ENCUENTROS LITERARIOS

La historia literaria se enriquece a lo largo de su curso con célebres encuentros, unos imaginarios y otros ciertos. Son verificables el de Wilde y Proust en el Paris de comienzos del siglo veinte, el de Byron y Stendhal en un palco de la Scala, en Milán,durante el XIX, y entra en gran medida en la conjetura el que pudo haberse producido entre Cervantes y Shakespeare, en la severa corte de Felipe II. Sobre lo que pudieron haberse contado tales figuras eminentes en tan precisas circunstancias cabe un mundo de especulaciones.

Podemos imaginarnos a ese periclitado Wilde, en ese Paris del destierro, con el índice casi finito de su obra, recibir el calor de la admiración desde el fulgor de esa joven estrella que despuntaba. Qué no encomiaría Proust de su de Profundis y de su Balada de la cárcel de Reading, mientras Wilde emborronaba el carmín de su maquillaje al limpiar con su servilleta los restos de la comida servida en la comedor de la casa familiar del joven prosista francés. La vehemencia juvenil de Proust entonces se hallaba aún muy lejos de sus búsqueda del tiempo perdido y el hastío en Wilde, en ese momento, se hallaria repoblado de nostalgias dublinesas, preñadas a su vez de resignado arrpentimiento, anteriores a su auge y caída en el hipócrita escenario social de Londres, durante ese crepúsculo victoriano. Tal encuentro, qué duda cabe, resultaría edificador para Proust.

De lo que hablarían Cervantes y Shakespeare en el sombrío escenario de la corte madrileña cabría desglosar un dietario asombroso, en caso de que el encuentro no se restringiera a la mera etiqueta diplomática. Se podría aguardar un provechoso libro de Proverbios en ese trueque de experiencias entre dos hombres de tan profundo calado. Sin duda alguna Cervantes entresacaría un coloquio más sustancioso que el de Cipion y Berganza, entanto Shakespeare enfrentaría el desengañado pesimismo de su Falstaff con las quiméricas ensoñaciones de Alonso Quijano, en el empeño de elucidar algo esencial y valioso del crisol de la existencia.

Por último, de ese encuentro entre Byron y Stendhal poseemos más datos. En los palcos de la Scala, que eran el lugar de reunión por excelencia de la sociedad milanesa, podían darse todo tipo de extravagancias. En aquel momento, Byron descansaba de sus taimadas conquistas, recién llegado de Suiza, y Beyle de sus cristalizados amores por la Pietragrua. Allí se habló de música, de arte, de mundanidad, de belleza. Más tarde, sobre el tablero circular del café próximo al Duomo, de la malograda estrella de Napoleón, esa figura olímpica nunca suficientemente ponderada para aquellos dos mitómanos que la veneraban. Y entrando en el terreno de la confidencia, Stendhal pormenorizó la retirada calamitosa de Moscú, donde el emperador parecía haber perdido su buena estrella y de la que fue testigo de primera mano, mientras Byron remeroró su paso obligado por Bélgica, sorteando esa Francia que lo execraba, y donde tuvo tiempo de verificar los sórdidos vestigios de Waterloo, en cuyo campo ese meteoro destinado a alumbrar las tinieblas de su época, reconoció extinguidos sus fulgores. En su lamento ex equo, el narrador y el poeta echaron de menos los esplendores de la república y las glorias del imperio. Aunque ambos personajes, salvo esto, poco tenían en común, si bien hallaron reconciliación en la predilecta Italia, que había cautivado sensibilidades tan dispares:la de Byron sumergida en el misterio de Venecia; la de Stendhal en ese universo preferente de Arrigo Beyle, milanesse. Pero, por encima de todo, ambos ayudaron a crear ese sueño cultural irrepetible que tantos, más tarde, quisieron frecuentar, al reconocerlo aliñado por ese fermento único y legendario, útil para engrandecer espíritus afines.
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Francisco Juliá

Soy Francisco Juliá, y el deseo de este blog es llegar al mayor número de lectores, compartir una hermandad a la que nos invita lo íntimo de la conciencia.

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