SEMBLANZA DEL SAVONAROLA

SEMBLANZA DEL SAVONAROLA
Para comenzar este esbozo habría que remontarse al tiempo en que Cosimo el Viejo encargó a Michelozzo la reconstrucción del convento de San Marco, en un barrio de Florencia dominado por la familia Medici, no lejos de su palacio, que se edificaba en la vía Longa, sobre planos de este mismo arquitecto.
Girolamo Savonarola, oriundo de Ferrara, había llegado a Florencia destinado por su orden, la dominica, tras haber asimilado una solida formación y contando tal vez con el beneplácito de sus superiores, quienes creerían que podría acometer una exhaustiva labor en la más floreciente, quizá, de las repúblicas italianas. Con estas perspectivas debió ser admitido en San Marco, convento del que llegó a ser prior.
Savonarola se integró en la ciudad en su mejor época(finales del siglo XV), esa que los vernáculos denominaron Quatrocento. En ella se daban ya esas eximias manifestaciones de lo que luego constituyó el renacimiento italiano, tanto en el terreno del arte como en la cultura en general. Era la época de los grandes talleres de los viejos maestros, Verrochio, Ghirlandaio, Pollaiuolo..., entre cuyos aprendices se contaban esas figuras que luego fueron míticas: Boticcelli, Leonardo, Miguel Ángel, etc. En ese tiempo, Florencia estaba dominada por una figura que lo les andaba a la zaga, Lorenzo el magnífico. Hábil político, protector de las artes y el saber, poeta en sus ratos de ocio, supo crear esa identitad que todavía sigue conformando la fisonomia, tanto estética como ideológica, de la ciudad. Al tiempo que en la nueva Academia por él formada destacaban los nombres de Marsilio Ficino, Pico de la Mirandola o Ángel Poliziano, en san Marco se daban a su vez dos fenómenos de contrastado jaez, la original visión en el terreno estético de Fra Angelico, y la ideología reformadora de Savonarola en lo religioso, por no decir en lo político.

Savonarola, como Miguel Ángel, tuvo con los Medici una relación bastante contradictoria. Por una parte les era deudor, pues dirigía un convento que se mantenía por sus aportaciones; y le facilitaban, por otro lado, un foro, el de San Lorenzo, desde el que era escuchado en toda Florencia. Pero el caráter de unos y otro sólo podía dar el fruto de la deslealtad. Sovonarola fue llamado, en lecho de la agonía, por Lorenzo para que le administrara la extremaunción y la postrera comunión; a ciencia cierta no sabemos cuál fue la resolución última del dominico, si esa controversia interior se transformaría en condescender humano. El caso es que tras la muerte de Lorenzo, se trazaría el destino memorable y trágico del sin par fraile.

Reconocer en Savonarola el censor implacable de esos frutos profanos del renacimiento, cuyo fin era consumirse en la descomunal Hoguera de la Vanidades, es verlo con la parcialidad con que lo ha estudiado la moderna historiografía, propensa a ensalzar el deslumbrante período mediceo y el apoteosis artístico de dicho período. Ver a Savonarola, más auténticamente, es hacerlo por medio de esa fe que subyace en el acontecer humano, en una época que se aprontaba a germinar nuevos frutos. La horas de la iglesia hasta entonces conocida estaban contadas; en el horizonte comenzaban a resplandecer los dorados brillos de la Reforma.

DREAMING VIENA

DREAMING VIENA
Desde la habitación del Hilton,
atalaya del Danubio,
Viena se ofrece como nueva Israel
a Moises frente al Nebo,
nido de delicias de leche y miel
que me invita con su ofrenda a paladear.
Será mi paso, sin embargo,
el del turista engorroso
de la sociedad del bienestar.


