Acuarela Andaluza

Sombra sobre la blanca simetría de las casas;
al fondo de la angostura de la calle, la Giralda.
Tedio donde el sol divide el aire
con su trazo pulcro de membrillo.
Bajo una reja orina un can.
Por la calle a solas nadie pasa;
en los balcones, polícromas macetas
y algún ropón tendido. Un pajarillo.
En un salón lejano, una guitarra
ataca un tiento de seguiriyas gitanas.
Sevilla sestea su estío,
y percíbese en su aire cenceño
un presagio feraz y enternecido.
Rumores de un gotear de aguas
que rezuma una cornisa,
alborotando el remanso vespertino.
Aquella angosta travesía
apenas la penetra la brisa del río;
a sus noches candentes,
que ni el leve céfiro abanica,
siquiera  las alivia el temprano rocío.
Por la acera sombreada
acostumbra a aquella hora
transitar una muchacha.
Una sonrisa curva el azahar de  su boca;
su lozanía encubre la sencillez de la ropa.
De su brazo en jarras,
cuelga una canasta.
La atiborran manojos de flores cortadas:
jacintos, gardenias, pensamientos y rosas.
Canjea la muchacha una flor por unas perras.
No le duele desprenderse de jacintos,
pensamientos o gardenias...Pero ¡ah! la rosas...
Las rosas son como el amanecer en la vega,
más valiosas que todas las alhajas,
tesoro para el hombre que las espera,
tentación para la codicia del extraño,
pasión de un corazón valeroso de  gitano.

La construcción del personaje

Si Stanivlavsky ya estableció las leyes de su desarrollo para la ficción teatral, otros, en el mundillo colateral de la letras, consideraron dicha labor esencial para su promoción literaria. No es que aprovecharan tal técnica para configurar el retrato de sus personajes novelescos, pues seguramente los planteamientos del teórico ruso fueran del todo desconocidos en las distintas épocas, pero sí utilizaron patrones bastante análogos para esbozar ese personaje característico que cada escritor lleva dentro.
El escritor ha de crearse, para considerarse de alguna manera válido para sus lectores, una personalidad cuando menos convincente. Resultará más atractiva si ésta se presenta  envuelta en un aura de originalidad y portadora de una verdad genuina, de la que su público pueda extraer alguna sustantiva enseñanza. El escritor debe ser dueño de un conocimiento cabal y extraordinario que sirva de guía a esos seguidores desorientados
que se acercan a él para hacer promisión de sus fuentes. Lo que el lector busca en el escritor es la mente lúcida, el gurú que pueda encaminarlos hacia estadios superiores vedados al común de los mortales. De ahí la necesidad del escritor de revestirse con esa coraza  de la personalidad consolidada, que no es más que un egotismo exagerado, pues no hay otra profesión donde el ego ocupe una parte más que sustancial de la labor. Cuanto más matices ofrezca una personalidad tanto más posibilidades tendrá de utilizarlos como vistosos señuelos de su virtud escondida, ese secreto que todo lector busca tras la apariencia de cada texto. Por eso, existente o no, esta verdad solapada empeñará al escritor en guarnecerse con ese aditamento histriónico. Pues ya lo dijo quien lo dijo: el mensaje es el medio.
La historia literaria es testigo de estos febriles intentos del escritor por forjarse este rol extraordinario que justifique su obra, y que en muchos de ellos constituye la mitad de su mérito. Personalidades como, por ejemplo, las de Wilde, Bernard Show, Hemingway,  prevalecieron aun a su legado literario. En España, contamos con ese caso singular que fue don Ramón Mª del Valle-Inclán, donde el personaje y la obra se hallan tan consustancialmente imbricados, que cuesta dilucidar los lindes entre el uno y la otra. Experiencia que trataron de emular con no menor mérito un Camilo J. Cela o un Francisco Umbral. En cualquier caso, las consecuencias de ese personaje ilusorio no resta nada a la creación, sino que de alguna manera la dinamiza.

