Visconti y el adagieto de la 5ª de Malher

Visconti y el adagieto de la 5ª de Malher
Seguramente el adagieto de la 5ª sinfonia de Gustav Malher no fue escrito pensando en Venecia. No obstante, a día de hoy su desvinculación resulte trabajo baldío. Visconti, en contacto permanente con el mundo de la gran música (su relación estrecha con las bambalinas de la ópera es de sobra sabida), poseía un refinado olfato musical a la hora de elegir entre las más excelentes partituras para sus peliculas. Repasando ahora su filmografía,  sin duda quedarán ejemplos que se nos escapan. En estos momentos recuerdo tres de sus incursiones en el universo musical clásico. Antes de la Muerte en Venecia, Visconti rodó Senso, con Farley Granger y Alida Valli, actriz que quizá sea más recordada por el Tercer hombre. Para Senso Visconti cuida especialmente la banda sonora. En ella recurre para su tema principal a un autor que, dentro de la órbita de la música clásica, puede reconocerse como de minorías: Anton Bruckner. Bruckner fue un compositor austriaco que devolvió su esplendor a la sinfonía tras el huracán wagneriano. Para la película Visconti elige la 7ª, de la cual se cuenta que fue escrita tras conocer el autor el fallecimiento de Richard Wagner. Porque fue Wagner quien abrió para Bruckner las puertas del Parnaso tras reconocerlo como la nueva voz del género sinfónico. Prudentemente, Bruckner renunció a componer óperas. La biografía de Bruckner nos habla de un hombre sensible, entregado enteramente a la música. Alcanzó la cima en su últimas sinfonías, de las cuales la 9ª es de las más interpretadas, y con sus  Misas y Te Deums. No cabe duda que la música de Bruckner se restringe a ámbitos selectos de iniciados, entre los cuales obviamente se movía Visconti, que con Senso supo abrir el ventanal a ese mundo sonoro desconocido, por el que todavía navegamos, hasta ir a recogernos en esa isla paradisíaca donde reina la belleza.
Pero Visconti, lanzado el señuelo, no pretendió dejarnos ayunos, y para ello nos preparó una comida suculenta con su film quizá más recordado, Muerte en Venecia. Acudió para tal menú al mejor Malher de la 5ª y 3ª sinfonias. Sobre el "adagieto" de la 5ª -en realidad su cuarto movimiento en una sinfonía de cinco, con lo que trasgrede la forma sonata implantada por Beethoven y el clasicismo-,  fundamentó el film, a cuyo mundo nos introduce, a través de sus fotogramas, en el amanecer de una Venecia traspasada de estímulos emotivos, y envuelta en una atmósfera exquisita en la que se retrata la ambigüedad del film. Mi conocimiento de Malher seguramente date de la contemplación de la película de Visconti, cuyo recuerdo parangono al culmen de una experiencia embriagadora. Pudo ser Visconti, pero fundamentalmente fue Malher y la vivencia totalizadora del arte, en donde, como diría Shelling, se reconoce lo absoluto en lo particular. Ahora, cuando vuelvo a ver el film, noto en su factura cierta mórbida gelidez, que la levedad vaporosa del adagieto no consigue mitigar.
La tercera aproximación del director milanés a la gran música se da en uno de sus filmes menores: Confidencias (o grupo de familia en un interior). Título más plástico que musical, pues del diletantismo del viejo profesor protagonista (Burt Lancaster) hacia la pintura se infiere el titulo de la película. En ella se retrata el mundo grosero de la alta burguesía en un interior resguardado de la vicisitudes sociales. En esa torre de marfil habita un viejo profesor cuya pedagogía intenta trasmitirnos. Recluido en su arca de Noé artística intenta sustraerse de la debacle que augura para el mundo. No lo conseguirá pues todas la fuerzas hostiles de éste se infiltran en la casa, al admitir como inquilinos a un heterogéneo grupo familiar. Y para huir de todas aquellas mezquindades que le sobrevienen solo le resta un recurso, imbuirse en la música. El aria de Mozart : "Vorrei spiegarvi, oh Dio!" constituye por unos momentos su tabla de salvación, la seguridad de un remanso en el torrente desbordado de los acontecimientos.

Herodías (acercamiento a un relato breve de Flaubert)

He descubierto un relato corto de Flaubert que desconocía: Herodías. Junto con Salambó representa una de la pocas ocasiones en que el autor se adentra en la novela histórica. El tratamiento que Flaubert da al género no tiene coincidencia alguna con el uso que se le da actualmente. Porque Flaubert no hace del relato una incursión entretenida en el terreno histórico, sino literatura en el mejor de los sentidos.
Su acercamiento a la antigua palestina es un lujo de erudición y de rigor descriptivo, no menor que con el que nos recrea la antigua Cartago en Salambó. Flaubert penetra la intimidad del Tetrarca de Galilea: en el orden de su ambición, su subordinación a Roma y su procónsul, y en un nivel más personal, el deterioro de su vida familiar.
Flaubert parece esculpir sus frases; el resultado del texto es fruto acertado del escoplo y del acabado embellecedor de la lija. Solo en uno de nuestros mejores prosistas, Gabriel Miró, encuentran paralelos los aciertos del francés. Su acercamiento a la palestina evangélica viene lleno de fascinación, fascinación seguramente adquirida durante su inspirador Viaje a Oriente. En Flaubert, lugares y personajes se revisten de una consistencia diferente. Las descripciones resaltan con la profundidad del claroscuro, como ocurre con el paisaje, donde deslumbra la inmediatez de la luz frente a la tenebrosidad de los abismos y las escarpadas siluetas de los montes con que nos dibuja el Maqueronte. Al detenerse en los retratos, consigue penetrar tras su máscara y calibrar sus limitaciones; sus dudas y temores se vuelven conscientes. Los abismos de sus almas se miran en el espejo del Bautista. Para Herodías solo la muerte de éste puede borrar la vigorosa imagen de su culpa impresa en la realidad. Pero cuando vuelve en sí, con la cabeza del Bautista sangrando a sus pies, comprende que la acusaciones del profeta se hallan incrustadas en su alma como el cristal a la roca.

