Discrepancias literarias

Discrepancias literarias

 Confieso ser un hombre literario. Muchas de mis grandes satisfacciones me las han proporcionado los libros. Permanezco atento a toda entrevista realizada en torno a los escritores. Me complazco atendiendo a la elocuencia que pudieron desarrollar Borges, Mujica Lainez, Pla, Octavio Paz, al ser entrevistados por televisión. Nunca me he hartado de contenidos que tengan que ver con la cultura. Pero no sé si es que los años me han vuelto más exigente o acaso que se han debido de extremar mis perspectivas. La cuestión es que hoy, ojeando libros en una librería, he percibido cierta fatiga quizá provocada por una relativa prevención ante la saturación verborreica en literatura. El primer síntoma en el día ha ocurrido mientras hojeaba un volumen de Poesía reunida, de Roberto Bolaño. El parrafo en cuestión correspondía a un poema en prosa, no muy extenso. Supongo que un mismo texto puede suscitar en el lector impresiones ambivalentes, según sea su estado de ánimo. En ese momento, encontraba en tal lectura un batiburrillo de frases inconexas, que quizá mantuvieran profundos significados para su autor, pero que a mí sólo me llevaban a preguntarme: ¿Qué utilidad tiene semejante derroche? ¿qué se pretende con tal discurso deslavazado, además de confundir las mentes?  Decía Pla que existen dos clases de prosa: la comprensible y la ininteligible.

El otro ejemplo ha surgido al escuchar al escritor Rodrigo Fresán por You tube, durante una entrevista distendida, donde hacia gala de su retórica sofisticada, su erudición libresca, y la originalidad de sus planteamientos. Pero al hilo ha aportado un argumento que me ha dejado helado e insatisfecho, al manifestar que no creía en Dios, aduciendo a propósito unas triviales consideraciones vindicatorias. Seguramente, creerá en el batiburrillo verbal de una retorica banal con la que transmite a sus lectores su confusión, o en la facundia dialéctica tras de las que muchas veces se parapeta la ignorancia, emborronando con ella galeradas de tinta huera; pues del piélago embarullado de tal prosa jamás podrá extraerse ninguna pesca milagrosa.

El sur

 


He bajado al sur. El sur constituye la mitad de mi herencia. Alli he reencontrado lo que se fue; la sorpresa inesperada al cruzar Despeñaperros: esos montes abruptos, llenos de verdura, con corrientes que acaso solo se espera encontrar en la España cantábrica. Otrora fueron barrera aislacionista, refugio de bandoleros, jalonando la Andalucia atávica, sede de los reinos moros;  luego región ensimismada y contentadiza, de charanga y pandereta. En esas cumbres, al descubrirlas por vez primera, pareció cambiar mi concepto de Andalucia, la Andalucía oriental, a la que había imaginado pobre, yerma, superficial y estentórea.  La visión interminable de los montes de olivar, desde el mirador junto a las murallas de Úbeda, despertaron algo inefable en mi alma.

Pero mi destino principal era Linares. Linares la discreta, religiosa y minera. No destaca Linares, como Úbeda y Baeza, por su riqueza monumental, sino como ciudad modesta y laboriosa. Sus renombradas minas remontan a los romanos, que elaboraron su plomo y sus vetas argénteas. Tal riqueza dio a Linares su período de esplendor, cuando los pozos fueron a caer en manos de patronos ingleses que emprendieron a fondo su explotación. Fue la época privilegiada de Linares, a cuya estación de Madrid acudían viajeros de muchas partes para labrarse un porvenir. En Linares, como en toda ciudad pequeña, pronto se vuelve uno a encontrar con sus propios pasos. Frente a esa estación fantasma a la que ya no llegan trenes. En Linares se ha de tomar la vida con calma, disfrutar las pequeñas cosas. Saborear, en las instancias del recuerdo, lo que significó la ciudad para mí madre: ese reducto paradisíaco donde se fraguó el milagro de su infancia y que le sobrevivió hasta sus últimos momentos.


Procesión


 Baja la solemne procesión

por la calleja del lugar;

en andas el paso cimbrea

con hondos golpes de tambor.

En sus esquinas, faroles de latón,

custodiando la gran cruz

e iluminando con su luz

el cuerpo exánime de Dios.