Domingo, lecturas y pequeños objetos

Domingo, lecturas y pequeños objetos
Las edades de Grien, postales de Sevilla, la sexta de Beethoven: entre tales estímulos discurre la tarde. Tarde de domingo sosegada, tediosa como deben de ser dichas tardes. He escuchado a Neruda recitar una vez más las "Alturas de Macchu Pichu", a un divulgador exponer un resumen de "El nacimiento de la tragedia", de Nietzsche. He leido un capítulo de la Atenas de Pericles, de Bowra, una reseña sobre Hegel en una breve historia de la filosofía. Me falta tiempo para leer, para releer, para empaparme de todo ese conocimiento que infunde en el hombre una dimensión extraña, tal vez esa clarividencia que le proporciona temporalmente una razón de ser. Tengo en mi biblioteca una lista inagotable de títulos por leer. Para quien una vez ha saboreado los deleites del espíritu, la lectura se impone como una necesidad. El libro se ha convertido en un amigo, y un amigo siempre es de agradecer en un tiempo en que ya no le quedan al hombre amigos.

El sombrero sobre la silla me convence de que los pasados viajes no han sido baldíos; puede extraerse de ellos una experiencia positiva que equilibre la balanza del existir. Frente a los tragos amargos y  los momentos malgastados, siempre queda un remanente que nos concilie con la vida, que nos recuerde que un poso consistente de vivencia llenó las alacenas del tiempo, sirviéndonos de referencia a su pasar, aunque de
éste, de su fatídica esencia no podamos finalmente escapar. El sombrero siempre corona a ese hombre frívolo, aquel que temporalmente escapa de sus obligaciones  y se transforma en ese vago ser literario que se reconoce el espejo evocador de un romántico del siglo XIX, quien abordo del cómodo coche de postas recorre los  paisajes más inverosímiles.
Sobre los estantes de la biblioteca se distribuyen los más heterogéneos souvenirs, riñendo el  espacio con los libros y testigos elocuentes de esos periplos: viejas fotografías, postales, pequeñas efigies de los grandes poetas, globos terrestres, juguetes. En un rincón,  una postal de Gustavo Adolfo Bécquer, que reproduce el retrato que le hizo su hermano Valeriano. Creí que concluida mi novela anecdótica sobre el poeta, su recuerdo se alejaría de la inmediata cotidianidad, pero allá donde voy(Madrid, Toledo, Sevilla) siempre me tropiezo con esa memoria envolvente del poeta.

El artista Luis Francisco Esplá

El artista Luis Francisco Esplá
Es Luis Francisco Esplá una personalidad singular. Hombre del toro, puede decirse que ha cultivado muchas de las facetas relacionadas con la fiesta. Como matador de toros justo es constatar que alcanzó la cumbre, pues fue de los pocos diestros reconocidos en las ventas de Madrid. En dicha plaza, protagonizó unas cuantas faenas memorables.
Esplá recobró aquello que podría denominarse como cultura del toro. Fue un teórico de sus suertes, sobre las cuales recuperó algunas modalidades ya olvidadas. Fue el torero-banderillero por excelencia de su época, para cuya suerte desempolvó no pocos lances olvidados. Supo, en fin, dar al toreo una dignidad hunanística acaso perdida. Como nuevo Sánchez Mejías, remozó su arte con un talante intelectual. Quizá Esplá no fuera en su tiempo la figura mas venerada, como hoy pueda serlo un José Tomás, o fueran Joselito y Belmonte o Manolete en otras épocas. Pero su aportación al toreo moderno no debe ser en absoluto desdeñada.

Hoy se nos descubre una nueva faceta del diestro, cuya versatilidad no deja de despertar admiración. Su condición como artista plástico. Sabemos por la prensa alicantina de su retorno a los ruedos para torear un corrida goyesca en Arles(Francia), ciudad memorable, acaso no por su pasado taurino, pero si por su contribución a la historia del arte plástico.  Para tal evento, Esplá ha diseñado los carteles oficiales, además de sendos murales que lucirán en la plaza. A través de dichas pinturas queda claro el genio de Esplá, quien recurre sabiamente en sus motivos a la fuente inspiradora de estas particulares corridas: a Francisco de Goya. Su guiño a la obra goyesca, simbolizada en su maja, ilustra admirablemente la intuición del artista, así como su frescura y acierto plástico. Posee, sin duda, Esplá un temperamento artístico en todos los sentidos.

