HACER NOVILLOS

HACER NOVILLOS

 Defraudaba a la sociedad, a mis padres y a mí mismo, pero no podía evitar encaminar mis pasos hacia el Garbinet y no hacia el instituto donde me requería el deber. Es frente a la adversidad donde se forja la hombría, pero yo era inconstante y blando. La dirección que había tomado me reservaba la voluptuosidad del campo y el despertar matutino de la vida, bajo la caricia radiante del sol, en contraste con la aridez de las aulas. Íbamos hacia la primavera y los almendros ya estarían en flor. Por senderos y bancales mis jóvenes miembros perseguían la libertad; si me hubiera decidido por el camino contrario, habría padecido la presión de los profesores y el trato engorroso de los alumnos, incomprendido en el pupitre solirario. En el campo tenía que afrontar también la soledad; por unas horas sería el proscrito. Pero ¿no hacían lo mismo muchos de los animales que se escondían en las frondas, sin dar cuenta de sus actos? La vida de las bestias nos es una vida regalada; tampoco la del hombre; ambas están marcadas por su finitud. La única diferencia es que los animales lo ignoran. Pero, ¿en verdad, lo ignoran?  Yo en el campo encontraba un relajo momentáneo de esa incertidumbre, de esa penosa sensación que condiciona cada vivencia, dejándome llevar y uniéndome sin preguntas con las cosas. Todo fluía siguiendo un impulso necesario, en el que no existían las contradicciones. El sol presidía ese aventurado devenir, en el que todas las criaturas se regían por una voluntad secreta aceptada con docilidad, como obedeciendo un tácito acuerdo.

 Reconfortaba sentir el roce de la maleza en los camales del pantalón mientras caminaba y sentía desperezarse la jornada. Los pájaros volaban a su arbitrio, y si les placía, trínaban celebrando la mañana. Porque parecía cubrir a tales mañanas un alba pulcra, una sensación edénica. Todo rezumaba frescura, idílico encanto; la hierba colmaba el olfato con su perfume; pinos e higueras emitían el suyo, ácido y punzante; los almendros alegraban con sus flores de nata; una corriente rumoreaba en una acequía, a la que resguardaba un cañaveral  donde se dejaba oír algún sapo; las chumberas daban  sus frutos; esbeltas se erguían la pitas, amenazando puntiagudas, y al final del camino polvoriento, un chaletito. en el que alguien tenía la suerte de morar. Al pasar, un perro ladraba tras la puerta. Un muro mediano al que se apretaba un seto de bojes lo aislaba de los campos.

En la mitad de un prado, al otro lado, a un tiro de piedra del camino, aprovechando una cabaña abandonada, vivían los gitanos. Habían ocupado aquellos muros derruidos, aislándolos de la intemperie  con tablas, lonas y cartones. No sé si tal apaño los protegería de las lluvias torrenciales del levante. En un cercado de alambres, a un lado picoteaban unas gallinas. Un burro gris, un tanto hirsuto, coceaba nervioso, atado con una cuerda a un olivo. Qué venturosa parecía la vida de esos gitanos. Ellos no tenían que responder de asignaturas y deberes. Mas no obstante tenían que soportar la cotidiana carencia, aislados del resto, sujetos a otro sino, como yo en estos momentos. Odiaban a los payos. Tal vez si me sorprendieran así, indefenso en el camino, me despojarían de todo. Y en mi circunstancia, sería un engorro tener luego que dar cuentas. Mas nada hay que temer; los veo salir de su chabola. Observo a una mujer y sus pequeños churumbeles. Un chavea adolescente, cubierto por un sombrero de paja, da de comer al burro. Me alejo por el camino, sin que reparen en mi presencia. Qué grato sería despertar cual los gitanos con los gallos, vivir sin ataduras ni confort, hacer de la vida una aventura. Todo esto lo pienso porque cuento con volver a mi casa, sencilla y acogedora.

