El péndulo

El péndulo
Oigo el sonido del silencio,
siento el margen de la soledad.
Miro hacia el fondo de mí mismo
y advierto el vértigo que no puedo abarcar.
Quisiera conocer el secreto del ser del hombre,
dar respuesta a sus grandes preguntas,
saber su esencia, de dónde viene y adónde va.
Siguiendo en el péndulo del reloj su compás
pulso el instante único, entre el fuimos y el será.
Se impone el tiempo de abrazar,
donde tiempo y espacio
ya no se puedan delinear.
Asume el tiempo
nuestra extensión interior.
Res cogitas y extensa res,
en tal Descartes nos resumió.
Conciencia en el espaciotiempo.
¿Será ésta nuestra sola realidad,
nuestro margen, inanidad, anhelo
que no es sino huida de la soledad?

Nietzsche y su hermana

Nietzsche y su hermana
Escucho una conferencia del profesor Sánchez Meca sobre Nietzsche. En ella nos previene de que el pensamiento del filósofo tal como se ofreció a la lectura en décadas precedentes, venía alevosamente tergiversado por cuenta de su hermana Elisabeth, que fue legataria de su archivo y sus escritos, mediante maniobras no del todo escrupulosas. Se ha conocido que el libro sobre La voluntad de poder era un aborto refrito, tras manipulación e insertos a los escritos originales. Ante esta evidencia, entresacamos que nuestra perspectiva sobre el pensamiento del filósofo resulta cuando menos equívoca. Las reflexiones que está obra incluye contribuyeron a crear su doctrina, que con mirada virgen asimilamos durante la esponjosa juventud. Qué crimen de lesa humanidad no cometería la augusta señora, encenagando literalmente el pensamiento de uno de los filósofos mas influyentes del siglo XX y lo que llevamos del XXI. Prácticamente distorsionó el sentido de una obra, trasmitiéndonos un legado espurio. Se dice que el Ecce hommo sobrevivió a la adulteración, pues en él se dejan entrever algunas lindezas referentes a la susodicha Elisabeth. Sabemos de ella que fue una fiel servidora del nazismo; no sabemos si, como a los Wagner, también la recibió el führer en su círculo de íntimos. De cualquier forma, la obra de Nietzsche ya poseía la suficiente dinamita como para demoler los cimientos burgueses decimonónicos:  suyas son las críticas al cristianismo, al racionalismo, al idealismo alemán. Nietzsche apelaba a su aristocracia polaca, estatus bien reñido con la cazurriedad cervecera alemana y  el nostálgico nacionalismo de Los maestros cantores wagnerianos. Pero, ¿por qué toda esta iniquidad? ¿Se tasará a Nietzsche por una cuestión de marcos? ¡Ah, la osadía femenina!  Nada más patético que el video que circula por ahí, mostrándonos al Nietzsche de la derrota ante la vida, ausente, vegetativo, una sombra definitiva que oscureció los pasos del viajero. Vana tentativa de sacralizar a un ídolo con pies de barro.
No sabemos si el filósofo hubiera objetado al nazismo; seguramente sí; hubiera huido como lo hizo de Bayreuth durante la representación del Anillo. Lo lamentable de todo esto, es que hoy no sabemos a ciencia cierta dónde está Nietzsche o  si se agazapan en el perfil de cada frase sus manipuladores.
¿Ocurrirá con Nietszche lo que acontece con Sócrates, pero en el mal sentido, que lo conoceremos a través de sus panegiristas? Pero comparada con Platón Elisabeth Föster Nietszche no deja de ser una usurpadora como lo fue el Avellaneda del Quijote, degradando hasta el panzismo la elevada aristocracia del autor de Así habló Zaratustra.

