CON CERVANTES

CON CERVANTES
Cervantes es una figura clave del pensamiento español, como bien subrayó Julián Marías. Su estudio forma parte de ese arduo asunto conocido como problema de España. Se ocuparon de él sobre todo durante el noventa y ocho; para Unamuno y Azorín fue un tema recurrente; y motivo de meditación para nuestro más eminente filósofo,Ortega y Gasset. En sus ensayos trataron de abordar esa cuestión medular de nuestra idiosincrasia.

Poco más se puede añadir que no se dijera en la Vida de don Quijote y Sancho de Unamuno o en los diversos titulos que Azorín dedicó a estos personajes, a través del prisma de su autor. En estos concienzudos estudios han querido hacer ver que el problema irresoluble de España radica en esa contradicción propia entre idealismo y realismo, actitudes simbolizadas en los dos más relevantes personajes de la obra cervantina. Y es que esta fue una circunstancia verdaderamente veraz de la España de la época, donde una nación entregada a la desmesura de sus ideales, se iba haciendo añicos en la cotidianidad de su existencia; embebida en las glorias de sus tercios en Flandes, se cegaba ante la perspectiva de esos golfillos que retratara Murillo en sus lienzos más sinceros o el propio Cervantes recogiera en sus novelas ejemplares.

El otro día oí un comentario por televisión en el que se decía que los personajes que más nos identifican no son los cervantinos, sino los del Lazarillo de Tormes. Naturalmente el comentario no se refería a esa señera España de nuestro barroco, sino a la de nuestra realidad más contemporánea, en la que parecen haber persistido las lacras de nuestra memoria colectiva. Lo curioso es que se echa mano de Lázaro y no de Sancho, representante este último de nuestra popularidad más honrosa. El caso es que dicho comentario acusa una lectura bastante restringida.

El problema radica al observar España como univocidad, y no en la concepción más atinada de su pluralidad, y no me refiero a la España de las autonomías. Merece reflexión que se haga hincapié en este género satírico, y al menos no se concluya en el duro aguafuerte goyesco. Pero el caso es que ante esa realidad tormesiana y fullera, quepa la posibilidad de resarcirnos de nuestro lodo más vil, persistiendo en esa capacidad de ideal y esperanzada conquista con que asumimos nuestro Quijote

ENCUENTROS LITERARIOS

ENCUENTROS LITERARIOS
La historia literaria se enriquece a lo largo de su curso con célebres encuentros, unos imaginarios y otros ciertos. Son verificables el de Wilde y Proust en el Paris de comienzos del siglo veinte, el de Byron y Stendhal en un palco de la Scala, en Milán,durante el XIX, y entra en gran medida en la conjetura el que pudo haberse producido entre Cervantes y Shakespeare, en la severa corte de Felipe II. Sobre lo que pudieron haberse contado tales figuras eminentes en tan precisas circunstancias cabe un mundo de especulaciones.

Podemos imaginarnos a ese periclitado Wilde, en ese Paris del destierro, con el índice casi finito de su obra, recibir el calor de la admiración desde el fulgor de esa joven estrella que despuntaba. Qué no encomiaría Proust de su de Profundis y de su Balada de la cárcel de Reading, mientras Wilde emborronaba el carmín de su maquillaje al limpiar con su servilleta los restos de la comida servida en la comedor de la casa familiar del joven prosista francés. La vehemencia juvenil de Proust entonces se hallaba aún muy lejos de sus búsqueda del tiempo perdido y el hastío en Wilde, en ese momento, se hallaria repoblado de nostalgias dublinesas, preñadas a su vez de resignado arrpentimiento, anteriores a su auge y caída en el hipócrita escenario social de Londres, durante ese crepúsculo victoriano. Tal encuentro, qué duda cabe, resultaría edificador para Proust.

De lo que hablarían Cervantes y Shakespeare en el sombrío escenario de la corte madrileña cabría desglosar un dietario asombroso, en caso de que el encuentro no se restringiera a la mera etiqueta diplomática. Se podría aguardar un provechoso libro de Proverbios en ese trueque de experiencias entre dos hombres de tan profundo calado. Sin duda alguna Cervantes entresacaría un coloquio más sustancioso que el de Cipion y Berganza, entanto Shakespeare enfrentaría el desengañado pesimismo de su Falstaff con las quiméricas ensoñaciones de Alonso Quijano, en el empeño de elucidar algo esencial y valioso del crisol de la existencia.

Por último, de ese encuentro entre Byron y Stendhal poseemos más datos. En los palcos de la Scala, que eran el lugar de reunión por excelencia de la sociedad milanesa, podían darse todo tipo de extravagancias. En aquel momento, Byron descansaba de sus taimadas conquistas, recién llegado de Suiza, y Beyle de sus cristalizados amores por la Pietragrua. Allí se habló de música, de arte, de mundanidad, de belleza. Más tarde, sobre el tablero circular del café próximo al Duomo, de la malograda estrella de Napoleón, esa figura olímpica nunca suficientemente ponderada para aquellos dos mitómanos que la veneraban. Y entrando en el terreno de la confidencia, Stendhal pormenorizó la retirada calamitosa de Moscú, donde el emperador parecía haber perdido su buena estrella y de la que fue testigo de primera mano, mientras Byron remeroró su paso obligado por Bélgica, sorteando esa Francia que lo execraba, y donde tuvo tiempo de verificar los sórdidos vestigios de Waterloo, en cuyo campo ese meteoro destinado a alumbrar las tinieblas de su época, reconoció extinguidos sus fulgores. En su lamento ex equo, el narrador y el poeta echaron de menos los esplendores de la república y las glorias del imperio. Aunque ambos personajes, salvo esto, poco tenían en común, si bien hallaron reconciliación en la predilecta Italia, que había cautivado sensibilidades tan dispares:la de Byron sumergida en el misterio de Venecia; la de Stendhal en ese universo preferente de Arrigo Beyle, milanesse. Pero, por encima de todo, ambos ayudaron a crear ese sueño cultural irrepetible que tantos, más tarde, quisieron frecuentar, al reconocerlo aliñado por ese fermento único y legendario, útil para engrandecer espíritus afines.

VENECIANAS XV: EL SUEÑO DE VENECIA

VENECIANAS XV: EL SUEÑO DE VENECIA
El sol se disuelve, en profusión de dorados, en las aguas opacas de la laguna, como si se mirara en un espejo que le devolviera sus dulces gracias; ha mirado en la mañana de los siglos, siguiendo la estela de las embarcaciones hasta donde le llegó la elipse de la memoria. Las aguas inquietas chapotean al borde indefinible de lo impreciso, allí donde se recrea la ilusión, en el plano de esa ciudad soñada que tienta con su misterio inaccesible como un espejismo y del que resultan verosímiles los ecos míticos de su fundación. Se la advierte más real cuando el sol de la tarde dora sus cúpulas, en los días claros donde de un lado anticipa el mar prolífico de las civilizaciones, y del otro dibuja las lejanías de hiperbóreas leyendas en los confines ultrmontanos. Pudo ser que al borde del ensueño la presintieran los fugitivos vénetos, escamoteándose de las razias de longobardos u ostrogodos, cuando al disiparse la niebla incierta se percibiera el firme promontorio de Rialto, sobre cuyo seguro bastión se disipaban las espumas, volubles emisarias de las divinidades marinas. Entonces debió oirse en el eco de las caracolas el anuncio de que allí se eregiría sobre aquel fermento de musgo y lodo, en ese cedazo de tierra emboscado entre la espesa enramada, el vislumbre ideal de una república.

El silencio de la noche penetra las losas bañadas por el frio resplandor lunar, para dejar escuchar en la vigilia sus resonancias en la plaza próxima, sobre el arco distante de los puentes, en la soledad de los palazzos que mantienen sus ventanas entreabiertas. En uno de los ángulos de la plaza se yergue, pendente, un campanile; y en la impavidez de sus piedras se esconde una leyenda, que escapa extravagante a su torturada memoria; nos habla de amores ultrajantes, de doncellas enclautradas en las solitarias mazmorras situadas en lo alto de magníficos torreones, a los que sólo se accede trazando a nuestro paso el caracol imposible de un minarete oriental. Cercanas corren la aguas prudentes de un fiume, dejando a su paso el edor descompuesto y fétido de su corrupción, mientras a lo lejos el eco de una voz se eleva en intervalos enigmáticos que hablan quejumbrosos de emotivos recuerdos, en los que se desgarra el doliente lamento de la sangre. La luna, aislada y fría; el rumor de unos pasos perdidos en el dédalo indescifrable de esa ciudad que se oculta, marinera y bizantina; el silencioso bogar de una góndola navegando una memoria intemporal, en pro de un destino ya prescrito; y en el filo de la noche el refulgir de una daga y el secreto encubierto de una máscara.Y allí donde las sombras trazan su fontera, la evidencia de un cadáver con la herida suturada por la plata fría de la Luna.


Venezia se despereza entre la bruma en un amanecer de cristal y de armonía, mientras modulan los sones lánguidos de una viola d´amore. Es la plenitud de los deseos, ese palpito que se ansía encontrar por una vez en las cosas; si fuera falaz, hablaría de instante eterno: ese en que la palabra es clave no de lo inefable sino de lo esencial. Entre la bruma, apenas se perfilan los contrastes; pero la realidad se insinúa y promete un mundo. Digo un mundo, no el mundo. Un mundo dormido tras el velo de la niebla, que augura ser suprerior a lo entrevisto, distinto del ensueño, más cercano a la quimera. En él descansan nuestras aspiraciones, desgastadas de vivir en esta encarnación de lo inaceptable. Pero,irremediablemente, ahora persiste el rumor del agua que se mece, recordando su destino precursor del infinito, que palpita y lame el corazón de lo real, el casco de las barcas varadas, el perfil inconcreto de la niebla que se desmadeja en harapos y perfila las aristas de un templo arrancado de las páginas del Vitruvio y en el centro de la rosacea nebulosa anuncia el nucleo concentrado de un sol macilento que irradia el candor de los astros del Lorena, como un trasunto de esos cielos místicos y de esa nueva Jerusalem que deja entrever su consistencia dorada.

LONDRES, ENTRE EL PRIMOR Y LA IRONÍA

LONDRES, ENTRE EL PRIMOR Y LA IRONÍA
Pasar de la prematura canícula levantina al rigor termométrico londinense con la sola transición del artificio nivelador del aire acondicionado del avión no deja de soliviantar con su brusco contraste. La traslación de los melifluos azules meridionales a los sombríos cenizas del celaje inglés invita al litigio de los contrastes, poniendo en entredicho cualquier silogismo. Londres, salvando la humedad del clima, apabulla por su desmesura, y quizá antes por su diversidad cosmopolita. La silueta de la ciudad no es bella; en esto la aventaja su cercana rival, París. Ésta, desde el Sena, seduce con encantos que prometen dulzuras intensas; Londres desde el Támesis, decepciona; tan sólo la redimen las pompas y circunstancias imperiales de su Tower Bridge y los rayos del astro, cuando con esporádica languidez derraman su beso sobre la fábrica neogótica de su parlamento.

Vivir Londres es asumir el contraste de la modernidad, arrogar el peso desgarrador de la historia. La precipitada corriente de su río explica con su metáfora heraclitiana ese realidad concluyente y desasosegadora; aguas de promesas para las avideces de rapiña de las legiones romanas o la Luftwage. La ciudad se debate por esta premisa del paso y el peso de las épocas que tratan de anegar en su debacle a ese gazmoño sello que mejor la define: lo British. Lo hemos observado rico en sugerencias en Queen´s Gate, en el Lincoln´s Inn, y algunas zonas privilegiadas que conservan este candor. En las zonas cosmopolitas del centro se ha perdido bastante ese carisma. Pasear por Picadilly en vacaciones es como ir codeándose entre paisanos por la Puerta del Sol; en esto se desmarca por su magnificencia y exclusividad Regent Street. Londres en sus monumentos, salvo gloriosas excepciones, me parece tosco. Su plaza de Trafalgar, exceptuando la emuladora gigantomaquia de la columna de Nelson, compartida con otros grandilocuentes ejemplos repartidos por la City, no llega a sorprender; la National Gallery y San Martin in the Fields no dejan de ser dos no muy significativas aportaciones de monumentos cívico religiosos. El estilo italianizante de Buckingham Palace ofrece mejores ejemplos en el continente; conserva sin embargo una genuina propuesta de gótico occitano Westminster Abbey.

Donde la ciudad encuentra su dimensión más humana es en Covent Garden; en el pintoresquismo de su mercado bulle su memoria medieval; allí recupera el viajero descarriado por el espejismo de la desmesura el pulso veraz de lo cotidiano. En la tradición de sus teatros se reconece su identidad cultural, tan lejana hoy de las glorias isabelinas. Para quien visita el Globe, en el Bankside, por unas libras se le transporta al sueño imposible de una velada shakespiriana seudoisabelina.

