Vicios menores

Entre mis vicios menores, sin dejar por ello de ser estipendioso, se encuentra la adquisición descontrolada de libros de ocasión. Me gusta los fines de semana merodear las librerías del ramo en busca de aquellas bagatelas que de alguna manera amortiguan el afán de otros deseos más inconfesables. Adquiriendo aquel viejo título que en su día dejamos pasar, ya fuera por desinterés o repugnancia, se nos antoja redimir la memoria de un tiempo que irremediablemente fue. Esta dedicación me ha puesto en contacto con autores acaso trasnochados pero con los que tal vez mantuviéramos una deuda pendiente. De este modo, hemos penetrado en la obra de Pearl S. Buck, considerado la maestría de Zweig en relatos como 24 horas en la vida de una mujer o Carta de una desconocida, adquirido la célebre novela de Bromfield, Vinieron la lluvias, y así numerosos casos de libros y autores que han venido ha enriquecer nuestro bagaje literario.
De ocasión se pueden encontrar obras que de otro modo, debido a su elevado coste, no hubiéramos adquirido. Volúmenes de Historia  y de Arte cuyo precio nos disuade de comprarlos, se ofrecen en los mercadillos, si no somos demasiado escrupulosos con su estado de conservación, por cantidades realmente módicas. Algunos libros que exceden los veinte euros en librerías, como por ejemplo El Otoño de la Edad Media de Huizinga, un volumen de Cátedra sobre el Arte y Arquitectura Egipcia, la Historia del Arte de Gredos, etc... los he conseguido por precios más que razonables.
Me choca que este celo coleccionista coincida con el de otros escritores más o menos célebres. Puntualizaré que esta inclinación mía se fraguó durante la infancia, con un aplicado coleccionismo de sellos y cromos. En esta faceta, consta que recibí una de la contadas menciones honoríficas en el colegio, galardonada con un flamante balón, que era como el desideratum de mi pasión futbolera.
Se cuenta de Neruda que lo coleccionaba todo, y se le consideraba como un acendrado malacólogo.
Su casa de Isla  Negra abundaba en anaqueles repletos de conchas marinas. Pero no era él solo; en Mujica Lainez se daba la idolatría de venerar los objetos, pasión que tubo su fruto en una de sus más celebradas novelas: El escarabajo. En nuestros días, es reputada la bibliofilia de Luis Alberto de Cuenca, cuya biblioteca no anda a la zaga de la del propio Mujica, que gozaba fama de legendaria. No se si algún día alcanzaré las cifras exorbitantes de esta viciosidad libresca, pero hasta ahora no me asalta el remordimiento como para decir basta.

