EN TORNO AL ANILLO WAGNERIANO

EN TORNO AL ANILLO WAGNERIANO
En estos días ha salido a la venta una edición económica que, de la versión de la tetralogía wagneriana, llevaron a cabo Baremboin-Kupfer durante la temporada 1991-1992, para el Bayreuther Festspiele.
Cabía esperar de la envergadura de los protagonistas una versión antológica que constituyera un hito en el ranking de la representaciones del Anillo... Al menos, una versión grabada que vertiera nuevas lecturas, con visión recomendablemente retrospectiva de la esencia del arte del compositor alemán, y que nos hiciera olvidar en muy destacados aspectos la controvertida propuesta de Boulez. He de constatar, sin embargo, que, tras visionar el prólogo y la 1ª jornada, mis anhelosas expectativas no pudieron evitar cierta decepción.
Evidentemente, mi disconformidad no es nada desdeñosa con la excelencias de la batuta de Baremboin, que considero correcta, ni con la variable interpretación de los cantantes, aunque es notorio que Bayreuth ya no vive el apoteosis de los cincuenta. Mi discrepancia incide, principalmente, en el montaje escénico y escenográfico de la obra.
Resulta bastante lógico pensar que Bayreuth cuenta desde su fundación con un único producto, aun tratándose de la obra sin par de un creador genial, que necesita renovar y hacer atractivo y rentable a través de décadas. Si se persigue este fin, se ha de contar con un inevitable inconveniente: se pierde la frescura original.
Contemplando el Anillo... que nos propone Kupfer, se advierte que el planteamiento romántico y legendario, amén del análisis crítico, aplicado por Wagner en su ciclo, no hace más que chirriar con las evoluciones de los cantantes, la inoportunidad pintoresca de los lasser y las alusiones a la tecnología futurista, agravadas por el abuso de las estructuras de mecano. El vigor poético, implicito no sólo en la música, sino latente a lo largo del texto wagneriano, se pierde en ese irreconocible universo, que presumo acaso responda a comprometidas alusiones, pero que aleja al espectador de toda identificación con el desarrollo del drama.
Pero Bayreuth, indudablemente, discurre por esos derroteros; ha despojado a Wagner de sus premisas estéticas, desubicado de sus significaciones históricas, incluso las más comprometidas, y nos presenta una creación alegórica, de simbologías dudosas que pretenden ser innovadoras, pero que tal vez pongan en entredicho la misma esencia del arte wagneriano.
Diametralmente opuesto al de Bayreuth, se nos presenta el Anillo... que para el Metropolitan condujo Levine. Aunque las comparaciones son odiosas, pues siempre se parte de distintos planteamientos, cabe decir que esta producción, pese a la lejanía geográfica, participa de esa corriente que busca redescubrir ese viejo espíritu de su autor, impregnado de rancia mitología y fervorosa vitalidad. En el elenco destaca una Jessye Norman, impagable en el papel de Sieglinde, prodigiosa desde los más sutiles matices hasta los más sofisticados recursos técnicos, ofreciéndonos un verdadero ejemplo de cómo se debe cantar el más puro Wagner. Al menos, en esta propuesta neoyorquina, es obligado reconocer y agradecer un planteamiento verosímil.

VENECIANAS IV: IGLESIAS DE VENECIA

VENECIANAS IV: IGLESIAS DE VENECIA
Uno de los atractivos de Venecia lo constituyen, sin la menor duda, sus numerosas basílicas e iglesias. Las hay de diferentes magnitudes y estilos. Partiendo de ese florecimiento románico que encontramos en los ejemplos insulares de Santa Maria Asumpta de Torcello o Santa Maria e Donato de Murano, concluimos en el lacio neoclásico de templos menores como la Magdalena o San Barnaba, ubicados en zonas periféricas e inhabituales. Una gran mayoría se muestran al visitante durante el paseo improvisado. Algunas otras, requieren del trámite del vaporetto para llegar a ellas, como es el caso de San Giorgio Maggiore, Il Redentore o San Michelle in Isola. Unas pocas radican en barrios escasamente frecuentados, como ocurre con San Pietro de Castello o San Francesco de la Vigna, dispersas en el entramado de una barriada donde, por regla general, sólo se suele tropezar al visitante esporádico. Todas, sin embargo, retienen algún especial atractivo.
Tres de ellas, emblemáticas de la ciudad, forman triángulo, no sé si casual o pretendido, en la superficie del Bacino: San Marco, la Salute y San Giorgio. Cada una de las cuales asume alguno de esos diferentes estilos que definen la fisonómica de la ciudad. En San Marco queda resumida la idiosincrasia de esa república marinera que tenía puesta la mirada en el oriente. Lo bizantino es tan consustancial a Venecia como el románico o el gótico. Bajo la pruralidad de las cúpulas de la basílica, se tiende ese balcón sobre el Adriático donde se soñó la ramificación de un vasto imperio. En connivencia primero con los césares de oriente y en pugna encarnizada, más tarde, con la nueva potencia surgida de las cenizas de Constantinopla, Venecia proyectó su singladura. Con el sultán, se prolongó un continuo juego entre el gato y el ratón que no concluyó hasta que la victoria de Lepanto estableció un mapa problemático de inestables influencias, que fue recortándose paulatinamente y que culminó con la extinción de la República bajo el arbitrio de Napoleón.
Esas grandes basílicas configuraron la destacada trayectoria de la pequeña República entre las naciones. En Palladio, encuentra uno de los intérpretes idóneos de sus aspiraciones, que supo definir de forma luminosa e integradora la nueva sacralidad de un característico renacimiento, como en Longhena distingue el catalizador de un barroco escenográfico y culminante.
Este devocional itinerario sacro se elucida como un revelador peregrinaje. En él descubrimos uno de los aspectos más comunes de la arquitectura religiosa veneciana: su sincretismo. Si sobre la fisonomía de la ciudad se despliega esa amalgama de estilos que configura su identidad insólita, en alguno de sus monumentos es a su vez observable una superposición estilística coincidente con sus períodos de edificación. Uno de estos paradigmas lo encontramos, por ejemplo, en San Giacomo dell ´Orio. Como en casi todos los templos de la ciudad, su fábrica recurre a la adaptabilidad y fácil provisión del ladrillo. La ausencia de canteras próximas debió condicionar la elección de materiales. Su primitivo estilo románico, deudor del desarrollado en Torcello, va remozándose y remodelándose durante los siglos subsiguientes, en una actividad edilicia que seguramente dependía de las donaciones. Presenta caracteres bizantinos en su campanile y adopta la expresión del gótico en las arcadas que sostienen y delimitan sus naves. Sus capillas, resueltas con las más heterógeneas propuestas de retablo, ya pictórico o escultórico, invitan al recogimiento. La luz escasea como es común a los templos románicos, pero el visitante logra discernir el rico patrimonio que le cincunda. No deja de sugestionar, entre los muchos ornamentos, el misterio de la procedencia de esa columna de veteado marmol verde que Ruskin menciona en sus Piedras de Venecia. También sorprende la reducida pero selecta nómina de maestros de la pintura que revisten la vetustez de sus muros, glorifican sus altares y decoran su sacristía. En ella destaca ese maravilloso ciclo de Palma el Giovanne, a modo de sugestiva pequeña Sixtina. En la atmófera penumbrosa de sus naves, en suma, uno alcanza a reconocer a esa Venecia más íntima, apartada de los recurrentes clisés.
Como contrapunto para este sucinto recorrido cabe entrar, si lo permite el horario, en una iglesia infrecuente, para nada ligada al glorioso pasado de la Serenísima: la iglesia Evangélica Valdese. Allí, uno puede resarcirse del trepidante agobio pasional que despierta la ciudad, del torbellino de sus imágenes infinitas, y disfrutar en el sosiego de sus bancos, atendiendo los solemnes compases del armonio, del sobrio mensaje de la espiritualidad nórdica bajo el dulce acento de la lengua de Dante.