Lo más gratificante para el turista es vivir Londres en la gratuidad de sus museos cívicos. Uno, fundamental, descuella entre todos los del mundo: el British Museum. Sus galerias son una clara elección de una propuesta nacida siglos atrás: el humanismo. Su influjo trasciende Bloomsbury, donde dejó su impronta: Bertram Rusell y una exquisita Virginia Wolf. La fachada de orden jónico del edificio es una de las más bellas de la ciudad. Por su parte, de la National Gallery hay que conjeturar que los monarcas ingleses comenzaron su colección tardíamente respecto de la hispana y la francesa. Las salas más confortadoras son la dedicadas a la pintura vernácula; suenan a alharaca los rebuscados ejemplos de Leonardo o Velázquez, con su Venus del Espejo. Una oferta singular en Londres son los Tate: el Moderm y el Britain. En el primero, la belleza ha dejado de ser objetivo del arte, y ha sido suplantada por la mueca risueña de la máscara histriónica; horripila hasta la severa solución de store del edificio. El Tate Britain es, por su parte, un museo reducido y ameno; destaca la soberbia muestra de pintura romántica inglesa. Coincidió con nuestra visita, contrastando entre tan británicos cánones, una muestra itinerante de escultura neoclásica. Tras un pasillo flanqueado por deslumbrantes y perfectísimos ejemplos, se contempla una obra de exquisita sutileza: las Gracias, de Canova. Pese a su virtuosística ejecución, no consiguió el artista amedentrarnos con el fulgor de la belleza, y parece haber querido hacerlo con el sucedáneo del primor.

Sobre el cielo borrascoso de Londres, cristal y ceniza, un coloso se yergue dominador sobre la urbe. No puede uno apartar del recuerdo al contemplarlo a ese otro tan semejante de San Pedro, en Roma. La liviandad magnificiente de la cúpula, asentada sobre ese anillo equilibrado de columnas, preside la desmesura de los cielos y nos incita a indagar más aún en esas verdades una propuesta válida de belleza.

Cuando dejamos Londres, una nieve finísima derrama sobre Hyde Park Corner una ventura de cristalinas promesas. A esas horas, sólo los sportmen madrugadores practican el footing, y las londinenses discretas pasean canes y caniches de las más indiscretas razas. Y una cosa observamos con ironía, éstos- lo adivinamos en su pedigrí y apostura- se revisten de ese sello tan característico, tan So British.

DANUBIO

DANUBIO
El sol reverbera en la plata
del gran río, rompiendo
de secretas purpurinas
el cristal liviano de la aurora.
¡Danubio de riquezas escondidas,
fluyendo, como sobre un fondo
musivo de reflejos,
con un solaz de eternidades
cobijado en tu corriente!

Desperezándote, discurres moroso
y desentendido, gozando
las bonanzas recomendables del estío,
y en tu serena procela arrastras brioso
las aves rezagadas sobre tu vientre esquivo:
cisnes de largos cuellos indolentes,
pescadoras gaviotas voraces
y patos, por atolondrados, candorosos,
de bogar esquinado y minucioso.


Tu corriente es un don divino,
un fluido nutricio
que alienta la vida;
con las bendiciones derramadas
en tu camino, conmueves mis horas baldías
que, desde un banco a tu cauce orillado,
te observan lento pasar.

LAS CARTAS DE ITALIA DE JOSEP PLA

LAS CARTAS DE ITALIA DE JOSEP PLA
Las Cartas de Italia ofrecen esa visión subjetiva, llena de matices y descubrimientos, de esas facetas inadvertidas que puede aportar el viajero experimentado que observa la realidad tras el prisma de un refinado bagaje. Sus impresiones son tan ricas en descripción como en reflexión, y a la postre ofrecen las buenas cualidades de un acercamiento tan crítico como sentimental. Su compromiso con Italia no es el del mero observador sino el del confidente que se involucra en el pulso de su cotidianidad, y nos sugiere una realidad desnuda de maquillaje que alcanza a revelar lo que hay tras ese telón que nos oculta esa Italia estereotipada, abundante en lugares comunes, y servida junto a una ración insípida de spaguettis.

Las cartas de Italia tienen el valor testimonial de cómo era el país en épocas precedentes; nos hablan de una Italia todavía no desfigurada por el turismo masificado, donde acaso la vida discurría sin esa prevención interesada de una vivencia que se siente observada por el visitante. La Italia de hoy se muestra grosera con el extranjero, celosa de sentirse interferida en su cotidianidad, pero no desdeña cierta reserva que le aconseja vigilar al intruso con el rabillo del ojo, pues para un alto porcentaje de nativos el auge turístico significa un modus vivendi. Esto hace que todo viajero bisoño reciba ese sucedaneo de país adulterado en sus primeros contactos, que sólo perciba la imagen sublimada de su escaparate, vistosa pero tal vez falseada. La Italia de Pla, sin embargo, remite a la viejas rutas, donde era primordial la aventura del descubrir, cuando montado en una carro tirado de mulas se emprendían itinerarios por terrosas carreteras que culminaban en un destino legendario, Urbino acaso, o tal vez Rímini o Ravena. Pla se involucraba en cada sorpresa que le salia al paso; poseía el vicio del diletante, ese que considera superfluo todo lo que en Italia no signifique arte,pero su curiosidad no era reacia a los aromas de la trattoria, a apelmazarse con el bullicio de la plaza comunal o patear el petreo enlosado en los vericuetos descarriados de algunos pueblos. Sabia medir el pulso con el que palpitan o palpitaron las frustradas repúblicas; no le escapaban las excelencias de Bolonia, ni en sus teatros ni en la mesa; los fastos de Florencia le eran perfectamente conocidos como la contrastada variedad de su agro, donde destaca la larga pincelada del ciprés, junto a esos ocres donde se cultiva el cereal o las laderas mas yermas donde verdean las cepas de la vid. Tenía sus prefencias, que hasta cierto punto coinciden con las mías, Venecia y Siena. En sus textos, deja aflorar la pasión al describirlas, y se esmera hasta allí donde alcanza lo poético en su prosa. Y al entreabrirnos los secretos de su corazón, penetrado en cada uno de sus poros por todos los matices de esa península incomparable, nos descubre esa ciudadanía mediterránea que reservaba para sí ese catalán universal.

ANONYMOUS

ANONYMOUS
Meritoria y loable aportación de la cimematografía inglesa sobre el siempre inquietante enigma shakespeariano. Nuevamente nos encontramos con ese sólido producto con que los ingleses gustan retratar su historia, sin reparar en timoratos pudores. En este caso, la figura de su autor más universal es puesta en la picota. El tema nos es nuevo, y en Inglaterra tal cuestión es del dominio público.En España, sin embargo, no alcanza singular relevancia, como si dijéramos que es una cuestión que ni nos va ni nos viene, pues corresponde a esos trapos sucios que se dan aun en las mejores literaturas, en este caso la británica.

La película ofrece un retrato encomiable del período isabelino, con sus intrigas cortesanas, sus fastos palaciegos y nobiliarios, y ese pulso de su vigorosa vitalidad que significaba su teatro, en un Londres magnificamente reproducido por las técnicas más actuales. En Anonymous, el director Roland Emerich, se aleja del tono de comedia imperante en su predecesora Shakespeare in Love, y penetra en la vida del Bankside con una mirada más ácida, con un, entrecomillas, crudo realismo. A lo largo del guión se pretende dar cierta luz a ese período crucial de la vida literaria inglesa, en tantos sentidos pareja a nuestro Siglo de Oro, y que dió figuras tan relevantes como Marlowe o Jhonson. Pero qué duda nos cabe de que ese período, en Inglaterra, se halla ocupado y condicionado por una figura capital para sus letras y aun para las universales: William Shakespeare.

Pero, ¿ quién fue este genio tan transcendental que rebosó de pletórica vitalidad la historia de los escenarios? Si nos ceñimos a los documentos históricos estrictos que nos han llegado, el hijo de un fabricante de guantes, natural de Stradford upon Avon, de relativa cultura, que inmigró a Londres en busca fortuna y ejerció como actor en los teatros del Globe y La Rosa. La conjetura se suscita al tratar de contrastar a este hombre, de biografía más bien mediocre, con el autor de una obra tan fudamental e incomparable como la firmada por William Shakespeare. Una parte de los admiradores de su obra, no sin cierto snobismo, han conjeturado que esta autoría debió corresponder a un ingenio de profunda formación, conocedor del corazón humano, familiarizado con los resortes del poder y augur de esos fuerzas solapadas que hacen girar la rueda del mundo.Parecieron encontrarlo en la personalidad de Edward de Vere, conde de Oxford, pues tanto su cronología, coincidente con la gestación de la obra shakespeariana, como las aficiones literarias y su propia vida, con sombras aún por disipar, hacen presuponer su parentesco literario tan justificable como el que pueda corresponder al William Shakespeare de Stradford.

En este sentido el film acierta al presentar una figura convincente, envuelta en la magia del creador, al tiempo que protagonista de los vaivenes politicos de su tiempo, de los que sus obras eran concluyente reflejo. En él tales creaciones alcanzan la dimensión de un espíritu superior, para el que la palabra es aliento vivificador y luz transformadora de la propia alma, cuyo camino es impracticable si se desconoce la esencia de las cosas y donde su verdad sólo pervive por ese aliento que es la palabra, nítido espejo de la misma vida.

EL CATOLICISMO COMO IDEOLOGIA EN ESPAÑA

EL CATOLICISMO COMO IDEOLOGIA EN ESPAÑA
Desde que Recaredo al ceñir la corona del reino hispano asumió el catolicismo como religión estatal, renunciando al arriamismo, aquél pasó a significar un factor político determinante a través de los siglos en la península. Este relevo fue recogido por Pelayo tras la rebelión del Reino Astur en Covadonga, y sus directrices marcaron el posterior desarrollo histórico. Si bien tras la invasión árabe en algún momento se alcanzó cierta connivencia en las tres religiones del Libro que conformaban la población peninsular, pues a la cristiana y la árabe habría que añadir un importante contingente de población judía, esto no fue lo común y la voluntad que prevaleció fue la de imponer un celo exclusivista, una voluntad de cruzada. Porque el credo religioso se había convertido en ideología.

Esta voluntad actuó de aglutinante entre los distintos reinos frente al islam durante la reconquista, y su credo sirvió de consigna y motor de una lucha que de este modo adquiría un carácter sagrado además de político. El descubrimiento de la tumba del apóstol Santiago, como bien apuntan muchos historiadores, sirvió de revulsivo para dinamizar la lucha, que desde entonces se creyó bendecida por el simbolo de la cruz y el impulso propagador del apóstol. Estos fueron los cimientos que sirvieron de base a una aspiración, a una idea: España. Una idea que estaba muy lejos de la configuración real peninsular, conformada por una realidad heterogénea, de discrepancia y mestizaje. Los términos de unificación y de exclusividad religiosa se hicieron pues consustanciales, obedeciendo claramente a un proyecto de predominio de los reinos cristianos.

La realización de este objetivo no se vió concluida hasta la entrega de las llaves de Granada a los reyes católicos, cuando el último foco del islam se vio doblegado y sus subditos obligados a plegarse a las condiciones de sus conquistadores, entre las que se encontraba el renunciar a sus creencias y abrazar la nueva religión imperante. Este hecho fue parejo a la expulsión de los judíos, como un factor determinante de cuál era la voluntad regia de suprimir cualquier foco de desunión que pusiera en peligro una politica tan duramente conseguida. Con los reyes católicos España, nacida de la unión entre los reinos de Castilla y Aragón, adquiere el perfil de su modernidad y conserva ese legado de su credo como fuerza motora, que se propagará, tras el descubrimiento de el nuevo continiente, más allá de sus fronteras.

El heredero de esta política, qué duda cabe, fue su nieto Carlos V. En éste prevaleció esa adhesión a la fe católica como soporte ideológico, que mantuvo a pesar de las corrientes de su tiempo. Entre él y Lutero puede decirse que crearon el actual cisma de la iglesia. Aunque la posición de Carlos en este sentido nos parece un tanto ambigua. Entre sus protegidos en Flandes se hallaba Erasmo de Roterdam, cuyos escritos prepararon el camino a la Reforma. Cabe decir que Carlos era casi un erasmista y su posición ambivalente no estuvo clara hasta después del saco de Roma, donde no puso trabas al saqueo practicado por los lansquenetes luteranos alemanes. En Worms, sin embargo, se decanta su postura y se convierte en paladín de la vieja fe, cerrando sus ojos a lo que la modernidad reclamaba en materia religiosa, para poner coto a la corrupción imperante en la iglesia. Esta elección de Carlos fue decisiva para España y condicionó toda la política ulterior.

