VENECIANAS VIII: Atardecer en Cannaregio

VENECIANAS VIII: Atardecer en Cannaregio
Los destellos del atardecer en Cannaregio tiñen de enjoyados oros las aguas encandilantes del Gran Canal. En esos momentos en donde se reposa el vértigo del tiempo, su logos se vuelve moroso fluir, sosegado preámbulo del sueño ignoto de la noche, cuya negra góndola navega la laguna oscura del universo, y trascribe ese pulso dilatorio donde despiertan las nostalgias en el viejo "yo" por diluirse en el todo, en un impulso de desbordarse de sí mismo, enajenándose en el otro con ese anhelo inagotable e insaciable de la música del Tristán. Música que conoció su génesis en esa fascinación evocativa de los canales, en el canto nocturnal de los gondoleros, que rasgaban la soledad de los recodos más intransitados de los fiume con las sugerencia cromáticas de sus voces. Mientras uno es mecido por el bogar liviano de la góndola, ensimismado su ánimo por el períodico chapoteo de las aguas contra la proa, el ánimo atento en ese viejo decorado de Venecia, con sus edificios semiruinosos, de paredes descarnadas por el paso de las edades, de ventanales que guardan los secretos de su intenso pasado y en cuyo bosque de chimeneas solo muy aisladamente reaparece el rastro del fuego, que con la inquietud del humo la rescata del sortilegio del olvido, suelen asaltar esos espectros siempre presentes de su memoria, llenando cada vivencia con sus ecos legendarios, y, es entonces, en lo recondito de su laberinto, donde parece resonar la cadencia enigmática del corno inglés de Kurvenal.

El viejo Wagner recaló de nuevo en Venecia huyendo del ambiente agobiante de Wahnfried; su precaria salud lo requeria; aunque era habitual que cada invierno emprendieran ese peregrinaje itinerante por los paisajes del sur. Los inviernos crudos paralizaban la vida de Alemania, pese a que cuando partieron los ecos del Parsifal eran controvertidamente celebrados en muchas veladas y cenáculos. Junto a la prolija corte que los acompañaba, la familia Wagner se instaló en el mezzanino(entresuelo) del palacio Vendramin-Calergi; desde allí se podía contemplar el palpitante devenir de Venecia, el continuo tráfico desde el ferrovia hasta Rialto en el fluir de esa arteria esencial que suministra vida a la ciudad.

El Palacio Vendramin es uno de los más valiosos ejemplos del renacimiento veneciano, obra de un arquitecto que ha aportado obras fundamentales a la urbe inaudita: Codussi. La elegancia de su fachada resuelta en la armoniosa simetría de sus ventanales geminados, le dan un carácter preeminente entre el resto de palazzos que lo circundan. A este selectivo elitismo se acogió Wagner para, sin él saberlo a ciencia cierta, representar su ocaso con esa parsimonia solemne de las marchas lentas bethovenianas 0 los dilatados largos del barroco. Ocupaban los Wagner en el palacio amplias habitaciones y contaban con un pequeño jardín donde desarrollaban sus juegos los niños. Aunque la estancia se limitó a los breves meses de invierno, se acogieron a su hospitalidad los más variados y célebres huéspedes. Litz pernoctó allí varias semanas, y fue más que prolongada la estancia de Richter, Levi, Jukovsky y Humperdinck. Durante las melancólicas veladas invernales, al calor del fuego, se leían las más sugestivas obras, cuyo índice casi siempre se plegaba al magisterio del compositor. El espiritu de la Ondina parecía serpear, como las hijas del Rhin, en las aguas del canal cada tarde y con sus voces llenaban de incertidumbre el corazón del viejo luchador que dió a la música sus mas sombrías simas y sus más excelsas plenitudes.

Aquel viejo atardecer de Cannaregio, donde destellaba un sol frío de desabridos reflejos, entonó al fin la lúgubre melodía para desposar definitivamente el modular sigiloso y estremecido de la música más sublime con la fisonomía paradójica de la más insólita de las ciudades. La góndola lúgubre sigue bogando, bajos los celajes verdiescarlatas que tintan de lánguidas nostalgias los ocasos, las aguas friolentas del Gran Canal, mientras persisten las notas inflamadas de los anhelosos tormentos del amor trascendido del Tristán, que se pierden como un eco desvaneciente en las lejanías eternas del mar.

