Lecturas de Mujica Lainez

Siempre que uno entra en una librería aguarda que suceda lo improbable: encontrarse con algún libro que tenga significación para su vida de lector. Con el tiempo he adquirido una vista certera para con los libros. Me basta echar una ojeada a un estante para averiguar si en él se encuentra alguna obra interesante. Tal circunstancia aconteció esta tarde. Sobre una mesa atiborrada de libros
se hallaba, coronando uno de los montones, una novela de la que tenía referencias gracias a la memorable entrevista que se realizó al autor  en el programa "A fondo", del periodista Joaquín Soler Serrano, para RTVE. El escritor tuvo a bien comentar en él algo sobre dicha novela y su atractiva trama. El libro en cuestión es "El viaje de los siete demonios", de Manuel Mujica Lainez. Para quienes hemos sido seducidos por la elegancia de su prosa, encontrarse con una obra no leída del autor argentino supone todo un acontecimiento. Como digo, mi ojo certero de carroñero literario no necesitó sino una mirada fulminante para evaluar la importancia del hallazgo. No dudé un instante en apropiármelo, augurando el buen festín que me reportaría su lectura. Una experiencia análoga tuve en Madrid, junto a la iglesia de San Ginés, cuando hallé entre otros ejemplares irrelevantes ese libro de Mujica sobre Miguel Cané. Aunque confieso no haberlo leído, me sobra con el deleite de contarlo en mi biblioteca. Con El viaje de los siete demonios trataré, al contrario, de hincarle el diente en cuanto pueda o, por tratarse de tan luciferino argumento, cuando menos el colmillo. Confieso que Mujica me atrapó como ningún otro escritor con la magia de Bomarzo, que corroboró posteriormente las lecturas de El Laberinto, El Unicornio, y el Escarabajo, donde su estilo suntuoso, que diría Borges, alcanzó una maestría inimitable. Tiene, sin embargo, Mujica como hasta el último de los mortales ese inevitable bifrontismo que nos vuelve precavidos a la hora de asumirlo en su totalidad, pues su personalidad barroca, aristocrática, adolece de ciertas inclinaciones excéntricas que lo vuelven sugerente pero con reservas. Una de estas facetas es su gusto opinable sobre el ocultismo, la brujeria, la demonología, y toda suerte de mancias y lectura de horóscopos. Esta inclinación está obviamente definida en Bomarzo, así como su otra manía idolátrica de colección y veneración de los objetos más dispares y disparatados, que nutren su casa museo del Paraíso, en la Córdoba argentina.
Recientemente, se ha reimpreso una de sus obras menos conocidas, al menos en nuestros lares: Sergio. Dicha edición viene avalada por unos de nuestros más pintorescos autores: Luis Antonio de Villena. Conociendo esta recomendación podemos hacernos a la idea del talante de dicha obra. Tras la lectura del comentario de su solapa, me abstuve de adquirirla, comprendiendo que con tales credenciales es poco lo que nos reportaría el buen Mujica. Mujica era un esteta, elección que define la última doblez  de su personalidad. Nadie está libre de mácula, conscientes como somos de que solo el reconocimiento de tales faltas, acaso virtudes desde el punto de vista estético, hicieron posible la maravilla de Bomarzo. Novela que recomendaré como imprescindible lectura a todo aquel que ame la literatura en castellano del pasado siglo XX. Mujica fue antes del Boom, porque para cuando sus conspicuos integrantes comenzaron a brillar, Manucho ya era un maestro. Se lo tiene, junto a Borges, como padre de las letras argentinas. Pese a todo permitidme esa reticencia de que cuando la temática de un libro no es de nuestro agrado, nos quede la opción de soslayarla y quedarnos con esas otras obras que hicieron de Mujica Lainez acaso el estilista más brillante de nuestra lengua. A buen entendedor, pocas palabras bastan.

Necesidad de un consuelo

Necesidad de un consuelo
Cuando acudo al multitudinario cementerio
y me detengo ante el mármol bajo el que yacen tus despojos,
siento el vértigo que para los vivos reserva ese misterio
del que no conocemos llave que abra su cerrojo.
Me duele no saber de cierto dónde está hoy el que eras,
si por los frutos de tu fe te acogió el cielo,
si un día volveré a verte por la promesa venidera
y podremos aguardar del vasto universo señales de esperanza y de consuelo.
Siempre con Dios viviste; la grosura de su palabra fue tu alimento.
No puedo aceptar que llegado el trance postrero,
un inclemente Dios justiciero
hasta tu soledad profunda no derramara un bálsamo de aliento.
Estás con Dios, debo tenerlo por cierto;
creer que tu alma reposa en Él, sosiego eterno,
libre de cualquier resquemor punitivo de tormento.
Fiar en ese gozo venidero únicamente impulsa nuestros pasos.
Ver brillar el nuevo despertar sobre los cielos de ocaso.