Felipe II fue el encargado de llevar el legado paterno hasta sus últimas consecuencias. Entre los hechos de su reinado destacan la guerra de los moriscos en las Alpujarras, minoria que a la postre corrió la misma suerte que los judios;la represión también de los focos luteranos de Valladolid y Sevilla,y el conflicto con los calvinistas en Flandes, además de elocuentes ejemplos de sus maniobras políticas en la que trató de restablecer el credo católico en paises herejes como Inglaterra u Holanda. Porque con Felipe se llega al culmen de ese impulso ideológico que nació en los montes de Covadonga y se consolida la propagación de su credo hasta los confines de la tierra; con él nación y fe alcanzarán la máxima expresión de su simbiosis. Aunque lo que más reclama y perturba nuestra atención, es que gobiernos tan desdibujados como el de sus sucesores, Felipe IV o Carlos II, persistieran y empecinaran en esta convición intolerante y exclusivista, y mantuvienran tales premisas como óbices incluso en aquellos tratados de paz que hubieran aportado grandes beneficios a una España aislada y depauperada, y donde la libertad de credo hubiera abierto, en cualquier caso, interesantes perspectivas.

NOTAS SOBRE ALEMANIA

NOTAS SOBRE ALEMANIA
Para un meridional el contacto con Alemania siempre constituye una alternativa diferente, nos enriquece descubrir un pulso de vida que sorprende con su contraste.
Lo que más contraría en Alemania es su clima poco benigno. Cuesta adaptarse a esos veranos lluviosos, a poco más de 12 o 13 grados centígrados. Lo que más fascina, en cambio, es su paisaje: el boscoso de la Selva Negra, el romántico de la Baviera próxima a los Alpes, o el más monótono pero no menos sugestivo de Franconia.
Reconozco que mi conocimiento de Alemania es limitado. Se restringe a esa Alemania sudoccidental, la constituida por Baviera, Franconia y ese itinerario conocido por la Ruta Romantica.
Una primera impresión nos revela que esta Alemania de hoy conserva ciudades de contrastes bien diferentes, desde la encantadora Rotemburgo, donde aun se puede respirar el pálpito medieval, con las fabulosas tallas de sus iglesias, a la fisonomía grisacea y bastante insípida de Augsburgo. Esta ciudad imperial, dominada la plaza de su consistorio por la estatua de Augusto, conserva pinceladas sueltas de lo que fue y significó en la historia; avanzada de las legiones romanas en la Germania, supo ser sede imperial con Carlos V y conserva el convento que acogió a Lutero en su primera convocatoria ante la jerarquía papista. El resto sirva como ejemplo de esa ciudades renacidas de las cenizas de los bombardeos aliados durante la II guerra mundial.
En esta misma tesitura se encuentra Nuremberg, en la Franconia. Sobrecoge comtemplar la foto de cómo quedó la ciudad tras ser arrasada por la aviación alidada. Pero no sorprende esto tanto como su posterior proceso de reconstrucción. Aunque más que de reconstrucción, en lo que atañe a su casco antiguo habría que hablar de restauración. Es admirable la tarea realizada, las obras del castillo en la parte alta, la conservación de sus iglesias cuyo gótico se antoja permanecer intacto, el núcleo de edificaciones en torno a la casa de Durero, en cuyas calles parece aún vivo ese pulular de personajes que cantara Hans Sachs, ese maestro cantor que inmortalizara Wagner, y, un poco más allá, en la secular plaza descubrir el viejo ayuntamiento, con el carrillón de su reloj marcando unas horas indolentes que parecen sustraerse a la vieja pesadilla. Porque, no lejos de allí, se encuentran las huellas en carne viva de aquel infernal frenesí: las interminables pistas por donde desfilaba aquel ejercito alucinado al ritmo fanático del paso de la oca y, donde, con un pequeño esfuerzo de imaginación, se pueden ver flamear los grandilucuentes estandartes, escuchar los discursos inflamados enardeciendo para la lucha,o el macabro compás de las pisadas proyectando ese sendero, entre muerte y abominación, que conducía a sus impertérritos héroes hasta ese su sueño, que no dejaba de ser nostálgico, del Walhalla.

DE MADRID AL CIELO

DE MADRID AL CIELO
En este pasado puente de Todos los Santos he tenido la oportunidad de realizar una escapada a Madrid. Este corto desahogo resulta casi imprescindible para quien reside en un ciudad de provincias, con un panorama cultural bastante limitado. En la capital, las pilas de nuestro espíritu se pueden recargar en las salas del Prado o el Thyssen, en los palcos de alguno de sus teatros cuando alguna representación descuella entre lo anodino de la más que objetable cartelera o rastreando en las librerías sinnúmero y las casetas de la cuesta de Moyano alguno de esos libros inasequibles en el mermado mercado local, en este caso el alicantino.

En Madrid nos llenamos de la vitalidad de ese corazón que hace circular la sangre y la historia por las arterias españolas, hoy ese sístole y diástole arrítmico que denuncia la profunda crisis. Pero allí al menos uno reconoce el baremo de cómo va el país, llena los pulmones con aires renovadores y puede regresar a su ciudad de origen barajando diferentes perspectivas. Porque devorar un bocadillo de calamares junto a la plaza Mayor, disolverse entre la muchedumbre de la puerta del Sol o Preciados o apurar un café tras la viedriera del café del Príncipe alimentan nuestro ánimo de un optimismo más que risueño.

Para mí Madrid, mi Madrid particular, se circunscribe al Madrid castizo y Monumental; ni que decir tiene que mi calle predilecta es el Paseo del Prado; dejo el de la Castellana, como todo lo demás, para los megalómanos que sepan apreciarlo. En ese Madrid,mi Madrid, no se cansa el espíritu de ir asimilando esos escenarios que evoca, el del tradicional e histórico, el pictórico o literario; también el musical, aunque he de reconocer que soy poco aficionado a su género chico o típico, la zarzuela. Pues en verdad le cuesta a uno compaginar con esa sociedad populachera, de chulapos y gachis, que nos acercaran Arniches o Chueca, o la de majos y majas, con que retratara Goya el cutrerío de la corte de Carlos IV.

Para quienes nos gusta escribir, despierta especial curiosidad el conocer la efervescencia del Madrid literario, aunque en conciencia el actual no sé dónde se esconde ni dónde encontrarlo; sería preciso rastrearlo en draculinas correrías nocturnas y quizá, al cabo de un buen escrutinio, hubieramos dado con la pista de más de un poeta alucinado, de algún grasiento filósofo y de un buen emjambre de dubitativos narradores desdibujados en la desidia de la bohemia. Quizá por eso decidí retornar al café Gijón. Qué decir de él más de que constituye una reliquia literaria donde rememorar la épocas gloriosas del Parnaso ibérico. Allí nos sorprenden los ojos impávidos de Camilo J. Cela, de Alberti, de Umbral, comtemplándonos atónitos desde sus iconos de la Fama. Pero qué queda de su Madrid de luchas, miserias y ambiciones sino el vapor de una entrañable nebulosa con que nos despista y consuela el ensueño de la historia.

DESCUBRIR MANTOVA

DESCUBRIR MANTOVA
Mantua, o Mantova, como se escribe en italiano, participa en primer lugar de la ventaja, como ocurre por ejemplo en Vicenza, de no padecer ese estrés agobiante del turismo masificado. En Mantua se pueden recorrer sus piazzas y stradas tropezándose uno únicamente con grupos de turistas contados, lo cual hace, desde luego, más agradecida la visita.

Mantua se halla, pues, ligeramente desviada de esas rutas maestras del turismo tradicional en Italia. Esto le confiere cierta virginidad de discreta ciudad de provincias que, no obstante, cuenta con un rico pasado con que embelesar la curiosidad y las ávidas cámaras de los cazavistas. Esta relativa marginalidad obliga a viajar a ella ex profeso, pues parece no existir una comunicación idónea con las grandes urbes. Desconozco si de Milán o Roma parten trenes directos; pero para quien como yo suele asentar su campamento en Venecia, es necesario para acercarse a Mantua un obligado transbordo en Verona.

Al apearse en Mantua, nada en la periferia de la estación concitará nuestra curiosidad, pues esa parte la conforman barrios de edificación relativamente moderna que no difieren en demasía de otros de diferentes partes del mundo. Abrá que penetrar las calles que salen al paso, muchas de ellas de aceras porticadas como en Bolonia, para acceder al que fuera ese núcleo vital e histórico de la ciudad. Encontraremos su verdadero centro en plaza Sordello, allanada en época de los Gonzaga y que congrega los edificios más emblemáticos de la ciudad, como la fachada del palacio Ducal, el Duomo de San Pedro, el palacio Bianchi, el Bonacolsi o el Uberti.
La fachada del Palacio Ducal es caracteristica del gótico italiano, parejo al que puede observarse en Ferrara, Bolonia o Verona. Su vasta área se extiende hasta la periferia, junto a las orillas del lago Inferior, frente al cual levanta el baluarte del castillo de San Jorge. El palacio Ducal constituía una ciudad dentro de la ciudad, conformando ese marco palaciego donde reinaba la poderosisima familia Gonzaga. En su buena época, tan fenomenal complejo lo formaban no menos de 500 habitaciones, además de patios y jardines e interminables pasillos y corredores que acogían un tesoro incomparable de obras artísticas. Entre las muchas salas del palacio que merecen mención especial se encuentra la denominada degli Sposi, donde Mantegna diseñó un de los espacios más sugerentes del Renacimiento. Destaca en la sala el retrato familiar, donde se observa al poderoso Ludovico, acompañado de las damas de la familia y un número determinado de parientes, secretarios y bufones. Se conjetura que alguno de los retratados pudo ser Leon Batista Alberti. Otra de las salas a tener en cuenta en el palacio, es la llamada de Troya, donde Giulio Romano, bajo el mecenazgo de Federico II Gonzaga, el que sublimemente retrató Ticiano, recoge vistosos pasajes de los cantos homéricos. Esta colaboración entre dos personalidades tan conspicuas tuvo su culminación en ese otro palacio construido casi en las afueras de la ciudad, el del Tè, donde el pintor agota las posibilidades decorativas del manierismo. El palacio en definitiva es un elocuente testigo del escabroso refinamiento que alcanzó la corte de Federico.

Otra de las particularidades de Mantua es la de contar con un par de Duomos, uno el de San Pedro, que llamaría notoriamente la atención del visitante si pudiera evitar la comparación con Sant´Andrea. Las proporciones de esta basílica asombran por la amplitud de su planta y la majestuosidad de su fábrica. Fue levantada para custodiar la reliquia de la sangre de Jesús y contó para ello con los planos del Alberti, quien basándose en el elemento clásico del arco romano interpetró toda la obra. El resultado es un conjunto de proporciones sublimes, en el que conjuga el lenguaje pagano con el religioso, para realzar éste dotándolo de un dinamismo vital del que carecía el gótico y sobre todo el lineal románico de la nave del pequeño duomo de San Pedro, en plaza Sordello

De muchas más bellezas se adorna Mantua, de las que en cualquier otro inciso trataremos, como el teatro Científico o la rotonda de San Lorenzo y la Torre del reloj, en plaza del Herbe, contigua ésta a la de Sordello y vecina de Sant`Andrea, que configura un espacio donde gozar de forma más relajada de la ciudad frente a un buen plato de pasta o pizza. Por todo esto y mucho más, de Mantua no se ausenta uno sin llevarse un recuerdo imborrable junto a la dulzura del eco de esa extraña saudade que en sus Bucólicas evocó Virgilio.

Venecianas XIV: Tiziano, el mago de Venecia

Venecianas XIV: Tiziano, el mago de Venecia
Tiziano, el más celebrado de los pintores vénetos, no nació en Venecia sino en Piave da Cadore, un pueblecito en las estribaciones alpinas. No obstante, fue reconocido como el hijo más amado y universal de la república y gozó de una particular consideración por parte de la élite aristocrática. Sin embargo, la presencia de la obra ticianesca en la ciudad de la laguna resulta algo rala y salvo las obras que se conservan en el palacio Ducal y su Santa Maria Asumpta, en I frari, su catalogo puede parecer un tanto decepcionante. Destaca este contraste al confrontrarlo con la obra casi omnipresente del Tintoretto. Puede conjeturarse sobre esto el que Tiziano gozaba de un mecenazgo europeo, que su pintura era reclamada por casi todas la cortes con algún predicamento en su época y que el mercado del Tintoretto se reducía casi con exclusividad a encargos destinados a la propia Serenísima. En parte esto puede ser cierto, si contamos que un cierto número de la obra que Ticiano realizó en Venecia se ha perdido como resultado de incendios o a causa del deterioro inherente al paso de los siglos, tal como ocurrió con los frescos que junto a Giorgione realizó para la fachada del Fondacco de Tedeschi.