De los crueles clavos

penden los largos brazos;

 sostienen el cuerpo quebrantado,

contraído en gesto de dolor.

Tuerce las piernas trémulas,

recogidas en sus tarsos

por un tercer clavo de rencor.

La cabeza coronada

por espinas de zarzal,

y en su cuerpo lacerado

mana la herida del costal.


Pasa con paso atormentado

la solemne procesión,

vana en su esfuerzo de expiación,

de lavar al mundo de maldad;

pues por los hechos humanos,

Jesucristo, cada día, 

por redimir la vida,

constante muriendo está.

Lágrimas por Rimbaud


 Acabo de leer la biografía de Rimbaud, de Enid Starkie.

La figura de Rimbaud me fascinó desde la juventud, desde que tuve noticias de él.  Ya en el colegio me atrajo su fisonomía en el cuadro Coin de table, de Fontin-Latour, que reproducía mi libro de texto sobre literatura francesa. Tal seducción - he comprobado con el paso del tiempo- subyugó a no pocos amantes de las letras, conocidos o anónimos, a esos que anteponen un buen libro a un plato de lentejas.

En esa primera juventud yo no era consciente de muchas cosas, como, por ejemplo, del calado de las relaciones que el joven poeta tuvo con Verlaine, de cuanto se solapaba bajo el luctuoso altercado de Bruselas, tan determinantes en su vida y en su obra. En cualquier caso me atraía Artur Rimbaud, acaso por esnobismo y porque llevaba intrínseco el germen de la rebelión. Admiraba en él el modo cómo un adolescente habia escalado los primeros puestos de los poetas de Francia, aunque de ello no fuera consciente en vida, mientras que yo a su edad no dejaba de ser más que un fracasado don nadie. Vivíamos tiempos de revuelta, de crítica hacia lo establecido, y la figura del poeta se perfilaba como el heraldo anunciador y precursor de los tiempos. Nos motivaba su aventura humana, en tantos puntos envuelta en el misterio. Sabíamos que después de escribir Une saison en enfer y decir ahí queda eso, abandonó la carrera literaria, cuando quizá de haber persistido en ella le hubiera convertido en un nombre fundamental en el Parnaso, y se exilió de Francia, como quien no tiene cabida en la sociedad de su tiempo, para emprender un vida de viajes y aventura. Luego supimos de su muerte temprana, con apenas 37 años, pero ésta quedaba empañada ante los laureles de la posteridad.

He de confesar que cuando lo leía de joven apenas entendía el mensaje de sus poemas, que sonaban a propaganda infernal. Creíamos osadías sus derrotas. Tomábamos por ángel al maldito. Ahora cuando conocemos la índole de sus conocimientos, ese crisol hermético del que surgía su poesía, y que dio forma a sus Iluminaciones, no nos extraña que su comprensión nos resultara abstrusa. Tal amalgama de magia, alquimia, esoterismo y mística nos es fácil de aprehender. Recientemente leí una antología de su obra en verso y he de reconocer que la mayoría de sus poemas se hurtaban a mi comprensión. La verdad es que drogas, alcohol, brujería, sodomía, truhanismo no es el mejor cókctel para paladear. Se requiere un conocimiento ímprobo del bagaje poético para llegar asimilar su magma contradictorio.

Cuando como otro Rimbaud tuve que renunciar a mi vida crápula, la estela del poeta se apartó de mí; la de él como la del resto de los malditos. Mis lecturas tomaros otros derroteros menos claustrofóbicos y más encaminados a la positividad literaria y de la vida, buscando apartarme de la sombra de la desolación.

Solo recientemente, cuando mi destino ya se ha realizado en parte, he vuelto a la memoria de aquellos pasos juveniles. Me hice con la oevres completes de Rimbaud, Verlaine y Baudelaire,  de la Pleiade. Releí Las flores del mal, reconociendo a Baudelaire como el poeta incomparable que fue y que junto a Rimbaud, Verlaine y Mallarme quizá constituyan la cumbre de la poesía francesa, y a quienes si observamos con mirada lúcida no los reconoceremos sino como tristes pecadores arrepentidos. No, sino grito de arrepentimiento se manifiesta en el desgarro de Une saison en enfer.