ALGO MÁS SOBRE LOS BORGIA


Fueron los Borgia (o Borja, su apellido vernáculo de origen aragonés) sin duda una familia singular. Para Mario Puzzo, la gran familia del crimen. Porque como a casi todo en España, también les acompaña su leyenda negra.  La familia, tras la conquista  de Jaime I , se asentó en Játiva, cuyas alturas domina su castillo y en cuya catedral se guarda memoria de sus dos papas, Calixto III y  Alejandro VI.
Con el primero, una rama de la familia se trasladó a la capital papal, Roma, donde las oportunidades se ajustaban  a la medida de sus ambiciones. El papado de Calixto III no guarda acontecimientos extraordinarios para la historia de la iglesia, pero si en el devenir de su familia, que bajo su apostolado afianzó sus raíces en la capital de la cristiandad. Pronto los Borgia se codearon con las sagas de la nobleza romana autóctona : Los Colonna, los Orsini, y el resto de familias italianas, como los Cibo, Picolominni, de la Rovere, que dejaron su impronta en la tradición eclesiástica. La lucha por alcanzar máximos honores, de los cuales sin duda alguna el mayor sería cubrir su cabeza con la majestad de la mitra pontificia, debió ser ardua, resultado de una política de cálculo y presión. La alianza con otras familias descollantes que, como buitres sobrevolaban el solio de Letrán, resultaría decisiva para que el cónclave se decidiera en uno u otro sentido, por esta o aquella familia.
La competencia política de Rodrigo Borgia, avalada por el ascendiente de su antepasado CalixtoIII que lo llevo siendo joven a Roma, debió de ser uno de los factores que determinaron su ascenso hasta la silla de Pedro. Su nombramiento no tenía nada de extraño en una Italia donde el reino aragonés, comandado por el rey Fernando de España  trazaba los márgenes de sus influencias. Impulsado por tal voluntad, económicamente respaldado por la famiia Medici, el futuro Alejandro VI  salió airoso de la pugna con las habituales familias que ambicionaban el papado. Como Papa, Alejandro ha dejado una memoria contradictoria. Oscurecida su huella por la leyenda oprobiosa que persigue a su familia, sus hechos se ven empañados por la dinámica que caracterizaba a las cortes papeles de la época. Simonía y nepotismo estaban arraigados en la ética eclesiástica y, Alejandro VI, no los abolió sino que muy al contrario fue a caso su mayor impulsor .  Favoreciendo a sus hijos con cargos y prebendas eclesiásticas, desencadenó el torbellino que sería responsable de su propia destrucción. Alentado por su hijo, César, al que nombró cardenal y más tarde gonfaloniero de los ejércitos papales, emprendió una política represora y de extensión territorial, encaminada a establecer en la iglesia una hegemonía de carácter familiar. Cesár barajaba el golpe de estado, que impondría en el reino de Pedro no ya una monarquía electiva sino un caudillaje de tipo hereditario. Con gran solvencia militar César, que se anexionó cuanto territorio convenía para la fundación de su gran Romaña, saqueó ciudades, suprimió adversarios, doblegó repúblicas y  puso en entredicho la continuación de la iglesia. La cual empezaba a evaluar la necesidad de una reforma, que monjes como el malogrado Savonarola, ejecutado en la pira de la plaza de la Signoria, de Florencia, venían postulando.
La invectivas proféticas que el monje lanzaba sobre la iglesia de Alejandro VI  y su animadversión republicana hacia la familia Medici, seguramente fueron decisivas en su condena. Nada más lejos de la voluntad del papa que ceder a profecías de dudoso cumplimiento ni de renunciar a deleites como lo que le proporcionaba su amante, Julia Farnese.  Pero lo cierto es que Alejandro VI no iba a sobrevivir mucho al dominico, sucumbiendo a la vorágine de su taimada política. La historia, como en tantos casos, no se pone de acuerdo. Se desconoce si murió envenenado o víctima de unas fiebres, síntomas que afectaron a su vez a su hijo César, quien sobrevivió a la plaga, pero heredando ya en realidad un poder descabezado. Su capacidad de maniobra debió verse tan mermada, que durante el siguiente cónclave para la elección papal tuvo que otorgar su voto a quien quizá fuera su peor enemigo, Giuliano de la Rovere, el futuro Julio II.
Pero la vitalidad de esta familia no tuvo por semejante debacle ni mucho menos su extinción. Años después tenemos un nuevo protagonista, flamante duque de Gandía.  Pasa a la historia durante el entierro de la reina Isabel de Portugal, esposa de Carlos V. Se cuenta que frente al cadáver de la reina, juró no volver a servir a un señor que fuese esclavo de la muerte. Y como el mundo no ha conocido a otro que a Jesucristo, a su servició, pues, se consagró como fiel monje jesuita, hasta ser canonizado como San Francisco de Borja. Su palacio de Gandía, si bien remodelado en épocas posteriores, conserva su memoria junto a ese gran lienzo romántico que se exhibe en el Prado, del magnífico pincel de Moreno Carbonero. Borgias y Borja parecen ser la cara y la cruz de una misma moneda lanzada al aire tornadizo de la historia.

