CHARLOT, A LA 1:30 DE LA MADRUGADA

Nadie discute hoy que Charles Chaplin fue el creador de una  de las figuras más emblemáticas del sigloXX: su vagabundo, Charlot. Con Charlot, el pasatiempo del cine se convierte en arte.
Chaplin dominó los mas variados recursos cómicos; se le reconoció con el rey de la pantomima. Pero conforme su carrera fue avanzando, con su genialidad demostró que sus creaciones estaban muy por encima de la mascarada del clown. Parece evidente que su madurez comenzó a desarrollarse desde que estableció su contrato con la Mutual. En dicho convenio se le daba carta blanca para hacer y deshacer, por primera vez era el dueño de su obra y se le proporcionaban los medios para desarrollar cuanto el creía que debía ser el cine. La cosecha obtenida fue un rico ramillete de cortos que establecen el canon para la nueva comicidad, después de los cuales la comedia ya no volvió a ser la misma.

De esta época data el corto "Charlot, a la 1: 30 de la madrugada". Se trata de uno de los más inspirados monólogos de Chaplin. En él interpreta a un acaudalado señorito que regresa a casa después de una noche de jarana. En cada uno de los fotogramas se evidencia la gran sabiduría cómica del gran actor que fue. Durante los veinte minutos aproximados de metraje se suceden una variedad insospechada de "gags", a cual de ellos más ingenioso y más hilarante. Sabemos que nada en ellos era fortuito, que el genial cómico repetía las escenas una y otra vez hasta alcanzar el objetivo deseado; un objetivo en el que se preveía la ingencia de sus recursos teatrales y su sutil conocimiento de los gustos del público. Porque Chaplin conocía perfectamente el dónde, el cuándo y el cómo arrancar la carcajada del espectador.

Pero en este film, como en tantos de los suyos, el autor va mucho más allá de conformarse con el momentáneo reflejo de la risotada y nos sugiere que en cualquiera de sus fotogramas se rezuma un más rico contenido y se evidencian lecturas más suculentas. En "Charlot, a la 1:30 de la madrugada" reconozco como en otras muchas de sus obras una parábola del hombre moderno, acuciado por cuanto le rodea y sumido en una perplejidad casi kafkiana. Como siempre Chaplin ha dado su vuelta de tuerca, pues el personaje del film, en su ebriedad, ha dejado de ser el burgués racionalmente acomodado en el mundo, en una sociedad establecida para su confort, y como consecuencia ese mundo se le rebela. En su inadaptación,  recibirá las más impensadas venganzas que este derredor, ahora hostil, es capaz de infligir; lo cotidiano, lo rutinario se torna una cámara de los horrores, un gabinete de tortura. Hay algo, en fin, en "Charlot, a las 1:30 de la madrugada" que me recuerda en sus vicisitudes a las del operario de "Tiempos modernos", victima en su alienación de aquella gran fábrica monstruosa, símbolo del progreso indiscriminado. En ambas Chaplin se compadece de ese anónimo hombre moderno, víctima del deshumanizado orden  contemporáneo que se impone, hijo de la mezquindad y el cálculo.

¿QUÉ TIENE NOTTING HILL?

¿QUÉ TIENE NOTTING HILL?
Reconozco que Notting Hill es una película algo acaramelada, con un guión en algún modo improvisado y cuya verosimilitud ofrece cierto reparo; pero no puedo negar que su propuesta desmañada rezuma cierto encanto. Quizá sea ésta la palabra que mejor la defina. Nos proporciona una lectura relajada del Londres de andar por casa, el Londres de una joven pequeña burguesía que se conforma con los horizontes rutinarios que la gran metrópoli puede proporcionar.

Confieso que la película, después de asumir sus obvias limitaciones, llega a sugestionar con su sencillo y entrañable universo. Como comedia, plantea una visión optimista de la vida y nos describe un ámbito de ciertas aproximaciones sociológicas al que acaso nos gustaría pertenecer. No sé si sus personajes entrañan ese Londres gris y cotidiano, o pergeñan el prototipo del londinense anónimo con que uno se tropieza al subir al autobús o junto a la barra de un pub, pero en sus nimias vicisitudes se puede auscultar ese latido encarnado e inmediato de la ciudad.