MANUEL MUJICA LAINEZ Y BOMARZO

MANUEL MUJICA LAINEZ Y BOMARZO
Qué duda cabe que el escritor argentino Manuel Mujica Lainez será recordado siempre por Bomarzo. En esta novela, extremó sus excelencias y se inflamó con el fuego de la pasión. Al duque Pier Francesco Orsini, más que considerarlo como un trasunto del escritor, lo conceptúa una antigua enncarnación, un alter ego de resonancias no solo literarias sino espirituales, de cuyos jardines en Bomarzo brotó ese diáfano hontanar de la roca viva , alimentando la fuente a la que acuden a beber los desengañados de las aridas veredas de su presente, los inadaptados, los poetas.
Bomarzo goza del aura rutilante de las novelas logradas. Desconocemos si su parto fue doloroso, pero seguro que no dependió de la cesárea y el alumbramiento fue feliz. El promedio de su redacción no debió remontar los dos o tres años, sin embargo estamos seguros de que su gestación fue mucho más dilatada. Lo suficiente como para que naciera entre el autor y el libro esa íntima visceralidad que rezuma cada una de sus páginas. La labor de documentación y recreación histórica debió de ser prolija, hasta rematar ese fresco de palpitante verosimilitud y certera historicidad. En el Renacimiento encuentra ese espejo en donde mirarse el más recóndito Mujica. Su temperamento aristocrático sólo podía identificarse en el claroscuro que configuran esas figuras arrebatadas del primer manierismo. En la plasticidad retórica de la época pudo enriquecerse y ejercitarse su voluntad de esteta. Porque el estilo de Mujica es el del castellano más deslumbrante del ya pasado siglo.
En la lectura de Bomarzo se aprende a amar una época y una nación decisivas en la historia de occidente. Durante el caminar trepidante -o en ese galopar frenético de los aguerridos condottieros- por los paisajes naturales de Italia y en el transcurso de esa nada discreta cotidianidad de sus ciudades, vividas desde las más escabrosas peripecias y aún hoy reconocibles, descubrimos, paso a paso, los contrastados conceptos que conforman nuestra modernidad, el vértigo del hombre redescubierto al que solo consuela la busca de la perpetuidad en sí mismo.
Rastrear la memoria sentimental e histórica de la mano del duque Orsini se convierte en una experiencia reveladora y una aventura para el espíritu, de la cual saldrá éste transformado. Habrá siempre un antes y un después de Bomarzo, como hay un antes y un después del Quijote.
Hoy he rasteado en internet esas sendas que conducen a Bomarzo; abundan las fotografías de su "bosque sagrado" y los comentarios sobre el duque y su novelista. La tentación de Italia, siempre latente, invita al amanecer de un día en que yo también pasee esos pedregosos y sorprendentes senderos de los jardines de Bomarzo, de la mano del redivivo duque y del espíritu de ese escritor que me ayudó a amar definitivamente la literatura en su más noble sentido y a esa Belleza de la que nunca fue escéptico.