Canto a Córdoba

            Córdoba, lejana y sola...
                    (F. García Lorca)

Córdoba lejana de luna,
distante de montes y olivos.
El sueño de Al Ándalus llevas
en los reflejos del río
que trae su corriente desnuda.
Córdoba de caminos lejanos,
senda que hollaron los pueblos,
crónicas que hablaron de gestas,
de reyes, de sabios, de poetas;
fastos  que sus palacios dejaron,
ebria de frutos su vega.
Por los rincones de Córdoba,
el azahar da su aroma,
zurea una paloma, curva
refulge una daga bajo el halo
brillante de la luna menguada.
En el soledad del patio,
el sigilo de una sombra acecha;
por el bosque de naranjos
un creyente en la mezquita entra.
En el ajimez de la torre, implorando
el almuédano su plegaria reza.
Su rumor escuchan las gentes,
que calladas buscan los zocos,
de muros ornados de flores,
de enredaderas trepando la reja.
El eco del muecín se desvanece
en el dédalo de calles desiertas
donde aún resuenan los pasos
de las soledades de un poeta.




   

¿CASUALIDAD O DETERMINISMO?

Nos ocurre con frecuencia que pensamos en tal o cual persona y al poco tiempo nos la tropezamos por la calle, o en el autobús o el cine? Tal situación se ha repetido en mi vida de forma que me hace sospechar que con fulano o mengano me unen lazos paranormales. El colmo de semejante circunstancia se ha repetido con aquellas personas sobre las que sentía un particular impulso amoroso; entonces tales coincidencias parecían regirse por la fuerza de la necesidad. En cualquier caso, aseguraría que tales encuentros tenían poco de fortuitos.
Pero ahondando un poco más en el análisis de semejantes casualidades, aseveraría que éstas también acostumbran a darse con los objetos, elementos y creaciones de otra índole. Me han ocurrido casos con los libros: haber averiguado mediante la lectura la referencia sobre cierto autor u obra determinada y descubrirla al poco tiempo en una librería. Díjérase que uno no busca las lecturas sino que son ellas las que te encuentran. Recitemente, se despertó en mi cierta obsesión al escuchar el Trio opus 100 de Schubert, que Stanley Kubrick incluyó de modo magistral en su película Barry Lyndon. Pues he de constatar que al poco tiempo encontré una grabación, no muy frecuente, con la selección de los mejores Trios del músico austriaco. En estas consideraciones, no tenemos  que dejar de lado la pintura. Al descubrimiento de un pintor, le sigue un acercamiento a sus obras; de un modo directo en museos y salas de exposición, o a través de los medios gráficos o audiovisuales.
Recientemente, en mi estancia en Madrid visité el Thyssen. Allí se celebraba una exposición temporal sobre la pintura veneciana que llevaba por título: el Renacimiento en Venecia, y como subtítulo: Triunfo de la Belleza o destrucción de la pintura. En ella se quería hacer constar que en en ese predominio del color sobre el dibujo de la pintura véneta y su apasionada búsqueda de la belleza, se encerraba su propia decadencia. Pues los cuadros siguiendo tales pautas se fueron restringiendo a la técnica del claroscuro, donde los contornos se hicieron más imprecisos y imagen iba reduciéndose a difusas manchas de color.
Se puede sacar esa conclusión al terminar la exposición, pero antes se ha de pasar por ese apoteosis de la pintura que significo Venecia durante el renacimiento. La exposición contaba con una muestra variada de cuadros, entre los cuales se encontraba el "Retrato de un joven noble en su estudio", de Lorenzo Lotto. Cuadro en muchos sentidos ligado a los últimos años de mi vida y que por unas razones u otras cuenta con mis preferencias. Su ubicación natural es la Galleria de la Accademia de Venecia. Allí tuve la oportunidad de contemplarlo en mis últimos periplos italianos. El cuadro destaca por su calidad: sin duda uno de los retratos más sugestivos de la época. Pero además lo es, porque el escritor argentino, Manuel Mujica Lainez, creyó reconocer en él el retrato del protagonista de su novela Bomarzo, el duque Pier Francesco Orsini. Sea o no sea el retrato de dicho personaje, la pintura en sí misma encierra cierto misterio que no deja de inquietar. Nos habla de su personaje como hombre culto aislado en su biblioteca; nos recuerda la caducidad del tiempo o al hombre enamorado, por los pétalos esparcidos sobre la mesa junto a una carta plegada; y, para concluir, alienta sobremanera nuestra curiosidad la inclusión de esa salamandra o lagarto en uno de los ángulos del cuadro, lo cual lo envuelve de resonancias esotéricas. La interpretación final se nos escapa. No sé si el joven noble es el duque de Bomarzo, pero horas después en la Fnac de la calle Preciados encontré una grabación de la opera Bomarzo, de Ginastera, basada en la novela de Mujica, y que durante mucho tiempo busqué, siempre de forma infructuosa. Son esas casualidades que uno no acaba de aceptar.

