntad y borrando de su temperamento cualquier indicio de debilidad. En cualquier soldado espartano debía prevalecer la andreía, esa suma de virtudes viriles que hacia a todo varón lacedemonio útil para el ejercicio de la guerra. Resulta obvio que también se les inculcara el odio feroz hacia cualquiera de los enemigos de la patria, comenzado por la raza a la que tenían subyugada de los ilotas. A simple vista, parece ser el odio a cualquier enemigo de la patria lo que movía la maquinaria bélica de la falange espartana. Pero tal sentimiento no habría sido suficiente para explicar la dimensión de lo ocurrido en las Termópilas.
Intervinieron en aquello que no fue sino un sacrificio, razones tanto de índole político como religioso. El oráculo délfico profetizó que un rey espartano debía morir para salvar a Grecia. Cuando Leónidas y sus 300 partieron hacia las Termópilas eran conscientes de tal augurio y tal vez consideraban que con su sacrificio calmarían la cólera divina que se había abatido sobre la hélade.
Su misión era resistir hasta el último aliento y alcanzar la gloria de todo espartano, que no solo residía en vencer al enemigo sino en alcanzar la muerte honrosa de regresar sobre su escudo. Resulta paradójico que no resida en el odio sino en el amor la fuerza primordial que da la victoria en la batalla. Admiramos en Leónidas no sus valores destructivos sino su solidaridad, lo afectos que le impulsaron a inmolarse en la batalla para ganar la libertad de muchos. El aceptó la misión más honrosa del ser humano: la de ofrecerse en sacrificio para rescatar a otros, como más tarde consumó eternamente Jesucristo en su cruz.





Con las horas contadas

la lámpara se ha fundido en mitad del insomnio,
mientras la lija del silencio
acera la capas vacilantes del tiempo
y el goteo del retrete rubrica nuestra derrota.
Por la ventana entreabierta penetra
la cálida negrura de agosto,
bochornosa y aplastante.
Se oyen amortiguadas voces lejanas
desvaneciéndose con cotidiana laxitud;
el motor de un coche atravesando la madrugada
candente de desolación.
Como el sueño no llega,
me aprietan ciertas ganas de orinar.
Ya en el vater, derramo un chorro discontinuo
 resultante de mi insuficiencia prostática.
¡Son tantas cosas! El agobio del verano,
los trabajos, el cómputo de los días
que se suceden con la premonición de las horas contadas,
la futilidad del sexo, los pesares, la soledad del silencio
y el secreto de la muerte que se esconde
tras la cortina espesa y macabra de la noche.
¿Hay una respuesta a todo esto? ¿Será el amor?
Se le tiene por la esencia misma de Dios.