Hoy, al leer su biografía, y conocer de esa segunda saison en enfer que supuso su vida en la africana Harar, ese lugar apartado que escogió para establecerse, como si dijéramos- y perdón lo canallesco- ese grano infecto en el culo del mundo, donde transcurrió el drama de sus padecimientos durante esa prematura enfermedad que lo llevó a la tumba, no pude menos que consternarme. Lloré por él. Probablemente, la vida no le concedió la dádiva más sosegada de la madurez, en la que acaso hubiera hallado esa perla que siempre andó buscando, ese ágape que el mismo se negó.


ARPEGIOS

ARPEGIOS

Río de desesperanza

cuadriláteros de anhelo

blanda argolla del silencio

donde halla cabida el seno

postergado de la aurora,

y tiembla el necio en ignorancia

descarríado en la urdimbre

de su canto rutinario

asomado al vano nocturnal

constante frío desapego

del lecho que aguarda

bajo la rama donde el búho ulula

un escalofrío de escarcha.


Paciente muchedumbre

que transcurre obnubilada

por túneles avenidas estaciones

síntomas trepidantes de la urgencia

desencantando sombras que pasan

en desvanecidas ráfagas

entre brillos de cristales rutilantes


sutil pestañeo de ojos voraces

que miran la raíz extinguida de las horas

tras sonrisas tétricas de calaveras hueras

que el yodo esteriliza

al supurar la herida purulenta

que la muerte masca


geografía de naufragios

conscientes hemisferios de rocío

en el océano inquietante

donde se desnuda el virginal pudor

y la carne estremecida

se inunda de esperanza

pura como lágrimas.

ODA A JEREMÍAS JOHNSON

 


¡Para él va este canto, 

a quien fuera el águila

vencedora de los cuervos

y cuya leyenda recogiera

la memoria de las cumbres

por la nieve coronadas!



Se llamaba Jeremías Johnson

y quería ser un hombre de las montañas.

Abandonó el valle y las rutas del mar,

atraído por el gélido silencio de los riscos,

que remontan el techo de las nubes

en diálogo estrecho con los astros.

Un trampero en cierto store 

le habló de vírgenes espacios

allende las praderas,

en esa espina dorsal de América

con el nombre de Rocosas. 

Alli se encuentran picos

de altura inmaculada,

y parajes inauditos de perpetua nieve;

y aunque de hecho por esos años

ya la caza había mermado,

todavía su comercio sustento procuraba.

Johnson, sediento más de vastedades

que de tumulto humano , no dudó

y soltó sus ataduras, ávido de libertad.

Desorientado y harto del sinsabor del mundo,

remontó las turbulencias de un gran río

en una balsa de troncos, con pioneros

a quienes aún tentaba el resplandor del oro,

hasta una colonia aislada en la cordillera.

No demoró mucho en resolver sus tratos,

hizo acopio de pertrechos

 y, sin desandar sus pasos,

se adentró temerario en la foresta,

a lomos de una yegua, seguida de una mula,

 su escopeta, más sus ansias de aventura;

olvidando los afanes del llano,

sus ambiciones y  pendencias,

celebraciones y guerras; vislumbrando

un punto del horizonte inalcanzable

donde averiguar entre la majestad de piedra

si existe un Dios sobre la tierra

que habite las altas cimas.

A su vista se extendía lo ignorado,

un albur de incertidumbres y promesas,

un libre espacio de soledad,

de bosques y de prados,

de desfiladeros, grutas y corrientes,

de barrancos y vaguadas,

promontorios y riscos, cumbres

desde donde se tocan las nubes,

bajo las que se divisa

un edén no profanado

donde merodea el oso, aúlla

el lobo bajo la luna helada,

pace el ciervo junto a los arroyos, 

y domina los cielos el águila blanca, 

avizorando vertiginosos abismos

y recortando el paisaje con sus alas.

Desde la altas cimas nunca escaladas

bajan tempestuosos los torrentes,

saltan sobre las peñas en cascada,

hasta alcanzar los valles convertidos

en afluentes, junto a los que el indio,

altivo y belicoso, de huraño trato,

asienta sus tiendas y abrevan las manadas.

Crows, arapahoes, cheyenes, pies negros,

siuox, penetraron la boscosa inmensidad

en edades legendarias;

y aletargados bajo el tipi,

junto al calor de las brasas,

sucediéndose las generaciones

transcurren sus largas invernadas,

levantándose aguerridos,

con renovado vigor las primaveras.