Como la de Giorgione, pues, su obra puede ser reducida pero justamente valorada. Quizá el mejor Ticiano lo gozamos nosotros en España, con los valiosísimos ejemplos que guarda el museo del Prado, como el retrato equestre del emperador Carlos V, vencedor en Mulhberg, la leyenda ovidiana de la Danae, desnudo donde se sublima la belleza femenina, y el fabuloso retrato de Federico II Gonzaga, por citar solo algunos ejemplos. Por esta aceptación indiscutible de que gozó en su época, su obra se halla más bien dispersa, de forma que uno puede encontrarla, hoy día, en cualquier parte del mundo.

Puede equipararse el logro de Tiziano en Venecia al que alcanzó Rafael en Roma, pues ambos supieron mantener la incondicionalidad de los diletantes y presentar ese acabado insuperable de sus obras que la codicia de los mecenas no podía soslayar. A ambos se le abrieron todas las puertas y gozaron de una excelencia cuyo usufructo no estaba reservado a los pintores, pues nuchos de ellos soportaban una condición de clase minusvalorada, pese a que la historia ya había conocido el emerger de esa dos figuras sinpares, Leonardo y Miguel Ángel.

Dicen que Ticiano debió parte de su aprendizaje al Giorgione y que éste le apuntó el camino que debía seguir. Todo esto es muy difícil de precisar, pues mientras tratamos de resolver la incógnita de la Tempestad, se nos escapa el resto de su obra. Lo que si sabemos es que Ticiano redondeó el estilo veneciano, canonizó el color de los Bellini y reacomodó el espacio, dando un paso por delante del Mantegna y descubriendo esa profundidad aérea que el Giorgione ya insinuara en los escasos ejemplos renovadores de su obra.

PLAZA DE LA SIGNORIA, FLORENCIA

PLAZA DE LA SIGNORIA, FLORENCIA
La plaza de la Signoria, en Florencia, constituye uno de esos marcos incomparables de Italia. Presidida por el airoso torreón del palacio Vecchio, enmarca ese área ciudadana de la vieja república, dispuesta a acoger todas las inquietudes políticas populares. A las puertas del viejo palacio se yerguen las estatuas de David- actualmente una copia- de Miguel Ángel y el Hércules y Caco de Bandinelli. En el primero, intentan representarse las buenas virtudes que ornaban a la vieja república florentina, y, por su parte, el Hércules ,seguramente, viene a representar la soberanía que mantuvo esa Signoria sobre sus enemigos durante sus luchas que, al igual que para Hércules sus trabajos, fueron constantes.

Además, encierra la plaza el complejo escultórico al aire libre más rico del mundo. Bajo el techado de la loggia dei Lanzi se pueden admirar obras maestras de Cellini y Gianbologna, que para sí quisieran muchos de los museos internacionales. Especial vistosidad le da a su vez la fuente del Neptuno, de Anmannati, erigida para recalcar el esplendor mediceo y a cuyos pocos pasos fue levantada la pira en la que fue inmolado Savonarola, donde una placa circular sobre el pavimento nos lo recuerda. Perpendicular a la fuente, y acompañándola, se erige el monumento ecuestre de Cosimo I, gran duque Toscana, que alcanzó para los Medici la dignidad principesca. El monumento carece de la vistosidad del Colleoni del Verrochio, en Venecia, pero confiere a la plaza cierta solemne dignidad institucional. No hay que olvidar, a fuer de precisos, la Judith y Holofernes, de Donatello, que pese a su reducido tamaño destaca por ser el primer grupo escultórico que se instaló en la plaza.

La plaza de la Signoria fue en su tiempo ese centro de la vida política y comunitaria florentina, como la del Duomo lo fue en lo religioso, y en el ella se concentraron todas las manifestaciones ciudadanas de la República. Allí acudía el pueblo a revindicar su adhesiones o a proclamar sus fobias. Y tales tumultos debieron ser hasta tal punto preocupantes, que obligaron a construir a sus gobernantes -los Medici- un pasadizo elevado que los comunicara con uno de sus palacios- el Pitti- cuando de los ánimos encrespados del populacho pudieran derivarse aviesas intenciones, lo cual ocurrió con bastante frecuencia si repasamos la agitada historia local.

Allá donde se mire, la plaza ofrece un estimulante recreo para la vista, hasta el punto en que supone una inigualable experiencia visitarla y permanecer un buen rato sentado a los pies de la Loggia disfrutando del noble trazado de sus palacios; porque allá donde miremos quizá pudieramos toparnos con una fachada proyectada por Rafael Sanzio, intercalada entre los no menos bellos ejemplos medievales. Nos sorprende que el mundo haya aspirado además de al poder, a la belleza.

La plaza hoy continúa siendo centro de esos fervores populares, aunque se vea desplazada un tanto por la moderna plaza de la República. Pero en su incomparable marco aún puede seguirse esa agitada vitalidad que acompaña a la ciudad en su latir cotidiano; por eso no resulta ilusorio ver acercarse por la via dei Calzaiuoli una revindicación obrera o una solemne procesión de Hare Chrisnas, portando en andas a su inmutable santón de rostro acartonado y sumido en un enajenado nirvana a traves de la perplejidad de la muchedumbre, que todavía puede sorprenderse por estas pequeñas cosas insólitas, con tales radicales contrastes.

PERICLES, HEGEMÓN DE ATENAS

Vano resulta recalcar a estas alturas que Pericles, durante su mandato, llevó a la polis ateniense a su máximo apogeo. Fueron los años decisivos de la liga de Delos, que constituiría el soporte de un vasto imperio del cual la ciudad de Atenas se erigió en su supervisor y guía mientras fue dueña del mar. Esta alianza,pues, encabezada por ésta como árbitro y hegemón, fue tan fructifera para sus arcas que, con su usufructo, se creó el incomparable complejo de la acrópolis. El milagro ático fue uno de esos momentos estelares de la humanidad, que diría Zweig.

Pericles era hijo de Jantipo, que se distinguió como estratego en la guerra contra los persas, y por parte de madre pertenecía a la familia de los Alcmeónidas, rama aristocrática que proporcionó tantos hombres decisivos para Atenas, desde Solón a Clístenes, autor de las reformas que auspiciaron la democracia. Pericles, no fue el mejor de los soldados, como un Epaminondas o un Alejandro, pero tenía una visión clara de lo que suponía el ejercicio del poder; se distinguió, pues, en las artes del buen gobierno. Supo alcanzarlo valiendose de sus innatas aptitudes, de su astucia política y su elocuencia, y supo conservarlo brillamtemente casi hasta su muerte. Las distintas tentativas que las facciones contrarias intentaron para desbancarlo del poder fueron frustradas con habilidad, mientras él salía de cada una de ellas notoriamente reforzado, y junto a él la democracia frente al partido oligárquico.

Pero esta larga permanencia como lider, que casi fue vitalicia, no respondía a ninguna ventaja coyuntural sabiamente aprovechada ni al respaldo de un apoyo popular favorecido por la seducción demagógica. Pericles fue un hombre con una visión clara y universal para Atenas, con una lectura esclarecida de las circunstancias políticas de su tiempo y una creencia profunda en los más nobles valores de su pueblo. Como todo genio, se le proporcionó la materia de donde crear y supo transfigurar su época. Acaso intuyó que en él se cumplía ese destino milenario de su polis y en el esplendor de la Acrópolis se accedía a una nueva dimensión divinizada del hombre, un espejo ideal en el que han buscado su medida todas las democracias de la tierra.

HABLEMOS DE SIENA

HABLEMOS DE SIENA
Siempre he sido recibido en Siena por un arrebato de campanas que matizan mi llegada casi como un júbilo de bienvenida. Esta ciudad que, como Venecia, se halla casi exenta de trafico rodado, conserva esa incontaminada acústica en la que se puede percibir la serenidad del silencio, la autenticidad de una desusada sonoridad cotidiana que nos transporta a la realidad de unos siglos pretéritos, donde la urbe parece retener el aspecto de su época más gloriosa . Como Venecia, es una ciudad que encuentro, y que seguramente fue edificada, a la medida del hombre, en donde éste puede mirarse en su espejo y en donde en cada uno de sus rincones puede reconocer un mensaje esclarecedor y enriquecedor para su alma.

La plaza del Campo, verdadero corazón de Siena, parece expectante en cada momento de esas dos fechas señaladas en que tiene efecto la carrera del Palio. En tan incomparable marco, si no se ve, se sueña ese momento. Se respira su ambiente colorista y multitudinario, y parece, en ese ejercicio imaginativo, atisbarse el centelleo policromo del uniforme de los jinetes precipitarse fugaces sobre caballos de ilusión. Entre el clamor del público enfervorizado, bulle la ciudad en fiesta, espejo de ese último medievo italiano que se reviste de fantasía y color, y que refleja en sus estandartes, en el brío de sus banderolas haciendo piruetas en el aire, el pulso acelerado de su vitalidad. Descubrir Siena es entreabrir las venas de nuestro sentimiento y dejar penetrar en su flujo la más acendrada savia italiana. La panorámica de Siena nos hace renovar esa realidad extraordinaria e irrepetible de lo que fue, de esos tiempos en los que Italia renaciéndose a sí misma reverdeció la herencia romana. En la loba de su bandera queda patente esta irrenunciable vocación.

Entre los muchos duomos de los que pueden enorgullecerse las ciudades de Italia, el de Siena ocupa un puesto singular. El contraste del verde y el blanco le dan a su fábrica un vistoso cromatismo, y su campanile, junto a la torre Mangia, marcan el techo de la ciudad. Comtemplar su arquitectura majestuosa presidiendo ese aglomerado de viviendas medievales que se arraciman como polluelos en torno a su madre es una de esas vistas que, de las muchas de Italia, encuentran ese camino sentimental del corazón. Bajo su cúpula se guardan muchas de los estupendos tesoros que conserva la ciudad: el mismo pavimento que la recubre, los hermosos púlpitos de los Pisano, y ese memorable sacristía edificada por Pío III para guardar la valiosa biblioteca de su memorable pariente Eneas Silvio Piccolomini, y que se reviste con esos magnificos frescos del Pinturrichio, asistido por esa mano siempre sugerente de Rafael. No es raro que Wagner creyese reconocer en tan incomparable catedral su Monsalvat.

OTOÑO

OTOÑO
El otoño se acerca hasta nuestra intimidad con la sorpresa del inquilino inesperado; apreciamos de pronto su presencia en el increscendo de unos pasos sigilosos en la habitación contigüa, ese hábitat que se prolonga al entreabrir las ventanas de nuestra alma. Verificamos su cercanía en la caricia de un leve viento que levanta la primera hojarasca de los recuerdos e invita a curiosear en el bargueño de nuestras nostalgias, pues se presenta como un momento que propende a mirar atrás. Sus óxidos previenen con su cobrizo desgaste de que todas nuestras voluntades se han cumplido, que llega la hora de sumirse en el letargo de la inacción y recapitular, resumiéndonos en esqueletizados esquemas de árboles contritos que muestran el quebranto de sus ramas desnudas, la hirsutez de sus siluetas calcinadas.

En mi vida particular, el otoño ha llegado insinuante, sin hacerse mucho notar, con esa vibración doliente de su dulzura. Lo reconocí en toda su transida belleza contemplando una tela que me pareció sublime: Otoño, de Frederic Edwin Church. Me desbordó la belleza tornasolada de su brillante paleta, las calidez de de sus rojos y naranjas, de sus amarillos y oxidados ocres que recubren de trascendida ilusión las pardas sombras de recatada verdura; porque donde antes fueron verdes, son ahora dorados, bermejas coloraciones que transfiguran el alma del paisaje. Y desde el cenit, el nimbo del sol crepuscular que, en su irradiación, transforma en hondo pálpito el mensaje secreto de esa naturaleza vivificante y vivificadora que rebosa sobre la reflectante transparencia de un arroyo.

Paso a paso, ese otoño me iba inundando y perseguía predestinado la belleza patética de su cromatismo ornando el corazón declinante de su naturaleza; y esos pasos me llevaron hasta Aranjuez. En sus rumorosos senderos busqué la profunda lección de su secreto mensaje, el estremecido mosaico de su textura decadente que en su cíclica alegoria nos hace presentir la mirada tácita de la muerte, tras ese transfondo teñido de melancolía. En el rumor de las arboledas parecía escucharse un aria doliente de Farinelli y el trino espaciado de los pajaros entretejía una melodía triste, temerosa de las nieves del invierno. A su vez, no tuve mejor acierto que escudriñar la magia de esas luces, el crepitar metalizado de sus colores, la ofrenda senil de esa naturaleza desmayada, en el espejo verdoso, de inquieto viajero, del Tajo, que al borde de su corriente sinuosa fecunda casi el espejismo de un edén. Penetrando ese misterio que en tiempo no muy lejano tan sólo complacía a los ojos regios, fui abriéndome paso no en ese corazón de las tinieblas, sino en el radiante de las crepusculares hermosuras, heredero de una ofrenda que sólo Dios puede regalar. Y en el núcleo de esa sagrada espesura supe de esa voz que sólo se puede escuchar en la perfecta comunión.