Sinfonías

Como cada hijo de vecino uno tiene sus sinfonías predilectas de los distintos compositores, o al menos las que considera más relevantes de cada uno. Es lugar común clasificar a la novena de Beethoven como la madre de las sinfonías. En tal juicio se empeñó Wagner, quien por otra parte sostenía que él no frecuentaba el género porque Beethoven ya había escrito las nueve. De éstas es la novena la gran sinfonía beethoveniana, siguiendo a su estela la 3ª, 5ª y 7ª. Sobre este particular apuntaba Fürtwangler que eran las impares las preferidas del público. Como ejemplo, en Madrid asistí a un concierto de la orquesta de la RTVE en cuyo programa se incluían la 4ª beethoveniana y la 3ª de Mendelssohn. No cabe dudar que siendo la escocesa la primordial de éste, a su lado la cuarta del genio de Bohn resultase deslucida. En la escocesa el sinfonismo mendelssohniano alcanzó sus cumbres, al menos los melancólicos paisajes de las Highlands y la etereidad de los amaneceres en las escarpadas costas atlánticas. Wagner consideraba a Mendelssohn como un gran paisajista, pero no encontraba en su música el pálpito de la voz del Hombre. Seguramente, el yo del segundo no era tan aparatoso como el del autor del Anillo...
Puestos a elegir, de ese otra gran judío: Brahms, me quedo con su 1ª sinfonía. Hay quien la calificó como la décima de Beethoven. A pesar de ello, la prefiero a la 3ª, pese a la inflamada melodía de su tercer movimiento. De Berlioz no hay donde elegir además de la Fantástica. No sabría especificar cuál de Schumann. De Bruckner la 9ª al igual que Beethoven, pero al igual que en éste no son mancas ni su 3ª, ni su 4ª, romántica, ni su 7ª. Tras Bruckner se tropieza uno con Malher, de quien se hace compleja la elección, pues me quedaría con el adagietto de la 5ª, el movimiento coral de la 2ª, Resurrección, otro tanto de la 3ª, 4ª, 6ª, sin olvidar no poco de la Titán, la 1ª. Me rindo ante la 6ª de Tchaikovski.
He oído poco a Sibelius. De Richard Strauss llamó mi atención  sobre todo la Alpina, con sus trompas montaraces que presagian las cumbres y esos agitatos que nos abren los abismos, sin olvidar las dulzuras del valle en las maderas y los arpegios por los que se precipitan los torrentes. Me quedan muchos autores en el tintero, pero si me preguntáis de todas las mencionadas cuál elegiría, me acogería a la diplomacia y me atendría a no renunciar a ninguna. Pues en todas ellas, juntas, reside la riqueza. Me olvidaba de Mozart y Haydn. La Júpiter del saltzburgués, pero de Haydn cuál elegir de sus ciento y pico. Pasemos a otra cosa.

Los maestros

Los maestros
Considero que lo poco que sé lo debo al esfuerzo como autodidacto. Mis años escolares no fueron lo que se dice brillantes. La disciplina escolar sólo la soporté hasta los dieciséis años. De aquellos últimos meses educativos fueron mejores testigos el mar y los campos alicantinos. Como no solía hacer los deberes, afrontar la jornada en las aulas se me hacía muy cuesta arriba. ¿Qué se podía pedir de un adolescente que leía libros y escapaba hasta las dársenas del puerto para contemplar el bullicio marinero, atento a cuanto sucedía entre el bosque de mástiles que acogían la vida de unos cuantos aventureros? Por entonces leía a Lartèguy, como todo ser débil que pretende fortalecerse con el contacto con lo vigoroso. No tenía redención, mi vida estaba condenada a rodar hasta el precipicio. Y tuve que tocar fondo para poder emerger. No en vano de esos años conservo algunos recuerdos afectuosos de ciertos profesores. En particular, un par de ellos que impartían la clase de literatura. Tal materia era la única que escuchaba con agrado y fue la única vez que, en un ejercicio sobre Cervantes, alcancé la nota más alta de la clase. Se encargaba de la asignatura don José Martínez Rizo,
licenciado en letras, que tenía el humor socarrón de los nacidos bajo la familiaridad de un pueblo pequeño. Era oriundo de Agost (Alicante), tierra de cerámica, labor en la cual don José ocupó su niñez y adolescencia. Pero reconociendo familiares y maestros que era un chaval despierto, lo enviaron a la capital a hacerse una carrera. Y por supuesto lo logró. Se decía que había aprendido a leer a los veinte, lo cual no fue óbice para que en pocos años obtuviera su licenciatura en letras.
Yo oía con interés sus largas peroratas sobre Azorín, escritor con el que parecía compartir ciertas afinidades, y sobre los clásicos del siglo de oro, de los cuales nos confiaba anécdotas jugosas que no tardaban en provocar la carcajada. De el Quijote decía que modificaba su sentido según la edad en que se abordara su lectura. En el joven, decía, despierta la risa, seriedad en el maduro, y en el anciano da pie al brote de las lágrimas.
Tenía don José el latiguillo de contraer la expresión " de manera que", la cual repetía copiosamente. Vocablo con el que la malicia del alumnado lo identificaba y con el que no tardó en motejarlo. De manera que se le conocía por el "Meque". De él conservo la enseñanza de valorar un folio bien escrito y el espaldarazo a una afición literaria que ha perdurado hasta hoy.
Tuve también como profesora de letras a doña Elisa Santamaría, mujer bastante ilustrada , con la que farfullé los primeros balbuceos en Latín. Creo que falleció prematuramente. Pero recuerdo alguna clase maravillosa en la que nos leía largos textos, abriendo nuestros espíritus a los encantos del relato.
Reconozco que ellos sembraron esa base, sin la que la reseña que escribo ahora hubiera podido ser.