Con permiso, unas palabras...

Con permiso, unas palabras...
Nos vemos envueltos en el capullo de nuestra rutina, como esa larva aletargada que aguarda el trance de su metamorfosis. El temor a esa crisálida nos paraliza; nos atenaza el miedo a la libertad. Replegados en nuestras costumbres, releemos los mismos libros, frecuentamos el mismo paisaje; nuestra vida sometida a la disciplina laboral es una sucesión de días monocromos. El cuerpo se acostumbra a esa inercia; nuestro espíritu se abotarga; recordamos los días felices pero nos doblegamos al dictado de la indiferencia.
Conforme maduramos, lo nuevo nos espanta; nos cuesta tomar resoluciones concluyentes. Nos dejaremos llevar por las recomendaciones con las que tratan de encauzar nuestra vida. Los cierto es que el tedio nos persigue: al doblar la esquina de cualquier vivencia apasionada, tras la satisfacción de cualquier deseo, en el postcoito, después de concluir una novela... Nos invade luego cierta languidez, la apatía del desear, vivir se torna entonces una experiencia sin sazón. ¿Dónde encontrar de una vez ese ingrediente que de significado a las cosas, la nueva savia que nos revitalice? Como dice el evangelio: ¡Espera en Dios, y el hará...!

LA VIDA DESNUDA

La vida desnuda, sin aditamentos.
Un discurrir que se filtra
en la médula del tiempo.
En la cabeza un propósito
y el corazón en silencio.
Tener los pasos contados
da otro matiz a las horas.
Los sueños devienen livianos
mientras cicatrizan recuerdos
que lloraron lágrimas frías
y escucharon los ecos del viento.
Las emociones se acallan
en la corteza del alma
en tanto pasan los días
como el correr de las aguas.
Sé que todo es fluir que se escapa,
pero deja, Señor, que, en la atolondrada
corriente, consolide en la entraña
de este verso una esperanza:
¡Déjame sentir a solas la ardiente
 huella de tu palabra como pan del alma!

LAVAPIES

Conozco el Madrid más fundamental. Sus rincones más renombrados no me son ajenos. Pero esa tarde, queriendo desmarcarme del algún  modo del itinerario monumental que se impone a los turistas, quise acercarme a ese Madrid más precario pero igualmente legendario. De Lavapies conservo  memoria por el tablero de un viejo juego de Palé donde, como bisoños especuladores del suelo, traficábamos con dinero de mentirijillas por la propiedad de las más renombradas calles Madrileñas, desde la más opulentas como Castellana o Gran Vía  a las más humildes, entre las que se encontraban Curtidores y Lavapies. Como digo, esta tarde, sin saber bien dónde dirigirme,  me acució el deseo de regresar a esos lugares que con antelación había visitado y donde, verdaderamente, no encontré nada reseñable. Fueron el escenario de La busca, de Baroja, novela que leí con verdadero interés, pues el autor supo manejar las tintas de aquel aguafuerte. Obviamente aquel Madrid ha desaparecido, pero lo continúa otro que en muchos aspectos lo remeda. En la tienda de souvenirs donde adquirí el mapa-callejero que me guiaría por el dédalo madrileño hacia mi destino, el comerciante me sugirió lo poco recomendable que eran de visitar tales parajes, pues tenían fama de ser poco seguros para el viajero. Insistió en que allí pululaban grupos de "moros" expertos en dar el tirón y toda suerte de malhechores. De haber seguido su consejo no habría visitado Lavapiés, pero me dejé llevar por mi curiosidad aventurera y por el recuerdo de renombradas celebridades que habían decidido alojarse en el barrio. Sé que por aquellos andurriales se reúne el rastro cada domingo, ese modesto mercadillo que recordó Baroja, que seguramente mencionó Galdós en alguna de sus novelas y al que cantó con ironía quevedesca un cantautor vasco-español, al que ya solo se le puede seguir la pista por internet, Paxi Andión.
Lavapies fue el refugio bohemio de Madrid como de París lo fue Montmatre. En Lavapiés dejó huella Picasso, pero consta que en la barriada se hospedaron nombres tan destacados como Cervantes, Valle Inclán, Luis Candelas, el arquitecto Churriguera, o Gloria Fuertes. Seguramente habrá que añadir algunos nombres más que buscaron en la modesta barriada la convivencia con el Madrid más auténtico.
Por lo que yo vi, la calle de Lavapiés hoy día no despierta mucho atractivo pintoresco ni tampoco veleidad romántica; presenta toda la crudeza de una barriada humilde y deprimida, donde la aventura cotidiana debe resultar gravosa. Sus viejas casas muestran obvias señales de abandono y sus depauperados residentes un pelaje que ya nada tiene que ver con el del Barberillo de Lavapies. Cierto que el barrio no es tan sórdido hacia la ribera de Curtidores, cuya plaza preside el indomable Cascorro, al que le sigue quedando más mili que al palo de la bandera, pero así es la vida. En suma, quise visitar Lavapiés llevado por la curiosidad de descubrir lo que había encontrado el castizo irlandés Ian Gibson en aquellas "rodalías", empeñado en compartir el parvo mendrugo de los más humildes. Poco podemos hacer para erradicar el estigma de ese dolor salvo tender la mano de la solidaridad. Pese a las advertencias del comerciante, salí indemne de esa bajada voluntaria a los infiernos.