REMANSOS DE ARANJUEZ

REMANSOS DE ARANJUEZ
En muchas de mis escapadas a Madrid, suelo incluir entre las visitas a sus alrededores el beneficio de una mañana, casi siempre radiante, en Aranjuez. Tras descender del cercanías y completar mi desayuno en la cantina de la estación, encaro esperanzado la recta carretera jalonada de árboles frondosos que, en su día, debieron amenizar los ocios de doña Isabel II y su progenie.

Al fondo de la larga alameda se alcanzan a ver las magnificas trazas del palacio real. De los sitios reales que conozco, es el de Aranjuez el que más me complace. Sin minusvalorar la magnificencia del Escorial, el complejo sofisticado y barroco de la Granja (debe constituir un espectáculo único contemplar sus jardines en el pleno rendimiento de sus fuentes) y la serena majestad del palacio de Oriente, corresponde sin duda al de Aranjuez ganarse la más íntima admiración del visitante. El cromatismo de su fachada, blanco y rojo siena, le da al conjunto cierta prodiga calidez, eludiendo esos rasgos severos que suelen adoptar las edificaciones regias. Se impone su familiaridad de villa, en contraposición a la rígida etiqueta de los palacios cortesanos. En el área de su patio de armas, de proporciones no tan ambiciosas como las del palacio de Oriente, se aprecian más plenamente estas consideraciones, que ornan el edificio con cierta aureola de brillantez romántica, acentuada por el hecho de haber sido escogido como residencia real de primavera.

Considero su interior como el más sugestivo de todos los palacios hispanos, en el que destaca la elegancia de muchas de sus salas deliciosamente decoradas, a las que aportan originalidad la de fumar, morisca, cuya filigrana remite al palacio granadino de la Alhambra, y el salón chino, diseñado por Gricei, con sus asombrosas aplicaciones de la porcelana, junto a otras no menos atrayentes estancias que confieren al conjunto un esplendor inimitable. Cada rincón del palacio, cada detalle, si exceptuamos los algo abigarrados aposentos de doña Isabel II, ofrecen el comedimiento del buen gusto.

Pero quien visita Aranjuez lo hace, sin la menor duda, fascinado por el encanto que atesoran sus fabulosos jardines, que resuenan en nuestra imaginación realzados por el adagio que para celebrarlos compuso Joaquín Rodrigo. Tal intensidad lírica nos acompañará durante el resto de nuestro recorrido en esta virtual jornada, en la que siguiendo el arenoso sendero, según se abandona el recoleto jardín de los austrias, se tropieza uno de pronto con el mágico apoteosis de sus grandes fuentes, cuyo juego escenográfico trasmite el esplendor de una perfecta armonía de luz, volumenes y sonido. El barbotar de esas majestuosas fuentes, se conpagina con el equilibrio del leve murmullo del agua sobre las más sencillas piletas de sus recovecos, que acaso corenen algún amorcillo en escorzo o una sílfide, creando esa intimidad natural que persigue todo espíritu fatigado. No cabe duda que los jardines transportan al contemplador, por lo común hastiado de laberintos piranesianos de asfalto, acero y hormigón, a la dimensión de los poético, doméstico edén donde se puede encontrar la reconciliación con Dios.

El viajero que viene agobiado por ese estrés de la vida en las grandes y deshumanizadas urbes, encuentra en los remansos de los jardines lugares idóneos donde solazarse. Oyendo esa música secreta de las fuentes, que cuentan al alma los misterios de las melodías eternas, irá recordando que no está solo, que una naturaleza, que parece callada, comienza a compartir el imquietante desarrollo de su plenitud y nos invita a participar de su exhuberante arcano; que la frigidez de la estatuas adquieren aliento de vida en ese paraíso perdido de la belleza. Porque en esas fertiles vegas de Aranjuez que baña el Tajo, Dios ha buscado un recodo de grosura, un breve párrafo de su Logos inefable donde hablar al hombre.