Del Viaje sentimental a Egipto

Leo el Viaje sentimental a Egipto, de Terenci Moix o del Nilo. Espléndida crónica de viajes a un país de oriente, donde se desmenuza el pormenor de esa cultura milenaria. Libro escrito desde la pasión, deteniéndose concienzudamente en los detalles que para cualquier turista al uso pasarían desapercibidos. Buen conocedor de la historia del más longevo imperio, Terenci discierne entre ese contraste del peso de los siglos y del sucederse de las culturas. Su mirada se posa tanto en la historicidad como en lo cotidiano, deslindando entre el mestizaje de las culturas y lo exclusivo entre la modernidad y lo antiguo.  Sabe descubrir la belleza donde inesperadamente nos hiere la retina y trasciende nuestras emociones. Su guía exigente nos descubre desde el caos cairota hasta aquel santuario perdido del desierto. Nos ciega con su luz, aplastante en los eriales del escorpión y la cobra. Nos recuerda la feracidad del valle nilota, salpicado de palmeras, sicómoros, acacias, cañaverales; fragante de lotos, jazmines y acacias y frutales arbolados. Nos habla de sus templos, hipogeos, cenotafios y sepulcros. Escruta en su panteón. Analiza cada uno de sus mitos. Se maravilla con el visitante en Giza, ante las imponentes pirámides del imperio antiguo. Allí, sueña junto a la Esfinge, como un rezagado de la expedición napoleónica, de la que solo la arbitrariedad de los dados del tiempo le han vedado el protagonismo. Junto a  él hemos percibido el hedor de momia carbonizada del museo del Cairo,  el romper de las olas del Mediterráneo en las arenas de las playas de Alejandría,  la ptolomeica y cristiana, la de Durrell y Cavafis.
No conozco Egipto. No sé si algún día contemplaré los 41 siglos de las pirámides; si un día pasearé entre el bosque ciclópeo del columnado del templo de Karnak; si en el Valle de los Reyes, bajo el látigo del sol y la aridez del desierto, bajaré a la umbría de las tumbas recordando la primera vez que las exploraron Belzoni, Petrie, Mariette, Máspero, Carter y lord Carnavon. Lo que sé de cierto, es que el libro de Terenci ha avivado esa llama que alienta nuestro espíritu a participar de la aventura del paso del hombre sobre la tierra. Tal ejercicio nos reconcilia con lo humano, y nos hace recordar que a pesar de nuestra naturaleza terrible todos los hombres seguimos siendo hermanos.