Sobre la Reforma de Lutero

Sobre la Reforma de Lutero
En estos días se conmemora un año más el aniversario de la Reforma de Lutero, ese 31 de octubre de 1517, en el cual el profesor de teología de la universidad de Witemberg clavó sus noventa y cinco tesis en las puertas de la Schlosskirche. Célebres puertas, que en su día servían como tablón de anuncios donde el profesorado acostumbraba a presentar ciertos asuntos a debate y controversia de sus alumnos. Nunca hubiera imaginado el autor de tales consideraciones que, al prenderlas de la madera, la resonancia de sus martillazos hicieran tambalear el orbe cristiano.
Lo que se inició como una crítica sobre el abuso de la práctica de las indulgencias por parte de la iglesia de Roma, acabaría en el cuestionamiento de los fundamentos dogmáticos de la propia iglesia. Fruto de la codicia de los altos cargos eclesiásticos, aquella nueva Roma renaciente, miguelangelesca y rafaelina, aspiraba a edificarse con los huesos, la carne y la sangre de sus corderos. Esa gran multinacional de su tiempo que era Roma, con dicho comercio de indulgencias manejaba un idóneo mecanismo para incrementar su poder y riqueza. León X, ese Giovanni de Medici hijo del Magnífico, de cuyo furor represivo fue testigo la república florentina, encontró en la práctica de semejante comercio una vía apropiada para fortalecer sus políticas. De él se valió con el pretexto de contrarrestar la expansión turca que amenazaba a la cristiandad, y más adelante como financiación oportuna para llevar a cabo las grandiosas obras de la nueva basílica de San Pedro, que bajo la dirección de Rafael de Sanzio eclipsarían aun las maravillas de la antigüedad.
Las circunstancias que hicieron rebosar ese vaso dan indicio del más grosero abuso de poder por parte de esas elites que regían los destinos del mundo. La codicia de Alberto de Magdeburgo y la inescrupulosidad papal es denunciada por la mezquindad de sus hechos; ambos sólo atendían a los apetitos de su ambición. Se valieron del dominico Juan Tedzel, un hábil recaudador, para garantizar el éxito de sus planes. Bajo el lema, cuando una moneda suena en el cepillo, un alma sale del purgatorio pretendieron recolectar esa suma precisada para satisfacer el máximo de sus requerimientos. Pero pese a la pretendida solvencia de una cédula con cuyo recurso incluso podía exonerarse de culpa a un hombre que hubiera violado a la Virgen, la campaña resultó un fiasco, pues gracias a la imprenta los escritos de Lutero denunciando tales abusos ya habían sido conocidos por el pueblo alemán y considerados puntualmente y con antelación por el reformador en su celebraba epístola al papa Leon X.
Contó Lutero en Witemberg con un inestimable aliado, el principe elector Federico de Sajonia, llamado el sabio. Ávido coleccionista de reliquias, ante la presión papal sobre su profesor de teología supo, sin embargo, discernir con claridad y aprovechar la situación para zafarse de las políticas con que el papado, en connivencia con los intereses del imperio, menoscababan las mal articuladas libertades de los estados alemanes. La debilidad a que los condenaba la desmembración de sus principados los hacia vulnerables a la presión de las garras del águila bicéfala del imperio y los hundía inermes bajo el peso de la tiara apostólica. La voz de Lutero elevándose desde el púlpito o la tribuna proporcionó los fundamentos a los margraves con que cohesionar su oposición y configurar el trazado de una nueva Alemania. Expresamente el reformador apeló a ellos con lo expuesto en su “A la nobleza cristiana de la nación alemana”.
Respecto de las indulgencias, el problema esencial que se planteaba era el de la salvación. Éste era un dilema que desde la Edad Media estaba en manos de la iglesia, la cual contaba entre sus prerrogativas el concederla o negarla. A ella se podía acceder mediante el ejercicio diario de la confesión, la verdadera penitencia, la dedicación a la buenas obras y la garantía que ofrecía la iglesia al adquirir una cedula de indulgencia, mediante la cual se excusaba al portador de ingentes años de padecimientos en el purgatorio, dependiendo de la generosidad de su bolsillo. Este comercio bochornoso es el que se aminó a denunciar Lutero, llegando hasta la raíz misma del problema. Un nuevo factor, el de la Gracia, fue el que apresuró a blandir frente a quienes creían que mediante la disposición mediadora de la iglesia o la obras de la ley podía adquirirse la salvación. Sólo en la entrega al Cristo de la redención por medio de la Fe podía alcanzarse aquélla. Para aceptar esto hubo de reconocerse una nueva autoridad, no la del papa y los concilios, sino la de las Escrituras. A las cuales apeló Lutero en Worms, negándose a retractarse y constituyéndose dicha postura en el punto de inflexión donde la Reforma alemana tomo carta de naturaleza.
Como en aquellos tiempos la religión conformaba la ideología de los estados, no tardó el nuevo credo emergente en configurar una renovada pragmática asumida por los distintos principados alemanes, quienes se apoyaron en la recién adquirida fe para revindicar sus peculiaridades y discrepancias con las políticas uniformadoras e inflexibles del imperio. Cabe reseñar que la ascensión al trono imperial por parte de Carlos V, con su visión integradora y sus aspiraciones a un cetro mundial, no favoreció en absoluto las inquietas voluntades de los margraves, sino que al contrario las precipitó en el camino sin retorno de un confrontamiento de bloques, que ni siquiera la victoria de emperador en Muhlberg sobre la liga Smascalda logró ya detener.
Aunque, en efecto, a la par de todo ello resultaría algo miope eludir que la asunción de la nueva ideología causara no pequeños trastornos sociales en Alemania, que se desangró en una cruenta guerra intestina entre clases, favorecida por un levantamiento del campesinado que fue abortado con contundente rigor por parte de la nobleza. Pero, aun teniendo muy en cuenta todas estas circunstancias, me atrevería a afirmar que éstas sólo constituyen el marco que arropa la experiencia viva de ese fraile agustino que redescubrió al verdadero Dios en las páginas transformadoras de la Biblia. Que supo ver en el estimulo de la fé, esa "sola fide", que justifica y da vida al hombre, el fundamento para mover no ya montañas sino imperios.