SEMBLANZA DEL SAVONAROLA

SEMBLANZA DEL SAVONAROLA
Para comenzar este esbozo habría que remontarse al tiempo en que Cosimo el Viejo encargó a Michelozzo la reconstrucción del convento de San Marco, en un barrio de Florencia dominado por la familia Medici, no lejos de su palacio, que se edificaba en la vía Longa, sobre planos de este mismo arquitecto.
Girolamo Savonarola, oriundo de Ferrara, había llegado a Florencia destinado por su orden, la dominica, tras haber asimilado una solida formación y contando tal vez con el beneplácito de sus superiores, quienes creerían que podría acometer una exhaustiva labor en la más floreciente, quizá, de las repúblicas italianas. Con estas perspectivas debió ser admitido en San Marco, convento del que llegó a ser prior.
Savonarola se integró en la ciudad en su mejor época(finales del siglo XV), esa que los vernáculos denominaron Quatrocento. En ella se daban ya esas eximias manifestaciones de lo que luego constituyó el renacimiento italiano, tanto en el terreno del arte como en la cultura en general. Era la época de los grandes talleres de los viejos maestros, Verrochio, Ghirlandaio, Pollaiuolo..., entre cuyos aprendices se contaban esas figuras que luego fueron míticas: Boticcelli, Leonardo, Miguel Ángel, etc. En ese tiempo, Florencia estaba dominada por una figura que lo les andaba a la zaga, Lorenzo el magnífico. Hábil político, protector de las artes y el saber, poeta en sus ratos de ocio, supo crear esa identitad que todavía sigue conformando la fisonomia, tanto estética como ideológica, de la ciudad. Al tiempo que en la nueva Academia por él formada destacaban los nombres de Marsilio Ficino, Pico de la Mirandola o Ángel Poliziano, en san Marco se daban a su vez dos fenómenos de contrastado jaez, la original visión en el terreno estético de Fra Angelico, y la ideología reformadora de Savonarola en lo religioso, por no decir en lo político.

Savonarola, como Miguel Ángel, tuvo con los Medici una relación bastante contradictoria. Por una parte les era deudor, pues dirigía un convento que se mantenía por sus aportaciones; y le facilitaban, por otro lado, un foro, el de San Lorenzo, desde el que era escuchado en toda Florencia. Pero el caráter de unos y otro sólo podía dar el fruto de la deslealtad. Sovonarola fue llamado, en lecho de la agonía, por Lorenzo para que le administrara la extremaunción y la postrera comunión; a ciencia cierta no sabemos cuál fue la resolución última del dominico, si esa controversia interior se transformaría en condescender humano. El caso es que tras la muerte de Lorenzo, se trazaría el destino memorable y trágico del sin par fraile.

Reconocer en Savonarola el censor implacable de esos frutos profanos del renacimiento, cuyo fin era consumirse en la descomunal Hoguera de la Vanidades, es verlo con la parcialidad con que lo ha estudiado la moderna historiografía, propensa a ensalzar el deslumbrante período mediceo y el apoteosis artístico de dicho período. Ver a Savonarola, más auténticamente, es hacerlo por medio de esa fe que subyace en el acontecer humano, en una época que se aprontaba a germinar nuevos frutos. La horas de la iglesia hasta entonces conocida estaban contadas; en el horizonte comenzaban a resplandecer los dorados brillos de la Reforma.

DREAMING VIENA

DREAMING VIENA
Desde la habitación del Hilton,
atalaya del Danubio,
Viena se ofrece como nueva Israel
a Moises frente al Nebo,
nido de delicias de leche y miel
que me invita con su ofrenda a paladear.
Será mi paso, sin embargo,
el del turista engorroso
de la sociedad del bienestar.


El surco de plata del gran río
ciñe esa cintura de incitante damisela,
mientras Viena, discreta y algo esquiva,
se recoge entre rubores de gran dama.
Pero Danubio osado, un tanto tosco, salaz sileno,
abraza el cuerpo esbelto de la urbe que palpita
de ingenio, de arte, de música,
del sueño de sus bosques presentidos...
En lo inmediato, no obstante,
bajo la línea inarmónica de burdos rascacielos,
sólo un arpegio de motores percibimos
un trítono lúgubre de bocinas intercaladas como eco,
un tropel de inquietantes geometrías
en arremolinado vendaval de quebradizas hojas otoñales
arrastradas por la serenata nocturna de Mozart,
que precipita sus notas sonámbulas
sobre la cascada ornamentada de espirales y cuadrículas
en una composición art decó de Klint.

Roman Holydays

Roman Holydays
No lejos de Plaza de España, entre la retícula de calles angostas y seculares, quizá trazadas ya durante la milenaria planimetría romana, no sé precisar en este momento por qué érráticos vericuentos accede uno a la via Margutta, en uno de cuyos portales, el correspondiente al número 51, penetramos. Nos recibe un vasto patio que remite a los de las viejas posadas castellanas. En su perimetro desembocan distintos vanos de escalera que conducen a heterogéneas zonas habitables del inmueble. Podría aventurarse que su diseño nos evoca las viejas corralas madrileñas, patios de vecindad superpoblados por los núcleos de la sociedad más castiza. En verdad, aquel espacio parece razonablemente estructurado para dar cabida a un cierto estilo de vida, modestamente romano. En sus rincones se respira plena autenticidad, se pladea ese sabor vernáculo. Llama primodialmente la atención la amplitud de un espacio que se contradice con el área reducida de las viviendas que congrega, y deja entrever cuál era la auténtica realidad de esa Roma silenciosa, ausente de grandes monumentos, que palpita generación tras generación transfiriendo ese carácter peculiar de lo romano. La escalera que buscamos se halla presidida por un aguila con la alas desplegadas, como símbolo auténtico de totem, y auspicia el secreto de nuestra visita al inmueble.

Hay más de una razón para visitar el 51 de via Margutta, uno romper la discrección de esa Roma popular y desentrañar el latir cotidiano de su vida; otra, conocer uno de los enclaves donde se rodó una de las más amables películas de la historia del cine: Vacaciones en Roma. En vía Margutta 51 se ubicaba el reducido apartamento habitado por Joe Bradley(Gregory Peck) y al que llevó a la princesa(Audrey Hepbrun), tras bien argumentadas peripecias, a pasar la noche. La idea del film, original de Dalton Trumbo, aunque presente evidentes coincidencias con el Sucedio una noche, de Capra, constituyó en su estreno un notable éxito, auspiciado por esa ascensión al estrellato de uno de los más radiantes meteoros de Hollywood, esa Audrey Hepbrum, de filmografía memorable.

Por otra parte, la pelicula se constituye en un escaparate tras el que la Roma milenaria se da a reconsiderar al mundo extraeuropeo, especialmente a Norte América, reclamando un turismo marshaliano que la hiciera remontar del marasmo postbélico. Seguramente el rodaje del film coincidió con la inquieta efervescencia del neorealismo italiano,tras cuyos fotogramas se trasluce la realidad de ese pueblo macerado, de incietos horizontes, que mira esa realidad desgarrada de los ojos de la Magnani y aguarda un insatisfactorio porvenir en mugrienta camiseta de sport.
Por siempre, Roma;Arrivederci, Roma.

CREPUSCULARIO SECRETO

CREPUSCULARIO SECRETO
Puedo discernir entre el crepúsculo lo esquivo de la horas que van muriendo como hojas resecas y son barridas por el viento. Puede ser otoño, incierto en su claridad imprecisa, evocador de paisajes cenicientos, invitando a luengas lecturas a la lumbre del deseo y donde trafican los oscuros mensajeros de la promesa. Se escucharía quizá el rumor de un río, que recrea sus meandros en lugares encrespados, desentrañando de instantáneas bucólicas el paisaje y cuyas aguas cantarinas quieren preciciparse sinuosas hasta la placidez de los valles dóciles. Entre los árboles, vigorosos cedros o álamos livianos, canta el mirlo o grazna la corneja y el dulce brillo crepuscular presiente la noche endrina de metales. Será el ruiseñor de la cumbre quien traiga el anuncio de la fuente eterna, donde nos habrá de colmar la bebida imperecedera y, puestos los ojos en el firmamento, cantar a coro el himno de los inmortales.

Lo van trayendo los días; en otro tiempo testigos de ominosos y esforzados trabajos. Lu música de sus horas era una monótona melodía de cacofónica pianola destartalada, cuyas notas sonaban a tedio y a derrota, donde los agudos sonaban como cristales rotos y sus graves a lúgubres presagios. Verdaderamente era como una noche de fundidos metales recalcitrantes, una incursión crepuscularia de Orfeo en esos abismos innombrables a los que solo se alcanza en las profundidades más recónditas del alma. ¿Quién sabe quien era el intruso? Qué significaban esas visiones de sombras sobre panes de oro, qué pretendían decir, por qué trataban de convencer. La realidad entonces era un clavo ardiendo. Creía que el abismo me tragaba definitivamente. Buscaba a Dios. Nunca como entonces lo busqué, porque fue entonces cuando supe a ciencia cierta que Él Era. Su palabra a través de las generaciones parecía iluminar mi destino y en la paciencia y en esa fe aprendí a aguardarlo.

No sé decir cuando el iris irradió tras los sucios momentos de la tormenta, de una de esa tormentas de arena, donde los goterones arcillosos impregnan de contrariada resiganación la vida o traen entre burbujas que rompen al chapotear una siembra de lombrices y renacuajos. Al amarillear el sol alumbró esa cosecha de inmundicias; el campo se veía árido, sembrado por tal infecta semilla. Tuvo que esplender fertilizador el astro con sus rayos hasta convertir ese inmundo abono en la fecunda bendición de los verdes prados por los que el límpido río discurre y se escucha otra vez la voz apaciguadora del pastor reuniendo a su rebaño, haciendo resonar las campanas flamantes de la aurora.

VENECIANAS XIII: INVITADOS EN VENECIA

VENECIANAS XIII: INVITADOS EN VENECIA
Venecia es una de esas ciudades que siempre mantiene tendida su mano al corazón de sus visitantes. Desde hace siglos son escasos los viajeros que no han registrado su experiencia sentimental con la ciudad lagunar en su cuaderno de bitácora. Dichas experiencias nos han llegado sobre todo por mediación de los artistas que plasmaron en obras más o menos célebres su actividad viajera.

El sur, que para los pueblos sajones y nórdicos se concretaba a esa península itálica que capitalizó el mundo antiguo, captó muy especialmente el interés de los viajeros opulentos provenientes de tales latitudes, en gran parte de Alemania e Inglaterra. Si bien Italia fue desde muy atrás el destino escogido por el exclusivo turismo de épocas precedentes, recuérdese los ejemplo de Durero y Montaigne en pleno renacimiento, correspondió a Goethe forjar la leyenda de los periplos italianos. El gran autor alemán, figura mítica de sus letras, confesó en su incomparable Viaje a Italia el inpacto causado por este particular encuentro, en especial por su descubrimiento del mundo clásico, que seguramente soñara asomado a los viejos foros durante el crepúsculo romano. Creo que corresponde a él la frase de: si Venecia fue mi instituto, Roma será mi universidad.

En estas páginas llenas de impresionada admiración que constituyen su diario viajero, repara Goethe extensamente en la ciudad de los canales, en su originalidad incomparable, en la riqueza artística que atesora y su singular posición en la historia de los pueblos. Sin embargo, no fue el autor de Fausto quien se dejó arrebatar, en relaciones no sé si del todo honestas, por primera vez por la ciudad. Este lugar correspondió a su joven y admirado poeta, Lord Byron, quien vivió el misterio fabuloso de Venecia hasta sus tuétanos. Temprano se le sorprendía nadando por el bacino en dirección al palacio Mocenigo, donde vivía una turbulenta pasión con su casera; de noche se lo encontraba en los salones de las cortesanas;y en su dilatada estancia, penetró, en fin, esa vida de la ciudad semifantasma, cubiertos en el velo del misterio sus palacios abandonados, que se dejaba filtrar en la emoción transida de sus versos, los cuales trataban de escudriñar sus inconfesables razones de diosa aletargada. Sin la menor duda, Byron fue para la "gran dama" su amante romántico y secreto; luego vinieron los amores mas formales, los de Balzac o James, de Proust o Pound; y, finalmente, el idilio crepuscular con Wagner, que creó para festejarla la ambigüedad de unos sonidos nacidos del mismo secreto de su enigma, tan lejos de esa vital luminosidad cartesiana conmemorativa de Vivaldi.