PAISAJES DEL ALMA

PAISAJES DEL ALMA
En el hombre de hoy, a quien es común el viaje, el alma se enriquece y palpita con los más variados paisajes. Se contrista con los brumosos del norte, festeja los azules bañados por el brillo diamantino de sol, en el mediterráneo, fondeando como un bajel en las radas turquesas de sus amaneceres. Paladea las sensaciones que en su gusto dejan, como las texturas de un buen vino, las feraces vegas francesas y agradece con bucólica sensualidad la liviana melodía que en su sentimentalidad infunde la dulzura de las colinas de Italia, insinuándose como suaves senos de doncella sobre la blandura fértil de la campiña que baña un río.

He visto los depresivos grises del Septentrión anunciando pesimistas crepúsculos, allá por las costas holandesas; he navegado el policromo optimismo de la marina grande de Capri, complaciéndome desde sus miradores en esa satisfacción hedonista que solía embargar, antes de que el Vesubio eruptara, a los viejos emperadores, como en nuestros días engatusaba a los más renombrados magnátes. Allí, asalta la tentación de creerse en el paraíso, cuando su más íntima realidad quizá diste mucho de parecerlo. La sed de nuevos paisajes me ha llevado también hasta los verdes valles tudescos, que extienden el tapiz de verdura de sus prados hasta las vaguadas boscosas, guarnecedoras de las cumbres azuladas donde todavía blanquea -es bien entrado el estío- la remolona nieve del invierno. En la quietud de los fríos lagos de Centroeuropa, en la profundidad de los valles mineros galeses, en el mítico azul del Egeo, he rastreado esos paisajes que puden hablar al alma, que susurran sus canciones de nostalgias como el viejo Eolo, cuyas melodías hacen mecer los juncos en las orillas de los arroyos secretos. He querido columbrar estos panoramas como si escrutara en el interior de mi alma, y he descubierto qué ésta ya tenía su paisaje.

¡Perdidos paisajes de mi tierra! La angustia adolescente me llevaba siempre al mar; su inmensidad azul me conducía normalmente lejos, a los territorios del ensueño, donde prevalecía ese albur de lo incierto, una tierra de promesas que pretendía conquistar con el deseo. Pero frente a ese universo novelesco, generado por la rebelde avidez de mis limitaciones, surgía el genuino encuentro con el campo alicantino. Intimaba con él las mañanas de novillos, donde en lugar de emprender la árida ruta de la escuela, descendía hasta el camino pedregoso que me adentraba en la soledad fecunda de los campos, llena de sonidos, de aromas, de colores, ocres o pardos, contrastando con el azul terso y puro de los cielos. Allí, mientras la mañana iba madurando en ese tiempo vital, no abstracto, de lo creado, las voces que se escuchaban no eran de exigencias, de disciplinas, de recriminaciones; eran los sonidos de la vida, el trino de los pájaros, el balar del ganado, el ladrido del can, el cacarear de las gallinas..., esos sonidos inusuales y genuinamente cotidianos, distintos a los estrepitosos y rutinarios que aturden en las calles de la ciudad desgajada y sin raíces. Hasta mí llegaba el aroma de los huertos feraces, el olor penetrante y ácido de la higuera, el del légamo de los cañaverales donde descomponía el agua del humedal, el sabor crudo de los plantíos, del enebro y los olivos, y el mustio de pitas y ratrojos asolados por el sol sempiterno. Sus murmullos alimentaron mi alma con el frescor agradecido de las corrientes secretas, que llenaban de dulzura las umbrías en aquellos campos agostados, y donde, tras la primeras lluvias del año, también floreaban, coloristas, margaritas y almendros, sembrando su mensaje de esperanza que lentamente iba prenetrando por mis poros hasta incrustarse, optimista y trascendido, en la raíz más profunda del alma.

LOS PAPAS DEL RENACIMIENTO

Quienes ocuparon el solio pontificio durante este período concreto(finales del siglo XV, principios del XVI) se distinguen por un "brillo" especial. Diríase que aun en nuestro tiempo conservan el vigor de la pigmentación aún fresca, y sus colores deslumbran con la viveza de las pinturas de reciente restauración. La crónica de sus hechos entretiene, por lo escandalosa, la moderna curiosidad, ávida de sucesos singulares y de ese negativo que solapa toda verdad oficial, esa que los poderes básicos gusta que reconozcamos. Sin embargo, recurrir a ellos, esos contumaces pecadores, resulta un recurso tan barato como burdo de arrojar la primera piedra contra la iglesia católica, lo cual no debe obviar, por ende, el hecho de una crítica necesaria.