Cuando se estrenó en su día, no me duelen prendas admitirlo, asistí varias veces a su proyección. Y  es que me atraía inmiscuirme en su edulcorada farsa, completar, sumergido en ese pequeño mundo ensoñado, las limitaciones de mi propia vida, tan llena de carencias e inconexas realidades como las de los variopintos personajes de Notting Hill. Porque la película desarrolla una trama de proclamada inocencia, en contraste con la agónica trampa que la realidad nos depara. Aunque solo sea por eso, merece la pena adentrarse por ese Portobello Road y resarcirnos de nuestras certidumbres con su sutil magia transformadora.

LAS LIMITACIONES DEL "YO"

LAS LIMITACIONES DEL "YO"
La rivalidad excluye; el amor integra.
En este proverbio quizá quede condensado parte de nuestro drama existencial. Porque ¿no sería acaso esa voz diferenciadora del "yo" personal la que destruiría el Paraíso?
En el Paraíso prevalecía la inocencia; en él el viejo Adán participaba de esa conciencia única de integridad, bajo una voluntad unitaria en la que se justificaban todas las cosas. Desconociéndose a sí mismo, en él no podía penetrar la conciencia del remordimiento. Sólo cuando se reconoció desnudo, cuando se supo Adán enajenado de su derredor, sintió el desgarro de su desolación, su realidad de episodio excluido del destino de las demás cosas. Porque de esa conciencia subjetiva incapaz de penetrar esa otra inocencia objetual de lo creado parte toda la cruel paradoja existencial. Existimos pero no podemos integrar el mundo al que pertenecemos.

En estás últimas mañanas, suelo bajar a una hora temprana hasta el mar. De él nos extasía su inmensidad azul que quisiera abarcarlo todo, y en efecto lo abarca, pues en su inconsciencia integradora el todo tiene cabida en él. Yo suelo sentarme a sus orillas, u observarlo desde la mesa de un kiosco playero mientras desayuno. En esos momentos, quisiera penetrar o ser penetrado por cuanto me rodea, pero toda tentativa se hace infructuosa mientras siga reconociendo la virtualidad de ese "yo" diferenciador y excluyente. En tanto ese "yo" se reafirme, denuncie su preeminencia en todo momento, no podré contener esa totalidad del mar, integrarme en esa supraconciencia elemental y unívoca, en la que todo se incluye, sin constancia de lo diverso.

Pues mientras nos resumamos al "yo", toda nuestra vida se cifrará en una exaltación o una degradación de éste. En ello se concreta la experiencia de la vida más inmediata y aparente, que sólo se justifica en estas fluctuaciones. Siguiendo  sus efectos, nuestra vida se resumirá a unos cánones de victoria y derrota, de engrandecimiento o devaluación del "yo". Partiendo de esto, la experiencia de la vida es amarga, pues en la mayoría de casos obtendremos resultados desastrosos.

PARIS, AÑOS LOCOS

PARIS, AÑOS LOCOS
He visionado por televisión un reportaje bastante revelador sobre esa época que convirtió a París en el ombligo del mundo. Emigrantes y exiliados de todo el mundo se dieron cita en esa ciudad camaleónica, abierta a toda nueva experiencia y arrastrada por el torbellino de cualesquiera festiva celebración. Como bien dijo Hemingway, "París es una fiesta".  Pero, en realidad, ¿qué se festejaba? ¿No era su frenesí una huida de una realidad inhabitable?
El reportaje mueve claramente a la reflexión: nítidamente describe los años de una decadencia, de una época cegada que pretendía sustraerse al gran seísmo que provocaron en el espíritu del hombre los movimientos tectónicos de las dos guerras mundiales. Se trataba de huir, no se sabía bien hacia dónde. Pero especialmente de uno mismo, de la condición humana pisoteada por la inhumanidad de la guerra. Todos se sabían sentados sobre un polvorín, y todos corrían despavoridos sin saber dónde ni cuándo la primera granada estallaría.