IDUS DE MARZO

IDUS DE MARZO
La figura de Julio César, como cualquier otra personalidad, está sujeta a controversia. Para unos será ese lúcido político que supo plantearse las exigencias de la historia, discernir sus albures y resolverlas con audacia y acierto; para otros, sin embargo, se conformará como el modelo mejor definido de tirano.
Insistiendo en esta última lectura lo analizó Shakespeare en su "Julio César", y sus conclusiones no pudieron resultar más acerbas. Pero convenir que Cesar representaba al dictador despótico por antonomasia y Bruto el paladín de toda libertad, constituye una hipótesis cuando menos alejada del más recomendable rigor histórico.
Cuando el acero magnicida de Bruto se mancilla con la sangre del dictador vitalicio no hace más que prolongar trágicamente la extinción republicana.
La república romana sobre el papel gozaba de las condiciones del gobierno justo según los presupuestos de la época. Cuando Roma acabó con sus reyes, que mientras prevalecieron sirvieron para fundamentar la ciudad con premisas duraderas y configurar ese carácter sacro inherente al mundo antiguo que instituyó Numa, lo hizo con la voluntad de crear una república de hombres libres más justa en sus planteamientos y resultados. Aunque parece ser que el senado ya existía en la época monárquica, era sin embargo el rey quien asumía esa voluntad suprema de los dioses, cumpliendo con la tarea de nivelar las desigualdades entre sus subditos y propiciar el bien de la totalidad del pueblo, un bien común sobre el que prevalecía el ascendiente de su arbitraje. Pero era esa misma voluntad unívoca, interpretada por el juicio parcial e inapelable de un solo hombre, aunque se presumiera que éste gozaba de la aquiescencia divina, la que venían a poner en entredicho los creadores de la nueva República. Ello no significaba sin embargo una rebelión sino una matizada interpretación del dictado de los dioses. La república no podía renunciar a lo que en el mundo antiguo representaba la esencia misma de la "polis".
Cuando cayó derrocado el último de los tarquinos, feneció con él un concepto ya periclitado de gobierno heredado del mundo etrusco y compartido por la heterogénea mezcolanza de pueblos-sabinos, albanos, ecuos, volscos, sannitas, etc- que constituían el Lacio, todos ellos seguramente regidos por modos de gobiernos tribales donde trodavía prevalecía la estructura de la "gens" y el sistema monárquico tradicional . El nacimiento de la República, pues, obviamente coincidió con el desarrollo progresivo de Roma, que guerra tras guerra fue sometiendo y sumando a su territorio el de los pueblos circundantes que iba conquistando, dinámica que volvió mucho más complejas sus coordenadas político-sociales. De la vecina influencia griega, cuyas colonias asentadas en Sicilia y Magna Grecia iban prosperando, seguramente recogieron nuevas concepciones sobre la forma de gobierno que vinieron a satisfacer sus aspiraciones. A destacar el parecido de su organización política con la Espartana, cuyos dos reyes se transformaron en cónsules y su gerusía en senado.
Con la fundación de la república cobró Roma nuevos ímpetus. Bruto, el ilustre antecesor del asesino de César, Scevola y otros destacados patricios le dieron su nueva configuración, culminando una pugna decisiva y cruenta con los últimos reyes etruscos, que se replegaron en su territorio para desvanecerse decada a decada bajo el peso de la historia. No tardó, pues, el senado, el nuevo núcleo del estado romano, feudo de los patricios, asamblea de hombres libres, de esa aristocracia gestada durante la fundación de la ciudad, en sentar las bases de una nueva legislación, siempre encaminada a favorecer a esa minoria de los "optimates". No en vano en sus manos residía el poder económico y político, y el control de ese ejército popular cuya organización estipuló junto a otras cruciales reformas uno de los reyes más honrados por los romanos, Servio Tulio.
Este modelo de gobierno, parlamentario y dialogante, con un poder legislativo solidamente estructurado, perduró siglos, en el transcurso de los cuales Roma fue construyendo su imperio. Pero a esta expansión y transformación de la ciudad de polis pereiférica y subsidiaria a potencia hegemónica, se debió que nuevos estamentos sociales que habían tomado parte en la radicalidad de aquellos cambios y en el desarrollo de tan exhaustivas guerras reclamaran tambien sus derechos. La plebe, durante siglos sometida y sin la influencia política que daba la ciudadanía, fue fortaleciendo sus posiciones beneficiándose de los derechos concedidos a todos aquellos que habían contribuido a salvar a la patria en coyunturas difíciles, como las guerras contra los galos, la invasión de Aníbal y los diferentes conflictos que libró la República por todo el orbe. Con la creación de la nueva institución del tribunado, con el que la plebe se facilitó el libre acceso al senado y la facultad de promulgar nuevas leyes, ese poder patricio se fue paulatinamente resintiendo y cediendo espacio aquel nuevo partido tumultuario.
Para conocer el funcionamiento exacto del senado romano es necesario conocer a fondo las características de aquella sociedad, dominada por diferentes facciones y clientelas que maniobraban dentro de los mismos partidos, como estados alternativos al propio estado. Y siguiendo estas directrices lesivas del justo funcionamiento del poder, se degradó el senado hasta los tiempos de César. Obedece, es preumible, al dinamismo de una ley frecuente el que un gobierno asentado sobre inamovibles presupuestos, conveniencias y servidumbres, se anquilose y se vuelva inoperante. Más, si ese poder lo detenta una clase, o lo que es peor una facción de esa clase que renuncia renovarse y atender las prerentorias exigencias que el ejercicio constante de ese poder demanda,condicionado por la evolución de su marco geopolítico. De la injusticia del sistema ya fueron conscientes los Gracos y su abortada reforma agraria, a quienes no escapaba la magnitud de las lacras y deficiencias que acometian a la sociedad romana. Tal dilema, sin embargo, no podía resolverse sino mediante la lucha fratricida, la cual sostuvieron Mario y Sila; vencedor este último, no supo qué hacerse con el poder ni afrontar las transformaciones necesarias que exigía el mundo surgido del imperio. La patata caliente pasó entonces, disuelto el primer y tácito triunvirato, a manos de dos de sus protagonistas: Pompeyo y César. La derrota del primero en Farsalia fue el canto del cisne de la obsoleta República, y el puñal homicida de Marco Junio Bruto la interpretación miope de los signos de los tiempos o tal vez el anhelo romántico de una utopía que ya se había inmolado en la figura de Catón.