Cazan, pescan, guerrean,

curten sus pieles, festejan,

adoran sus totems, rehuyen

la vecindad del europeo

y persiguen al bisonte en las praderas.

El recién llegado con ellos topa

en encuentros esporádicos;

de lejos los sorprende

en su vagar furtivo;

se siente observado cuando

captura a la trucha en el río,

acecha a un ave o en el roquedo vivaquea.

Evita cualquier rencilla 

que pueda romper tal concordia,

la tácita desconfianza de ambas razas.

Por eso busca las tierras altas

donde sus caminos no coincidan,

eludiendo las fronteras invisibles,

ese palmo vedado de terreno

donde el piel roja acota su despensa

o habilita sus sepulcros y reliquias.

Cae la nieve, y queda aislado;

solo tiene al fuego por amigo,

cuya chispa el pedernal inflama,

iluminando las noches

con resplandor de estrellas,

bajo el que duerme u observa.

Caza, sestea, sus trampas tiende,

por si en ellas atrapa algún castor

u otra especie cuya piel se precie.

En derredor todo es silencio,

salvo una voz que le habla, la soledad.

Se tarda tiempo en conocer el monte,

la espesa fronda, el silbar de viento,

la lluvia, la helada, las crecidas,

el pozo de las noches cuando no hay luna,

del rumor del bosque las muchas voces,

el eco ensordecedor de las alturas.

El neófito, paso a paso, las artes

de sobrevivir aprende en la foresta;

se adiestra en zurcir sus pieles,

se aclimata al rigor de la intemperie,

al acecho cruento de las fieras;

alivia algún momento sus males

compartiendo liebre con algún anacoreta

que el bosque profundo acoge

como el regazo de una madre atenta.

De ellos aprende el sentir 

sigiloso de los montes,

el calado de la soledad

(sólo el rifle le acompaña),

el comercio con el indio

y el sendero de esa libertad 

que nunca se acaba de encontrar.

Por su roce habituado con las tribus,

fruto del trueque y la matanza,

cupo el azar favorable

de obtener mujer y un niño abandonado,

teniendo que variar, obligado, su gusto

por la trashumancia, el vagar sin saber

la seguridad de mañana, y buscar

un terreno donde emplazar una cabaña.

En levantarla pusieron sentido y sudor,

el huérfano, la india y el cazador;

sobre cimientos de sueños que perduran,

seis manos construyendo una esperanza.

Cuando estuvo acabada,

en ella recuperó la sencilla

experiencia del hogar, la comodidad 

del techo olvidado de la infancia,

cómo sabe el calor de una mujer

bajo las mantas,

el juego infantil frente a la casa,

y el gusto de la pipa junto al brasero...

Recupera con tal trato la blanda sonrisa

el hosco rostro ultramontano;

delicada se torna su rudeza asilvestrada.

Meses disfruta cual regalo ese idilio,

hasta el día cuando parte,

solicitado por el yanky, a rescatar

a unos colonos en la nieve extraviados,

varados carretas y enseres sobre un barranco.

Y sin saber por qué ni cómo

Se rasgó el sutil velo que mantenía

indemne la convivencia con las tribus,

la tácita armonía entre las almas,

la ley callada de la tierra.

Ignorante la partida ha profanado

el reino de los espíritus del indio,

la paz inviolable de sus muertos,

al cruzar sigilosos el tétrico cementerio

entre los montes acotados de silencio.

Con sutil instinto, veloz

percibió el trampero signos en los cielos

y los bosques que auguraban amenazas,

Ráfagas de incertidumbre helada

que calaban hasta el hueso.

Durante el regreso a casa,

Un presentimiento hostigaba sus entrañas

y mortificaba sus sesos.

Cuanto llegó, no tuvo más 

que confirmarlo: los halló muertos;

a su India y al muchacho;

torturados y masacrados a lanzazos

por una partida de Crows sanguinarios, 

que en sus cadáveres saciaron 

el sádico apetito de aberraciones y ritos.

Nunca pensó que su pecho

pudiera albergar tan hondo quebranto.

Arrojó al fuego cada vivencia

cuyo recuerdo pudiera remorder

el firme propósito de conciencia.

Con la cabaña ardieron todos

los lazos que lo unían a una tierra,

a un refugio y a un amor;

para la vida sólo restaba el errabundo

sin hogar y sin destino,

sombrío jinete desalmado

entrevisto en el páramo o el alcor.