El surco de plata del gran río
ciñe esa cintura de incitante damisela,
mientras Viena, discreta y algo esquiva,
se recoge entre rubores de gran dama.
Pero Danubio osado, un tanto tosco, salaz sileno,
abraza el cuerpo esbelto de la urbe que palpita
de ingenio, de arte, de música,
del sueño de sus bosques presentidos...
En lo inmediato, no obstante,
bajo la línea inarmónica de burdos rascacielos,
sólo un arpegio de motores percibimos
un trítono lúgubre de bocinas intercaladas como eco,
un tropel de inquietantes geometrías
en arremolinado vendaval de quebradizas hojas otoñales
arrastradas por la serenata nocturna de Mozart,
que precipita sus notas sonámbulas
sobre la cascada ornamentada de espirales y cuadrículas
en una composición art decó de Klint.

Roman Holydays

Roman Holydays
No lejos de Plaza de España, entre la retícula de calles angostas y seculares, quizá trazadas ya durante la milenaria planimetría romana, no sé precisar en este momento por qué érráticos vericuentos accede uno a la via Margutta, en uno de cuyos portales, el correspondiente al número 51, penetramos. Nos recibe un vasto patio que remite a los de las viejas posadas castellanas. En su perimetro desembocan distintos vanos de escalera que conducen a heterogéneas zonas habitables del inmueble. Podría aventurarse que su diseño nos evoca las viejas corralas madrileñas, patios de vecindad superpoblados por los núcleos de la sociedad más castiza. En verdad, aquel espacio parece razonablemente estructurado para dar cabida a un cierto estilo de vida, modestamente romano. En sus rincones se respira plena autenticidad, se pladea ese sabor vernáculo. Llama primodialmente la atención la amplitud de un espacio que se contradice con el área reducida de las viviendas que congrega, y deja entrever cuál era la auténtica realidad de esa Roma silenciosa, ausente de grandes monumentos, que palpita generación tras generación transfiriendo ese carácter peculiar de lo romano. La escalera que buscamos se halla presidida por un aguila con la alas desplegadas, como símbolo auténtico de totem, y auspicia el secreto de nuestra visita al inmueble.

Hay más de una razón para visitar el 51 de via Margutta, uno romper la discrección de esa Roma popular y desentrañar el latir cotidiano de su vida; otra, conocer uno de los enclaves donde se rodó una de las más amables películas de la historia del cine: Vacaciones en Roma. En vía Margutta 51 se ubicaba el reducido apartamento habitado por Joe Bradley(Gregory Peck) y al que llevó a la princesa(Audrey Hepbrun), tras bien argumentadas peripecias, a pasar la noche. La idea del film, original de Dalton Trumbo, aunque presente evidentes coincidencias con el Sucedio una noche, de Capra, constituyó en su estreno un notable éxito, auspiciado por esa ascensión al estrellato de uno de los más radiantes meteoros de Hollywood, esa Audrey Hepbrum, de filmografía memorable.

Por otra parte, la pelicula se constituye en un escaparate tras el que la Roma milenaria se da a reconsiderar al mundo extraeuropeo, especialmente a Norte América, reclamando un turismo marshaliano que la hiciera remontar del marasmo postbélico. Seguramente el rodaje del film coincidió con la inquieta efervescencia del neorealismo italiano,tras cuyos fotogramas se trasluce la realidad de ese pueblo macerado, de incietos horizontes, que mira esa realidad desgarrada de los ojos de la Magnani y aguarda un insatisfactorio porvenir en mugrienta camiseta de sport.
Por siempre, Roma;Arrivederci, Roma.