AZUL EGEO

Cuando uno navega por el mar Egeo inicia esa epopeya que el poeta ciego, ese Homero de incierta identidad, fraguó con lucidez incomparable. Es ese mar escenario de los dos magnos poemas que introdujeron a los griegos en el relato imperecedero de la historia, y dió a sus pueblos esa fisonamía capaz de fascinar y aun transformar las demás culturas. Fueron los griegos, en suma, esa koiné que tanto supo indagar su intimidad como su lontananza, y conquistándose a sí misma, en el espejo de su filosofía y su paideia, supo conquistar el mundo con el sueño de su libertad. Sócrates fue el genio de la primera, Alejandro el artífice de la entelequia.

Tierra de luz, tierra de azul. A sus orillas, donde fenece el coral con su ilusoria mortaja de espuma, la espada del sol hiere la blancura nítida de las casas, sobre las que azulea una breve cúpula y cuyas fachadas enfrentan las caricias de los céfiros y la tentación de sus lejanías, queriendo embeber en el espejo de sus darsenas el movimiento infinito y su misterio submarino. Alli nacen los peligros y los frutos, también sus mitos: la belleza en plenitud de Afrodita, la seductora de Nausicaa o de Calypso, que aguardan entre las frondas lo que la marea legendaria arroja a sus playas. No pudo ni aun el náufrago de Troya, el astuto Odiseo, dejar de sucumbir a sus encantos después de harber burlado las cautelas del taimado Polifemo. Quizá tal fue la venganza de los dioses por haber concebido el ardid del caballo. Tantas playas después, tantas arenas hollaron sus plantas, tantos trabajos pendientes como los de un Hércules renacido hubo de superar, que a su regreso, tras tan arduo bagaje de vicisitudes, casi no recordaba como era Itaca. Pese a la lealtad entrañada de su perro, temía que los suyos y los pretendientes de su reino le reconocieran; por eso recurrió al disfraz y a su refinada astucia para recobrar su patrimonio. Todos conocemos el feliz final de la historia: recuperó la potestad, libró a su mujer Penélope de la fatalidad de su dilatorio tejer y renovó el afecto de su hijo, Telémaco.

Por mi parte, también añoraría navegar esas aguas ancestrales a la luz de esa visión incomparable de las leyendas que verificó Scheliemann. Surcar su superficie al empuje del bogar del remo de los versos homéricos, al encuentro de esa Troya que persiste en la memoria mediterránea de nuestros sueños, y en el fragor heróico de la mística batalla, ganar el glorioso logro de la inmortalidad.
Ojalá no sea todo un sueño de verano, un crucero insólito de azules plenitudes, entre el tibio rumor de la brisa y notas dispersas, reveladoras, de sirtaki.

TRAS LAS HUELLAS DE MIGUEL ÁNGEL

TRAS LAS HUELLAS DE MIGUEL ÁNGEL
Al viajero que llega por primera vez a Florencia, esa ciudad que tanta genialidad aportó al terreno del arte, no le resulta difícil toparse con el creador que más honda huella ha dejado en su memoria: Miguel Ángel Buonarrotti. Un artista que creó el símbolo que mejor definía a su república: el David. Uno se tropieza con él, ese gallardo joven bendecido por Dios que no conocía el reúma, por lo que se sentía dispuesto a desafíar todas las inclemencias del clima, a las puertas de ese edificio representativo del poder florentino, el palacio Vecchio, en plena plaza de la Signoria, singular ágora de sus organos de gobierno, constituida por el susodicho palacio y el edificio adjunto, dedicado a la administración, que no otra función tuvo en en su día el actual museo de los Ufizzi.

Si bien este David es una copia del que a buen recaudo se conserva en la galeria de la Academia, se halla emplazado en el mismo lugar que se destinó al original. Desde su elevado zócalo, rivalizando con el Hercules y Caco de Baccio Bandinelli como burdos adláteres, preside la vida de ese soñada república que pudiera haber sido si en su camino no se hubieran cruzado los Medici. Porque en esta doble relación, con los Medeci y con la república, vienen a explicarse en parte las contradiciones que comprometieron la vida del arista. Siendo muy joven, Lorenzo el Magnífico reconoció su talento y lo adoptó, como si de uno de sus propios vástagos se tratara, para completar su formación como escultor junto a Bertoldo, en el jardín de escultura que el Magnífico había hecho adecuar junto al convento de San Marco. Allí entró en contacto con las corrientes del humanismo de su época y bebió de las fuentes clásicas su formación escultórica. Pese a su sincero republicanismo, nunca pudo verse libre del todo del compromiso contraido con Lorenzo y su familia, y el catálogo de sus obras florentinas se traduce en crónica de esta relación.

Si el David es obra de exaltación republicana, encargada por el gonfaloniero Soderini, no menor ejemplo de los fastos mediceos, por otro lado, suponen sus capillas fúnebres, adjuntas a la parroquia familiar de San Lorenzo. En la llamada sacristía Nuova se puede apreciar un monumento que bien pordría caracterizarse como el del mejor Miguel Ángel. Su lectura puede llevarnos a la consideración de ese cosmos miguelangelesco, descifrándonos cuáles eran las condiciones e inquietudes del hombre renacentista que interpretaba el ánima mundi entre la contradicción y la coincedencia de Platón y los Evangelios. Juliano y Lorenzo frente a frente, la vida activa y la contemplativa en confrontación dramática, arrastradas siempre por esa corriente condicionante, conformadora y transformadora, del tiempo, simbolizado en el Día y la Noche, el Alba y el Crepúsculo.

También en otros puntos de la ciudad se siguen ostensiblemente las huellas del artista. En la via Ghibellina se conserva como museo la que fuera su casa. Allí se pueden apreciar sus primeras obras, la Batalla de Lapitas y Centauros y la Madonna de la Scala, muestras de un escultor que aún buscaba definirse. Por contra, un Miguel Ángel ya maduro lo encontramos en el Barghello, con su busto de Marco Bruto, manifestación óptima de su republicanismo,junto a su precoz Baco y su Apolo. Podemos seguir su rastro a su vez en el museo de Duomo, en la formidable Piedad que el artista desechó o masacró con su maza por una causa inconcreta, y en los Ufizzi mismo, donde se exhibe el exclusivo Tondo Doni, única obra al óleo que se conserva del artista. Y, concluyendo, no lejos, en la iglesia de la Santa Croce, junto a los muchos hombres ilustres de Italia, se erige su monumento fúnebre, un triste homenaje para quien fuera el más excelente de los artistas y uno de sus hijos más ilustres.

VENECIANAS XII : Huellas del Tintoretto en Cannaregio

VENECIANAS XII : Huellas del Tintoretto en Cannaregio
En uno de los rincones suburbiales y periféricos de Venecia uno puede encontrar, si su paciencia alcanza para deshilvanar el enredado dédalo, el Campo dei Mori. Extiende su modesta área frente a las aguas verdosas, hediondas si se esmera el sentido olfativo, de uno de los canales menores del Cannaregio. El Campo recibe tal nombre de las toscas estatuas de tipos orientales adosadas a las fachadas que lo circunscriben. Nada hay en ellas del arte excelso de los Sansovino o Bartolomeo Bon, o los anónimos maestros que contribuyeron a ennoblecer la gran puerta del Arsenal. Estos personajes cubiertos por un turbante se caracterizan por su burdo modelado, en los que el tiempo ha posado su huella nostálgica e incluso jocosa. Se aprecian notorias mutilaciones en algunas de ellos y llaman especialmente la atención las prótesis nasales de metal herrumbroso con que se ha querido paliar tales mermas. Sabemos que son moros por los turbantes y estamos seguros de que su singular ubicación responde a algún remoto acontecer y a unos fundamentos legendarios, velados por el misterio.

Pero quien se ha sustraído al bullicio de la ciudad para perderse en la soledad que suele presidir los barrios distantes, y muy usualmente los derroteros de este campo, apreciará que los exiguos turistas que encuentra a su paso persiguen, plano en mano, las huellas de uno de los artistas cuya obra contribuyó más a delinear el carácter de la ciudad. No lejos del Campo dei Mori se halla la casa que perteneciera a Jacopo Robusti, il Tintoretto. Sin embargo, Venecia, para este artista que tanto la engrandeció, demuestra más bien una comedida generosidad, incluso parece resistirse remisa a la dádiva. En la fachada del inmueble una modesta lápida lo celebra y recuerda; pero nada más puede llevarse el visitante que tras la fascinación de este artista ha encaminado sus pasos por una Venecia más inédita, más sobria pero más real. Siguiendo el monográfico itenerario, tras la pista de ese Tintoretto infrecuente, se concluye en la Madonna del Orto, una de las joyas de esa Venecia periférica, en una de cuyas capillas está enterrado el artista. Trasponiendo la fachada gótica, coronada en sus alas de hornacinas con estatuas rematadas por arcadas, se penetra en la amplia nave, en la que llama primordialmente la atención el ábside, revestido por las descomunales telas de quien fuera su más insigne feligrés. Envolviendo el presbiterio, como si de magníficas vidrieras se tratase, se muestra la ofrenda que el más ilustre de sus vecinos quiso donar a su parroquia. Y frente a la monumentalidad gloriosa de este retablo, a mano derecha, la sencilla lápida con sus restos. ¡Qué contraste con los fastos conmemorativos del Tiziano, en Santa Maria Gloriosa dei Frari! En estas huellas evidentes, queda clara cuál era la predilección de los venecianos.

VICTOR HUGO Y LOS MISERABLES.

Con Los Miserables Victor Hugo alcanza una envergadura colosal. Podría decirse que su influencia pretende transceder la mera novela. En la embravecida corriente de su discurso se antoja que cabe todo, desde el estudio sicológico hasta el comentario histórico; de la digresión filósófica al ejercicio espiritual. Con Los Miserables puede asegurarse que Hugo abarca la rara dimensión de la novela total.

Como bien apreció Vargas Llosa, en Los Miserables el verdadero protagonista de la novela no es Jean Valjean, ni Javert, ni Mario y Cosette,tampoco los miserables, sino ese extraodinario narrador omnisciente que moldea el tejido narrativo con su discurso, bien sea expositivo o reflexivo, constituyéndose en ese verbo originario del que surge el milagro de toda creación. Su estilo domina todos los registros, desde el más funcional con que subraya la peripecia más superflua, a la alambicada retórica mediante la que expone sus reflexiones históricas o sus conclusiones morales o filosóficas. Su mirada minuciosa pretende penetar hasta en sus pliegues más íntimos el alma de sus personajes, consiguiendo profundas lecturas sicológicas en la descripción de Jean Valjean y Javert, o desentrañando la envilecida mezquidad de Thenardier.

Hugo es un fino conocedor del hombre como asimismo un profundo conocedor de su entorno: en este caso la ciudad de Paris; aunque el Paris que nos describa se constituya en un fósil de la memoria, pues feneció ya durante la remodelación de la ciudad durante el segundo imperio. El narrador retrata y recobra con detallista fidelidad esos ambientes que fueron, la atmósfera de ese viejo París que bien podía satisfacer la retrospectiva romántica. En el misterio de sus rincones, en el laberinto de sus callejuelas, entre construcciones semiabandonadas en donde parece aplastarnos el peso de su indigencia, se deja sentir la opresión axfisiante de los dos aspectos de la miseria: el material y el moral. Y para hacer más vigoroso el cortorno de esa ciudad de irreconciliables contrastes, el escrupuloso narrador nos sumerge, haciendo un alarde de erudición planimétrica, en los intestinos de la misma, sus cloacas, como en un viaje espectral hasta el mismo infierno. Con el vigor del mito, Jean Valjean descenderá hasta sus abismos para recordarnos que sólo el Amor, como en Orfeo, puede transcender todas las barreras.

Así, con la miseria introducida hasta los intersticios del tejido social, entorpeciendo aun el propio desarrollo biológico, era de aguardar que muchas de sus células, miembros completos incluso de su organismo se sublevasen. Proceso que Hugo examina al detalle y con precisión analítica en la formación e insurrección posterior de la comuna, que ocupa la última parte de la novela. Este es el París de las barricadas, el que sale a sus plazas para forjar una leyenda, ese que lucha calle por calle para sacudirse el lastre de su miseria y llegar algún día a alcanzar ese horizonte impoluto de esperanza. Pero, no nos engañemos, éste era ya un retrato acabado: lo consumó Delacroix en su "Libertad guiando al pueblo". En Los Miserables, prolongada secuencia de ese momento, podemos penetrar hasta los últimos tuétanos de su interpretación y entrever cuál es el impulso que moviliza a ese pueblo a escapar de la condenación, aun a costa del supremo sacrificio, alimentando con el precio de su sangre el sueño del ideal.

