Retrato de un artista

Mario Augusto Aparicio Alemañ demostraba cierta parsimonia al andar, con los brazos colgando paralelos a sus costados o descansando sobre los riñones las manos entrelazadas. Andaba Mario Augusto como meditando,  o acaso es que meditaba cada paso. Mario Augusto destacaba por su figura personal e intransferible. Elevaba un talle desgarbado que remataba una cabeza atener en consideración. La envolvía una masa espesa de cabello, que trasgedía un flequillo rebelde.  Mario Augusto no pertenecía al rebaño uniforme de los ocupados ni al heterodoxo de los ocupas. Mario Augusto presentaba ese sello especial que caracteriza a muchos de su profesión: era pintor.
Coronba su testa la masa espesa del cabello, casi siempre alborotado, con un flequillo anárquico que pendulaba sobre sus ojos. A Mario Augusto las gafas no le daban una aire más convencional, pues las llevaba de pasta y algo exageradas. En cualquier caso, su miopía no le impedía mantener un ojo certero en cuanto se refería a la precisión milimétrica del dibujo o el matiz incipiente de un color. Mario Augusto exhibía una protuberancia nasal que no dejaba indiferente, amén de una barba luenga algo rala bajo los pómulos, que imponían un aire troglodita curtido en las cavernas solitarias de la creación. Porque, Mario Augusto, como tantos de su profesión, era un inadaptado. O acaso es que el culto a las musas no compagina mucho con la veneración plutocrática de nuestra sociedad. Porque para un artista no es la economía la que mueve el mundo, si no ese misterio poético de la realidad que reconocemos como belleza.
Mario Augusto era singular en todos sus gustos, pues más allá de la esgrima de los pinceles, su ocio consistía en frecuentar librerías de viejo- y es aquí donde yo le conocí- en pro de volúmenes cuanto más originales mejor. Así que el cráneo de Mario Augusto cobijaba un legado sapiencial nada frecuente. Tanto memorizaba textos de los líricos griegos como planteaba ecuaciones de los físicos cuánticos.
En cuanto a su arte, Mario Augusto reservaba a su vez una clarividencia personalísima. No era ningún patán de brocha afectada que tratara de complacer exigencias banales. Mario Augusto había cursado estudios de bellas artes en A. y los había perfeccionado en París, y era un conocedor exhaustivo de los derroteros de la pintura europea en el siglo XX. Su carrera había evolucionado según su gusto iba superando ciertos cánones. Su estilo actual tal vez se encontrase en esa búsqueda indefinida que podría catalogarse como expresionismo abstracto. Convenimos pues, en que su arte carece de las virtudes de lo comercial y que su liquidez no llega a ser muy fluida. Desprenderse de algún lienzo, reviste un matiz heroico. Hay pocos compradores y muchos críticos.
Para muestra un botón. Aquella tarde de sábado Mario Augusto se permitió un garbeo por las tabernas del casco viejo. Después de unos vinos, reconoció una vieja cara en el mostrador, que amigable lo invitó a una ronda. Holgándose, recorrieron vagos y viejos recuerdos. Por fin, hablaron de arte; el contertulio, obnubilado por el alcohol, se comprometió a adquirir un lienzo si se le ofrecía a un precio razonable. Mario Augusto convino en ello. Se despidieron dejando todo concertado. A la mañana siguiente, sonó el teléfono.
El marchoso comprador se disculpaba. Lo sentía, pero todo había sido un desliz provocado por los efluvios de Baco. Mario Augusto había contado con ese dinero. Desazonado, volvió a rondar las calles, cabizbajo, singular, intransferible; las manos pendulantes, con nada en los pinceles que pintar y liviano como un galgo antes de la carrera.

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Francisco Juliá

Soy Francisco Juliá, y el deseo de este blog es llegar al mayor número de lectores, compartir una hermandad a la que nos invita lo íntimo de la conciencia.

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