EL GATO AL AGUA DE DON MARIO

EL GATO AL AGUA DE DON MARIO
La adjudicación del Nobel a Vargas Llosa era sólo cuestión de tiempo, y justo galardón a la constancia de un obra. Porque para nadie es desconocido que el autor peruano es uno de los grandes exponentes vivos de la literatura universal.
El nombre de Vargas Llosa llegó por primera vez a mis oídos durante la eclosión del "boom", fenómeno con el cual la vieja literatura fertilizada en tierras de América regresaba a Europa. La magia de las americas se conjugaba en la pluma de sus escritores para erigir ensoñaciones de selvática arquitectura, universos miticos de sugestivo mestizaje, una transformadora y legendaria visión de sus más inmediata cotidianidad que se reconoce, primitiva y salvaje, en los frescos de Rivera y las visiones oníricas de Frida Kalho. Sediento de aquel nuevo sortilegio de la palabra, no pude sustraerme a ese torrente que amenazaba anegar nuestro encorsetado panorama literario, en prolongada sequía.
Aquellos escritores, qué duda cabe, gozaban de un doble atractivo: la fuerza arrolladora de su desbordante imaginación y el añadido de una juventud envidiable. Si García Márquez sentaba cátedra con "Cien años de soledad", Vargas Llosa hacía lo propio con "La ciudad y los perros".
No recuerdo dónde leí esta novela, si en Alicante o Barcelona, adonde había acudido como aventurero en busca de una lejana gloria literaria a la que yo, ingenuamente, aspiraba. Por entonces Vargas Llosa también residía en la ciudad condal, pero el destino implacable se encargó no ya de no hacer coincidir nuestros caminos sino de dispersarlos definitivamente: el de él hacia la recompensa de una gloria irrenunciable, y el mío en pos de una gris existencia en mi ciudad de origen.
Mientras la obra de Vargas fue creciendo, yo le guardé relativa fidelidad. Y me cabe confesar, ateniéndome a cualquier penitencia, que desde que concluí la lectura festiva de "Pantaleón y las visitadoras" le perdí la pista. En tales circunstancias concitaban mi interés otros autores, otras disciplinas, el oneroso trabajo por el diario sustento, que mediatizaba seleccionar cualquier lectura; también en ello influía mi gusto que se iba perfilando, buscando universos más afines al mío.
Mas durante esos sendos años de oscuro letargo en los que tal vez mi molde como escritor se fue fraguando, y la obra del peruano fue cobrando la envergadura que hoy tiene, me complacía reconocerle en imprevistas apariciones televisivas, en donde crecia su popularidad como escritor consolidado y servía como referente para cualquier autor en ciernes.
Su obra novelística fue creciendo título a título, aunque a mí, sumido ya en mi propia tarea de creación, me costase congeniar con ella. Quizá pesara, aunque no creo, la sentencia de mi admirado Mujica Lainez al ser inquirido sobre los escritores del "boom": ¡El peor es Vargas Llosa!
Pero, pese al negativo epitafio, como todo lector compulsivo, reclamado por la necesaria tarea formativa de todo creador, nuevas obras de Vargas Llosa se incorporaron a mi biblioteca, y alguna de ellas, en especial los ensayos crítico-literarios, se apilaron sobre mi escritorio o en la mesilla de noche. Admirativa fascinación me produjo entre ellos la lectura de la "Orgía perpetua", donde el autor hace gala de su gran penetración, de un inmenso bagaje de erudición literaria en donde desbroza aun las más secretas intenciones de Flaubert y revela los más reservados pudores de la Bovary.
Del todo, pues, salvo en su obras, creía yo apartado a don Mario de mi estela; pero me lo volví a encontrar. Sucedió durante unas prolijas jornadas organizadas por la CAM a modo de presentación de su obra más reciente entonces, "El paraíso en la otra esquina", que tuvieron lugar durante el dos mil tres. A un paso tuve entonces al celebre escritor, en vilo de conocer de primera mano a qué sabe la gloria; aunque mi arrigada timidez evitó el encuentro. En todo caso, felicidades don Mario. Y desde estas líneas invoco a que algún día un destino más bonancible nos haga converger.