El Renacimiento supuso para occidente un punto de inflexión, una etapa fundamental de crisis, en la que se venía madurando un cambio de era, a la que caracterizaba, como diría Nietszche, una transvaloración de los valores. Con Galileo, ese mundo asentado sobre fundamentos inamovibles de naturaleza religiosa, se movía; la Tierra perdía su hegemonía de núcleo universal, y era reemplazada ahora por el Sol que, siguiendo los postulados heliocéntricos de Copérnico, regia la revoluciones de los astros. Tales descubrimientos venían a poner el mundo patas arriba y a derribar los consolidados cimientos de las convicciones de la época. El concentrado universo medieval, cuya proyección definitiva se concreta en la Divina Comedia, de Dante, aparta sus ojos de ese microcósmos con que la entidad del hombre prefigura y asume la creación , elemento escogido donde la dimensión de Dios se ubica e interpreta, y se traslada a ese macrocosmos al que se lanzan los espíritus inquietos que no encuentran salida en sí mismos y a los que la estrechez claustral de la filosofía seglar del momento no ofrece suficientes respuestas a sus interrogantes. Ese hombre vuelto hacia adentro, se desdobla ahora hacia afuera, buscando no la realización del hombre en Dios, sino la de aquél en la naturaleza y de ésta en el infinito.



La curiosidad vuelve a formar parte de ese hombre que busca, no ya la sabiduria de Dios y en Dios, sino el conocimiento suscitado por el intelecto humano. Busca una verdad distinta- o complementaria a la admitida, que no le basta-, y espera encontrarla penetrando el secreto de cuanto le rodea. Se van estableciendo las ciencias y la filosofía explora nuevos aspectos; se redescubre la historia de los clásicos, con unos conceptos que difieren de los valorados por las Sagradas Escrituras, y el horizonte humano se amplía con los nuevos descubrimientos geográficos. En esta época de transición, no es extraño que las cuestiones morales o de conciencia sufrieran, a su vez, un acusado deterioro, expuestas a la vicisitudes de toda mudanza. Sea obra de la cizaña sembrada por el maligno o de esa maldad ignata en la naturaleza humana, la vida religiosa en la iglesia, ya desde la misma edad media, fue transformando criterios y conductas con procederes y manisfestaciones farisaicas, donde parecían olvidados los más elementales mandamientos evangélicos. Desde que en la época de Constantino se confundió el gobierno de la iglesia con el del mundo, aquella se vio asolada por todas las lacras e ignominias que concurren en éste. Las élites clericales se volvieron ambiciosas no de los tesoros celestiales sino de los terrenales, y sus voluntades cedieron dóciles a los ardides de la corrupción y a la seductora tentación embrutecedora del poder.


No es de extrañar, por tanto, que en este caldo de cultivo se dieran perfiles tan inicuos, entregados egoistamente a satisfacer sus más deleznables concupiscencias. Sus oídos cerrados a la voz evangélica, se abrían a la de los poetas latinos que cantaban las antiguas gestas paganas; sus ojos, cansados de ver la repulsiva depauperación de un pueblo corrompido, la abyecta degradación de sus orgías palaciegas, miraban en la obra de sus artistas esa aura descarnada de belleza con que ennoblecer o distraer su espíritu marchito. Fue con todos, desde Sixto IV a Paulo III, el proteger a los artistas, acaso por que en tal mecenazgo se revitalizaran sus soberbias. Lo que de ellos nos ha quedado, en suma, es la crónica secreta de sus impías mezquindades, recogidas según casos por sus más allegados amanuenses, el trauma inevitable del cisma que supuso la reforma luterana y legado algo vergonzante, construido a base de nepotismo, simonías, venta de indulgencias, crimenes y guerras, de sus cortes sustuosas.