La tumba de Tutankhamon

Hay libros sobre los que uno reflexiona mucho antes de decidirse a escribir una reseña sobre ellos, particularmente porque la tarea parece desbordarnos. Vacilamos sobre si estaremos a altura de la obra, que en cualquier caso excede con mucho a nuestras competencias. En cuanto al libro que he tenido entre manos esta última quincena, reconozco que para asimilarlo en su conjunto se precisan ciertos conocimientos específicos de los que debo confesar que carezco.
El libro en cuestión es La tumba de Tutankhamón, del arqueólogo Howard Carter. Tuve un ejemplar del mismo, de la editorial Destino, durante largo tiempo en mi biblioteca. Pese a que lo compré guiado por una secreta curiosidad, originada en gran parte por los comentarios oídos acerca del mismo y por el eco  de las misteriosas leyendas que lo acompañaban, nunca me decidí a leerlo y permaneció apelmazado entre otros volúmenes de Historia Antigua. Finalmente, lo regalé o presté a un pariente, desapareciendo de mi entorno y sin ser nunca echado de menos, hasta que las vicisitudes intelectuales me hicieron retornar de nuevo a uno de los grandes temas de la historiografía antigua: Egipto. Como digo, rebusqué por los anaqueles de mi biblioteca en su busca sin resultado, hasta que recordé haberlo prestado, o regalado quizá, y que si quería volver a recuperarlo no me cabía otra opción que la de volverlo a adquirir. No me costó trabajo encontrarlo en una librería de lance. La versión a la que tuve acceso es la de la National Geographic, cuya traducción parece cedida por editorial Destino.
 En realidad, yo tenía ciertas reticencias respecto al libro, debido a su éxito reconocido y a la gran acogida popular que ha avalado su divulgación. Pero, al cabo del tiempo, y después de dilatar el encuentro, esquivando por oportunos y preventivos atajos el momento, he aquí el libro se halló entre mis manos. Pronto me atrapó su amenidad, ya desde el preámbulo de su descripción del Valle de los Reyes y de la veintena o treintena de tumbas faraónicas que acoge. Con gran destreza, nos sitúa históricamente y describe la semblanza de algunos de los reyes allí enterrados. Nos recuerda, seguidamente, la labor de los distintos arqueólogos que se han ocupado del Valle. Desde las figuras legendarias de Mariette y Belzoni, pasando por Flinders Petrie hasta llegar a la concienzuda labor del norteamericano  Davies, que removió de cabo a cabo el Valle. Después de su ingente labor, nadie creía que la necropolis tebana pudiera reportar alguna nueva sorpresa. Tan solo la fe de un Egiptólogo, lord Carnarvon, y de un arqueólogo, Howard Carter, apostaba por lo contrario. Ya en el Valle, Carnarvon y Carter rebuscaron a conciencia en el terreno, revolvieron entre el escombro acumulado por otras tumbas, hasta que su celo enconado dio su fruto. En uno de los montículos de la orografía accidentada del Valle, disimulada en una ladera, descubrieron la entrada de una sepultura que parecía inexplorada. Ese fue el milagro del hallazgo de la tumba de Tutankhamon. Sepultura que parecía haberse librado del saqueo de los profanadores de tumbas. Nunca esperaron ni Carnarvon ni Carter cuál sería la magnitud  su hallazgo.  Pues lo que ocultaban aquellos tabiques sellados cambiaría el concepto y la dimensión de la egiptología. Todas las sepulturas halladas hasta entonces habían llegado esquilmadas por la contumacia expoliadora de los saqueadores. Ni los más afamados faraones, de temible memoria, habían intimidado a los ladrones en su execrable afán. Un 70% del oro y las gemas del antiguo Egipto había sido sustraídas durante el curso de la historia. Lo que Carter develó tras derribar el definitivo tabique sellado fue un regalo sin precio para la historia y la ciencia. Tuvo que profanar tres mil años de silencio. El ojo de Osiris seguramente los miraba. Dejemos, sin embargo,  a la conciencia las consideraciones morales que acaso conlleva perturbar el sueño eterno de uno de los amados hijos de Ra. Pero aquel espacio no mancillado durante milenios guardaba el mayor tesoro arqueológico dado jamás al hombre. El secreto de aquella vieja civilización sería al fin penetrado. ¿ Cuál no sería la grandiosidad de Egipto cuando de la tumba de aquel modesto faraón se extraían tales maravillas?
El libro de Howard Carter es en todos los sentidos modélico. Tras de su lectura, quedarás ya por siempre cautivado por aquella misteriosa civilización cuyos pilares afirmaron el progreso de la humanidad. Egipto dejará de ser ese civilización curiosa perdida en la vastedad del desierto, para convertirse en un apasionado estudio que aportará una nueva vuelta de tuerca a tu vida y poblara de encantos y maravillas la avidez de tu espíritu. Carnarvon  y Carter acaso murieran por la maldición del faraon como  se dice, pero lo que su iniciativa aportó a la humanidad es un legado
imposible de evaluar.

ZOLA

Zola es un escritor que no despertó en mí curiosidad, aparte de por una ubicación a reseñar en la historia literaria. Con él se inauguró el realismo moderno, espejo donde debería reconocerse la sociedad de su tiempo. El escritor se consideraba deudor de Balzac y su Comedia humana, y entendía que su labor era desentrañar y denunciar los defectos y lacras que erosionaban vida y costumbres del París de las postrimerías del XIX. Para ello se aplicó a una labor quirúrgica, aplicando al organismo social las soluciones clínicas que fueran necesarias. No sabemos si su celo llegó a subsanar las deficiencias que acusaba la vida parisina, y si su bisturí fue certero y sajó allí donde era recomendable hacerlo para restablecer a esa sociedad convaleciente surgida del Segundo Imperio, pero lo que si queda claro es que redondeó una obra que testimonia el mundo y la época que le toco vivir. Un tiempo donde primaban los cambios, se imponía el positivismo y se veneraba la ciencia y el progreso. Quizá Zola representaba el ápice y el inicio del declive de lo valores propugnados por la sociedad industrial. Como hombre lúcido se adhirió a todos los movimientos novedosos de su época;políticamente progresista, reivindicó la libertad de prensa, que bajo la denuncia del affair Dreyffus hizo tambalear al gobierno constituido. En materia de arte, demostró sus simpatías por el grupo impresionista, cuya propuesta consolidaría un nuevo concepto del arte. Por primera vez la pintura salía de las academias y museos, para practicarse al aire libre, en contacto con la naturaleza y la vida.
El estilo de Zola es directo y práctico, ajustado a las necesidades de un argumento cuya estructura se reconoce perfectamente medida; en ningún momento es divagatorio como el de Balzac, y en su anhelo de transcribir la realidad se aparta del perfeccionismo de Flaubert, donde la exigencia formal transforma toda objetividad. Zola va al grano, que no siempre es atractivo pero que responde a sus planteamientos estéticos en consonancia con los nuevos valores de su tiempo. El retrato social de Zola es descarnado, cáustico a veces, pero encaminado a la denuncia de ese mundo caduco que se propone transformar en aras de los mitos del nuevo orden: libertad, ciencia, progreso.