Francia, victoriosa de la primera gran guerra se convirtió en tierra de promisión. Fue ese omphalos que congregó todas la voluntades del primer tercio de siglo y sirvió de catalizador. París, desde luego, fue la musa inspiradora, y desde sus barrios de Montmatre y  Montparnasse proyectó al mundo un nuevo estilo de vida, esgrimiendo esa bandera huidiza como la imagen de un sueño, la de la libertad. En su nombre, todo tenía cabida: la libertad de la mujer, la libertad sexual, la libertad del arte, la libertad de los pueblos. Mas, ¿qué era el panorama de la libertad más que un páramo desolado recorrido de trincheras? El mundo se enajenó en las tumultuosas fiestas de París; se enajenó el hombre en todas sus manifestaciones. En el loco frenesí de sus orgías se quiso exorcizar el cercano fantasma de la muerte. Porque en la mayor plenitud de vida se minimiza la desmesura de la Parca, siempre acechante. En ese París desbordado volvió a redescubrirse todo, un viejo arte que se creyó nuevo, una literatura desorientada que aún espera encontrarse. Nunca presagió el período que se convertiría en mito, un mito acaso devastador que condicionó todo el perfil del siglo XX y cuya resonancia alcanza a delimitar nuestros horizontes.

FASCINACIÓN POR ITALIA

FASCINACIÓN POR ITALIA
Italia ejerce sobre mí una fascinación de la que me resulta bien difícil sustraerme. De año en año tengo que hacer un gran esfuerzo para resistirme a su llamada, que renueva su eco en mi espíritu como un canto de sirena. Y es que renunciar a Italia es como dar carpetazo a la belleza. En Italia mi espíritu se vuelve liviano, jovial; arropada por su encanto, mi alma comprueba que la vida merece la pena ser vivida. Ésta se convierte en exaltación, no en quebranto; en afirmación y no en resignada desesperanza.

Italia me tienta. Una y otra vez planifico algún viaje que me ayude a reencontrarla. Me acucia la necesidad de recibir otra vez su inefable impacto. Quién puede resistir a la amalgama romana, tendida sobre sus siete colinas como un sueño de eternidad. Sus piedras vivas denuncian ese secreto que nunca pasa. Doliente el crepúsculo sobre la insinuada majestad del foro, parece revivir el gran sueño que una vez se alcanzó y que permanece. En Roma uno parece pertenecer a todos los tiempos, esos tiempos gloriosos que se adivinan reflejados en la aguas del Tíber.

De no existir Florencia, la soñaría. En ella obtuvo la belleza carta de ciudadanía; porque en ella sus hombres volvieron a ser unos con lo natural, esa obsesión del ideal clásico, reencontrando el legado de griegos y romanos. Se reconoció en Florencia un nuevo milagro ático; como con Pericles, bajo Lorenzo el magnífico nacieron impresionantes creaciones que resonarían por los siglos: iglesias relumbrantes de mármol, palacios modélicos que atendieron al canon vitrubiano, esculturas portentosas como no se habían visto desde tiempos de Fidias, la pintura adquirió una fecunda dimensión, abriendo los nuevos caminos de la belleza, en donde el hombre volvía a tener conciencia de sí mismo y de la naturaleza que le rodeaba. No es nada de extrañar que, ante su contemplación, un sensitivo Stendhal aquejara vértigos y palpitaciones.

¿Qué decir de Venecia? Ese pervivido escenario de lo que fue, o de lo que nos quisieron contar. Venecia es, en verdad, esa ciudad de dos caras, las de la apariencia y la de lo que verdaderamente es. No es un mundo real sino el resultado de un sueño, en el que uno gusta sumergirse porque hastiados de lo que somos no gustaría reconocernos en lo que pudiéramos ser. Cierto es que la Serenísima pudiera ser una extravagante fantasmagoría; pero ha sido ante San Marco uno de los pocos sitios donde he llorado.