Ahuyenta de mi cavilar la duda

Ahuyenta de mi cavilar la duda
Señor, ahuyenta de mi cavilar la duda,
el oscuro sentimiento
de que esa fatalidad que nos persigue desde la cuna
tiene por tu misericordia júbilo cierto.
Consuela el disfavor
por quienes se nos fueron,
para que gocen con  tu perdón
de esa morada que tus palabras prometieron.
Sea con ellos la gloria de tu magnificencia,
reservándoles para el eterno encuentro
la buena  dádiva de tu paz y tu clemencia.
Hoy que has reabierto la herida lacerada,
concédenos el pensamiento
de que vivimos en Ti o somos nada.
No nos dejes mudos en el río del silencio,
estéril mármol de un panteón de olvido,
sin confiar que para el humilde barro habrá un mañana,
nuevo sol y nueva tierra, y un nuevo hombre revivido.
Quiero pensar que para el buen padre que he perdido
tu acomodaste la morada,
mullido lecho para su alma fatigada
y de tu cielo un trecho, en donde estar contigo.

La Sonata de Bradomín

La Sonata de Bradomín
El marqués de Bradomín,
acurrucado en la posta,
se acerca a la noble Ligura,
presagio que asegura
el deleite de un festín,
un eco de romántica aventura
y 77 páginas de excelsa literatura.
No nos negó el buen vate
la excelencia de su pluma;
ripios aparte,  sin duda
no  escatimó recursos a su arte,
ademán teatral y pulcro engarce.
Cada una de sus páginas transpira
un pulso lánguido de primavera,
acodados al balcón donde se mira
el fluir de la belleza más serena.
Absorbidos por su gracia decadente,
seguimos de Bradomín  los pasos
tras de una pasión tan ferviente,
que su juicio doblegará con férreos lazos.
Por sacrificar a Eros unos brazos
devotamente a Dios consagrados,
la rosa entre sus manos se hará pedazos
y él deberá de huir desesperado.
El peso de la tribulación será tan fuerte,
que en su alma siempre resonará,
sentencioso y atormentado,
el lamento de aquella pobre demente:
¡Fue Satanás! ¡Fue Satanás!


Valles y Bolaños

Guiado por la tertulia que tuvo lugar en el programa ¡Qué grande es el cine!, de José Luis Garcí, sobre el film de Hichckok, Rebecca, me decido aproximarme a la novela homónima de Daphne du Maurier. Lo malo al leer la novela es que se va reviviendo la versión visual del cineasta británico. Incluso las fisonomías de los personajes coinciden con las de Lawrence Olivier y Joan Fontaine. Por otro lado, leídos tres o  cuatro capitulos, concluyo que la novela apenas desmerece la muy celebrada versión de Hichckok. Du Maurier posee la clase de la gran tradición literaria femenina inglesa, descubriendo un estilo marcadamente deudor de las hermanas Brontë. Obvias son las reminiscencias con Jane Eyre, tanto en la trama como en los personajes, envueltos a la par en ese aureolado misterio que sirve de señuelo y da posibilidades y convicción al relato. Quizá retome la novela en otro momento; pues nos acucian  diversidad de cuestiones y lecturas aplazadas. La tentaciones literarias son tan numerosas como las del paraíso. En la nueva estantería ya se apilan los libros que voy leyendo, según un tema u otro me suscite la curiosidad. No puede faltar entre ellas el tema de Grecia, tal vez sea por la familiaridad que mantengo con su historia, poblada de personajes atrayentes: Pericles, Alcibíades, Demostenes, Temístocles, Leónidas, Jenofonte, Epaminondas, etc. Sus nombres me suenan tan familiares como los del indice de las amistades.
 Quisiera leer más. Recuerdo la época en que estaba en plena forma, cuando los libros iban cayendo uno tras otro. La mayoría eran lecturas relacionadas con aquello que estaba escribiendo, a modo de documentación y prolegómeno.
Cuando oigo a seres como Bolaño, se me cae un poco el alma a los pies. ¡Qué imbuido de literatura estaba aquel hombre! Reconocía que era escritor o nada. Se entregó al oficio hasta sangrar por su heridas. Lo vivió con pasión, que acaso sea la única forma de que la literatura tenga un porqué. Mártires de las letras que nos avergüenzan, pues sus textos son jirones de palpitante materia orgánica; cada una de sus frases, experiencias de doliente esperanza. En las letras, como en el toro, hay que pisar en el terreno comprometido, aquel que nadie se atreve a franquear, aunque amenace la cornada que nos desentrañe con su asta letal y furibunda. Sí, escribiré porque solo el numen alienta ese magma cuya resonancia aturde nuestro interior. Valles y Bolaños ya quedan pocos. La vida los zarandeó, pero no renunciaron a sí mismos. Lo efímero de su condición lo suplió la permanencia de su obra.