Recientemente, he leído  su obra Théresè Raquín. No es una novela cuya lectura nos cause placer; todo lo contrario. Porque su cometido es otro: el de despertar de su letargo a una acomodada sociedad burguesa, bajo cuya indiferencia se urden todas los delitos e injusticias que perturban el orden social. Zola busca encaminarnos hacia el bien mostrándonos el rostro menos grato de la realidad.
Aún repugnando al gusto, no deja de ser Théresè Raquin una novela literariamente conseguida, donde queda patente la vicisitud de esas clases medias parisinas, en una sociedad en crisis. Crisis que queda perfectamente patentizada en la próxima novela de Zola que me propongo leer: Nana, que al parecer de los críticos es una de sus obras más conseguidas. En ella penetra los entresijos de las distintas capas sociales, descubriendo su más execrable condición, disimulada bajo un velo de descarada hipocresía.

Hablemos de Egipto

Me he adentrado con Howard Carter en la tumba de Tutankhamón. Su hallazgo acaso constituyó uno de los últimos episodios románticos del siglo precedente. En el mundo parecen ya no quedar tesoros que desenterrar y sí de otras muchas cosas bastante más desagradables que convendría sepultar. Colaboré durante mi primera juventud en una excavación arqueológica, cuyo mayor logro fue el buen dinero que obtuvimos hasta que concluyó la financiación de aquella campaña. Descubrimos algunos cimientos en la aldea romana del Tosal de Manises, en la Albufereta alicantina.Pero aquellos eran unos tiempos donde los restos arqueológicos todavía no suponían un acicate para el turismo. ¿Quién nos iba a decir a nosotros que aquella minúscula aldea  marinera del orbe romano serviría de base para un museo, de especial atractivo para muchos de los visitantes que hoy acuden a la capital de la Costa Blanca? Pero yo había iniciado esta reseña para hablar de Egipto.
No he visitado el país  del Nilo. No lo hice cuando tuve posibilidad, porque yo por entonces permanecía inmune al gusanillo de la egiptología. Quería conocer la vieja Europa, todos esos países envidiados mientras permanecimos aislados bajo la dictadura.  De Europa, quedé deslumbrado por Italia y mis viajes se repitieron a la península apenina. La arqueología afloró allí, con la visita a Roma y Pompeya. Escudriñé muchos de los rincones del Foro y el Palatino y creía regresar en Pompeya a esos fascinantes años 70 d JC. Luego se fue consolidando mi interés por la arqueología durante mi visita a Grecia. Un país modesto, si se le compara con Italia, y donde hay que hacer un enorme esfuerzo para imaginarlo cómo fue en sus tiempos de máximo esplendor. La impiedad de los siglos y los terremotos lo han desdibujado. Sus viejas Polis yacen desmoronadas, las columnatas de sus magníficos templos esparcidas sobre un terreno yermo y condenadas al olvido como sus viejos dioses. En Micenas, milagrosamente, se mantiene en pie la puerta de los Leones, pues poco más de valor dejó Scheliemann tras sus excavaciones. En un museo se deja ver la mascarilla y alguna pieza del tesoro de Atreo. En las tumbas llamadas de Agamenón aún se puede presentir cierto misterio. Delfos es un laberinto de desorden. Del templo de Apolo apenas se mantiene una columna en pie. Nos queda memoria de su oráculo por la tradición historiográfica que nos ha llegado; y de la fuente de Castalia ya no mana el agua purificadora. Todo es así en Grecia, sujeta a la misma desolación que se advierte cuando se contempla el glorioso templo de Zeus olímpico derribado como un conjunto de  bolos. Para sentirla viva, hemos de buscarla en los diálogos de Platón, en los textos de Heródoto y Tucídides, en la vitalidad de sus trágicos, en cuya obras se debate con autenticidad el pulso real del espíritu griego. Pero, insisto, lo que yo quería era hablar de Egipto, de ese país hermético, jeroglífico, surgido del "huevo original". Una civilización que cuesta entender, porque poco tiene que ver con el dynamos de occidente, donde se vive para lo inmediato. Difícil se nos hace comprender esa cultura de la muerte, la vastedad de su desierto, hendido por un gran río del que proviene toda actividad, dependiendo de sus crecidas. En sus riberas fértiles fecundó el grano que alimentó al mundo antiguo, y a lo largo de su curso se construyeron maravillas que asombrarían milenio tras milenio. Con Howard Carter nos adentramos en la fascinación arcana que rodea todos sus fundamentos, y cuyo secreto último esconde la oscuridad de la tumba, donde en el enigma de su silencio se concreta la verdad última del universo. La asunción del Ka a la eternidad de los dioses.