VENECIANAS VII: MARCA DE AGUA

VENECIANAS VII: MARCA DE AGUA
Joseph Brodsky es uno de los pocos hombres que han merecido un raro privilegio: el de ser enterrado en el cementerio de San Michelle de Venecia. Comparte tales honores, si semejante circunstancia cabría ser laureada, con su compratriota, el genial Stravinsky, y con el poeta angloamericano Ezra Pound. La melancólica belleza de la isla durante las mañanas brumosas, digna de arrancar las rimas de los dolientes bardos o los pasajes añorantes de los adagios de Albinoni, circunscribe el enclave como el ideal círculo dantesco donde aguardar la eternidad. Velará ese sueño indefinido del sepulcro la resplandeciennte proporción de la iglesia de San Michelle in Isola, donde, en la quietud de sus naves, el rumor de la plegarias intercede en el protocolo de los cielos.


Joseph Brodsky llegó a Venecia por vez primera un gélido diciembre; desde entonces sería el invierno la época escogida para su anual peregrinaje. Suponemos que para un nativo de San Petersburgo el invierno veneciano debía ser como una dulce primavera. En cualquier caso, durante sus primeros contactos, el escritor, y futuro Nobel, mantuvo la mirada lúcida y no se dejó envolver por el fláccido romanticismo con que la ciudad cautiva a ciertos espíritus, hasta hacer resbalar agridulces lágrimas. El hecho de que asomara en Venecia una noche glacial a través del mussoliniano espejismo de la estación de Santa Lucia, debió influir en su relación inicial con la ciudad; por lo que parece, no fue un amor a primera vista; no se dejó arrebatar por su abrumadora seducción momentánea y fue penetrando su intimidad con la sutileza del sumiller al catar un buen chianti, sin menospreciar por ello los exquisitos caldos vénetos.


Su ponderación de la ciudad fue honesta: supo calibrar sus excelencias y padecer sus horrores; aunque convengo en que su juicio participó de cierto aséptico rigor báltico, lejano de la renuncia apasionada a la que solemos entregarnos los meridionales. Al asumirla, discernió con perspicacia su secular espíritu de agua y tiempo, y reconoció en su condición especular la azogada visión de su esencialidad onírica. La Venecia que vivió, lejos de ser la estereotipada del turismo, fue la de las callejuelas truncadas que se insinúan en minoico laberinto, la de las fachadas descarnadas de estuco que descubren su osamenta de ladrillo, la de los campi desolados de las mañanas invernales que pergeñan la nervadura quebrantada de los árboles, presididos por la énfática inclinación de los campaniles. Sus paseos debieron de ser largos, arriba y abajo de las fondamentas, esfumándose de repente su fisonomía entre las brumas, aspirando el olor a algas putrefactas que emana de los troncos petrificados sumergidos bajo los muelles, sacudido su rostro por el viento racheado de la laguna, que azota la Fondamenta Nuova mientras la mirada discurre por los largos muros del cementerio San Michelle, como si su perímetro encerrara la respuesta a nuestra más profunda incognita.

Dicen que la fondamenta degli Incurabili, en le Zattere, descubre para Brodsky la visión más entrañable de Venecia. Sobre un muro conmemorativo se define el ligero trazo de su perfil, desde donde observa ya su Venecia eterna. Cuando nosotros nos encaramamos a la balaustrada del puente y columbramos cuanto circunscribe tal horizonte, nos invade cierta perplejidad. El canal de la Giudecca no resulta en exceso evocador; en realidad, se conforma como el arrabal de la mítica Serenísima. Ostenta, sí, el vigoroso dinamismo de su tráfico marítimo, como avanzados propileos que nos anticipan la magnificencia de esa acrópolis adriática que nos espera. Espejean bajo la luz tamizada del sol las clasicas proporciones del templo del Redentore, con su Cristo bendiciendo sobre la linterna de su cúpula como vigía en la cofa de una nave a la deriva ; a nuestra izquierda, Zitelle, con su blancura de novia recatada; al fondo, a la derecha, la inusual mole del molino Stucky, en la vastedad de su asolamiento de factoría abandonada. En verdad, no discernimos a ciencia cierta lo que supo ver, porque sus ojos miraban con otra óptica, la del corazón. Estamos seguros que, para el más íntimo Brodsky, tal "vedutta" cobraba visos de su más eterna esperanza.