Papá Hemingway y otros secuaces

Adelanto el fin de semana visitando una librería low cost, donde por algunas monedas puedes hacerte con unos cuantos libros sugerentes. Lo que primero llama mi atención es una novela sobre la Magdalena, de Frank G. Slaugther. Son quinientas oxidadas páginas de flash back a los tiempos bíblicos, donde, como es corriente en este autor, en la trama se entrecruza la experiencia médica. Son unos tentadores 50 céntimos, pero aún  así no me decido a cargar con él. En un estante contiguo, ojeo los lomos de literatura hispánica tradicional. Entre los
montones advierto un título
menos conocido de uno de mis escritores fetiche: Gabriel Miró. Es una obra, publicada por Cátedra, con el título de El humo dormido y está editada y prologada por Vicente Ramos. ¡Alicantinismo puro! Me decido a adquirirlo por obligado compromiso de lealtad entre paisanos. Y es que a los escritores alicantinos nos gusta escribir bonito, para lo cual no ha habido ninguno como Miró; porque lo suyo no es prosa, sino poesía descriptiva. Cuando necesito beber de algún puro manantial, siempre acudo a las páginas de Las figuras de la pasión del Señor o a las luminosas estampas de Años y Leguas. Con el libro en las manos, me aproximo a los estantes de al lado, donde se apila la literatura sudaca. La mayoría de los títulos carecen de interés, por haberlos ya leído y no significar una ganga ninguno de ellos. Destacan dos novelas de Manuel Puig, escritor  al que jamás he leído, por menores discrepancias respecto de su estilo y porque no me seducen los autores multicolores. Un anaquel más arriba, ¡ oh, Fortuna!, descubro un título de Borges al que jamás he hincado el diente: Evaristo Carriego. Es un edición de Emecé que no me satisface del todo, por no tratarse de la publicada por Alianza, donde se recopiló su obra completa. Aun así, me quedo con el ejemplar, reconociendo que Borges, aún en su obra más dispersa, siempre tiene algo que decirnos. Empieza el libro hablándonos del barrio bonaerense de Palermo, y de un niño que leía en una biblioteca luminosa, guarecido en una casa con jardín protegida por una verja que lo aislaba de la turbulencia de la calle. Borges siempre fue ese hombre doméstico deseoso de hazañas, no conformado con las leídas en La Iliada de Pope.
Decido llevarme un segundo libro. En el muro de enfrente se expone la literatura internacional, y a mano izquierda una sección de teatro y poesía. Hojeo un Doctor Faustus de Mann de la editorial Edhasa, por tres euros. Aunque conservo aún fresca su relectura, no me decido a llevármelo. Por lo demás, el resto de estantes no concita mi interés en demasía. En la sección de teatro hay algunas ofertas interesantes, pero uno no puede adquirirlo todo, con el agravante de que quizá sean obras que nunca se lean. En la compra de un libro influye en gran medida la corazonada. Esto acaso fue lo que me ocurrió al entresacar el volumen de entre el maremagno de títulos banales de poesía. Se trataba de una segunda edición del Memorial de isla Negra, de Neruda. Vacilé en un principio, pero decidí con este ejemplar dar por zanjada la compra del día.
Nada más llegar a casa leí alguno de sus poemas. Me agradó reconocer en ellos al Neruda hondo y apasionado de sus mejores libros. Entre los poemas, uno dedicado a Josie Bliss, ese romance que derramó la tinta más sangrienta, sensual y proscrita de la poesía del siglo XX. Al volver una de las páginas, no puedo evitar la sorpresa: encuentro unos pétalos mustios, prensados entre las hojas del poema titulado Poesía. Ignoro quién los colocaría allí, pero sería seguramente guiado por el numen de la poética. Cosas así, verdaderamente impactan, porque nos recuerdan que sobre las letras del texto hubo un sentimiento. Aunque siempre creí que era sobre las páginas de las rimas de Bécquer donde se depositaban tales ofrendas, consuela reconocer que la poesía quienquiera que la escriba estremece la médula del más impensado lector. Como mi fuerte no es la botánica, no sabría precisar en concreto a qué tipo de flor corresponden tales pétalos.
Hoy sábado, ya con una perspectiva distinta, parece que he pretendido resarcirme. Compro una biografía de Hemingway por Anthony Burgess. Todo un soplo de aire fresco para volver a poner los pies sobre la realidad. Con Hemingway la literatura comenzó a llamar al pan, pan y al vino, vino, aunque a día de hoy semejantes presupuestos se han desvirtuado, reconociéndose los tales en el mendrugo rancio y el mosto avinagrado.