Memorias musicales

Memorias musicales
Una de las ocupaciones más estimulantes que he ejercitado en esta vida fue la de estudiar piano. El asunto al final se malogró. Yo era un manazas y tenía poco oído, pero no me faltaba aplicación. En los casi tres años que duró mi corta carrera, de mis propias manos conoció el teclado el tope de partituras recomendadas para neófitos. Toqué de Burgmuller a Clementi, de Shumann a Le Carpentier. En la preparación del examen de ingreso al conservatorio noté como se me resistían las sonatinas de Mozart; se me volvía ímprobo ejecutar la partitura con limpieza. En cualquier caso, el examen consistió en resolver un pieza improvisada, con la que demarré escandalosamente. El resultado es que no fui admitido, desmoronándose todo los sueños de acceder al parnaso musical. Los nombres de Wagner, Beethoven y Bach pueden brillar holgados en su zoodiaco particular sin recelo a las intromisiones de Juliá.
Estudiar piano es una gozada, una experiencia inolvidable para cualquiera con un mínimo de sensibilidad. Nada más reconfortante que dejar invadirse por la música, ir descubriendo su misterio, su deslumbrador paisaje presidido por cordilleras colosales, feraces valles hendidos por briosas corrientes, placenteros prados donde demora el ganado, rumorosas corrientes, bosquecillos, alegres regatos,  sinuosos caminos por donde discurre la vida aldeana. Es la música un universo  de posibilidades casi inabarcables.
Recuerdo con placer de esos días no el suplicio de mis áridas interpretaciones sino el recreo que me procuraba escuchar a otros alumnos ejecutar esa piezas que ya forman parte de nuestro particular catálogo. En especial recuerdo a una jovencita que durante varias tardes me deleitó con el 2º movimiento de la Patética de Beethoven. He oído la pieza interpretada por pianistas consagrados, pero nunca las he valorado como la
que disfruté aquel día. He aquí el carácter vivo de cada interpretación.

SEVILLA

Sevilla tiene olor a carne tibia de mujer,
el aroma de las flores descarnadas,
la pureza de un aire que tiñen las mieles tiernas del sol;
su misterio penetra como el dulce arpegio
de una guitarra en carne viva
que celebra la fragancia del azahar sobre los huertos,
el susurro del zéjel en las fuentes,
la ilusión de la poesía en la trágica corrida.
Sevilla es color, es dicha...
                                        es latido