En casa del pintor Sorolla

En una alegre mañana de sábado, con tiempo para malgastar en Madrid, mis pasos o, por mejor decir, el confort de un taxi me encaminó hacia la casa del pintor valenciano por antonomasia, Sorolla. No deja de ser curioso que un artista que casi centralizó en Valencia el tema de su obra, fijara su residencia en Madrid. Seguramente, en la capital española se hallaba más próximo a los resortes donde planificar una mejor divulgación de su arte. El caso es que se instaló en Madrid, y buscó un hospedaje que nada tuvo de provisional.
La casa,  sita en la calle del general Martínez Campos, perpendicular al paseo de La Castellana, constituye un reducto de intimismo en la aglomeración de Madrid. Posiblemente, a principios del siglo XX su singular arquitectura no contrastase tanto con el entorno y se la reconociera como lo que era: la casa de un artista. Porque únicamente un artista puede cuidar con verdadero gusto cada uno de los detalles que la embellecen. Sorolla fue un artista celebrado, y atendiendo al esplendor de su morada, un artista favorablemente cotizado. Sabemos que su éxito traspasó nuestras fronteras y alcanzó la metrópoli promotora del arte de entonces: Nueva York, con sus grandes fortunas y su avidez coleccionista. Su obra se integró en el legado de la Hispanic Society. Sin duda fue el pintor de su época más aclamado.
Decíamos que Sorolla fue un gran pintor de lo valenciano; un alto tanto por ciento de su obra aborda esta temática. Fue un gran maestro de la luz y el color; en sus cuadros, estos elementos se plasman vigorosamente en las marinas, donde la luz de los impresionistas juega brillantemente con el paisaje y los modelos. Nunca el mar Mediterráneo mostró azules más esplendidos ni la luz resplandeció más sobre los tules de las modelos o los bronceados cuerpos de los niños que se bañan y juegan en las orillas. La profusión de cuadros con tal temática nos convence de que el pintor trató de penetrar la atmósfera luminosa y transparente del horizonte valenciano. Con ojo igualmente exultante pintó a la tierra y sus gentes, cuyo testimonio ha llegado a nuestros días como referente de lo que fue aquella Valencia finisecular. Su mirada, junto a la de su paisano Blasco Ibáñez, contribuyó a conformar el mito valenciano.
Nos asombra, sin embargo, que este valencianismo no condicione el aspecto de su casa madrileña, lo cual nos habla de un Sorolla multifacético y hombre de mundo. Porque cuando entramos al jardín nos sorprende el murmullo de sus fuentes que nos acercan no a los azahares de la huerta valenciana sino al encanto andaluz con que se sueñan la Alhanbra y el Jeneralife. Sin duda, Sorolla, por particular elección, escogió para sus patios y jardines las misteriosa delicia del acervo andaluz, pues encontramos esta predilección no solo en los jardines de la entrada sino en el patio interior, cuya fuente y arquería nos trasladan a escenarios tópicamente andaluces.

La casa es otra cosa, nos habla de la labor de Sorolla, de su vertiente de hombre culto además de artista. Especial mención merece su notable colección de cerámica y su faceta de coleccionista de rarezas arqueológicas. Contaba con una biblioteca aceptable y sobre el mobiliario hay muestras de incursiones a países lejanos. Tuvo todos los atributos de una personalidad fascinante, y como pintor seguramente fue el más eminente de su época. Sus cuadros siguen rezumando belleza y vitalidad sin parangón.

Las ruinas de Esparta

Parece ser que la ruinas de Esparta resultan decepcionantes para el viajero. Ello responde a distintos factores. El primero de ellos seguramente se relaciona con la propia idiosincrasia de los espartanos, que eran un pueblo que quizá pusieron su énfasis en ciertos valores cívicos reñidos con el nivel cultural y artístico de la ciudad. Mientras Atenas generó una cultura vigorosa que dio frutos inigualados y perdurables, Esparta se replegó en una estricta tradición abocada a la supervivencia de una clase privilegiada cuya virtud se restringía a valores de índole guerrera. Produjo los más célebres héroes, Leónidas, Pausanias, Brasidas, Lisandro, pero en los demás órdenes su aporte a la civilización es apenas destacable. Razones que nos llevan a reflexionar detenidamente sobre el asunto. Mientras Atenas se coronó de la gloria más diversa, desarrollando un genio que abarcó desde el terreno político al artístico, sin olvidar el moral así como el científico y el del pensamiento, Esparta se encastilló en su tradición atávica, donde una tabla de valores rigurosa, encaminada al éxito militar, y una religiosidad determinista y hasta supersticiosa pusieron coto a cualquier expansión cultural y social.
No en vano, visitar Esparta, cuyas ruinas no destacan de cualquier otra yacimiento mediocre y muy inferior en prestigio histórico, merece la pena. Conocer ese valle del Eurotas, circundado por la cordillera de Taigeto, a menudo coronada de nieve proporcionando a la zona un microclima especial, y donde aquel pueblo único alcanzó ese rango de virtud y pundonor raramente repetido en la historia de los pueblos, viene a significar una experiencia incomparable, un descenso a esa memoria donde se cimentó ese sueño que luego sería Europa, en cuya mitología aún persiste el lacónico ideal de esa polis misántropa y victoriosa. Si alguna vez regreso a Grecia, no dejaré de visitar esas ruinas cuyo orgullo no se basaba en beneficios de orden material sino en el logro óptimo de la virtud en el hombre.

