El tiempo no es oro,
es arena que cae lentamente
del barro de la existencia;
es agua que fluye
y escapa entre las manos;
es llama que arde
y el soplo apaga;
es viento que sopla
y la distancia amaina.
ÁLBUM DE INCURSIONES HETERODOXAS EN NUESTRA CONTEMPORANEIDAD.
El tiempo no es oro,
es arena que cae lentamente
del barro de la existencia;
es agua que fluye
y escapa entre las manos;
es llama que arde
y el soplo apaga;
es viento que sopla
y la distancia amaina.
Yo creo que no está todo perdido,
que los deseos se encuentran
en el vuelo más íntimo de las almas,
pese a lo que los hechos encubran
y las palabras no digan.
Yo te busqué con la desesperación
de a quien quieren arrebatarle la esperanza,
con el alma en vilo, sin comprender
nuestro disentimiento, fatigados los pies
transitados de caminos errados,
ignorando qué encontraría
al adentrarme en inciertos parajes,
a los que me encaminaba
la osadía del infeliz y del hambriento.
Había leído a demasiados poetas
y creía que el amor era el mayor fundamento.
Aunque no sabía si la perla buscada
existiría tras el inerte silencio,
en la profundidad tácita del piélago.
Pero de repente el oboe
trasmitió por mis fluidos
el prodigio de la música,
que entre sus notas consumaba
el milagro del amor;
me reveló que tú también
me buscabas por las frecuencias
inexploradas del anhelo, que conocías
el suplicio de mi alma desgarrada
y que traías el dulce ungüento
con que sanar la llaga
y el impulso para quitar
la venda de mi ceguera.
Yo hice daño a mi alma
con abrazos impuros;
desdeñoso del desdén,
me ofrecí dolosamente.
Entibiaba con besos mercenarios
las frías cenizas
de mi corazón naufragado,
sujeto a una tabla sin sostén
que pronto anegarían las profundidades:
sueños aciagos,
abstractos terrores,
tormentos de condenación,
y la mirada de un ojo
que todo lo ve.
Rumiaba con rigor
prolongado lo jugos fecales
que estreñían mi cerebro,
hasta que lavé las neuronas
en laxante crisol.
El goce que se hace mierda
sólo lo depura el ayuno cabal.
Hay un peso que te aplasta
y que recarga tu espalda
hasta baldar la esperanza,
¡arrójalo! Aprende de nuevo a caminar.
Mi espíritu está alerta,
presta la alabanza,
la casa saneada;
no admito invitados
sin carta de presentación.
Por qué me hablas de ella.
Tú mismo dices que está lejos...
No comprendes que entre los dos
hay más de una distancia.
¿ No sabes que tus palabras
reavivan algún pálpito viejo
que se resiste a reverdecer,
destapando la venda que devuelve luz al ciego?
Cuando la nombras, renuevas mi celo,
despiertas en el corazón
el recuerdo de sus gracias.
Hoy nos separa el tiempo,
la distancia, congojas
desde que sus ojos miraron
con su fulgor veraniego
mi escepticismo otoñal.
¿ No sabes que cuando la nombras
me haces mal,
que la haces más mía, invitando
a mi alma a anhelar sus primores?
No. No la debo querer demasiado
cuando soporto los días con su ausencia,
las semanas vacías de su mirada tierna,
la hartura de los años sin concebirla a mi lado.
Pero sí la nombras es porque no ocultas
que ella guarda cierto afán hacia mí,
que en su pecho aún anida un deseo hospitalario,
que la separación quizá se acorte
hasta que alcance su oído
el trémulo y grave timbre de mi voz.
¿ No sabes que con tus palabras
alientas la esperanza
de que a su corazón no lo ha colmado
ningún otro corazón?
Nada fluye, parece
la palabra agostada.
No hay nada que rompa
el silencio del corazón
y avive el sentimiento.
¿ Se han desasido los lazos
que mantenían el tácito compromiso?
Por un momento creí
quebrantado el vínculo,
aunque la aldaba de tu voz
aún siga golpeando,
como si el tejido de tu alma
corriera libre por mis venas,
indisoluble el juramento de sangre.
La mar estaba en calma,
el alma tranquila,
sujetas las potencias subterráneas,
caminaba.
Las aguas mansas para la vela,
sin escollos la vereda.
¿Hasta cuándo durará
esa apariencia serena?
Pues cambio es la condición
de cada cosa, y no tardarán
el repecho y la tormenta.
Sin embargo,
no nos detendrán sus presagios...
¡ Habrá que resistir
a su fatiga y turbulencia!
asombraba un crepúsculo malva,
bajo un fulgor rosáceo
de mórbida neblina,
que de cabo a cabo trazaba el horizonte
bajo unas nubes deshilachadas,
arañadas por el viento y
por el sol agonizante enrojecidas
transfigurando la mar con arreboles,
impacientes aún sus olas
tras la reciente marejada.
Raros colores que encubrían lo cierto
con sutileza de celofán celeste,
acuarela de divino pincel,
manifestándose como ensoñación,
tentativa de mundo infrecuente.
Yo llegaba a la ciudad,
cansado de caminar,
cuando se insinuaba la noche,
perezosa de atardecer, y
los vecinos se recogían porque
el tiempo vacacional había acabado,
aliviados los paseos de muchedumbres,
ralas las cantinas de clientes,
empezando a iluminarse las farolas
con pálida claridad, aún renuentes,
y los árboles inclinábanse
con pesarosa sombra fatigada;
a lo largo de la ruta,
como líneas de fulgor,
el asfalto lo coloreaban
el alumbrado de los autos, y
con las primeras sombras decaían
los afanes del día,
invitando al recogimiento y al sueño.
