NAPOLEON, DE RIDLEY SCOTT: MI CRÍTICA

NAPOLEON, DE RIDLEY SCOTT: MI CRÍTICA

 Acabo de ver, 30 de noviembre 2023, la pelicula que sobre la figura de Napoleón ha filmado Ridley Scott. Mi primera objeción versa sobre el metraje de la misma, en tanto que se quiere glosar el total perfil biográfico de un personaje como Bonaparte. Una película así requeriría un metraje más extenso, al menos equiparable al de las grandes producciones de Hollywood en el pasado o los films de David Lean. Y cito a Lean porque considero que la película presenta algunas analogías con la obra del director británico, especialmente con Lawrence de Arabia en cuanto se intenta profundizar en la personalidad de una figura histórica, agitadas ambas por la pasión de su propia gloria y abocadas por igual a terminar sus días de manera penosa. El film de Lean examina con hondura al personaje de Lawrence, penetrando en la contradicciones de un alma confusa, mientras que el retrato que de Bonaparte hace Scott es algo plano. Salvo el hipotético Napoleón íntimo, envuelto en una pasión cuestionable con Josefina, al resto se lo formula de una manera algo aséptica, casi documental, con un errado intento de concentrar demasiada información en poco espacio. No sé si en esto tiene algo que ver la interpretación de Joaquin Phoenix, que no logra revelarnos con nitidez su personaje. Su cara no deja transparentar qué hay tras de su máscara.

La película, fundamentalmente, trata de los amores de Napoleón y Josefina, peripecia romántica con la que se trata de atrapar la atención del gran público; y si la película hubiera acabado en eso quizá le hubiera salido más redonda. Scott, aun en formato más reducido, ha gestado obras maestras como Los duelistas y Blade Runner. Pero la pelicula trata de abarcar, prescindiendo de la infancia y primera juventud, la órbita entera del emperador y ahí es donde no hace pie. Nos presenta los acontecimientos más relevantes de la vida de Bonaparte pero, como digo, de un modo documental, sin dar margen a la reflexión. Podríamos decir que el director no se moja. Algunos de los episodios como el asalto al Directorio por las turbas, aplastado por los cañonazos de las tropas al mando de Bonaparte, el golpe del 18 Brumario, o la licencia del Napoleón como un Talibán bombardeando las Pirámides, cuando gracias a su mecenazgo se gestó la obra fundamental de los estudios sobre el país del Nilo, La Descripción de Egipto, quizá se justifiquen por sí solos e inviten a la crítica del espectador, aunque el acostumbrado cinéfago consumidor de palomitas no esté mucho por esta labor.

 Como siempre es espléndida la puesta en escena de las batallas, sin dudarlo rodadas con gran virtuosismo, recordándonos tanto en éstas como en otras escenas palaciegas y en el uso de la música al Barry Lindon de Kubrick. Después de haber rodado Gladiator y El Reino de los Cielos, es obvio que Scott domina a la perfección la retórica bélica.

En el film, a su vez, hay escenas emotivas como el regreso del emperador desde Elba, y su acogida por la tropa y el pueblo francés; o los consejos que ofrece a los cadetes el Bonaparte ya prisionero en el buque inglés con rumbo a Santa Elena; o su entrada en el Moscú desolado frente a un enemigo que actúa sin nobleza; o la carga final en Waterloo, donde sable en mano un emperador, como no se daba desde la antigüedad, lucha por la victoria como el último recluta, acaso buscando la muerte heroica, a diferencia de un Wellington que lo observa impasible desde su cómoda posición en la retaguardia, recordándonos que el estratega nunca se apea de su promontorio privilegiado hasta donde no salpica el estertor de la sangre.

Quizá la película exigía una apuesta más ambiciosa, que acaso la actual industria sea incapaz de abordar. A todas luces, aventuramos que la producción muda de Abel Gance la supera. Presumimos, sin embargo, que tal vez el cine no sea el vehiculo más indicado para divulgar a las grandes figuras historicas, pues en buena parte se frivolizan y hurtan cualquier exposición minuciosa. Deberemos, sin embargo, dejar madurar la película para enjuiciarla en el futuro de modo más cabal, pues éstas como los vinos mejoran en calidad o se malogran. Como digo, conociendo su trayectoria, hubiera esperado del director una visión menos convencional de Napoleón, menos ajustada a la vox populi. Por mi parte, creo que ese escrutinio final de los muertos habidos en las guerras napoleónicas, que quizá sea políticamente correcto, no me parece de buen tono. Nada sabemos de cierto de las motivaciones últimas que impulsan  a los pueblos a enfrentarse unos contra otros, buscando para el caso una cabeza de turco con la que exonerarse de culpas. 

Suspicacias

Suspicacias

 A estas alturas, resulta fatuo confiar en la inocencia de nuestros gobernantes. Cada una de sus concesiones habrá de examinarse con lupa. No deberemos desdeñar que sus metas quizá difieran de cuánto estimamos recomendable. 

No nos dejemos llevar por consignas aberrantes. No se debe tragar la papilla que nos ofrecen antes de haber analizado sus ingredientes. Ya no estamos en la sociedad del bienestar, sino en la comunidad del consentir.

Ritornello

Ritornello

 Amé a quien no era amable,

desoí lo razonable,

perdí la crucial batalla.

Hoy me conforto

relamiendo mis llagas,

recogido en mi guarida.

De cuando en cuando, salgo.

A mi paso, suena una campana

que con voz nueva me reclama.

¿Anuncia acaso que resta una esperanza

para este sino de perdición a ultranza?

Regresa Napoleón

Regresa Napoleón

 Está a punto de estrenarse la película Napoleón, de Ridley Scott. Por fin, un argumento que invita a volver al cine.