Rosa primigenia

Rosa de la tarde,
crisálida dormida,
ojos que se sueñan
en el eco atormentado
de la piedra, como un lamento
enardecido hurgando
los cuévanos del aire.
Desolación y humo,
suspiro en el dolor pertrechado,
condena de los números aciagos,
grito cortante, énfasis
en la profundidad devastada,
diversidad, corteza, símbolo.
Juego de armonía,
satélite extinguido
en la oscura memoria sideral,
pájaro de melancolía
que rasga la vertiente del silencio
ahogando en soledad el latido.
Hoja desnuda, lámina
simultánea y fría, trepidación
de impulso y simetría.
Golpe de mar, sonora nervadura
estremecida donde el dolor
tensa su médula aguda,
capciosidad de ramas, veredas
donde expira el lapsus de un paisaje.
Determinante enjambre,
coloración de olas,
rosa de la tarde
en el lánguido desvanecer del aire.

FUGAZ RECUERDO

Se te puede escapar toda la luz del atardecer
mientras en el piano suena un scherzo de Chopin
y por tu ventana penetra la melancolía estival,
la caricia del poniente, el vuelo leve del gorrión,
las voces en sordina de la perezosa  ciudad,
la sombra nocturna que al monte parece ocultar.
Tu memoria saborea la añoranza
y tus labios tararean el compás del aquel vals,
los ojos nublados de recuerdos
y la mano en vilo de querer acariciar.
A lo lejos la carrera de un tren,
un esquivo pensamiento que no acabas de hilvanar,
el rosa de la tarde, aquella carta en el secreter,
nostalgia de cálidas lágrimas y el deseo de abrazar.
Fue un antiguo verano a la orilla del mar.
Las olas rompían pausadas
bajo el crepúsculo meridional.
Navegando una única vela devolvía el reflejo
de la primera luna perlada,
y el aroma marino escondía el deseo,
la inquietud tras del silencio
sorprendiendo la audacia de aquel beso.
No tenía más importancia que el vuelo leve  de un pájaro,
que la lenta caída de una hoja en el bosque,
que el rumor de la lluvia en los cristales,
que el deslizar sobre la mejilla la congoja de una lágrima,
que el timbre del teléfono en la soledad...
Pero..¡.Oh, fugaz recuerdo, tan grave en su levedad!

FRENTE A LA TUMBA DE MIGUEL HERNÁNDEZ

Según se entra al cementerio de Alicante y se llega a la rotonda, a mano izquierda se encuentra la tumba de Miguel Hernández. El epitafio aclara: Miguel Hernández. Poeta. Sobre la blanca lápida se advierten flores esparcidas, y a un lado un buzón que nos remite con el poeta en el otro mundo. Ignoro qué requerirán estas inflamadas cartas cuya intromisión seguramente inquiete la paz del difunto. Hernández fue un gran cantor de la vida y de la muerte:"Como el toro he nacido para el luto y el dolor" o "Temprano levantó la muerte el vuelo", son algunas de las referencias a la Parca que me vienen a las mientes. Hernández supo de la muerte muy joven; su obra hubiera cobrado otra dimensión de haberla sobrevivido. Junto al inmolado García Lorca constituye la merma más evidente de que adolece la literatura hispana del siglo XX. A pesar de ello, su hondura lírica alcanzó alturas inabordables para la posterior  métrica hispana. Recordaba Luis Rosales que con Federico habían arrancado a España su mejor talento; podemos afirmar que con Hernández nos han privado del más noble corazón.
Soy Alicantino, aunque no soy un gran lector de Hernández; últimamente coarta su lectura todo el envoltorio institucional en que viene guarnecido. Hoy su tumba permanecía quieta y a solas, bañada por el sol veraniego que mitigaba un airecillo. No tenía flores con que homenajearle, pues había depositado el ramo que traía en la tumba de mi padre. Entre los dos hubo un silencio, fuimos poetas sin palabras, porque ahí donde tu yaces o allá donde yo yaceré
nos aguarda otro lenguaje que no podemos entender, una melodía ignota que solo entonan las criaturas de los cielos. Duerme Miguel, pues tras la última trompeta se revelará el vivificante arcano que esconde la poesía.

Mientras me alejaba me pregunté: ¿Se encontrará también en este cementerio la tumba de ese otro gran poeta de la prosa, Gabriel Miró?