Era un día cualquiera del calendario
que nos dejó un crepúsculo como recuerdo,
como un corolario de esperanza..
Oí hablar por primera vez de José Lezama Lima en un breviario divulgativo sobre la poesía cubana de la revolución, allá por los setenta del pasado siglo. Fecha con la que queda claro cuáles eran los albures y a qué revolución nos referimos. Era un librito delgado y estrecho, pero en él se nos familiarizaba con nombres de poetas del todo desconocidos. ¿ Que por qué leí aquel breviario? En primer lugar por su precario coste, pero también porque para la mayoría de los jóvenes de nuestra generación resultaba casi imperativo empatizar con los barbudos de la sierra Maestra.
Entre los nombres a destacar en aquel índice de poetas se encontraba el de José Lezama Lima. En dicho librito, se reseñaban algunas estrofas de su poesía que, aisladas de contexto, se hacían incluso más peregrinas y herméticas de lo que en realidad eran. Tiempo después, adquirí una antología de sus poemas titulada: Posible imagen de Lezama Lima, recopilada por José Agustín Goytisolo y editada por Ocnos. La primera impresión fue la de una poesía densa y difícil de destripar. Deslumbraba por su barroquismo en el lenguaje, característica que luego reconocí en gran número de escritores de la isla, desde Carpentier a Cabrera Infante. Pero el hecho de que su discurso me pareciera ininteligible no fue crucial para que lo desechara del todo, pero si propició un cierto alejamiento.
Años más tarde me hice con el segundo tomo de su poesía completa, publicado por Aguilar, a bajo precio, en una librería de lance. Es seguro que intentara familiarizarme de nuevo con sus versos durante las primeras jornadas tras la compra, pero algo debió desalentarme pues su lectura no prosperó. Seguramente, esta adquisición tuvo lugar mientras yo escribía mis primeras novelas, y antes de fraguar en resignado bibliófilo, menester el cual propició que consiguiera una edición en mejor estado de su poesía completa, en dos volúmenes, con su correspondiente sobrecubierta, también de Aguilar, años más tarde. Pero desde que descansan en mi biblioteca, no sé si en algún momento me he detenido a hojear sus páginas o a intentar descifrar el críptico mensaje que esconde su musa.
Mas la figura de Lezama siempre surge cuando se comenta la literatura cubana, y su vicisitud durante el ímpetu revolucionario y la relación con sus lideres, que sin duda auspiciaron, si no manipularon, la cultura en la isla. Seguramente no habría intersticio en La habana donde no se infiltrara su perverso dirigismo. Lezama probablemente permaneció impertérrito mientras la maquinaria política tejía su telas de araña en las que atrapar al díscolo literato y al ingenuo contrarrevolucionario. Se lo imagina uno apoltronado en la silla de su despacho, rodeado de una copiosa biblioteca, frente a legajos y dosieres apilados en su mesa, sudando la gota gorda de la cálida y húmeda climatología, fumando y refumando, urdiendo con una pluma una minuciosa y aplicada caligrafía, creyendo hasta el último momento que con el agitado hormiguero conceptuoso que deshilvanaba con su abigarrado estilo servía con fervor patrio los soñados ideales de la cruzada revolucionaria. Así lo comprobamos en una instantánea fotográfica. Es lo que queda para los anales literarios.
Por fin, y teniendo en cuenta una recomendación de lectura indicada por cierto ilustre intelectual, me decidí a hincarle el diente a su obra más celebrada, Paradiso, tengo entendido que publicada, pese a sus detractores, por indicación del mismo Fidel. Como había decidido alcanzar aquel nido de ametralladoras, cayese quien cayese, aunque a ritmo trompicado pero con rigurosa disciplina, alcancé su última página. La novela me pareció un recherche proustiano de pantagruélico intríngulis. Siento no haber compartido con su protagonista las manglanescas bifurcaciones de su desventura, pero es que abordaba sus páginas como quien apura la purga de una prescripción facultativa, dosis tras dosis.
Hoy ha salido a subasta una 1ª edición de Paradiso; he pujado 50 euros, pero no sé si rascaré más a fondo mis caudales en el rifi-rafe final. Es una tentación bibliófila. Pocos habrá en España que la posean, pero con los tiempos que corren me asaltan dudas de que quede algún fulano que suelte más de doscientos machacantes por un libraco en rústica. Aunque siempre mediará algún Shylock.
Onomástica de 18 de agosto: hay quienes se empeñan
en seguir fusilando a Federico García Lorca.
¿Quién puede arrancar a la luna su recuerdo de plata
y el estribillo lejano que repite el Genil?
De luto aún viste el Museo, todavía hay muertos que no lo dejan morir.
Por las calles de Granada camina un recuerdo amargo
de cuando la guadaña del cielo
con su filo finito la tierra segó.
Un eco se repite sin tener en cuenta el rubor.
Las flores cada día colman sus manos de bronce,
como si la vida de esos pétalos devolviera su voz;
el aire de la poesía aún huele a jazmín y a crimen,
pareciera que de sus dedos escapara la paloma elemental.
La guitarra llora en lo jondo sus heridas malvas
mientras abanicos de luto velan una voz gitana
que canta con verso sonámbulo y espectral.
En el costado de España hay una herida que sangra ¿ Por qué?:
Conviene dejarla sangrar
Las baldosas húmedas,
El silencio terso como cristal.
Me senté porque no podía pasar sin más.
Aquella quietud tenía cosas contar,
Como si supiera algún secreto
De la mañana y del latir del tiempo.
Las piedras longevas de sus palacios
Parecían ser sabias, conocedoras
Del paso de los hombres y las edades.
Su recuerdo seguramente guardaba
También algo de mi pasado,
Cuando en un lejano olvido me senté,
Penetrado también de silencios y de soledades.