Me mueve a ello la confianza de que el director ofrecerá una mirada respetuosa y lúcida del emperador de los franceses. Pocos personajes de la historia han suscitado juicios más contradictorios. También pocos cosecharon los más fervorosos seguidores y los más enconados enemigos. La mirada simple reconocerá en él al arribista dispuesto a sacrificar a quien fuera para satisfacer sus ambiciones. "Le petit cabrón" que arrastraba a las masas desheredadas a los campos de batalla, para servir de carne de cañón, de calderilla aritmética a sacrificar en pos de la victoria que lo engrandecería. Tal opinión sostiene quien admite que el origen de las guerras napoleónicas post revolucionarias responden al capricho de un individuo inescrupuloso y no al resultado de una necesidad historica. Con Napoleón llegó a Europa la modernidad, una nueva sociedad donde ya dejaban de prevalecer los privilegios inveterados. El nuevo hombre ya no es el especimen resultante de una rígidas estructuras sociales y su beneficiario, sino el hecho a sí mismo en el desarrollo de sus facultades innatas, fruto de su inteligencia, de su aptitud y ambición.

Algo tendría Napoleón que, superviviente de una revolución, con su osadía conquistó el poder y ya en él, aun rodeado de acérrimos detractores y voraces hienas, como Tayllerand y Fouché y otros taimados realistas e imperios seculares en su contra, supo prevalecer sobre cuantos le rodeaban y mantuvo en jaque y postrado a un continente a sus pies. Quizá lo perdiera su soberbia, pero es fácil sucumbir a la tentación cuando se observan a todas las cervices plegarse a voluntad y capricho.

Perfil de dos toreros

Perfil de dos toreros

 En estos días he seguido por youtube una conferencia que el profesor Andrés Amorós dio en torno a la figura de Ignacio Sánchez Mejías y a la elegía "Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías", de Federico García Lorca. La primera parte de ésta, singularmente sabrosa, correspondió a la semblanza biográfica del torero. Allí se nos descubre una figura extraordinaria ( nunca hubo un andaluz tan claro, tan rico de aventura), multifacética e irrepetible. Pocos toreros aglutinaron en torno a sí tantas excelencias ni descollaron en tan distintos campos. El destino le llevó a compartir época con esa gran figura del toreo, Joselito el Gallo, de cuya cuadrilla formó parte y con quien incluso estableció lazos de parentesco. Siguiendo la estela del maestro tomó la alternativa y trató de emularlo en su concepto del toreo. Se distinguió por su arrojo y valentía (que buen torero en la plaza) y por su toreo artístico y brillante. Consiguió auparse a los primeros lugares del escalafón, compitiendo con otros diestros de gran relevancia, entre ellos Juan Belmonte. Y fueron él y Belmonte a quienes celebraron los escritores y los intelectuales del momento. Se cuenta que en torno a él se agruparon los poetas de 27, cautivos muchos de ellos por la personalidad arolladora del matador. Como hombre alcanzó fama, riqueza, honor, relevancia social; como torero, prestigio, celebridad, leyenda. Con su muerte se sumo al panteón de los Héroes, y como tal lo cantó el poeta.

Pude en mi vida, por la suerte de ser alicantino, compartir época, memoria de infancia y vecindad, con otro gran torero: José María Manzanares. Rememoro ahora su figura, por la coincidencia de su apellido taurino con el del pueblo donde estaba la plaza en la que un toro Granadino  acabó con la vida de Ignacio Sánchez Mejías. Buscando sus datos biográficos por internet, constato que el apellido Manzanares lo tomó de su padre, pero no llego a descubrir por qué éste lo adoptó. Sin embargo, mis recuerdos de Josemari, el tore, como lo apodaba la chiquilleria, están más relacionados con el futbol que con el toreo, pues reviven esos largos partidillos de los sábados que toda la chavalería organizaba en los descampados próximos al barrio del Garbinet. Y recuerdo que Josemari era un herculano de pro, que se ufanaba de usar la camisola del equipo local. Mi único recuerdo del Josemari torero se remite una exhibición de salón que dió en la suburbial plaza de Manila, frente a un simulacro de toro sobre ruedas, desarrollando una torería en potencia, en la que pocos de los que estábamos allí podíamos imaginar sus triunfales hechos posteriores. 

Pertenezco a una generación en la que se hacía alarde de valores fraternales, antibelicistas, y antitaurinos. Donde se despreciaba al héroe por mor de un vago anhelo de indeterminada equidad. Se pensaba en el torero como un arribista, que sólo pensaba en hacerse rico por el camino más rápido. Si había nobleza, arte y gloria en el mundo del toro era algo en lo que nadie pensaba. Por eso yo jamás he asistido en vivo a una corrida; solo he visto lidiar por televisión y en alguna ocasión observé alguna faena de Manzanares. Confirmé su toreo de clase, sus buenas formas delante del toro. Supe de sus triunfos por los noticieros. Pero por entonces era una persona totalmente desligada de mi vida. Lo volví a encontrar hara pocos años, cuando visité el museo y la plaza de la Maestranza, de Sevilla. Me llamó poderosamente la atención que, junto a un par de trajes de Currro Romero, la figura sevillana por excelencia, se exhibiera un traje de luces de purisima y oro de José María Manzanares. Reflexioné más tarde en cuál no sería la grandeza de sus logros. En los toreros se cumple el héroe que todos pretendemos alcanzar, paradigma de  la vieja sociedad que pasó. Pude contemplar su túmulo en el cementerio de Alicante; quizá su figura hubiese compartido celajes legendarios si como Ignacio Sánchez Mejías hubiera recibido a la muerte abrazado a las astas de un toro.