BORGES Vs NERUDA

En cierta oportunidad Borges dijo que consideraba a Neruda como un buen poeta social pero un mal poeta sentimental. El primer aserto sin duda provino de juzgar la solidez de la obra Canto general del poeta chileno. Con ella Neruda se confirmaba como el poeta de América, estatus por el que en el precedente siglo ambos bardos se hallaban litigando. Con Alturas de Macchu Picchu el chileno ascendió hasta las sagradas cumbres de América y dio al pueblo un referente épico en sus luchas de liberación. Neruda es un gran poeta, y Borges también. Neruda es un genio, y Borges también. Neruda es comunista, y Borges tampoco. Porque la orientación social se le escapaba a un Borges enclaustrado en la torre albarrana de su erudición burguesa. El carácter social no va con Borges, pues nunca persiguió ser un poeta de masas sino un lírico de las élites.
El contencioso Neruda-Borges es un choque de temperamentos. El pasional de Neruda, y el cerebral de Borges. Censura el argentino que su colega chileno adolece de una conveniente hondura lírica. Acaso fuera por la desmesurada difusión de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, en donde Neruda exalta el amor carnal en contraposición de un Borges que con su fervor de Buenos Aires celebra la vivencia existencial de una ciudad. En Neruda el amor esta en casi toda su obra: Los cien Sonetos de amor, los Versos del capitán, Residencia en la tierra, etc...Neruda nos confirma en su poesía que es un cantor del sentimiento, de lo visceral, de lo humano; Borges se reserva lo conceptual, lo panegírico y lo cabal. En sus propias biografías reconocemos dos maneras diversas de enfrentarse al amor. En Neruda reviste tintes pasionales y trágicos, cuando el alma se desgarra con el dolor sensual de la carne en el episodio de Josie Bliss; para Borges el amor es comedido, pudoroso, solapado por conceptos retóricos. Ambos se prodigaron con distintos matrimonios; pero lo que en Neruda se manifestaba como un afán promiscuo, en Borges se reducía a convenientes cautelas. Neruda llega a estremecernos; en Borges nos admira el rigor. Neruda es el poeta total; Borges el lírico del relato.

Noche ferviente

noche ferviente:
apenas se han apagado los colores  del ocaso,
me has envuelto con la fragancia del misterio.
Tu oscuro velo me oculta las cosas
y abre a mi conocimiento un precipicio,
un abismo sin distancia,
profundo como el fondo del dolor.
La risas se han ahogado en su desolación,
en su largo sueño sin un despertar.
Cegados los ojos en la opacidad,
tanteando el volumen de fúnebre mármol.
Noche sin lindes,
guarida de los miedos,
prolongación de una angustia
que emana del silencio, cavernoso
espacio donde la inquietud habita.
¿Por qué mi ojo sediento de la luz
se confunde inerme en la tiniebla?
¡Señor, alúmbrame la senda
para que en mi caminar eluda
la piedra de tropiezo!

LOS ETRUSCOS

Los  etruscos son un pueblo cuya trayectoria histórica se halla envuelta en la fascinación y el misterio. Precedieron a los  romanos en el dominio sobre la península itálica, hasta que la vorágine latina los engulló. Se les reconoce cierta afinidad con la antigua Troya, en tanto que son muchas las sospechas de un origen anatólico. Fueron coetáneos de la gran expansión griega, con cuyas ciudades mantuvieron un floreciente comercio. Cierto que tuvieron sus más y sus menos por el dominio de los mares, pero la prudencia etrusca circunscribió su influencia al área tirrena. Porque fue en la región toscana hasta la Umbría donde principalmente extendieron su dominio, aunque se han hallado vestigios de su expansión en puntos del Adriático, en Campania y aun el mismo Lacio. Hay que recordar que los primeros reyes romanos fueron etruscos por estirpe. No cabe dudar de la procedencia de los Tarquinos y aun del propio Servio Tulio.
En Etruria se desarrolló un civilización avanzada en todos los órdenes. Compitió en el comercio con Grecia, a nivel político gozó de una autonomía capaz de ir aumentando paulatinamente su grado de influencia; se le conocen litigios además de con los diferentes pueblos itálicos con la siempre amenazante Cartago. En aguas tirrenas se produjo una batalla decisiva que demarcó las respectivas áreas de dominio. Pugna con Cartago que luego heredaría Roma. No obstante la capacidad militar etrusca no debió ser óptima, pues en su historia no se recogen noticias de grandes gestas ni de anexiones importantes. Desconocemos hasta dónde llegó el grado de cohesión de las diferentes ciudades-estado etruscas, favoreciendo una política común que las fortaleciese y consolidase entre los demás pueblos. Porque Etruria, principalmente, destacó en el aspecto cultural y religioso. Cultivó un arte muy desarrollado, distinguiéndose sus logros tanto en pintura y escultura como en cerámica, donde queda clara la influencia griega. Su arquitectura no sobresalió en la construcción de grandes templos, pero sí en la erección de monumentos de carácter funerario. En Tarquinia se han descubierto esos enormes Tholos donde pueden ser admirados los logros inigualados del arte etrusco. Como los egipcios, poseían firmes creencias en la otra vida y en tal sentido encaminaron sus mejores cualidades; su arte sepulcral no reconoce parangón. Las sepulturas encontradas seguramente explican la dimensión espiritual de este pueblo que que ante la pujanza pragmática de Roma tuvo que sucumbir. Su legado fue asumido por la voluntad romana, cuyos eruditos cultivaron esta herencia, reservándose su lengua indescifrada, la estimación por su arte(no olvidemos el origen etrusco de la loba de Capitolio), y un alto grado de superstición en la religión romana, cuyos arúspices probablemente siguieron siendo originarios de Etruria.