AL TRASLUZ DE LOS QUEVEDOS

AL TRASLUZ DE LOS QUEVEDOS
Quevedo es una figura poliédrica en cuyos perfiles se enmarcan las más acusadas virtudes y detrimentos de su época. Como toda presonalidad compleja se halla sometido a fuertes contrastes que vuelven paradójica su figura. En él se exaltan las aspiraciones angélicas y se hunden los más tenebrosos abismos de Perséfone, lúcido espeleologo de sus sórdidas cavernas en las Zahúrdas de Plutón. Pretendió alcanzar lo sublime con el cuerpo medio anegado en la ciénaga irredenta del mundo. Persiguió la verdad escudriñándola desde la óptica adulterada de su siglo, el de un barroco litigante de luces y sombras. Don Francisco se cegó con sus luminarias y se rezagó en la umbría de su letrina. Sus sempiternos quevedos deformaron su perspectiva con idéntica convexidad a la de los espejos del "callejón del gato" valleinclanesco, y su mirada miope, precisa en la propincuidad del detalle, solía errar en las estimaciones de conjunto. Su sueño egregio de España se desvanecía en el ladino ejercicio de sus tejemanejes y correveidiles políticos.
A remolque del noble Osuna, codicioso de la conquista de un pretendido cetro ultramontano, ya que el poder imperial de la corte madrileña sólo repercutía en aquellos que gozaban de la aquiescencia del rey, como los vástagos de los hijosdalgo probaban fortuna en los tercios, planeó una temeraria y particular estrategia en el ajedrez de Italia, que era donde se dirimía la hegemónica partida entre los Ausburgo y Francia. Con audacia de virtuosos, el señor y el secretario, desplegaron caballos y alfiles descuidando sus torres, pretendiendo ganar Venecia para el duque. Venecia era entonces, para quien codiciara la más enjundiosa baza, la joya del Mediterráneo; quien se adueñara de su gobierno dominaría los mares; aún disfrutaba su legado de Lepanto y su esplendor comercial apuntalaba su fecunda independencia. Usufructuar su virreinato supondría tanto para Osuna como para Quevedo involucrarse en los engranajes de poder de la élite que regía el más vasto imperio de la tierra. El rocambolesco complot gozaba de la tácita anuencia real, y su fracaso propició el desmarque inescrupuloso del monarca y condicionó la caída fulgurante de Téllez Girón. A Quevedo no le quedó más que purgar tales quebrantos en la soledad penitente de sus cuartillas en blanco, fértil territorio donde hacía y deshacía a su antojo.
Este fiasco de su veleidad política redundó en vigor para su pluma, que era junto a su espada del mejor templado acero toledano los dos instrumentos a los que nunca renunció. De sus afilados bordes tanto supieron Góngora y Ruiz de Alarcón como Pacheco de Narváez. En sus versos fue tan furibundo como con su acero, sajaba cualquier reputación con los tajos de su sátira demoledora como horadaba jubón y partes blandas del más petulante maestro de esgrima de la corte. La Nariz, a la que érase hombre pegado, la montuosa chepa como de llama andina y el florete patán no conocerían el perdón de su lengua viperina y despiadada de incómodo cojitranco. Patacoja fue el verdadero aninador de nuestra literatura como de los chismorreos de la corte; la sagacidad de su prosa y la inquina de su verso espolearon aun a los perezosos a aguzar los ingenios.
Pero como para quien el sutil veneno de la política ha contaminado la sangre pacificadora de las letras, la nueva coyuntura del reino apuntada en el horizonte no tardó en reactivar la aletargada solitaria insaciable de la ambición. Creyó holgar con sus adulaciones las apreturas de ese hueco palatino que entre cautelosas cortesías, como la cruz de Santiago, le brindaba el nuevo valido Olivares. A don Francisco debieron obnubilarle los capciosos guisos, con excesiva especia, de la triquiñuela política, en los que creyó brillar como los vivos colores del fresco sobre el revoque. Se traicionaría, acaso entorpecido por su paso tartamudo, de piernas zambas y pies observándose, pues sus viejos huesos, lejos de apoltronarse en el confort de los salones del Buen Retiro, vinieron a enmohecerse en la sórdida mazmorra de San Marcos, en León, empapada su alma en las gélidas humedades del Bernesga. Cuando de nuevo, con un tímido germen de vida menoscabada recorriendo sus venas, regresó a la Torre de Juan Abad, por sus quevedos ya sólo advertía sus nostalgias, lo que pudo haber sido y no fue, un sinuso camino jalonado de álamos desnudos que lo conducían al abrazo corrupto de la muerte, como al lecho de una vieja y viciosa meretriz de la calle de la Montera.

VENECIANAS III: SAN ZANIPOLO

VENECIANAS III: SAN ZANIPOLO
Hay en Venecia una plaza portentosa: "La de las Maravillas". Su apartada ubicación la preserva del agobio de esa obstinada afluencia turística que irrumpe en la ciudad a oleadas.
Se la denomina de las "Maravillas", pero merecería el título más apropiado de "De los Prodigios". Pues tres son los que destacan en la base oblonga de su área: La iglesia de San Giovanni e Paolo, la Scuola de San Marco y la estatua ecuestre del Colleoni.
San Giovanni e Paolo o San Zanipolo(como se denomina en vernáculo a esa joya del gótico veneciano) extiende su fábrica majestuosa de ladrillo dominando la plaza. Llaman la atención primordialmente el esmerado estilo de los ábsides que permite el juego de las vidrieras, la correcta cúpula que la corona y la esbeltez de su portal mayor, con columnas y arquivoltas embellecidas por la piedra de Istria en que estan trabajadas, obra de Bartolomeo Bon. Al penetrar su vasta nave, en su magnificencia reconocemos el importante lugar que ocupa entre las iglesias de Venecia. Fue erigida por voluntad del dogo Jacopo Tiepolo, siguiendo una encomienda celeste. Con el tiempo se convirtió en el panteón más significativo de la aristrocracia veneciana. Ricos son sus monumentos fúnebres, dedicados a la memoria de los más ilustres dogos, que de uno a otro van marcando las cotas alcanzadas por el arte sepulcral de la Serenísima. No le anda a la zaga la profusa distribución de su pintura devota que reflejan sus capillas, con nombres tan relevantes como Veronés, Bassano, Palma el Giovanne o Cima da Conegliano. No es, sin embargo, una iglesia donde guste recogerse al visitante como ocurre con su rival San Zaccaria, pues toda monumentalidad resta intimismo y favorece poco la piedad.
Al atravesar el deslumbrante marco de su portal, a la izquierda, se yergue el majestuoso escorzo de la figura dramática del Colleoni destacando sobre su montura. La elegancia magnífica del caballo realza la pose gallarda y dominadora del condottiero. Sobre su elevado pedestal, el monumento ecuestre, el más eminente ejemplo renacentista junto al Gatamelatta de Donatello, en Padua, reafirma esa maestría alcanzada por el Verrochio, ya evidente en su conocidísimo David o en el mármol más discreto de su Gentildonna Ignota.
La marcialidad del Colleoni preside la plaza desde su altivez de conductor de ejércitos. Victorioso en sus campañas con la Serenísima, el Maggiore Consiglio no pudo rehusarle la ambición de ocupar un zócalo inmortal junto a San Marco. Y junto a San Marco lo situaron; pero no de la Basílica sino de la Scuola. Esa scuola que en su fachada- una de las más atractivas de Venecia-reúne el mayor refinamiento pretendido por la República junto a los más elocuentes emblemas de su hegemonía, expresados en el "león alado", en una las ejecuciones más logradas de los edificios institucionales. La solución de su sublime trampantojo ofrece una acertada propuesta de diseño a la más deslumbradora fachada renacentista, cuya voluntad curvilínea se resuelve en esa profusión de arcos tendidos con sutil armonia, y que inequívocamente nos remiten a esa otra fachada singular de la ciudad: San Zaccaria. Huelga decir que ambas presentan el sello característico de un mismo arquitecto: Mauro Codussi. El cromatismo de sus mármoles, la original distribución geométrica, la turgencia de sus volúmenes, algunos de ellos sugeridos por la ilusión del claroscuro, fácilmente encandilan al visitante, que detiene su constante vagar recogiéndose en una mesa del cafe situado enfrente. Atónito, contemplativo protagonista de una visión inefable, atiende a la cadencia del sol de la tarde, que lame con sus oros la fachada, como penetrando las últimas realidades de "luz", restallando sobre el mármol resplandeciente, y "tiempo"que fluye como sublime rumor sobre el silencio detenido de las piedras de "Las Maravillas.