El sabor de la morcilla y la República de Platón

El sabor de la morcilla todavía perdura, aunque hace ya rato que consumí el bocadillo de blanco y negro en la mesa del bar del Teatro, donde no cesaban de pasar chavalas en celo buscando el deleite de los pubs cercanos. Lo de las chavalas es otra historia, que a mis 61 años tomo ya con resignación. Pero el sabor de la morcilla es tan persistente como el regusto de un beso de mujer en los labios. Nuevamente he pasado la tarde del sábado hojeando libros; parece que voy en camino de, como dice Luis Alberto de Cuenca, convertirme en un bibliópata, que debe ser la bibliofilia convertida en vicio. Pero es que lo de Luis Alberto tiene miga: el tío almacena libros hasta en la cocina. Siempre se ha dicho que con las cosas de comer no se juega, pero es que como el propio Luis Alberto dice, los libros son como el alimento; el espíritu necesita de éstos como el estómago de la vianda. En mi caso la biblioteca va creciendo. Como ya no me quedaba espacio para colocar los libros, he tenido que adquirir otra estantería, que no ha tardado en poblarse, sin resolver apenas la cuestión de la inflación libresca. Es quizá ahora, que adquiero más libros que nunca, cuando menos leo. Tal vez el prurito adquisitivo se deba a la propia sequía intelectual. Culpable acaso del frenazo sea mi actual situación personal de aspirante a jubilado, pues aguardo la licencia laboral para consagrarme definitivamente al libro y su secuela, la escritura. Añoro dar comienzo  a una nueva novela con la que asaltar el coto vedado de las editoriales madrileñas, y es que como en el toreo, o se triunfa en Madrid o te cortas la coleta.  Mientras tanto estoy concluyendo la lectura de un viejo libro de editorial Labor sobre la tragedia griega, de Albin Lesky. No ceso en el estudio del mundo griego, pero qué duro convertirse en un helenista. A propósito de los trágicos, sobre los que no me atrevo a redactar una entrada de blog, Luis Alberto comenta en youtube una interpolación del libro sobre Esquilo de Gilbert Murray. Lo adquirí en la feria de ocasión de Madrid como una rareza, solo apta para helenófilos, pero a este Luis Alberto no se le escapa nada: lo tiene todo. Adquiero un manual sobre las batallas en el mundo antiguo. La vieja Historia se entendía como el resultado de éstas y la entronización del consiguiente tirano. Tenemos el ejemplo de Manetón, que se limitó a enumerar los reyes que se habían sucedido en el gobierno de las dos tierras. Estas viejas batallas tienen ya para mí una resonancia confortadora; debemos estarles agradecidos a aquellos que se sacrificaron para ofrecernos a nosotros un futuro. Bueno es conocer la historia antigua para evitar modernos errores. Intento, picando libros aquí y allá, meterle mano a la República de Platón, cuya lectura a fondo está pendiente, pero no sé si lo conseguiré, pues todavía se acentúa en mi paladar el regusto de morcilla, que ya empiezo a asociar con la punzante sensación que provocan las chavalas que discurren por ahí, luciendo sus esbeltas piernas y sus firmes senos y que no deben de saber nada de lo justo y lo injusto, como  se nos anuncia en el prólogo que versa la más célebre obra platónica.