Se van acercando a la decena las veces que he visitado Venecia. Cabe decir, como de ninguna otra, que destaca por su enigmático sello de ciudad de contrastes, capaz de despertar la más fervorosa y admirativa aprobación y la peor de las fobias.
Mi relación con Venecia es formal y casta, podría decirse que platónica, siempre contenida por ese menoscabo que impide al amante considerarse digno de la amada. Reservo hacia ella ese tímido recato, aún no malogrado por el exceso de confianza, que me la hacer ver, cada vez que la visito, sorprendentemente renovada.
Conservo un recuerdo vívido de ese fulminante flechazo, amor a primera vista, que se suscitó desde nuestro primer encuentro. Coincidió, por ende, que también constituía mi primera escapada al extranjero, de lo cual claramente se deduce cierto ánimo predispuesto a quedar fascinado. En esas circunstancias, cualquier novedosa sugestión propende a subyugar, y más si la misma se halla distinguida por el efecto de lo insólito. No necesito decir por tanto que este primer contacto resultó memorable. Sometidos al vaivén de la pequeña motora, mientras penetrábamos la laguna desde el Tronchetto bajo una leve calima, contemplábamos cómo el horizonte se iba perfilando de sugestivas maravillas, concretándose en un prodigio que naciendo del torno de un demiurgo fuera llenando con su fascinación fenomenológica el mundo, remedando en exotismo al del nenúfar que despliega su esplendor floreado sobre la tersa superficie de un estanque; así se conformaba Venecia ante mis ojos atónitos y curiosos, con la evocadora fluidez del sueño, garantizando que nos acercábamos a un paradigma de lo inverosímil. Conforme avanzábamos, la magia de los templos paladianos, a la orilla derecha de la Giudecca, llenaba el espacio de escénicos conceptos con el juego de su precisa volumetría; y mientras, proclives a dejarnos deslumbrar, navegábamos el concurrido calado del "bacino", conforme encarábamos el embarcadero de la Riva degli Schiavonni me asaltaban no pocas excepticas interrogantes: ¿ Cómo tal milagro pudo ser posible? ¿Qué misterio actúa en el seno de su irresistible seducción? ¿Es la ciudad un organismo vivo capaz de trasmitir afectos y hacer estremecer un corazón?
Me tranquiliza no haber sido el único preocupado por estas extremas preguntas o subyugado bajo la influencia de su peculiar eros. ¡ Tantos antes de mí guardan las viejas cartas de su romance, aromadas sus páginas por el perfume punzante de marchitas flores! Porque por él se sintieron seducidos Byron, Balzac, Goethe, Proust, James...Eso es exacto. Pero quien verdaderamente forjó la leyenda para nuestro tiempo fue Thomas Mann.
Supongo que mi descubrimiento del autor alemán data-aunque no puedo asegurarlo pues considero coetáneas las lecturas de Los Buddenbrook y La Montaña Mágica- del visionado de la película de Visconti, "Muerte en Venecia", a cuya proyección asistí fascinado durante su estreno en Alicante, en ese período esponjoso de la indolente juventud. Ante aquel evento sin precedentes, acudí al cine con emulador snobismo, complaciéndome en que la película fuera agasajada por la intelectualidad más progre del momento. Si para algunos el "genio" del film lo constituye la efigie impoluta, como el marmol de Paros, de Bjorn Andresen, para mí indudablemente es la atmósfera de Venecia la que enncarna este "dynamos" espiritual.
Thomas Mann en su novela homónima, con su fino olfato para detectar toda decadencia y en especial la que afecta a la burguesía europea de entre guerras, matizó esa simbiosis, subyacente también en el film, entre el Eros y el Tánato. Para el autor germano la decadencia es equiparable a un organismo enfermo, como si dijérase que el elemento patológico se manifiesta como sintomatología vinculada a lo decadente. En su lúcida reflexión sobre el proceso de decadencia que carcomía ese amplio sector de la sociedad europea, expuesta en sus novelas La Montaña Mágica y Doctor Faustus, redunda en ese sintomático protagonismo de la enfermedad como agente nocivo o degradada secuela de la decadencia, cual si planteara un esclarecido silogismo. De tal forma se hallan ambos conceptos imbricados, que a la postre actúan como sinónimos.
Venecia, esa ciudad enferma, sometida en su historia a feroces epidemias, se constituye como la ciudad decadente por excelencia. Y en esa vejada condición la amó Nietzsche. Porque su mórbido eros exhibe en ese espejo del tiempo que es el agua su inquietante realidad varada, refinado mausoleo de lo que fue, pervivida Ilión que ha sucumbido al virus de la historia, como la Troade claudicó al enconado tesón de los dánaos. Su encanto nos seduce con esa fascinación que persigue la fatalidad: ese eros mórbido que Ashenbach apura, confundiendo lo inefable con lo efímero, anhelante de su propia consunción. Y quizá hasta ese mismo punto la amaron Wagner, Stravinski, Brodsky.