Retrato de un artista

Mario Augusto Aparicio Alemañ demostraba cierta parsimonia al andar, con los brazos colgando paralelos a sus costados o descansando sobre los riñones las manos entrelazadas. Andaba Mario Augusto como meditando,  o acaso es que meditaba cada paso. Mario Augusto destacaba por su figura personal e intransferible. Elevaba un talle desgarbado que remataba una cabeza atener en consideración. La envolvía una masa espesa de cabello, que trasgedía un flequillo rebelde.  Mario Augusto no pertenecía al rebaño uniforme de los ocupados ni al heterodoxo de los ocupas. Mario Augusto presentaba ese sello especial que caracteriza a muchos de su profesión: era pintor.
Coronba su testa la masa espesa del cabello, casi siempre alborotado, con un flequillo anárquico que pendulaba sobre sus ojos. A Mario Augusto las gafas no le daban una aire más convencional, pues las llevaba de pasta y algo exageradas. En cualquier caso, su miopía no le impedía mantener un ojo certero en cuanto se refería a la precisión milimétrica del dibujo o el matiz incipiente de un color. Mario Augusto exhibía una protuberancia nasal que no dejaba indiferente, amén de una barba luenga algo rala bajo los pómulos, que imponían un aire troglodita curtido en las cavernas solitarias de la creación. Porque, Mario Augusto, como tantos de su profesión, era un inadaptado. O acaso es que el culto a las musas no compagina mucho con la veneración plutocrática de nuestra sociedad. Porque para un artista no es la economía la que mueve el mundo, si no ese misterio poético de la realidad que reconocemos como belleza.
Mario Augusto era singular en todos sus gustos, pues más allá de la esgrima de los pinceles, su ocio consistía en frecuentar librerías de viejo- y es aquí donde yo le conocí- en pro de volúmenes cuanto más originales mejor. Así que el cráneo de Mario Augusto cobijaba un legado sapiencial nada frecuente. Tanto memorizaba textos de los líricos griegos como planteaba ecuaciones de los físicos cuánticos.
En cuanto a su arte, Mario Augusto reservaba a su vez una clarividencia personalísima. No era ningún patán de brocha afectada que tratara de complacer exigencias banales. Mario Augusto había cursado estudios de bellas artes en A. y los había perfeccionado en París, y era un conocedor exhaustivo de los derroteros de la pintura europea en el siglo XX. Su carrera había evolucionado según su gusto iba superando ciertos cánones. Su estilo actual tal vez se encontrase en esa búsqueda indefinida que podría catalogarse como expresionismo abstracto. Convenimos pues, en que su arte carece de las virtudes de lo comercial y que su liquidez no llega a ser muy fluida. Desprenderse de algún lienzo, reviste un matiz heroico. Hay pocos compradores y muchos críticos.
Para muestra un botón. Aquella tarde de sábado Mario Augusto se permitió un garbeo por las tabernas del casco viejo. Después de unos vinos, reconoció una vieja cara en el mostrador, que amigable lo invitó a una ronda. Holgándose, recorrieron vagos y viejos recuerdos. Por fin, hablaron de arte; el contertulio, obnubilado por el alcohol, se comprometió a adquirir un lienzo si se le ofrecía a un precio razonable. Mario Augusto convino en ello. Se despidieron dejando todo concertado. A la mañana siguiente, sonó el teléfono.
El marchoso comprador se disculpaba. Lo sentía, pero todo había sido un desliz provocado por los efluvios de Baco. Mario Augusto había contado con ese dinero. Desazonado, volvió a rondar las calles, cabizbajo, singular, intransferible; las manos pendulantes, con nada en los pinceles que pintar y liviano como un galgo antes de la carrera.

VEINTE CANCIONES DESESPERADAS Y UN POEMA DE AMOR

VEINTE CANCIONES DESESPERADAS Y UN POEMA DE AMOR
La noche deja sentir su pulso hondo y ciego, como la profundidad de ese pozo en el que buscamos las aguas de la calma en la desesperación. Las sombras esparcen sus jirones de inquietud y desolaciones; allí donde sabemos que no llegaremos a encontrar esa evidencia que necesitamos. La noche es como la trampa para el lobo tendida en el monte. Un hoyo de paredes insalvables o ese cepo feroz de dientes voraces que hará crujir sus extremidades de la presa como frágiles ramas. Caer a su merced, y perder las magnitudes del día, es como sumergirse en un infierno de dimensión helada, opaco y sin esperanza. Caminar de noche, es como un andar sin brújula, sin dirección precisa, talando con nuestro alfanje la enramada del misterio, creando un sendero zigzagueante de extravíos. Es la ceguera propia de la ofuscación de la noche. Los ojos taladran la pez negra aturdidos por la vibración de una luz lejana, perdida en la esterilidad sin fondo del vacío. La voz se dilata en un eco sin retorno, en un sonido que se pierde en las alturas inabordables de una escabrosa cordillera. A sus cumbres acaso solo tienen acceso las rapaces, en vuelos temerarios que buscan acercarse al sol con su envergadura poderosa. Bajo sus alas, se precipitan los abismos, cuyo fondo último se cree el lecho pedregoso de un riachuelo donde la víbora arrastra su rugosa piel y la sequía implacable asola la tierra, cicatrizada por grietas que nunca conocieron la dulzura de la llovizna o el alivio del manantial.