El legado de la India

Un aspecto de la divinidad: está en Schelling: identifica el tiempo con las tres personas de la
Trinidad: el pasado es el Padre, el presente el Hijo, el futuro el Espíritu Santo. Schelling lo decía a propósito de la música, esa voz de la voluntad. Para ésta el tiempo es su médula, su metáfisica, siendo el sonido su física. No sé si es lícito identificar a Dios con Cronos; de éste se desembarazó Zeus cortándole los huevos; luego no recuerdo quién nació de su semen. ¿Acaso los Titanes?
En este día, que he finalizado empapándome de Wagner a través de unas intervenciones audiovisuales de José Luis Téllez, he tenido algunas gratificaciones; una de ellas encontrar por 0´50 euros un libro de la universidad de Oxford acerca del Legado de la India. En internet se vende por 20 euros. Hasta este punto la cultura está desestimada en nuestra sociedad. El volumen se encontraba camuflado entre la baraja revuelta de mucha basura impresa. Sólo necesité escarbar para extraer el as de oros. Hace días, en el mismo lugar, por un precio idéntico, rescaté los diarios del conde Ciano. Ambos libros de un interés estimable, pero así están las cosas.
Esto nos hace recapacitar que en el mundo de hoy los valores más esenciales de la vida se hallan postergados, entre la  indigencia  y el olvido. Al pasar a su lado los miramos con indiferencia. Acaso al verlos tan menesterosos provoquen nuestra risa. El mundo avanza con la ciega carrera del desesperado. Sin guía y sin norte, a salto de mata. Es la rebelión de las masas. Resulta curioso que a primera hora de la mañana hablaba con un amigo del olvido en que en esta sociedad se tiene a la muerte. Vivimos como creyéndonos eternos, como si la muerte fuera un pormenor a no tener en cuenta. Solo visitamos nuestros cementerios por compromiso, sin saber que tal vez al doblar la esquina nos topemos con el rostro de Anubis. Entonces ya nada tendrá remedio. Comentábamos que el oriente plantea su vida sin perder de vista nuestra condición pasajera, siempre condicionada por la necesidad de Tánatos. Aunque tampoco el oriente es ya lo que era. Cada día se parece más a nosotros. Se impone la codicia de lo material a cualquier otro postulado. ¿Será que nuestros líderes de hoy surgen del estómago del pueblo? Es curioso que precisamente en este día habláramos de tales cosas y yo encontrara entre el deshecho libresco, El legado de la India.

Rateros de libros

Rateros de libros
Decía Bolaño que robar libros no es un delito, pues al final el ratero se redime leyendo el ejemplar sustraído. La propensión a robar libros se da en los individuos más diversos, pero suele ser más frecuente en las edades juveniles. ¿Qué joven lector, ávido de letra impresa y sin un duro en la cartera, no se ha visto en la tentación de camuflar bajo el abrigo el Trópico de Cáncer, de Miller, o El Crepúsculo de los Ídolos nietzscheano? Algunos lo confiesan, como Sabina, y otros corren un tupido velo sobre sus veleidades cleptómanas. No recuerdo si alguna vez robé un libro, aunque el que esté libre de pecado arroje la primera piedra. Tuve amigos en la juventud que frecuentaban el vicio. Hoy confieso que sería incapaz de cometer tal felonía, y en ningún caso me deleitaría con la lectura posterior del ejemplar hurtado. Apenas leídas las primeras páginas me remordería la conciencia y me apresuraría a denunciarme a las autoridades como el Raskolnikov de Crimen y Castigo.
Reconozco que los libros, aunque siempre hay excepciones, poseen un valor intrínseco, alimentan nuestro espíritu y detentan la facultad de formarnos  humanamente. Sí, la lectura de un libro robado no me haría provecho. No sé si la sed de cultura exculparía su sisa. Entre las juventudes contestatarias de los 70, imbuidas de las máximas marxistas, como reconocían en el libro el privilegio burgués al que no podían acceder las clases menesterosas, el robo lo consideraban como un acto provocador e insumiso.
Habrá quienes a base de hurtos completaron una envidiable biblioteca, que podrían compartir con los amigos a cambio de una caña de cerveza o un canuto de haschis. La mediación de un canje no sé si invalida la complicidad en el crimen. Hasta ahora los afanadores de libros que han confesado, el mismo Sabina, Bolaño, presentan un perfil de izquierdas. Claro está que para estos tal trasgresión no es delito, pues en su ateísmo no consideran el 7º mandamiento. En consecuencia entresacamos que por ahí abundan las bibliotecas mancilladas por el hedor del pecado, al tiempo que otras impolutas, como al parecer la de Luis Alberto de Cuenca, cuya extracción , afinidades y patología coleccionista, donde el libro se cotiza como bien cultural, patrimonial y suntuario, parecen inclinarse hacia las derechas.