Cualquier humano afecto

le había sido proscrito;

en su fuero sólo alentaba la fiera

vengativa, de sangre sedienta,

sembrada de muerte y violencia.

A los viles cuervos asesinos los mató

en la noche, cuando bajo la luna

sus cruentos trofeos festejaban,

no dándoles tregua en la ruda pelea

ni sosiego a su furia justiciera. 

Frente a sus rifles, de nada

sirvieron la flecha y el tomahawk,

el lanzazo o la seca cuchillada.

Perpetrada la matanza,

descansó junto a los muertos

de su esfuerzo monstruoso,

a su vez malherido y roto,

hasta una nueva alba de terror.

Desde entonces los salvajes,

transgredida la ley de los lares montañosos,

jugaron con él al ratón y al gato.

Los más feroces guerreros Crow

seguían de cerca sus pasos,

en busca de un galardón

que colmara sus ínfulas de machos.

No quedaba mayor honra en la tribu

que alancear al altivo enemigo

que el valor de sus bravos humilla,

y que de sus vísceras extirpadas

engulle del vigor la semilla.

Muchos valientes le retaron,

o lo sorprendieron por la espalda,

o se batieron con furibunda saña.

Pero solo conocieron la derrota,

la herida del puñal en sus entrañas,

la bala que su corazón desgarra,

el abrazo de la muerte helada.

Su fama de invencible traspasó

la majestad de las montañas 

y se divulgó de aldea

en aldea por la pradera.

Su mito y asombro de bravura

todavía recorre esas alturas,

donde su grito dominador aún se proclama.

Y lo recuerdan los niños en sus juegos

y se dice que los indios lo veneran,

lo celebran en sus danzas

y que, reunidos en tribales ceremonias,

relatan la memoria de sus hazañas 

y advierten que su presencia merodea

tras de quienes visitan esas montañas..








Modos de mirar la luna

Modos de mirar la luna

 

MODOS DE MIRAR LA LUNA



Luna nimbada de agosto,

luna perlada en invierno,

luna que mira el fondo del pozo,

luna menguada de amores nocturnos,

luna velada en la aurora fría,

luna del recuerdo donde

comparé su soledad a la mía,

luna a la que ladra el perro

persiguiendo su rastro de sueño,

luna donde el tiempo se mira.


Leyendo el Verano, de Camus

Leyendo el Verano, de Camus

 He leído el librito El Verano, de Camus, por recomendación de Manuel Vicent en la presentación de su biblioteca personal. Muchos son los acentos de esta breve obra, la añoranza por lo fugitivo, la pulsión mediterránea que el propio Vicent resalta, la reflexiva cávila  por la condición incierta y pasajera del hombre. En ella Camus describe su terruño, ese Magreb de aridos ocres, tórrido, bendecido por la caricia salutífera del  Mediterráneo. He apreciado la garra de la prosa de Camus, precisa como en los mejores momentos de El Extranjero. Pero de todo el libro me ha quedado grabada una frase referente al alarido del Don Giovanni, de Mozart, cuando es asumido por las tinieblas eternas. En estos días visiono en You Tube una puesta en escena de dicha ópera que verdaderamente me ha sobrecogido, interpretada por Samuel Ramey y Kurt Moll. En muchas de las escenografías de esta obra la pléyade diabólica que acude a la captación del réprobo, se sugiere como una escuadra de demonietes carnavalescos, entre llamas de artificio, dispuestos a escarnecer al condenado. Pero en éste particular montage los demonietes son suplantados por cadáveres y espectros que brotan de las entrañas de la tierra con propósitos nada halagüeños; en el mejor de los casos engullirlo hasta las grutas de Proserpina. Al disoluto no le queda más recurso que el grito, tan desgarrador que sacude la inocencia de las almas que lo escuchan. Un grito cuya calidad nos estremece, porque abarca la desesperanza de la muerte, los tormentos de la condenación. Un grito que solo comprende la experiencia pecadora. Entiendo sin embargo que tal grito es incomprensible desde el absurdo existencial de Camus, pues en el va intrinseco una conciencia del bien, la dualidad moral de lo vivo, no el desaliento inerte del vacío, de la nada que envuelve al hombre escindido del cosmos.