EL GROTTO AZUL (novela por entregas)

EL GROTTO AZUL (novela por entregas)
Era un día gris. Desde el amanecer bañaba el asfalto un leve llovizna. Justo al entrar en el coche, el móvil comenzó a sonar. Como todos los móviles, repetía una melodía machacona a la que uno acaba acostumbrándose o aborreciendo con masoquista resignación. La llamada provenía de la jefatura. Era el inspector Orozco, que reclamaba mi presencia inmediata en el kilómetro 35 de la carretera de la costa. Se trataba de un código 56, lo cual indicaba que habia por medio un fiambre, cuestión que a aquellas tempranas horas de la mañana se hacía tan indigesta como tragar un arenque crudo.

Con las primeras luces, Alcázar se desperezaba de su último sueño. Las farolas irradiaban una luz macilenta y aureolada, tamizada por la lluvia. El tráfico todavía era escaso; solamente los más madrugadores se encaminaban a sus trabajos en aquella mañana húmeda pero calurosa de agosto. Si hubiese sido en cualquier otro mes, en la calzada reinaría un auténtico caos. El tráfico sería lento, se rodaría en caravana y las aglomeraciones congestionarían las rotondas. Afortunadamente, transcurría ese mes de vacaciones en que los ciudadanos trasnochan, se acuestan tarde y se levantan ya bien entrada la mañana. Solo los más desafortunados- o lo contrario, ¿quién sabe?-proyectaban los focos de sus vehículos sobre el húmedo asfalto, haciéndolo relumbrar. El ruido de los limpiaparabrisas actuaba sobre los conductores como la disciplina de un metrónomo, manteniéndolos despiertos, pendientes de los latidos de la mecánica.

Más tarde, lo que había empezado como una leve llovizna, arreció un tanto. El agua caía a rachas, obligando en cada momento a regular la velocidad del limpia. En algunos instantes, sobre todo al detenerse en los semáforos, la realidad se desvanecía tras una cortina de agua. Se escuchaban algunos cláxones y el chapoteo de los neumáticos atravesando alguna zona encharcada.

Son habituales las tormentas en Alcázar, incluso en verano. En esa estación, llueve esporádicamente, pero cuando lo hace, es de modo torrencial. Aunque, en cualquier caso, en aquella mañana lo hacía moderadamente y todo hacía presagiar por el aspecto del cielo en lontananza que pararía en breve. Del lado del mar, se entreabría el desgarrón de un claro, por donde filtraba un primer anuncio del sol.

Fui descendiendo por la avenida Ramón y Cajal, en dirección al mar. A ambos lados de la ruta me saludaban los frondosos árboles de hoja caduca plantados por el ayuntamiento, con los que se pretendía engalanar la ciudad  vieja, algo carente de jardines y espacios verdes. El barrio de la Merced, en la nebulosa mañana, presentaba un aspecto un tanto onírico, como la estampa surrealista de un pueblo fantasma. Deshabitado, solo la lluvia y el olvido parecían abrirse camino por sus calles solitarias. Mi vehículo descendía intrusista y estruendoso buscando la costa. Cuando se llega al mar, desde la plaza del Mediterráneo la ruta se divide en dos direcciones, siguiendo el perfil costero. A la del norte era a la que yo debía acceder para alcanzar el punto requerido. Mientras encaraba la playa de Vistabella, encendía la radio para estar en contacto en todo momento con jefatura. No creí necesario acoplar la sirena al techo del vehículo, por encontrarse la carretera despejada y porque, como iba constatando por referencias puntuales de la centralita, se trataba de un caso con un moderado grado de peligrosidad. Solo constaba la posible  presencia de un cadáver, sin más alteraciones, en el piso catorce de un vasto edificio de apartamentos. Nada más. Todavía no se podía especificar más.
Como era de esperar, la lluvia cesó cuando llegué a La Guardia, una pequeña población turística, a pocos kilómetros de Alcázar. A partir de ahí, en toda la línea costera se suceden, urbanización tras urbanización, colmenas de apartamentos que colonizan todo el litoral hasta las afueras mismo de Vivancos, una de la joyas marineras de la Costa Esmeralda, como se conoce el borde marítimo d la provincia de Alcázar. Y era exactamente ahí, a pocos kilómetros de Vivancos, de donde procedía aquella primera urgencia matutina.