Pintura romántica en el Prado

Pintura romántica en el Prado
Constituye un gratificante descubrimiento, para quien no tuvo oportunidad de visitar la memorable exposición temporal que el Prado dedicó a los románticos españoles, poder contemplar durante el pasado “puente de la hispanidad” la acertada selección que de los cuales exhibe en estos días con visos de permanencia el museo.
Nos consta que la razón primordial de esta sensible omisión radicaba en la carencia básica de espacio museístico de que adolecía el edificio de Villanueva hasta su nueva ampliación, punto sobre cuyas controvertidas soluciones arquitectónicas nos reservamos cualquier dictamen. Nos conformamos con que de momento parecen haberse cumplido parcialmente ciertas demandas de funcionalidad y espacio. Y es de agradecer que con la apertura de estas nuevas salas se cubran no sólo flagrantes lagunas, sino que se asuman prioridades que una gran parte del público estaba demandando.
Nuestra pintura romántica, durante años relegada a la tenebrosidad de los desvanes del Prado, es como ese pariente que sabemos existe, pero a quien no tratamos por indistinta ausencia, y que al cabo de la separación vienen a recordárnoslo las ajadas fotografías rescatadas del apolillado álbum familiar. Verdaderamente el responsable de este parcial olvido nos es el contemplador común que sabe apreciar los valores sustantivos en el variable devenir del arte, sino cierta crítica snobista cuyo rigor sintético y sistemático ha encubierto este período de nuestra pintura con un prejuicioso sello oscurantista. La objeción principal que se aducía para corroborarlo era la discutible calidad técnica y el gusto retro de dicho movimiento. Pero basta con profundizar un poco para identificarlo como el fruto necesario que demandaba la época, en cuyo desarrollo pugnaba siempre por romper esa corteza de inveteradas lacras que diezmaban España. Échese si no un ligero vistazo a nuestra literatura romántica, de perfiles no menos imprecisos y que sólo se justificaría una vez alcanzada la madurez dicho movimiento.
Durante mucho tiempo —hablo esencialmente de las décadas de nuestra juventud— la pintura española, después de la genial eclosión de Francisco de Goya y Lucientes, se sumía en un discreto letargo del cual no despertaba, no ya ante la fiesta rutilante del color de nuestro valenciano Sorolla, sino de resultas del advenimiento de la fanfarria radical representada por la personalidad multifacética de Picasso, cuya trascendencia se equiparaba a la de Velázquez o el sordo de Fuendetodos.
Esta inclinación sintética y esquematizadora al enjuiciar el arte puede complacer al ciudadano poco exigente, pero no deja de constituirse en una visión parcial y acomodaticia de un fenómeno tan complejo. La relatividad de las lecturas en el arte, la dimensión fluctuante de su función sedimenta en el terreno aluvial de la cultura de los pueblos hasta conformar una identidad iconográfica, adquiriendo mediante tales símbolos un valor referencial con el que interpretar su desarrollo histórico.
El espacio ganado por nuestros románticos en el Prado, pues, llena ese hueco constituido por esa caja de recuerdos olvidada en el fondo del armario sin cuya miscelánea nos sentimos incapaces de configurar nuestra identidad real. Planteándonos su fascinante propuesta, destapamos esa caja de Pandora que encubre las moradas más líricas en el alma de nuestro pasado y obtenemos significación para más de un interrogante contemporáneo.

TOLEDO: ¿PARADIGMA DE CONVIVENCIA?