TIERRAS DE TOSCANA

TIERRAS DE TOSCANA
Las tierras de Toscana parecen gozar de los más venturosos dones. Con honrosos hitos y personalidades inolvidables las obsequió la historia y con singulares bondades la naturaleza. Sus ciudades se envuelven en un mar de verdura; se erigen sobre encrucijadas claves de civilización. Su particular orografía se reviste de bosque, de variedad de cultivo la fecundidad de se agro; alli abundan las parcelas de olivo, la ornamental presencia del ciprés que da especial distinción al paisaje y la feracidad de las vides que trepan las agrestes laderas en busca del fluido fertilizador del sol, del cual reciben la dulzura de su néctar. La calidad de sus mostos gozan de universal aceptación. Tuve ocasión de comprobarlo en Castellino de Chianti,donde invadido por la dedicación secular de aquellos campos, me transportó la proyección sideral de su silencio, como si clamase a un mundo sobrecogido.

Muchas de las ciudades toscanas se crearon en una época en la que Europa aún no desperezaba de sus sueños feudales y sus municipios no sobrepasaban la categoria de villorrios. Liberadas ya de los herrumbrosos yugos de ostrogodos y longobardos y guiadas por el revitalizador impulso de su comercio, aprovechando su ubicación privilegiada en esa ruta vital de peregrinaje que conducía a Roma surgieron Florencia,Pisa, Lucca, Siena, Arezzo, San Gimignano, Volterra... Muchas de ellas alcanzaron su mayor esplendor no concluido todavía el medievo, donde las huellas del gótico contribuyeron a perfilar su fisonomía . Tales ciudades han asumido el paso del tiempo sin ceder por ello su genuino carácter. Si bien es propio contemplar como Florencia o Arezzo se han encarrilado en la dinámica de los tiempos, parece no querer desprenderse de sus nostalgias Siena,donde el peso de su tradición constituye la joven savia que revitaliza la ciudad. Cómo no, este irrefrenable paso de las edades es menos apreciable en las poblaciones más pequeñas. Conserva su genuino sabor, por ejemplo, San Gimignano, en la cual parece perdurar el peso del recuerdo, elevarse al cielo los estandartes de su apogeo, sentir en sus calles el frenesí de sus luchas fraticidas,admirar su sed de poderío en la soberbia de sus torres y la bucólica serenidad remota en la panorama de su agro, que busca la lontananza remontando onduladas colinas de verdura, haciendo olvidar el eco de sus pasiones.

Se conserva tal cual fue también Monteriggioni, montuosa fortaleza, robusto baluarte de la Toscana, donde se trataba de repeler a los ejercitos invasores antes de avistar la puertas de Florencia. Allí la vida conserva el pulso de lo cotidiano, de lo rutinario, de lo reposado, de lo hogareño. Debe significar un incidente el vuelo de un pájaro, el terciopelo humedecido de rocío de los pétalos de las rosas durante la estación, el sabor intimista de la plática vecinal que cobra visos de acontecimiento, el sermón dominical del cura que acaso pastoree varias parroquias vecinas, el canto del gallo y el tañer del esquilón, los cuales imponen los ritmos horarios contorneando las distintas etapas en la monotonía de sus jornadas . Monteriggioni se recoge como un aprisco al caer la tarde, como una cenobita al recato de su celda, mientras la duzura de los postreros rayos del sol anuncian la paz del crepúsculo, el cese de las tareas, la inminente opacidad de una noche que ocultará bajo su manto toda la virginal belleza y la inefable fascinación de la Toscana.

VENECIANAS XXI: GIACOMO CASANOVA, VENEZIANO

VENECIANAS XXI: GIACOMO CASANOVA, VENEZIANO
Casanova es un nombre unido en estrecha sinbiosis con Venecia. Su semblanza configura un estilo de vida veneciano, que cobró en ese siglo que le tocó vivir las características que más han perdurado y que definen la propia imagen de la ciudad. Un siglo XVIII lleno de oropeles, de nobiliarias excentricidades prodigadas por una clase que comenzaba a entonar su canto del cisne, de plumífero atrezo y estampados atavíos, que bajo la filigrana de encajes ocultan la daga asesina o el pañuelo con los restos de una hemotisis mal curada. Fue el siglo que nos han legado los vedutistas, con sus vistas magníficas de San Marco, brillando de esplendidas embarcaciones regateando ceremoniales por el bacino o ancladas a sus muelles, presentando la airosa raspa de sus remos y el flamear de sus estandartes. Sobresale el lujusísimo Bucintoro, a bordo del cual el dogo y su corte se preparan para celebrar sus desposorios anuales con el mar.

Lo que de Casanova nos ha quedado es su leyenda de hábil seductor, el nombre de algún hotel y la receta de un plato de pasta bautizado con su nombre. Quedan en pie, sin embargo, los palacios que frecuentó, los campos que pateó y la reticula de canales que condujeron su lúgubre góndola durante sus noches de pasión, bajo la luz velada de la luna y el exiguo resplandor de las codegas . Es difícil seguir su pista en esa Venecia de hoy, profanada por los múltiples flashes de los turistas y que dedica todos sus ímpetus para devorarlos y tener, sin embargo, una placentera digestión. Esa Venecia tan llena de demasías, que harían palidecer los hitos y enredadas aventuras de su célebre vástago.

El ciudadano Casanova conoció esa pudurosa Venecia que se esconde bajo las bautas y permanece ajena a sus fastos carnavalescos, pese a seguir la policromía festiva de sus celebraciones. Como buen burlador, quiso burlarla y padeció la lobreguez de sus mazmorras. En la oligárquica república, los senderos para medrar se trazaban con la sangre de las alcurnias que contraían definitivo maridaje con la mar y monopolizaban el florecer de su comercio; al plebeyo, ansioso de más amplios horizontes, le eran vedadas ciertas opciónes, pese a que su gentil porte descollara fascinador en los salones de las cortesanas y se observara su talluda silueta apoyada en una columna de las loggias asomadas al Gran Canal. El joven abate que fue Casanova asimiló pronto tales cautelas y supo hacer valer las credenciales ganadas a sus devotos Barbaro, Barbarigo y Dandolo, a golpes de osadía y tenecidad y que le abríeron las puertas en ágapes y ridottos. Tuvieron pronto eco la intrepidez de sus ardides y sus picarescas aventuras fueron celebradas con jocosidad en ciertos círculos; con el tiempo cobraron tal fama, que sus pormenores llegaron a oídos de los "diez", de quienes no tardó en sentir su correctivo inquisitorial. Ya entonces, aunque seguía siendo veneciano, era universal, tenia por oficio sus veleidades y por sobrenombre Caballero de Seingalt. Solo un hito le faltaba:trascenderse a sí mismo. Sin embargo, tuvo que dilatarse tal anhelo hasta los días declinantes de Dux, cuando vio forjada su leyenda en las prolijas y abigarradas páginas de las memorias aderezadas con más aliño que vio su siglo...

VISIONES DE TOSCANA

VISIONES DE TOSCANA
Con el disfrute de unas nuevas vacaciones he tenido oportunidad de retornar a ese milagro que significa Florencia.Como ninguna otra ciudad, se erige como capital por antonomasia del arte. En sus talleres y bottegas germinó ese fruto irrepetible que ha mantenido en ascuas a la posteridad: el Renacimiento. En el itinerario de sus palacios, plazas, calles y puentes puede seguirse el rastro de esas colosales personalidades que conformaron su portentoso legado. Los nombres de Miguel Ángel, Leonardo, Alberti, Brunelleschi, Ghiberti, Boticcelli, Raphael, que allí consumó su aprendizaje, y tantos otros dan fe de un patrimonio artístico difícil de igualar por ninguna otra ciudad y en cualquier tiempo.

Este despertar se puede rastrear ya en pleno medievo, que generó sobre todo dos eminetes personalidades decisivas para el desarrollo de ese consiguiente esplendor:Giotto y Dante. El primero sentaría las bases de lo que significaría su fecunda trayectoria artistica, mientras el segundo se eregiría en el primer poeta de occidente tras la era augustea y configiuraría ese molde que daría brío y consistencia a esas nueva lengua naciente: el italiano. Desde ese instante, el corazón de la vieja Etruria se convirtió en el referente más puro de esa identitad cultural itálica, que siempre vuelve a esas tierras toscanas en busca de sus raices. Se dice que en Siena se habla el más perfecto italiano, como en Valladolid el castellano más rancio.

La huella de ambos genios se siguen por ese bosque de artística frondosidad que supone la monumentalidad florentina. Es fácil tropezarse al Giotto en el decorado de los ábsides de muchas de sus iglesias, ornando muchas capillas con la gracilidad de unas pinturas que se desembarazaban poco a poco del hieratismo bizantino. Nos sorprende en esa obra magnífica del campanile de la catedral Santa Maria del Fiore y en el excelente ciclo de frescos para la Santa Croce, transmisores de esa huella duradera que puede seguirse en el reflejo de los muchos pintores posteriores en los que influyó.
Conserva el Dante, por su parte, sus propios lugares de culto, donde acceden a presentirlo quienes se han aproximado de algún modo a su obra. No es el Dante lectura para aquellos que buscan pasatiempo liviano. Confieso haberme aventurado tres veces en la aguas de su Divina Comedia y haber maufragado otras tantas en sus remolinos y corrientes. Es su estilo meditado y hermético, poco apto para quien se acerca a él con superfluo bagaje. Se lo desentraña con los azadones de la erudición y el agudo pico de la teología, y aun así nos restará un Dante que permanecerá inasible, sobre todo para aquellos que desconocen los senderos del amor, la diafanidad de sus cielos y la brillantez de sus fulgores. Un amor que parece aun irradiar en Santa Margarita, donde bajo la intercesión de los cielos las almas de los amantes parecen gozarse en la penumbra consagrada de sus muros que cantan ese sueño inmortal.

VENECIANAS XI: SESTIERE DE CASTELLO

VENECIANAS XI: SESTIERE DE CASTELLO
Castello es uno de los barrios más extensos de Venecia. Lindante con el de San Marco, se prolonga hasta esa cola del pez que se bifurca en la aleta suburbial de la fondamenta nouva y la opuesta de los Giardini Publicci, abrazando la isola de San Pietro, donde se ubica la periférica y antigua catedral de Venecia, la cual, no iba a ser una excepción, conserva un rico patrimonio. Llama primeramente la atención su aislado campanile, obra de Codussi, erigido en época distinta a las naves de la basílica y a su fachada, una muestra más de las muchas que diseñó Palladio para la Serenísima. Son escasos los viajeros que perturban su aislamiento, pero siempre se cuentan esos pocos que gustan descubrir los rincones menos frecuentados de la ciudad.

Castello es tambien uno de los barrios con mayor riqueza monumental. Cuenta con muchas de las iglesias más emblemáticas y algunos de los campos más sugerentes, como el de San Zanipolo y el de Santa María Formosa. En su demarcación se encuentra tambien la formidable fachada de Arsenal, que da entrada a sus celebérrimos astilleros, y la formidable línea lagunar de la Riva del Schiavonni, testigo de ese vivísimo ajetreo veneciano.

Existen, podría decirse sin embargo, dos Castellos. Uno, el adyacente a San Marco, lleno de dinamismo, hormigueante de turistas que pululan como polillas a la luz de sus bazares, tratorias y otros atractivos, comprendidos entre el puente de los Suspiros y San Zaccaria; el otro, se inicia a partir de San Giorgio dei Greci, desde la vigilancia atenta de su oblicuo campanile, o, más arriba, una vez revasado el campo de Santa María Formosa. Ahí, se inicia un distinto Castello por descubrir. Se tropieza uno con la Venecia más desfavorecida, abriendose a cada paso un laberinto de callejas desérticas, envueltas de conmovedor silencio, entre fachadas hirsutas y carcomidas que parecen besarse en su angontura y que enseñan aquí y allá sus descarnados y centenarios rodales, como de herida lacerante, de ladrillo y argamasa. Allí lo vetusto se reviste de candor sublime y el observador queda atrapado bajo el poder de aquella humilde seducción.
Prosiguiendo el recorrido, en el entramado de sus calles parecen revivirse las angustias de Teseo frente al Minotauro, pero pronto se anuncia el alivio agradecido de algún puente, descubriendo un entorno en el que se aglomera la angulosidad de sus fachadas, formado encuadres de enigmático encanto. Ocres, cárdenos, rosáceos, los azules del cielo purísimo se entremezclan a los planos y aristas de tejados, ventanales y chimeneas ofreciendo un tonificador testinomio de olvidada belleza . Es acaso ese insólito atractivo perdido de los siglos, que en medio de la indiferencia vuelen a salirnos al paso, para recordarnos el destino de la vieja ciudad que se niega definitivamente a fenecer.