VENECIANAS VI: CONOCIENDO CANNAREGIO

VENECIANAS VI: CONOCIENDO CANNAREGIO
A Cannaregio se accede, como diría Thomas Mann, por la puerta de servicio de Venecia, sea el ferrovía o el piazzale Roma. El barrio, una vez nos apartamos de estas utilitarias infraestructuras, es alegre, rebosa de vida. Es uno de los sestieri de la ciudad donde yo me afincaría durante un período prolongado.

Conforme uno abandona la explanada de la estación, mirando siempre de soslayo esa arquitectura garbosa de San Simeoni Piccolo, lo primero que le sale al paso es la fachada, obra de Sardi, de la Iglesia de Santa María de Nazaretta, mejor conocida por degli Scalzi. El templo constituye una de las restringidas excepciones del barroco veneciano; su nave, profusamente recargada de mármoles, concentra en su capillas una encomiable muestra de la escultura y la pintura vernáculas, con ejemplos del máximo exponente de la época, Tiépolo, y que encuentra su estilo más apoteósico en la recargada fantasía del baldaquino del altar mayor. Como muchas de las iglesias de Venecia, no deja indiferente al visitante curioso que busca enriquecerse con el tesoro tanto espiritual como artístico que cobija.

Unos pasos más allá, ante el caminante abre su trazado la singular Lista di Spagna, una via popular que nos cautiva con su animación. En su primer tramo, saturada de hoteles, restaurantes, bazares, así como de los puestos ambulantes de su significativo mercadillo, ofrece una opción bastante atractiva donde satisfacer necesidades y ocios. Lista di Spagna se prolonga hasta el campo San Geremia, donde tiene su continuación en Rio Terra de San Leonardo y de la Madalenna hasta que alcanza la Strada Nuova, verdadera espina dorsal que divide el barrio en dos zonas bien diferenciadas. A la una la distingue la cercanía del Gran Canal, caracterizándola con las señales propias de su actividad y lustrándola con ese aspecto más colorista de Venecia, volcado en el turismo. La zona norte es más recatada; ofrece la naturalidad más opaca de lo cotidiano. El ritmo que impera en sus calles y campos es el rutinariamente reposado al que se acomodan las usanzas de una población nativa que pretende vivir una vida de espaldas a los visitantes.

Uno de estos reductos, al que sin la menor duda singulariza una contrastada personalidad, lo constituye el ghetto. En él, la vida discurre con esa placidez que impone su insólita dimensión. Bajo el peso de esa historia que lo convierte en el primer ghetto organizado del mundo occidental, y encuentra en la figura de su Shylock estereotipada fisonomía el judío, en sus calles de hoy aún se respira la atmósfera peculiarísima de sus tantas veces incomprendida diferencia. Allí ha pervivido milagrosamente esa característica hebrea tan en peligro de disolverse en la fuerte personalidad de una ciudad sobremanera emblemática. El vigoroso sello veneciano ha aprendido a convivir con esta enajenada disparidad y a asumir con naturalidad las discrepancias.

Es en el Sabbath cuando más se aprecia el legendario hormigueo de la vida en el ghetto, pese a que sus comercios, tan definidores de la idiosincrasia hebrea, permanecen cerrados. Se da una excepción en el horno, cuyo escaparate exhibe un variado muestrario de la panadería y repostería semita. Otra, insoslayable, es la de la sinagoga, por sobrenombre española, cuyas puertas se abren de par en par a residentes y foráneos. A su entrada, se ejerce una encarecida tarea de proselitismo y desde todos los puntos de la ciudad acuden los fieles al servicio religioso. Queda patente la realidad de que un judaísmo encerrado en el ámbito del ghetto, afortunadamente, ya es historia. Si bien, aún puede observarse el riguroso negro de los devotos, tocados por un sobrero de ancha ala, atravesar el puente de Guglie, sobre el canal de Cannaregio, guiados aún por el hondo calado de las tradiciones, y, a no muchos metros, sorprender, en el solaz sabatino del campo de Ghetto Nuovo, su intrasferible fervor cabezeando contra el muro de su fe exclusivista y milenaria.