EL CUL(T)O DE LA VACA

Cuentan en las noticias que uno de los factores que incrementan el índice de accidentes de tráfico en la India lo constituye la intromisión de vacas descarriadas en la calzada. En cualquier país tal contrariedad tendría una solución rápida y expedita, que redundaría en un fulgurante incremento proteínico en las digestiones de los ciudadanos. Pero en la India, el pragmatismo de occidente choca con la influencia determinante con que cuenta la tradición. Porque la "vaca" en la india es un animal "intocable", y no en el sentido peyorativo que se da a esa casta menospreciada de la población. La "vaca" es intocable no por la mancilla a la pureza que pueda procurar su contacto, sino por participar de la condición de la entidades impolutas. Mentiríamos si conceptuáramos a la "vaca", fundamentando una arbitrariedad antropológica, como animal totémico. Porque el tótem es un estadío tribal que se da en el alborear de las culturas. Cierto que estos grupos prehistóricos desarrollaban sus mitos respecto de la elementalidad del mundo que les rodeaba, conformando su identidad en contraste con esa otro vitalismo que la naturaleza imponía. El hombre elemental ante el desafío con que la creación le maravillaba, pero siempre envuelta en el enigma, asumió la compleja realidad con la experiencia del símbolo. De ahí el tótem, pero la "vaca" hindú es otra cosa. Para empezar se ha revestido de una distinta dimensión espiritual, hasta encarnar el concepto de "sagrado". Hay que remontarse hasta el antiguo Egipto para encontrar una tradición pareja en el buey Apis. Pero sea como fuere, para un occidental siempre intrigará el interrogante de qué habrán visto los hindúes en la "vacas" para justificar su veneración, es más para disculpar incluso el coste de vidas humanas en esa lacra de los accidentes de tráfico.

El titulo del CUL(T)O DE LA VACA responde a una anécdota que el gran escritor Manuel Mujica Lainez refería sobre la enseñanza de uno de sus maestros de periodismo. Con la omisión de la "T" central le advertía de hasta dónde se podía llegar con la negligencia de un titular descuidado.

ESTACIÓN TÉRMINO

Estación Término, hasta ti llegan los últimos trenes de la tarde, difusos en el crepúsculo como meteoros, deslizándose sobre los raíles como rayos de ilusión. Con impaciencia se los espera, porque quizá de ellos descienda ese viajero que cada tarde aguardamos, en cuyo reencuentro deseamos que desaparecerán la incertidumbre y la melancolía que nos invade a la caída del sol menguante. Quizá a quien aguardamos sea aquel cuarentón del sombrero de alas, prenda que sólo utiliza en los periplos vacacionales, como distintivo infrecuente que lo rescata de los restantes once meses de rutina. El hombre es de estatura mediana, moreno, castaño acaso, en su mano izquierda humea un cigarro, uno de esos cigarros escogidos que suelen fumar quienes todavía encuentran placer en el tabaco. Con su otro brazo arrastra una maleta voluminosa, flamante. El viajero es un hombre de postín, uno de esos que siempre encuentran a alguien esperándolo en las estaciones. Mientras el hombre avanza por el vestíbulo, cruzándose con usuarios que vienen y van, como buscando la puntualidad de un sueño, la megafonía anuncia el movimiento de los próximos trenes: El AVE hacia Madrid, el Euromet que arribará desde Barcelona, los cercanías para Murcia y Villena.
En la estación reina una dinámica vitalidad; se tropieza uno con caras sonrientes, unas que retornan de unas vacaciones bien empleadas, otras que parten hacia su veraneo, convencidas tal vez de descubrir ese edén que todos llevamos dentro, donde recuperaremos la libertad y la inocencia. Es un sueño que a los hombres no nos abandona. Hubieron algunos como Gaugin que creyeron en tal mito fervientemente. Viajar es como huir de uno mismo para encontrarse con otro, con un ser irreal que maduramos en nuestro espíritu, hijo de la fábula y la sorpresa. Cuando partimos en el tren nos sumergimos en el tiempo, en lo azaroso, nos embebemos de paisaje y de añoranza. Quizá en su trayecto el tren se ha detenido en esa parada donde debimos apearnos, en esa precisa ciudad donde acaso nuestra vida hubiese sido más feliz; pero nos decidimos a proseguir viaje persiguiendo los infinitos raíles que convergen en la lontananza. Nuestro corazón anhela la utopía, pero nuestros pasos ya están habituados a las hechuras de la costumbre. Veremos cumplirse esta consideración cuando el tren llegue a Atocha. Pero mientras tanto preferimos esperar en el punto de partida, apoltronados en las butacas del vestíbulo de la estación, observando a esos viajeros apresurados que parecen convencidos de que su destino los ubicará en alguna parte, porque cuentan con una razón para la vida, un designio y una desesperación. El tiempo fluye en el reloj de la estación como una blanda longitud sin bordes, y en su espiral se agolpan todos los seres desorientados en nuestro itinerario estéril y sin coordenadas. Nos identificamos con la estación porque en ella reconocemos la única condición del hombre: el tránsito.