LAS FUENTES DEL NILO, 1

Coincidiendo con el fin de semana he adquirido una cosecha más que aceptable de libros. Mientras avanzo en la lectura de un título sobre el antiguo Egipto, un abanico diverso de sugerencias vienen a tentar mi espíritu. Ubicarse en la región que baña el Nilo es siempre estimulante; nuestro horizonte escruta hasta las lejanías de la tierra de Punt y coteja las maravillas que una de las culturas más fecundas de la antigüedad nos ofrece. Su riqueza teológica y mítica nos abruma. Nunca acabamos de fijar la riqueza de su legado. Se dice de su concepción cosmológica dual, la cual asimismo conformó su ordenamiento político. Se conoce a Egipto como el país de las dos tierras: el alto y el bajo Egipto, regido no obstante por la figura monolítica del faraón como unificador, sobre cuya cabeza ciñe las dos coronas y cruza sobre su pecho el báculo y el flagelo de la autoridad, auspiciado por las dos deidades tutelares, el buitre y la cobra. El faraón era puente de la nación con los dioses; por medio de él se derramaban las bendiciones para el pueblo. Vivía en contacto directo con la divinidad, a través de los ritos y de su culto, diverso en todos los sentidos, debido a complejidad de su panteón. No otra cosa sino un puente entre el faraón y los dioses, entre la humanidad y lo eterno, entre la intimidad del alma y la inmensidad del cosmos simbolizaban las pirámides. Era ésta una cultura donde la muerte era lo primordial; la vida venía a significar la preparación para ese trance. En tal acontecimiento se cifraba el objetivo de la nación: construir ese mausoleo para que su lider venerado alcanzase el estadio supremo que lo emparenta con la divinidad. De semejante logro, devendría la prosperidad para el pueblo, y no solo eso, sino la decisiva armonía del universo. La figura del faraón era básica en la relación de Egipto con sus dioses; de él dependían no solo los asuntos político religiosos, sino aun de los naturales y cósmicos. La crecidas del Nilo precisaban de su anuencia con los dioses, de sus preces y ofrendas para aplacar su cólera. Tanto una crecida incontrolada como una precaria pondría en peligro la cosecha de ese granero vital que bordeaba el gran río.
El Nilo y sus fuentes misteriosas, que permanecieron ignotas durante la antigüedad, era la columna vertebral vitalicia de un país amenazado por el desierto circundante. Circunstancia que persistiendo en esa conciencia dual que define al país, demarcaba la tierra en negra y roja. La una fértil y próspera; la otra, yerma y baldía. Del limo fecundo de la primera brotaba el mejor cereal, cuyas cosechas siglo tras siglo mantuvieron el más viejo imperio establecido sobre la tierra. De su dorado grano se nutrió la despensa romana, cuyo apetito insaciable saqueó cuanto había de provecho en la cuenca mediterránea.
En las manos del faraón reposaban el cetro real, el báculo del sacerdocio y el fiel de la justicia. Era el encargado de tutelar que el Maat prevaleciera en el mundo, manteniendo el equilibrio de ese orden dictado desde las estrellas. Maat es ese concepto clave para entender el fundamento que cohesionó una sociedad tan compleja a través de las centurias si no de los milenios. Por Maat se entendía la justicia, el orden, la verdad. La Areté griega es un concepto próximo pero no la abarca. Maat es esa realidad inherente a la lectura del cosmos, que el entendimiento humano ha de discernir. Fue esa luz elocuente que iluminó toda una civilización, que aterrada por cuanto de indescifrable nos rodea, atendió a mitos y subterfugios para escapar de la huella evanescente de lo efímero. Sus sólidas construcciones y su críptico misterio sustentan su tentativa de atrapar lo imperecedero.

El Eros de Visconti

Luchino Visconti despertó mis simpatías durante mi juventud, acaso por su gusto por una cultura decadente y transgresora a la vez. Conocido era su gusto por épater le bourgeois, objetivo plenamente conseguido en el film La cadutta degli dei con el numerito de Helmut Berger imitando a la Marlene Dietrich del Angel Azul. La cinta estaba basada en la obra de Mann los Budembrook, pero obviamente el escritor germano nunca hubiera osado incluir en su obra tan escandaloso inserto. Visconti sentía cierta afinidad por Mann, que le proporcionó argumento para otro de sus films más emblemáticos: La muerte en Venecia. Obviamente algo más que sus complicadas sexualidades encaminó al cineasta hasta la obra del novelista. Me pregunto qué hubiera hecho Visconti con un material tan privilegiado como el de La Montaña Mágica. Pero parece evidente que la odisea de Hans Castorp no era su tema. Visconti era el hombre del melodrama, de la intensidad de la ópera. Tal fascinación lo condujo hasta Maria Callas. En esta colaboración quizá se pudo encontrar al Visconti más generoso, cuando acaso en los brazos de la Diva pudo alcanzar alguna suerte de redención wagneriana. Mi bisoña juventud, desorientada y sensible, ingenua e inerme para dejarse embaucar por cualquier altisonancia, se acercó a los cantos de sirena provenientes de la exquisitez decadente de sus films, donde el pecado maquillado de pataleta aristocrática y aforismo nietzscheano halagaba nuestros oídos con su diatriba alternativa y nebulosa. Su daimon lo llevó hasta un paroxismo de esteta desengañado. Buscó lo elemental (fue precursor del neorealismo y comunista convencido), cuando ello le estaba vedado por cuna, y tuvo que replegarse en sus feudos. En Luwig II debió de dar su todo de sí. No supo encontrarse, y se disipó. Su cine sirvió de fetichismo para amanerados. Duro es el testimonio de Helmut Berger y Bjor Andresen, aunque cada palo debe sostener su vela. Con Callas tal vez hubiese reconocido lo inefable, esa perla escasa que rebuscó en la música de Malher y Bruckner. Desprendiendo la venda de Apolo, se anegó en el magma de Dionisos, en pos de la forma evanescente de Tadzio. Excusad el tono moralizante, pero ante todo...la inocencia.