Mi relación con Venecia es formal y casta, podría decirse que platónica, siempre contenida por ese menoscabo que impide al amante considerarse digno de la amada. Reservo hacia ella ese tímido recato, aún no malogrado por el exceso de confianza, que me la hacer ver, cada vez que la visito, sorprendentemente renovada.
Conservo un recuerdo vívido de ese fulminante flechazo, amor a primera vista, que se suscitó desde nuestro primer encuentro. Coincidió, por ende, que también constituía mi primera escapada al extranjero, de lo cual claramente se deduce cierto ánimo predispuesto a quedar fascinado. En esas circunstancias, cualquier novedosa sugestión propende a subyugar, y más si la misma se halla distinguida por el efecto de lo insólito. No necesito decir por tanto que este primer contacto resultó memorable. Sometidos al vaivén de la pequeña motora, mientras penetrábamos la laguna desde el Tronchetto bajo una leve calima, contemplábamos cómo el horizonte se iba perfilando de sugestivas maravillas, concretándose en un prodigio que naciendo del torno de un demiurgo fuera llenando con su fascinación fenomenológica el mundo, remedando en exotismo al del nenúfar que despliega su esplendor floreado sobre la tersa superficie de un estanque; así se conformaba Venecia ante mis ojos atónitos y curiosos, con la evocadora fluidez del sueño, garantizando que nos acercábamos a un paradigma de lo inverosímil. Conforme avanzábamos, la magia de los templos paladianos, a la orilla derecha de la Giudecca, llenaba el espacio de escénicos conceptos con el juego de su precisa volumetría; y mientras, proclives a dejarnos deslumbrar, navegábamos el concurrido calado del "bacino", conforme encarábamos el embarcadero de la Riva degli Schiavonni me asaltaban no pocas excepticas interrogantes: ¿ Cómo tal milagro pudo ser posible? ¿Qué misterio actúa en el seno de su irresistible seducción? ¿Es la ciudad un organismo vivo capaz de trasmitir afectos y hacer estremecer un corazón?
Me tranquiliza no haber sido el único preocupado por estas extremas preguntas o subyugado bajo la influencia de su peculiar eros. ¡ Tantos antes de mí guardan las viejas cartas de su romance, aromadas sus páginas por el perfume punzante de marchitas flores! Porque por él se sintieron seducidos Byron, Balzac, Goethe, Proust, James...Eso es exacto. Pero quien verdaderamente forjó la leyenda para nuestro tiempo fue Thomas Mann.
Supongo que mi descubrimiento del autor alemán data-aunque no puedo asegurarlo pues considero coetáneas las lecturas de Los Buddenbrook y La Montaña Mágica- del visionado de la película de Visconti, "Muerte en Venecia", a cuya proyección asistí fascinado durante su estreno en Alicante, en ese período esponjoso de la indolente juventud. Ante aquel evento sin precedentes, acudí al cine con emulador snobismo, complaciéndome en que la película fuera agasajada por la intelectualidad más progre del momento. Si para algunos el "genio" del film lo constituye la efigie impoluta, como el marmol de Paros, de Bjorn Andresen, para mí indudablemente es la atmósfera de Venecia la que enncarna este "dynamos" espiritual.
Thomas Mann en su novela homónima, con su fino olfato para detectar toda decadencia y en especial la que afecta a la burguesía europea de entre guerras, matizó esa simbiosis, subyacente también en el film, entre el Eros y el Tánato. Para el autor germano la decadencia es equiparable a un organismo enfermo, como si dijérase que el elemento patológico se manifiesta como sintomatología vinculada a lo decadente. En su lúcida reflexión sobre el proceso de decadencia que carcomía ese amplio sector de la sociedad europea, expuesta en sus novelas La Montaña Mágica y Doctor Faustus, redunda en ese sintomático protagonismo de la enfermedad como agente nocivo o degradada secuela de la decadencia, cual si planteara un esclarecido silogismo. De tal forma se hallan ambos conceptos imbricados, que a la postre actúan como sinónimos.
Venecia, esa ciudad enferma, sometida en su historia a feroces epidemias, se constituye como la ciudad decadente por excelencia. Y en esa vejada condición la amó Nietzsche. Porque su mórbido eros exhibe en ese espejo del tiempo que es el agua su inquietante realidad varada, refinado mausoleo de lo que fue, pervivida Ilión que ha sucumbido al virus de la historia, como la Troade claudicó al enconado tesón de los dánaos. Su encanto nos seduce con esa fascinación que persigue la fatalidad: ese eros mórbido que Ashenbach apura, confundiendo lo inefable con lo efímero, anhelante de su propia consunción. Y quizá hasta ese mismo punto la amaron Wagner, Stravinski, Brodsky.