No tradé en llegar, con el sol ya reverberando en mi parabrisas. El lugar era conocido como la urbanización Las Perlas, un denso habitat compuesto por un conglomerado heterogéneo de rascacielos, rodeados de jardines bien cuidados, piscinas, pistas de tenis y hasta un pequeño supermercado que cubría las necesidades más inmediatas. Cuando aparqué mi citröen a un lado de la rotonda que interfería el eje de los edificios, una patrulla uniformada ya había efectuado las primeras diligencias. Me recibió un sargento, quien me puso al tanto de los pormenores y desglosó sus primeras impresiones sobre el asunto. Mediando aún nuestros comentarios, se presentaron dos patrullas de refuerzo. Se esperaba la llegada de una ambulancia y un médico forense. Tras reunirnos, el sargento dispuso a sus hombres atendiendo a la presente contingencia, mientras él, conmigo y un par de agentes, entramos en el amplio portal de edificio Stella Maris, bloque 4º de la urbanización Las Perlas.

El portero salió a nuestro encuentro. Era un hombre maduro, canoso, con aspecto algo cansino y un fino bigote blanco como los que se estilaban en los años treinta. Se trataría de uno de esos hombres que pretenden retener la añorada juventud. Parecía bastante azorado, como si el conocimiento del hecho ocurrido en el piso catorce hubiera dinamitado su equilibrio y su sosiego. Por sentido de la responsabilidad, se ofreció a acompañarnos, indicándonos el camino de ascensor. Una vez allí, tras breves segundos de espera, accedió a la cabina con nosotros. Nos miraba apesadumbrado, pero sin atreverse a hablar. El sargento Méndez le demandó la más precisa información sobre los inquilinos del apartamento 14F. Entonces nos reveló que el apartamento lo ocupaba una única inquilina, la señorita Vicky. Por cuanto calló el individuo, deducimos que debía de tratarse de una chica de costumbres bastante liberales. Al parecer vivía sola, pero solía recibir visitas masculinas con frecuencia. El portero dudaba de que el piso fuese de su propiedad.

Un duplicado de la llave del 14F nos franqueó la puerta del piso. El vestíbulo permanecía en penumbra, pero al fondo brillaba una luz. Dimos al interruptor y nuestra silueta pronto se reflejó en el espejo del recibidor. Todo en casa parecía normal, salvo cierto punzante hedor. No se apreciaban señales de violencia alguna; sobre una consola destacaba un jarrón con flores de tela y en la pared de enfrente, un pequeño cuadro con una estampa japonesa: una geisha cruzando un puente sobre un río, con el monte Fuji al fondo. Los muebles y electrodomésticos, al penetrar en el salón, que era el primer habitáculo en el que desembocaba el pasillo, estaban intactos y en su sitio; los objetos de decoración colocados con gusto, los escasos libros bien situado en el estante, la televisión apagada, una revista de Telva abierta sobre el sofá y un disco que giraba en pausa en el reproductor de cedés: se trataba de la Madame Butterfly de la Tebaldi y Bergonzi. ¡Ah1!, pero, eso sí, la luz del plafón dl techo permanecía encendida y el hedor se había intensificado, anunciando que su fuente no debía andar lejana. La descubrimos apenas entramos en la alcoba principal del apartamento. Un cuerpo desnudo de mujer, rígido y amoratado, yacía sobre el parqué a uno de los lados de la gran cama y entorno a un gran charco de sangre coagulada. Le circundaba el cuello una gran rebanada de cuchillo como un macabro collar de muerte.