Me adentro por la senda buscando nuevos alicientes. La mañana va madurando y el sol parece empezar a picar. Una brisa recorre los campos y mece la arboleda; siento su frescor en la cara. Es grato sentir tal plenitud de vida. Por un rato, me olvido de la escuela y mi  conciencia se apacigua sin insistir en sus reproches. Me recuesto sobre la hierba. Arranco una espiga para juguetear con ella. Acaricio mi nariz con sus pequeñas agujas, como si la cepillara. Eso me hace estornudar. Tendido del todo, sujetando la nuca entre las manos, cierro los ojos como adormecido. Al abrirlos, me ciega arriba el azul, donde circula el algodón de contadas nubes. Bastante cerca, brinca un saltamontes. Tal suceso me recordó cuando, junto con los amiguetes,  precoces entomólogos, salíamos al campo a capturar insectos. Los guardábamos en una caja un poco más grande que la caja de zapatos agujereada, en la que criábamos gusanos de seda. De estos -unos pocos ejemplares que se movían en un lecho de morera-, lo que nos atraía era vigilar el proceso de su metamórfosis: la formación del capullo y la posterior conversión en crisálida. En cuanto a los demás bichos, lo que más azuzaba la curiosidad  respondía a una cruenta experiencia: encerrar en un frasco de vidrio un saltamontes acompañado de un mantis religiosa. Nos estremecia descubrir al día siguiente el cadáver  mutilado de la  langosta contemplado por una mantis erecta lamiéndose las letales  garras. Tan macabro rito constituía una de las primeras experiencias con la muerte. Porque hay una trinidad que nos condiciona: el espacio, el tiempo y la muerte. Pero tendido en aquel rodal herboso, inmóvil, sólo era consciente del tiempo que transcurría, lento pero sin detenerse. En aquel vagar ocioso por los campos, que apenas distraía con un poco de lectura, las horas pasaban casi sin ser sentidas y, al comprobarlas en el reloj de pulsera, constataba que estaba próximo a dar la 1 y que toda la tensión de la mañana desfallecía y sentía como un amago de tristeza. El sol alcanzaba el cenit y brillaba cegador. Tocaba el momento del regreso, de reintegrarme a la colmena de la ciudad, ese ámbito estructurado y sin horizonte, y someterme a su despiadada disciplina de obligaciones y reglas. En el aula, otro habría sido convocado a responder en la clase de matemáticas, para resolver aquellas complicadas ecuaciones tan irresolubles. Yo deseaba ser un hombre íntegro, pero aquella deriva indolente me llenaba de vacilaciones. Al llegar a casa comía sin apetito la comida que mi madre preparaba. Por hoy había sorteado la cruda realidad, pero al día siguiete me tendría que volver a enfrentar al mismo reto.

Glosas toledanas

Glosas toledanas

 En estos días leo un libro sobre Toledo. En España hay muchas ciudades con una prolija historia, pero Toledo ocupa un lugar relevante. De capital goda y de los reinos cristianos, a través de los siglos se consagró como nuestra particular Roma, desde donde su arzobispo primado velaba por los designios morales de la patria. Su muralla nos cuenta que estuvo sometida a cuantiosos asedios. Hoy la preserva como una joya dentro de un cofre, que merece ser guardada. A ella acuden los nostálgicos de España, porque en su personalidad se reconocen sus heridas. En sus piedras parece inscrito nuestro ADN. Dentro de su laberinto se enjambran nuestras leyendas. Allí reside el alma de nuestro pretérito envanecido. Bécquer supo rastrear el palpitar de aquello que ya no éramos, discernir sus ecos. En sus nostalgías pudo reconocer al hombre que él nunca fue y que ya desdeñaba la era industrial a la que se avanzaba. Su añoranza de un gran pasado se diluía en el menoscabo de una realidad presente. Lo arrebató su siglo como el viento barre las hojas del otoño. Su joven vida se truncó de modo efímero, sin él saberse ya ganado por la posteridad.

Toledo: ¡Qué bella vista de sus montes desde el paseo del Tránsito! En su límite se hunde el precipicio en donde traza su hoz el Tajo, que corta un paisaje de colinas a cuyo solaz se salpican los cigarrales. Según dicen, en el área del paseo se ubicaban las casas del palacio del marqués de Villena, en donde vivía y tenía su taller el Greco. Teothocupuli es otra presencia permanente en Toledo. Su obra se halla desperdigada por la ciudad. Parte de ella en el cercano museo; el resto en la catedral, o en Santo Tomé, donde en una de sus capillas se contempla el Entiero del conde de Orgaz,  y , por último, en Santo Domingo el Antiguo, para el que pintó el retablo presidido por la Trinidad, acaso mi lienzo favorito del artista, además de algunas obras genéricas dispersas por iglesias y conventos. Podría decirse que lo fundamental de su obra está en el Prado, en Madrid. Pero su alma sigue residiendo en Toledo. Palpita junto a la idiosincrasia de la ciudad. Toledo exhala Contrarreforma. En ella se aglutina la catolicidad de España. El Greco prefiguró su devoción, su piedad desgarrada, tan esencial como las almas. Alma, llama. En sus figuras arde el fuego de la fe. Esa luz mística que envuelve a toda su imaginería.

Hay tantos nombres ligados a Toledo. Reyes: godos como Wamba y Recesvinto; cristianos como Alfonso VI, quien la reconquistó, y Pedro el cruel, quien la perdió. Pasear por Toledo es rescatar esos origenes; tropezar sus restos en San Román; penetrar la leyenda en la mezquita del Cristo de la Luz, porque Toledo también fue mora; capital antes de los Omeyas, reino de taifa con Al Mammun. Se dice que en ella convivieron tres culturas, la cristiana, la musulmana y la judía. Para rastrear esta última hay que bajar de nuevo al Tránsito, corazón de la judería y en donde se ubicaban sus sinagogas, rebautizadas con nombres cristianos como Nuestra Señora del Tránsito y Santa María la Blanca. En ellas ha perdurado la esencia Sefardí, la de aquellos judíos que abandonaron con lágrimas la vieja Sepharad, que no era otra que España. Esa patria que a todos nos incumbe, y sin cuyo legado no sabremos reconocernos. Y de la que no podemos desligarnos, pues somos con nuestras circunstancias.