CREPUSCULARIO SECRETO

CREPUSCULARIO SECRETO
Puedo discernir entre el crepúsculo lo esquivo de la horas que van muriendo como hojas resecas y son barridas por el viento. Puede ser otoño, incierto en su claridad imprecisa, evocador de paisajes cenicientos, invitando a luengas lecturas a la lumbre del deseo y donde trafican los oscuros mensajeros de la promesa. Se escucharía quizá el rumor de un río, que recrea sus meandros en lugares encrespados, desentrañando de instantáneas bucólicas el paisaje y cuyas aguas cantarinas quieren preciciparse sinuosas hasta la placidez de los valles dóciles. Entre los árboles, vigorosos cedros o álamos livianos, canta el mirlo o grazna la corneja y el dulce brillo crepuscular presiente la noche endrina de metales. Será el ruiseñor de la cumbre quien traiga el anuncio de la fuente eterna, donde nos habrá de colmar la bebida imperecedera y, puestos los ojos en el firmamento, cantar a coro el himno de los inmortales.

Lo van trayendo los días; en otro tiempo testigos de ominosos y esforzados trabajos. Lu música de sus horas era una monótona melodía de cacofónica pianola destartalada, cuyas notas sonaban a tedio y a derrota, donde los agudos sonaban como cristales rotos y sus graves a lúgubres presagios. Verdaderamente era como una noche de fundidos metales recalcitrantes, una incursión crepuscularia de Orfeo en esos abismos innombrables a los que solo se alcanza en las profundidades más recónditas del alma. ¿Quién sabe quien era el intruso? Qué significaban esas visiones de sombras sobre panes de oro, qué pretendían decir, por qué trataban de convencer. La realidad entonces era un clavo ardiendo. Creía que el abismo me tragaba definitivamente. Buscaba a Dios. Nunca como entonces lo busqué, porque fue entonces cuando supe a ciencia cierta que Él Era. Su palabra a través de las generaciones parecía iluminar mi destino y en la paciencia y en esa fe aprendí a aguardarlo.

No sé decir cuando el iris irradió tras los sucios momentos de la tormenta, de una de esa tormentas de arena, donde los goterones arcillosos impregnan de contrariada resiganación la vida o traen entre burbujas que rompen al chapotear una siembra de lombrices y renacuajos. Al amarillear el sol alumbró esa cosecha de inmundicias; el campo se veía árido, sembrado por tal infecta semilla. Tuvo que esplender fertilizador el astro con sus rayos hasta convertir ese inmundo abono en la fecunda bendición de los verdes prados por los que el límpido río discurre y se escucha otra vez la voz apaciguadora del pastor reuniendo a su rebaño, haciendo resonar las campanas flamantes de la aurora.

VENECIANAS XIII: INVITADOS EN VENECIA

VENECIANAS XIII: INVITADOS EN VENECIA
Venecia es una de esas ciudades que siempre mantiene tendida su mano al corazón de sus visitantes. Desde hace siglos son escasos los viajeros que no han registrado su experiencia sentimental con la ciudad lagunar en su cuaderno de bitácora. Dichas experiencias nos han llegado sobre todo por mediación de los artistas que plasmaron en obras más o menos célebres su actividad viajera.

El sur, que para los pueblos sajones y nórdicos se concretaba a esa península itálica que capitalizó el mundo antiguo, captó muy especialmente el interés de los viajeros opulentos provenientes de tales latitudes, en gran parte de Alemania e Inglaterra. Si bien Italia fue desde muy atrás el destino escogido por el exclusivo turismo de épocas precedentes, recuérdese los ejemplo de Durero y Montaigne en pleno renacimiento, correspondió a Goethe forjar la leyenda de los periplos italianos. El gran autor alemán, figura mítica de sus letras, confesó en su incomparable Viaje a Italia el inpacto causado por este particular encuentro, en especial por su descubrimiento del mundo clásico, que seguramente soñara asomado a los viejos foros durante el crepúsculo romano. Creo que corresponde a él la frase de: si Venecia fue mi instituto, Roma será mi universidad.