TIEMPO VACACIONAL, CON BREVE LIBELO CONTRA EL POP

TIEMPO VACACIONAL, CON BREVE LIBELO CONTRA EL POP
Tras haber rebasado una etapa de dura tarea, cumplido el tiempo, se ha presentado un bien ganado período de asueto. Como siempre mi anual comparecencia en la feria del libro de Alicante, ha servido de preludio a tan esperado intervalo de relax y esparcimiento. Literariamente hablando, para mí el año ha constituido una etapa de receso en cuanto a creación se refiere, aunque significativamente han sido publicadas dos de mis obras: una, mi novela más ambiciosa hasta la actualidad, Un Amor de Bécquer, y la otra, una recopilación de las entradas que variablemente ofrezco a los asiduos lectores de este blog. Cuando mis previsiones literarias cobraban su cariz más halagüeño, el tornadizo destino se ha complacido en involucrarme en cometidos de carácter laboral, tentándome con el codiciado tintineo de la plata y hurtándome el tiempo y el ánimo necesarios para la labor creativa. Espero, en estas breves semanas de tregua vacacional, retomar ese pulso perdido, intensificar mis lecturas e intentar fraguar aunque sea el embrión de lo que pueda concretarse en una nueva novela, en la que como todo escritor bisoño cifro todas mis esperanzas.

Mis primeros escarceos gozando de esta momentánea libertad, pues ese breve lapso parece ser la única ocasión al cabo del año en la que uno llega a reencontrarse a sí mismo y a convencerse que es el dueño absoluto de sus actos, los cuales el resto de los meses permanecen hipotecados a una exigua nómina y a un rol social predeterminado, transcurren entre el ocio del paseo y el shoping, ese actividad a la que nos predestina inexcusablemente esta sociedad de consumo. Buscando saciar la sed propiciada por los rigurosos calores o el remanso reflexivo de una taza de café, entre tienda y tienda, me abro paso hasta la barra de un bar. Creo que era en Luceros, por supuesto en Alicante, pero no sabría precisar el establecimiento con exactitud. El local disponía de una gran pantalla, en la que se reproducían constantemente videosclips musicales y otros engendros visuales de la misma laya. Coincidió el momento en que apuraba mi consumición con la emisión de un videoclip de David Bowie, estrafalario personaje que parece haber labrado una leyenda dentro de la música pop. Se acompañaba de un grupo con ademanes y fisionomía no menos execrable. La línea melódica del tema que ejecutaban no debía de ser muy elaborada, pues se limitaban a remachar el escueto fraseo con estruendosos acordes reforzados por el énfasis de la percusión. El mensaje de aquella canción no debía de ser tampoco muy elocuente, pues el sucinto guion que narraba trataba de cierta zorrita callejera que trataba de estimular, con sus seductores ardides, los más elementales apetitos, es decir, los mas abyectos, esos que nos hacen recordar el lodo más nauseabundo de que estamos hechos. Me pareció una burda manera de alcanzar la gloria rebajarse en el elevador de la fama a esas profundidades del subsótano, allí donde Mamón parece recompensar con el fulgor de sus brillos el precio de la degradación. Y es que la música pop ha hecho un flaco favor a nuestros espíritus. Si ya en sus inicios nos obnuviló con los ensoñadores destellos sicodélicos de la Lucy in the Sky with Diamonds, ha esperado los días postreros para enlodarnos con las fétidas emanaciones de las cloacas del Averno.

Por fortuna, mi permanencia en tal establecimiento fue bastante breve; fuera me aguardaba la benigna atmósfera agosteña, con la dulzura del sol declinando y las jóvenes ninfas exhalando esos perjúmenes que nos sulivellan, envueltas en el primoroso candor de la juventud. Por delante, unas semanas de esperanza y el esbozo en el horizonte de uno de los paisajes más queridos: Venecia.

AMISTADES ARTISTICAS

AMISTADES ARTISTICAS
Se han dado a lo largo de la historia innumerables casos de amistad íntima entre artistas o escritores, de las cuales alguna ha servido de acicate para mejorar sus respectivas obras. En la antigüedad fue notoria la relación habida entre Sócrates y Platón, aunque esta no pudiera considerarse como un tú a tú entre los iguales, sino el vínculo entre maestro y discípulo, que tanto contribuyó a conformar lo que hoy comocemos como pensamiento clásico. Fue, sin duda, fruto de esta relación el que perviviera a través de las edades el esplendor de los diálogos platónicos -ese precoz método del pensamiento con que analizar la realidad-, que siguen fascinando a todo aquel que se acerca a ellos por primera vez y constituyen el mayor homenaje que discípulo alguno pudo decicar a quien fuera su maestro y, en cualquier caso, reverenciado amigo.

Dando un repaso a las páginas de la historia, se suscitan nuevos ejemplos, si bien no tan llamativos y de prolongado alcance, como pudieron ser el de Garcilaso y Boscán, que poblaron de nuevas claridades renacientes nuestro anquilosado parnaso gótico, y mas allá, atravesando las fronteras y los siglos, ese hermanamiento espiritual que sirvió de base al idealismo alemán y abrió amplios cauces a su cultura, como fue el de Schiller y Goethe. La corte de Weimar aún representa una de las más altas cotas de florecimiento intelectual en occidente.

Pero conforme nos vamos acercando a nuestra época se van prodigando casos que vienen formar parte de nuestra vivencia más inmediata. En ese siglo XIX, de tan transcendental importancia para nuestro devenir contemporáneo, se dio el fenómeno de creadores afines que, atraídos por la obra mutua, sellaron con la sangre de su pintura o de su verbo tan amistoso vínculo, comprometiéndolo con una tarea y objetivos comunes. Aunque, a decir verdad, esa sangre no se constituía de pigmentos ni de hueras palabras, sino de los vitales componentes de nuestro flujo más esencial.
Pues verdadera sangre es la que fue vertida al disolverse tan reseñables relaciones. Me refiero a las que integraron Paul Verlaine y Artur Rimbaud, por un lado, y Vincent Van Gogh y Paul Guaguin, por el otro. La detonación del arma de Verlaine fijó una meta para un período que no daba más de sí, como la oreja de Van Gogh se erigió como trofeo de una ilusión que pudo haber sido y que se difuminó entre las brumas invernales de Arlés. El genio de Rimbaud descubrió ese otro que somos cada uno en la maraña de las selvas africanas o errando por parajes inhóspitos, entragado a una realidad de duros contrastes, como tal vez Gauguin, celoso de la inimitable alquimia de su colega holandés, desvelara la pureza del color en los últimos amaneceres de la playas de Hiva-Oa, embebido de la plenitud del mar infinito, saciándose de azules,atento ya sólo al susurro de la muerte, cuyo anuncio presentía en ese rumorear marino, distante, del interior de una caracola. .

SOBRE EL JUICIO FINAL DE MIGUEL ÁNGEL

Es indiscutible que la decoración de la Capilla Sixtina, realizada en su mayor parte por Miguel Ángel Buonarroti, sea la más importante y eximia obra al fresco jamás pintada. El visitante que la contempla por primera vez se llena de admiración; la nave de la Sixtina se torna un hervidero de cuchicheos de asombro y reconocimiento que el ujier encargado de velar por que se mantenga el recato debido en tan piadoso recinto no tarda en aplacar. A pesar de la incipiente tortícolis y las ligeras molestias cervicales inferidas de una observación detenida y detallada de la magna obra, el observador sale complacido, con el pleno convencimiento de haber gozado de una de las creaciones cumbre del arte de todos los tiempos.

Si fue Julio II(1503-1513), el Papa para cuya tumba Miguel Ángel esculpió también el Moisés, quien comisionó el encargo de la decoración del techo de la Sixtina, con sus famosos cuadros de la Creación, la Creación del Hombre, el Pecado Original, el Diluvio, etc..., recayó en Clemente VII(1523-1534), sobrino de ese otro Papa, León X, relacionado por tantos motivos a la eclosión de la Reforma y pertenecientes ambos a la eminente familia florentina de los Medici, tan vinculada al devenir artístico y humano de Miguel Ángel, encomendar a su vez al artista el inicio del fresco del Juicio Final, que sería continuado y concluido ya durante el papado de Pablo III Farnese.

Algo nos llama predominantemente la atención al contemplar el grandioso fresco: no hay purgatorio. En su centro, un Cristo majestuoso, envuelto en la luz cegadora de la gracia y que con gesto severo imparte la justicia postrera. A cada uno de los lados, el cielo y el infierno, poblados de esas figuras dispares, amontonadas, diseminadas sobre el azul ultramundano, y, sobre todo, desnudas, simbolizando así la resurrección de la carne, que con tanto revuelo agitaron las conciencias de su época. Hasta tal punto, que en vida del artista se llegó a cubrir, de manos de Daniele de Volterra, las impudicias con el decoro propio que exigia la piedad y la virtud cristianas. Porque el gran fresco tuvo sus defensores acérrimos como Vasari, que no escatimaba elogios al enjuiciar la obra, y sus detractores, como fue el Greco, quien acarició el proyecto, no tenido muy en cuenta por el Vaticano, de destruir la obra del florentino y ejecutar en su lugar otro Juicio Final, nacido de su paleta y con arreglo a la decencia y el más estricto espíritu católico.

Es de sobra sabido que Miguel Ángel se basó en la Divina Comedia, de Dante, para su Juicio Final. Sin embargo, no se nos oculta que el Purgatorio ocupa una de las tres partes que componen el excelso poema medieval italiano, como reflejo de ese cielo trinitario. ¿Por qué Miguel Ángel no se ajustó al esquema del maestro toscano, soslayando a su vez la más pura ortodoxia católica? ¿Qué ideas bullían en la mente del artista? Hoy sabemos que a la par de la ideas renacientes que propugnaban el retorno a la antigüedad clásica, a la emulación de sus modelos, otra corriente de pensamiento, que se ceñía a un terreno eminentemente espiritual de índole cristiana, afloraba a finales de Quatrocento.

Los fervorosos e inflamados sermones con que, desde el pulpito de Santa Maria del Fiore, San Lorenzo, o el foro de sus plazas, amonestaba el fraile Girolamo Savonarola a una corrupta sociedad florentina, uno de cuyos pilares lo constituían los Medici, calaron profundamente en el alma del joven Miguel Ángel. Parte del discurso del fraile ya se hallaba impregnado de ese aire nuevo y fresco que comenzaba a recorrer Europa; se estaba sembrando la semilla de la Reforma. Como sabemos, Savonarola fue excomulgado y quemado en la hoguera de la plaza de Signoria, pero su palabra no cayó en el vacío, sino que dejó honda huella en aquellos corazones que lo oyeron predicar, siendo duradera su influencia en el ámbito de Florencia. El legado de Savonarola perduró durante el resto de la vida del artista, quien, ya viejo, aún le parecía escuchar en su interior la voz apasionada y profética del fraile dominico.

Mas una nueva influencia vino a avivar la llama de la inquietud espiritual en el genio de Caprese. El nacimiento de la amistad con una mujer, una noble napolitana, Vittoria Colonna, miembro de una ilustre familia, viuda de uno de los generales de Carlos V, y que durante la gestación del Juicio Final mantuvo una estrecha relación con el maestro, supuso para éste un acercamiento definitivo a lo transcendente, a Cristo, a ese rescatado Redentor que comenzaba a pertenecer a la inmediatez de las vidas. Era Vittoria, por su parte, una mujer refinada y culta, profundamente creyente, próxima a la estela de las ideas reformistas de Juan de Valdés. Ella fue quien inculcó en Miguel Ángel ese nuevo aliento del espíritu; abrió su conocimiento a los principios de la redención a través de la Gracia y la justificación por la Fe, y fue cobrando relevancia el hecho de la muerte de Cristo como suceso capital, cuya sangre vertida redime del pecado y de la muerte, como más tarde desarrollaría el artista en sus "piedades". No hay duda, antes de la conclusión del gran fresco y de dar inicio a los dos postreros de la Capilla Paolina, Miguel Ángel ya es un convertido. El Juicio Final es la expresión inequívoca de su fe.

En definitiva, es, en el "Juicio...", el airado gesto de Cristo el que capitaliza e infiere dinamismo a la obra, y todo gira en derredor condicionado por Éste, indicando que sólo su Voluntad, su Gracia es la que salva en última instancia al hombre. Carece de protagonismo la presencia de su madre, con la mirada inclinada del lado por donde ascienden los justos, pero sin mostrar ninguna capacidad intercesora. Igualmente ocurre con la obras, que de ningun modo tienden una escala hacia la salvación. Es, pues,la Fe el único medio para alcanzar la Gracia, esa misericordia que Cristo nos regaló con su muerte.

Después de lo visto, se comprende bien a las claras que el fresco fuera criticado con dureza desde la curia, que el menor de los deslices sirviera como excusa para desacreditarlo, que se le acusara de antidogmático, irreverente y más digno de embellecer unos baños paganos que presidir el altar de tan señera capilla. No obstante, y merced al enorme peso específico del autor como hombre y como artista, el colosal Juicio Final ha salvado los avatares del tiempo, victorioso a pesar de críticas, de dogmas y de papas, y se nos muestra hoy tal cual fue: la expresión viva de un hombre irrepetible, de un arte excelso, de una época crucial y una Fe imperecedera y universal.