Tiempo de Pascua

Tiempo de Pascua
El papa con su bendición Urbi et Orbe ha dado por finalizada la semana de Pasión. Nada me dicen las liturgias y las procesiones, pero pude ver la luna plena la otra noche, esa misma luna llena que iluminó los padecimientos de Jesús  en Getsemaní o en el calvario del Gólgota. Ciertamente, esa noche su pálida lumbre rasgaría la nebulosa tiniebla y dejaría entrever los tres cadáveres crucificados, porque seguramente José de Arimatea reclamaría el cuerpo de Jesús a Pilatos el día siguiente al óbito. Aquella noche pareció haber muerto la esperanza. Los discípulos estaban confusos; huidos los más, aterrados ante las represalias del Sanedrín. Solo Juan, hijo de Zebedeo, acompañaba al duelo de mujeres que seguían al maestro: La madre, reflejando en el rostro la agonía de su hijo, y las demás Marías, para las que el amor prevalecía a todo temor. La más heterogénea muchedumbre se había congregado en aquella colina rodeando las cruces. No faltaban aquellos que le condenaron, queriendo ver su venganza satisfecha. Caifás y algunos miembros del concilio merodeaban como hienas hambrientas, refrendando con sus soberbias las contumacias de su crimen: "Desciende de esa cruz si eres hijo de Dios, y muéstranos la inmensidad de tu poder". El moribundo correspondía con su perdón a las afrentas, lo que no dejó de maravillar a algunos romanos, quizá aun a alguno de esos impúdicos que echaron suerte sobre sus vestidos. La sangre de sus pies resbalaba por el tronco de la cruz, hasta empapar la tierra, árida por el pecado. Al sentir  su poder, los fundamentos temblaron, porque aquella era la savia que venía a redimir el mundo. Los ojos de María, cegados de lágrimas, buscaban entre la tiniebla que ensombrecía la tarde los ojos puros del Salvador, buscando reposar en ellos el pesar de su corazón.
Juan, descreía de que aquella historia que comenzó venturosa en el mar de Galilea tuviera un final tan adverso y cruento. Miraba a la cruz, y escuchaba atento las últimas voluntades de Jesús: ¡Madre, he ahí a tu hijo! ¡Hijo, he ahí a tu madre! La sed infinita del Cristo fue calmada con la acritud del vinagre. Su cuerpo llagado por el flagelo supuraba su encarnizado suplicio. Los verdugos descargaron sobre el reo su rencorosa iniquidad. Ni aún del Ecce hommo sintió piedad la inicua turba de Jerusalén. ¡Crucifícale! ¡Crucifícale! Reo de muerte, dócil caminó hacia su martirio, como cordero místico del último sacrificio. ¡Elí¡ ¡Elí! Lama sabactani. Dios mío, porque me has abandonado. Juan, al escucharlo, lo recordó caminando sobre el mar, amainando con su voz la furia de la tempestad. Las mujeres fieles no querían aceptar que Jesús se les iba, después de haber devuelto a tantos a la vida. Su fe balbuciente no concebía que aquel que había arrebatado a Lázaro del Hades se sumiera en la tiniebla eterna, dejando sus vidas huérfanas y sin esperanza. María de Magdala recordó su gozo de hacia unos días a las puertas de Jerusalén, cuando Jesús, hijo de David, entre hosannas y vítores era proclamado rey de Israel, el rey de reyes esperado. ¿Cómo el hijo de la promesa podía fenecer entre los inicuos? ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! Consumatum est. María  de Magdala no podía comprender, no, como tampoco comprendió cuando le vio dos días después en el sepulcro. La extrañeza de María es la que corresponde a tantos que no lo reconocemos cuando lo tropezamos en nuestro camino - acuciados por esos ojos que nos solicitan, por esas manos implorantes que nos reclaman-, cegados por un mundo que solo contempla su propio afán, la gloria pasajera de nuestra condición mortal, que nada valdría sin el rumor de esas trompetas que anuncian el retorno de El Mesías, transcendiendo la barrera de la muerte.
¡A ti la gloria, oh nuestro Señor!/¡A ti la victoria, gran Libertador!