Consulté al sargento Méndez acerca de quién había dado un primer aviso en jefatura. Contestó:

            -Al parecer un vecino advirtió al portero de que un fuerte olor salía del apartamento 14F y éste, alarmado, requirió por teléfono una patrulla.
            -¿Quién era la finada?
            -Una tal Sonsoles Vázquez Robledo; se hacía llamar Susi...
            -¿Vivía sola?
            -Es posible. No sabemos si el apartamento es cedido o alquilado.
             -¿Se sabe algo más?
             - El portero asegura que recibía hombres en el apartamento.
             -¿Era una furcia?
             -Una de esas putitas alto standing.
                                                                                   

                                                                                                   CONTINUARÁ



EL HOMBRE QUE GUSTABA VER PARTIR LOS TRENES

EL HOMBRE QUE GUSTABA VER PARTIR LOS TRENES
Trabajaba de firme durante la semana. Su horizonte se reducía al perímetro de la fábrica donde estaba empleado y al trayecto en automovil que lo devolvía diariamente a casa. Las casa, aunque la tenía inscrita como suya en el registro de su propiedad, la habitaba como si no le perteneciera totalmente y solo usufructuaba de ella las horas de monotonía que precedían al regreso al trabajo. Mientras permanecía en casa dormía, transcurría unas horas sin contenido y que solo se justificaban como prolegómeno de su horario laboral. Su vida parecía carecer de meta; era una máquina de subsistencia. Lo único que llegaba a redimirlo un tanto del ciego túnel de sus días era la llegada del domingo, en cuyas sosegadas mañanas se acercaba a la estación para observar la partida de los trenes. En el vestíbulo contemplaba la idas y venidas de los pasajeros, el tráfico frenético de las maletas deslizándose sobre el piso encerado en dirección a los scaners donde eran radiografiadas.

En verdad, su único anhelo era partir, partir hacia algún lugar donde la vida no se tasase como vulgar mercancía, partir hacia lo inopinado, lo utópico. Soñaba con emprender ese viaje diferente que no fuera el drástico viaje sin retorno. Por eso gustaba pasear los andenes y adquirir en las ventanillas ese billete de tren que lo transportase por los raíles de lo posible hacia un destino llamado esperanza.

ESCRIBIR, HOY

ESCRIBIR, HOY
No cabe duda de que la escritura hoy se ha desacralizado. Si antes significaba el privilegio de una singular élite, hoy se ha convertido en un democrático ejercicio para un amplio sector de la ciudadanía. La novela, que antes pertenecía al dominio de bien escogidas sensibilidades, hoy desvela sus claves para todo aquel que pretende acceder a ella. Si al escritor antaño se le tenía como una suerte de gurú u oráculo, esclarecido guía de las latentes aspiraciones de la sociedad,  hoy no pasa de ser un amenizador de los ocios de sus lectores, por muy selectos que estos sean. Si ser escritor antes suponía una categoría, hoy no pasa de ser una vulgar ocupación, y no de las mejor remuneradas.

En otros tiempos, ser escritor se definía como esa ocupación marginal, cuyo valor social no dejaba de ser discutible, pero que no obstante era respetada o cuanto menos tenida en cuenta. ¡Cuán diferente hubiera sido la sociedad victoriana sin los epigramas de Óscar Wilde! ¡O la Rusia prerrevolucionaria sin ese llamado a la conciencia que supuso la voz Lev. Tolstöi! ¡O cuánto hubiera echado en falta la España de la segunda mitad del siglo XX sin la figura desaforada de Camilo José Cela! Porque con Cela quizá se inicie el declive de esa vieja casta, y con él el escritor deja de estar ungido con ese ethos que marca la diferencia. Cela aún se tomaba el lujo de una personalidad excéntrica, la procedencia profética de una noble cuna, Iria Flavia, y el torrente de una voz que precisaba ser escuchada, porque acaso guardaba en ella el talismán de una secular sabiduría que a todos convendría aprender.

Es triste que escribir haya perdido el sortilegio de ese rito donde el autor derramaba su alma sobre el folio en blanco. Porque de ese extraño bautismo nacieron sicólogos tan finos como Dostoyevski o Balzac, genios tan incontestables como Shakespeare o Cervantes, o  buscadores de los inefable como London o Hermann Hesse. Si escribir en España era llorar en el siglo XX, en el XXI quizá se pondere con tintes incluso escatológicos.