Confieso no haber sido un lector asiduo de la obra de Delibes, carencia que por supuesto pretendo enmendar en lo futuro. En realidad, una gran parte del-censurablemente escaso-conocimiento que poseo de sus obras me ha llegado por otras vías en esencia no novelísticas: el cine, y en menor grado, el teatro: Medios que, sin lugar a dudas, han posibilitado el acercamiento de la obra del autor vallisoletano a la cultura de masas. El gran acierto de Mario Camus, en el film Los Santos Inocentes, coadyuvó en gran medida a difundir entre el gran público la obra de quien fue uno de los más reservados y elegantemente discreto de nuestros autores.
Mi conocimiento directo, de lector siempre ávido, de la obra de Delibes se centra, además de en las ya mencionadas adaptaciones para otros géneros, en dos de sus novelas en particular. De la primera guardo, si no una memoria precisa de su argumento, sí un recuerdo vívido de su lectura, cuyo impacto a perdurado a través de los años dejando constancia de una original frescura capaz de fascinar. El libro, que llegó a mis manos durante el primer kilometraje como lector, pertenecía a esa ínclita colección de RTV-ediciones todavía codiciadas en las librerías de lance- y tenía por título La Hoja Roja. Sin duda, tan evocadora referencia no pretendía apercibir sobre cierta licencia poética, sino que remitía a un detalle al tiempo trivial y elocuente relativo a la más sencilla y concreta cotidianidad. La "Hoja Roja" era el indicativo que advertía, en los viejos librillos de papel de fumar, que la remesa estaba apunto de agotarse; lúcida alegoría de lo que suponía la fecha de jubilación para el viejo Eloy, protagonista de la novela. Ese detalle nimio configura el verosímil universo delibesiano, recrea una realidad, áspera y menoscabada, que en el ejercicio crudo de la verdad alcanza su nobleza. Supone esta tentativa de redención un supremo intento, mediante la experiencia literaria, de trascender un demacrado momento de las pasada realidad española de provincias.
Siendo Delibes un observador certero de nuestra vida provinciana, exprimiendo hasta la hez esa vivencia sin contenido, de estrechos horizontes y sin perspectiva, es ante y sobre todo el más lúcido y consumado cronista de nuestro mundo rural. Se aleja de Cela en su conocimiento de primera mano de ese entorno, ajeno a todo idealismo y buscando al hombre real, sin perfiles alegóricos. Por él, hemos entrado en contacto con la imediatez de ese pulso descarnado del agro castellano, conocido sus lacras inveteradas, desmenuzado a cruentos golpes de azada, sin el falsete de la retórica, su doliente entraña. Para el vallisoletano Delibes, Castilla no es ese sueño sublimado de añorantes grandezas que propugnó el noventaochismo, sino una herida abierta que clama y denuncia su desengañada penuria.
Por contra, mi segundo acercamiento a su obra es mucho más reciente a la sazón; lo procuró el interés despertado por su más inmediato éxito editorial, la novela El Hereje, en la cual se recrea un asunto que me toca mucho más de cerca por mi condición en absoluto aleatoria de luterano.
En primer término me sorprendió su minuciosa documentación sobre el asunto, su familiaridad con el anecdotario y a todas luces con las lecturas de un tema en general proscrito de la cultura española. Porque esa actitud desdeñosa de nuestros reyes, quienes sancionaron acremente la Reforma alemana, ha sido asumida por nuestra sociedad con la misma cautela con la que se previene cualquier tipo de epidemia.
Su pormenorizada recreación del círculo del doctor Cazalla en Valladolid, la descripción exhaustiva de las argucias y deslealtades de que se valió la inquisición para reprimir el foco, junto a esa presencia displicente del rey Felipe frente al inmisericorde patíbulo, resultan del todo encomiables y dan la medida de un escritor que ha valorado sobre cualquier otra circunstancia su propia independencia, dispuesto a pagar ese precio costoso que exige el ejercicio de la libertad y la proclamación de la verdad.
Delibes, en la generalidad de su obra, nos aproxima a esa verdad sin tapujos que demanda una sociedad desengañada de sus engoladas mentiras; una verdad que exige mirar a la vida de frente, para sacar más certeras conclusiones. En definitiva, despoja a esa España enmascarada de oropeles, para mostrarla sencilla y desnuda, como debe comparecer todo hombre ante el Creador.
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