En estas páginas llenas de impresionada admiración que constituyen su diario viajero, repara Goethe extensamente en la ciudad de los canales, en su originalidad incomparable, en la riqueza artística que atesora y su singular posición en la historia de los pueblos. Sin embargo, no fue el autor de Fausto quien se dejó arrebatar, en relaciones no sé si del todo honestas, por primera vez por la ciudad. Este lugar correspondió a su joven y admirado poeta, Lord Byron, quien vivió el misterio fabuloso de Venecia hasta sus tuétanos. Temprano se le sorprendía nadando por el bacino en dirección al palacio Mocenigo, donde vivía una turbulenta pasión con su casera; de noche se lo encontraba en los salones de las cortesanas;y en su dilatada estancia, penetró, en fin, esa vida de la ciudad semifantasma, cubiertos en el velo del misterio sus palacios abandonados, que se dejaba filtrar en la emoción transida de sus versos, los cuales trataban de escudriñar sus inconfesables razones de diosa aletargada. Sin la menor duda, Byron fue para la "gran dama" su amante romántico y secreto; luego vinieron los amores mas formales, los de Balzac o James, de Proust o Pound; y, finalmente, el idilio crepuscular con Wagner, que creó para festejarla la ambigüedad de unos sonidos nacidos del mismo secreto de su enigma, tan lejos de esa vital luminosidad cartesiana conmemorativa de Vivaldi.

AZUL EGEO

Cuando uno navega por el mar Egeo inicia esa epopeya que el poeta ciego, ese Homero de incierta identidad, fraguó con lucidez incomparable. Es ese mar escenario de los dos magnos poemas que introdujeron a los griegos en el relato imperecedero de la historia, y dió a sus pueblos esa fisonamía capaz de fascinar y aun transformar las demás culturas. Fueron los griegos, en suma, esa koiné que tanto supo indagar su intimidad como su lontananza, y conquistándose a sí misma, en el espejo de su filosofía y su paideia, supo conquistar el mundo con el sueño de su libertad. Sócrates fue el genio de la primera, Alejandro el artífice de la entelequia.

Tierra de luz, tierra de azul. A sus orillas, donde fenece el coral con su ilusoria mortaja de espuma, la espada del sol hiere la blancura nítida de las casas, sobre las que azulea una breve cúpula y cuyas fachadas enfrentan las caricias de los céfiros y la tentación de sus lejanías, queriendo embeber en el espejo de sus darsenas el movimiento infinito y su misterio submarino. Alli nacen los peligros y los frutos, también sus mitos: la belleza en plenitud de Afrodita, la seductora de Nausicaa o de Calypso, que aguardan entre las frondas lo que la marea legendaria arroja a sus playas. No pudo ni aun el náufrago de Troya, el astuto Odiseo, dejar de sucumbir a sus encantos después de harber burlado las cautelas del taimado Polifemo. Quizá tal fue la venganza de los dioses por haber concebido el ardid del caballo. Tantas playas después, tantas arenas hollaron sus plantas, tantos trabajos pendientes como los de un Hércules renacido hubo de superar, que a su regreso, tras tan arduo bagaje de vicisitudes, casi no recordaba como era Itaca. Pese a la lealtad entrañada de su perro, temía que los suyos y los pretendientes de su reino le reconocieran; por eso recurrió al disfraz y a su refinada astucia para recobrar su patrimonio. Todos conocemos el feliz final de la historia: recuperó la potestad, libró a su mujer Penélope de la fatalidad de su dilatorio tejer y renovó el afecto de su hijo, Telémaco.

Por mi parte, también añoraría navegar esas aguas ancestrales a la luz de esa visión incomparable de las leyendas que verificó Scheliemann. Surcar su superficie al empuje del bogar del remo de los versos homéricos, al encuentro de esa Troya que persiste en la memoria mediterránea de nuestros sueños, y en el fragor heróico de la mística batalla, ganar el glorioso logro de la inmortalidad.
Ojalá no sea todo un sueño de verano, un crucero insólito de azules plenitudes, entre el tibio rumor de la brisa y notas dispersas, reveladoras, de sirtaki.