Zelensky y los 300 ucranianos

Zelensky y los 300 ucranianos

 Mariúpol no se rinde,

afrontará el supremo sacrificio.

Al igual que los 300 en las Termópilas,

contendrán el embate del invasor,

porque de su entrega 

depende la suerte de Ucranía.

Ay! de los vencidos...

Dios os sostenga en esta hora

de la devastación y la muerte,

porque toda la fuerza del infierno

se abatirá sobre vosotros, 

para aplastaros bajo un peso ignominioso;

lo que fuera una ciudad

se reducirá a un yermo estéril;

donde florecía la vida

reinará el silencio de los sepulcros

y lo habitarán espectros y reptiles. 

No habrá piedad para el combatiente

ni para la mujer, el enfermo o el huérfano;

en cada uno de los rincones derramará la sangre

y donde hubo comunión persistirá la ausencia.

Se abrirá para ti, Mariúpol,

 la boca del abismo

y sus llamas te consumirán

y te tragará la tierra.

Pero tu bravura no será olvidada

mientras un aliento de justicia anide en el hombre

y al fin el reino de Dios habite entre nosotros.


Misiles sobre Kiev

 


Misiles sobre Kiev.

Qué cercana Ucrania con la televisión.

En la mesilla de noche

una vieja edición 

del Hombre de Kiev, de Malamud.

(¡Qué hermosa película de Alan Bates!)

Parece que los rusos

la tenían tomada de siempre

 con judíos y ucranianos.

La historia nos hace desconfiar

de todos los rusos con nombres

acabados con el sufijo "ín".

Empezamos con Rasputín,

continuamos con Lenín y Stalín

y acabamos con Putín, ¡jolín!

¿Qué será de esos otros Tolstoi

Dostoyevski, Chejov,

Chaikovski, Korsakov,

Turgenev, Mussorsky, Goncharov?

¡Qué lejana hoy se nos queda su voz!

Tchín, tchín, tchín

Rasputín

Lenín

Stalín

y ahora 

Putín

Tchón, tchón, tchón

¿Y si los nombramos con la "o"?

Empezemos:

Rasputón...

¡Menudo follón!...

DESPIERTA, EUROPA

DESPIERTA, EUROPA

 Supongo que esta guerra de Ucrania comenzó a forjarse tras el varapalo de la caída del muro de Berlín y la desmembración de la antigua Unión Soviética. Nadie iba a imaginar que tras el alegre Yeltsin, a quien reía los chistes Bill Clinton, se haría con las riendas del poder ruso un personaje un tanto gris, procedente del KGB y con aspecto de oscuro funcionario. Putin vivió unos primeros años de irrelevancia internacional de la Federación Rusa. Pero aquel hombrecillo que abría las puertas del coche al prodemócrata Yeltsin como fiel lacayo, en su fuero interno debía sufrir por ver a la sagrada madre Rusia ninguneada y velada en el descrédito.  En su debilidad inicial, soñaba con afianzarse en el poder y desempolvar las viejas consignas que se manejaban en  la inteligencia soviética durante la legendaria "guerra fría", recuperando para la patria su grandeza. Putin maniobró con astucia, dando a occidente la imagen de un hombre moderado, empeñado en devolver a Rusía sus tradiciones ancestrales, asistiendo a la misa de los patriarcas ortodoxos, y liberalizando una ecomomía que pronto pasó de detentarla la nomenclatura a hacerlo unos cuantos oligarcas. Concedió al pueblo que siguiera acudiendo a las urnas para elegir a sus representantes, pero se aseguró de salir ganador en cada uno de los pebliscitos. Inteligentemente, tomó medidas encaminadas a fortalecer su poder, que se engrandecía a la par que su personalidad. Poco a poco fue sacando su cabeza del atolladero en que se veía metido, con la ayuda estratégico-comercial de sus combustibles y en connivencia con un ejército que recibía una de las mayores tajadas del presupuesto del país, y en donde no faltaban nostálgicos como él que pretendían ver a Rusia azote de los pueblos y campeona de las naciones. Paulatinamente, fue desplegando su ejército en el ajedrez de su estrategia. Desbarró en Afganistan, salió más airoso de Chehenia y Georgia, arrasó en Siria, y montado en el totémico oso ruso se anexionó Crimea, avivando el conflicto separatista en el este de Ucrania y oteando el Mar Negro desde la terraza de un palacio de Sebastopol. Rusia fue cambianndo de color; parecia teñirse otra vez de rojo. Se reavivaba el conflicto internacional entre bloques. En el interior, parecían debilitarse la veleidades democraticas. Se prohibián los partidos, se encarcelaba o asesinaba disidentes, se censuraban los medios de comunicación, se reprimían las manifestaciones de protesta. En definitiva, se preparaba la guerra. Viendo desfilar a las tropas rusas en el 2020-21 en el desfile de la Victoria era difícil no augurar lo que está pasando hoy. Nadie fomenta un ejército tan superlativo como el de Hitler si no tiene las garras afiladas. Despierta, Europa, pues tras el de Ucrania nos puede llegar el segundo zarpazo, acaso más doloroso y sangriento que el primero.