Caer de bruces en la desmesura de ese desierto sin latitud, mascar el vacío a dentelladas de depauperación, buscar algo sólido para nuestra realidad hambrienta, dispuesta a devorar el propio silencio de la piedra. ¿Acaso vagar en la noche por desiertos, por mares de aguas ignotas sumidas en la tiniebla, con la frialdad lunar clareando el vaivén sombrío de la mortaja marina? Noche, mar y desiertos, la jungla infranqueable de enmarañados mangles, donde en el nauseabundo légamo pulula la iguana y el vampiro acecha la tiniebla con su sed viciosa de sangre.

Penetrarás la caverna abandonada donde yacen los huesos olvidados de prehistóricas generaciones, que dejaron en las aristas de las rocas su testimonio balbuciente como de mundo recién parido. En su oscuridad, ¿tal vez el brillo del fuego? No sino la noche, prolongación de un caos innombrado. Perplejos,  no conocieron las estrellas, porque su estómago lo era todo: eran sus dioses el antílope y el bisonte; su geografía, las propias huellas de sus manos calcadas sobre la roca. Adorarían el vuelo de las aves, la fiereza indómita de las alimañas, la vastedad ignota del mundo.
Dejadme un mundo por explorar, no me condenéis a una realidad agotada, a la esterilidad de una peripecia ya contada, en donde las palabras son carcasas vacías, y la vida se recubre con mortaja de cadáver. Dejad a la aurora anunciar sus rayos, permitid que el sol cuaje sus oros en el crisol de la mañana. Que el disco de la vida derrame su resplandor sobre la superficie plateada de ese mar de sueños, que ha dejado atrás la noche, la negra mortaja que una vez cubrió la esperanza. Dejadme sentir ese amor de cada día, cuando el sol absoluto derrama la fecundidad de su corazón sobre las mezquindades del mundo. Dejad que el amor de Dios cale hasta lo íntimo, hasta el último de sus lodos con transformadora esperanza.

PRIMAVERA

PRIMAVERA
Como un grito de socorro
en lo inabarcable. Las manos
que quieren atrapar de plano
la vaguedad fugitiva del éter,
el sonoro goteo del tiempo
sobre las hojas marcesibles de la vida,
las lágrimas prístinas
del rocío sobre la rosa exacta,
la melancolía de los hechos inconcretos.
La palabra rota sobre el labio exangüe,
tratando de sobreponerse
a su vaguedad de aire,
a la fatalidad de signo
que encierra el vacío de un concepto.
¿Devolverá el aliento,
tras la estación helada,
lluvias y céfiros,
el milagro de la primavera?

TABLAO

(Guitarra)

En un tablao de Santa Cruz,
con la calentura de la tarde,
rendidas las almas al trance
resuena una guitarra de luz,
ojo de terciopelo y de carne.
Dedos que crispan su rama;
otros ágiles y rapaces,
que preludian la zambra
sobre un abanico de estambres
luminosos de mañanas.

(Cante)

El raso velo de tedios
cubre el ajimez de la tarde
cuando acuchilla el verso
una síncopa de sangre,
aire de rosa y de espejo
donde el corazón se retrata
como una luna a lo lejos
irradia su desnuda plata.
Palo de dicha o tormentos
que mueve los goznes del alma
como un arado a los campos
la matriz les desentraña.

(Baile)


Vendaval de volantes,
forma de mujer gallarda:
en un reguero de espumas,
dos torrecillas morenas
sobre una tierra de ascuas.
Un cielo de molinetes
riza sus arabescos
por los requiebros del cante.
En Sevilla cae la tarde
y el espacio lo taladran
dos miradas de azabache.
Flamencos desplantes, lamentos
que el aire desgarran,
una flor lozana en el pelo
y sobre el infierno de tablas
el redoble salaz de un taconeo.