TOLEDO: ¿PARADIGMA DE CONVIVENCIA?
Nada más confortador que contemplar la vista de Toledo desde el puente de Alcántara a una hora temprana de la mañana: la atmósfera quieta, el silencio apenas conturbado por el eco cercano y rumoroso del Tajo, la osadía de las edificaciones que trepan por la peña en tramos escalonados hasta el Alcázar, contra el fondo de cielo purísimo... El viajero que llega, ante tal invitación, no puede por menos que sentirse como en casa. En tal ambiente no le resta sino reconocer la huella que configura nuestra identidad española. Advertirá, nada más iniciar su visita, que dentro de la muralla se recogen todos sus mitos y todos sus tópicos.
Lo que es la ciudad en la actualidad queda neutralizado con el lo que fue. Y es con ese pasado con el que rápida y sentimentalmente se identifica e instala el viajero. Congeniar con la antigua urbe es enfrentarse a su compleja diversidad y extraer un provecho conveniente y una enseñanza.
Toledo resume y sintetiza ese conglomerado de culturas que según los eruditos formaron la identidad de España. Tres pueblos diferentes, tres culturas-cristiana, islámica y judía-que convivieron y convergieron en esa encrucijada de la historia del mundo que significó la ciudad carpetana. Dos de estas culturas se beneficiaron de su capitalidad durante un determinado período, sucediéndose en su hegemonía, mientras la tercera se constituyó en cooperante de ambas, sin renunciar a su sello característico.
El arte por excelencia en Toledo, el mudéjar, crea constancia de esa tripolaridad y de la consecuente simbiosis que dio origen a una nueva forma de entender ese dispar legado desde la convivencia. Cabe pensar que estas tres culturas aportaron cada una lo mejor de sí mismas mediante un secular diálogo enriquecedor que diera testimonio de sus capacidades. Y esto sólo fue posible durante un período en que ninguna de ella estuvo en condiciones de imponer su respectiva hegemonía. Si esta quimérica España de las tres culturas, de la convivencia, existió, fue bajo el impedimento de que ninguna de ellas pudo dominar y prevalecer sobre las demás. Circunstancia que se dio tan sólo coyunturalmente en Toledo como en el resto de la peninsula, creándose ese marco deseable en el que fuera posible ese pacífico florecimiento. Se suele conjeturar que el califato Omeya de Córdoba supuso un modelo de tolerancia en el que pudieron aflorar los más eminentes valores culturales. Tal vez esto fuera posible, insisto, durante los esporádicos armisticios que dieran respiro a esa larga guerra de cinco siglos o durante períodos distinguidos por una debilitada voluntad política. Pero mientras el islam estuvo empeñado en expandir su imperio y mantuvo su pujanza, tanto bajo Almanzor o durante el fanatismo almohade, dudo que tal modelo de convivencia pudiera llevarse a cabo. Igualmente los reinos cristianos mientras trataron de consolidar sus aspiraciones políticas, que culminaron con la creación de la nacionalidad española por los Reyes Católicos, no contemplaron en ningún sentido la perservación de ese modélico reino abierto al diálogo y la convivencia.
La creación de España como nación se fundamentó a buen seguro en esa voluntad de reconquista, ideológicamente hegemónica y poco dada a las concesiones, de la quedaba excluida cualquier pretensión de consenso. Tanto moros como cristianos, cuando adquirieron una descollante posición de predominio, trataron de imponer su convicción exclusivista y diferenciadora.
Las religiones del Libro vinieron a constituirse en un mismo elemento aglutinador y discrepante, en el que los tres pueblos podían reconocerse en sus semejanzas y disentir por sus desigualdades. Este determinante de la Fe nos hace pensar en una coexistencia antes que en una convivencia. Coexistencia que, qué duda cabe, estuvo expuesta a toda suerte de transferencias a todos los niveles, muy evidentes en esas "marcas" territoriales que delimitaban los reinos. Y puede conjeturarse con razón que fueron los reinos cristianos quienes más provecho sacaron de tales intercambios, habida cuenta de que se trataba de la confrontación de una cultura emergente con otra en decadencia, la islámica de Al Andalus, que había recogido el legado de la antigüedad y con cuyo contacto el mundo europeo redescubrió las señas de su pasado.
Presumiblemente, existió esa forzosa relación de las tres culturas, cristiana, árabe y judía, en la cual cada una tomó lo que más le convenía de las restantes y de cuya mixtura, con toda seguridad, nacio el genio de lo español. Tal vez en un instante ideal de nuestra historia se dio ese mítico pais del Preste Juan, en el que estas tres culturas conocieron y llevaron a cabo ese paradigma de cooperación y convivencia, el cual es el que deseamos inflame el ideal de la España de nuestros días y trace la perspectiva de nuestro futuro.

LAS TRES MADAMES DE LA NOVELA DEL DIECINUEVE

LAS TRES MADAMES DE LA NOVELA DEL DIECINUEVE
Poseo una información limitada acerca de ese impulso simpático que contribuyó a gestar esas obras maestras de la literatura universal, como son: Madame Bovary, Ana Karenina y la Regenta. En cualquier caso, las tres tuvieron su origen en la fértil placenta de tres sublimes creadores, a caballo de una época crítica, urgida de cambios decisivos. Pero, para empezar, partamos de que la elección del personaje en cada una de ellas no fue una coincidencia, sino una complicidad declarada. Este hallazgo permitió hacer hincapié en el componente mas débil de la sociedad, la mujer, para denunciar en esta mermada condición las lacras más manifiestas.
Si bien cada una de estas creaciones nació en una realidad socio-política bastante diferenciada, vienen a converger en esa necesidad imperiosa de profundos cambios. Tres sociedades que experimentan la transición de un viejo régimen, deudor de unos valores caducos y vacios de contenido que ya sólo se sostienen por la hipocresía de la costumbre, a un nuevo modelo que reclama una flexibilidad renovada sobre las conductas y los contenidos.
En Madame Bovary, la heroína se enfrenta a una sociedad que ha conocido una revolución, pero cuya ética, a nivel individual, apenas ha acusado esa trasformación, viciada aún por antiguos hábitos. En ese Rouén provinciano se han trastocado los resortes que regulan las relaciones económicas y políticas, pero en ningún modo se ha evolucionado en los aspectos inherentes a la condición más íntima y personal.
Si Flaubert, parafraseando a Luis XIV, conviene en que Madame Bovary c´est moi, adopta para sí mismo el dramático conflicto en que se debate su protagonista, denunciando esa discrepancia entre los deseos más apremiantes del individuo y la incapacidad de esa sociedad en asumirlos, cuando no en rechazarlos. Una sociedad, y en esto coincide Enma Bovary con la Karenina y Ana Ozores, que ha dispuesto sus vidas para dar juego en el mecanismo de las conveniencias y de los condicionados roles sociales, diluyendo sus indecisas trayectorias en la hipocresía de sus ambiguos engranajes e inmovilistas egoismos, de cuya trampa acaban siendo víctimas.

El escrupuloso drama de Ana Karenina, en cambio, se desarrolla en el seno de una sociedad que se considera privilegiada, heredera de seculares ventajas inviolables, reservadas por Dios para el pueblo ruso. No hubiera existido conflicto si Tolstoi no huiese sido un profundo conocedor del libro de Dios y un comprometido cristiano. Desde estos fundamentos no tardó en descubrir que esas leyes inalterables que sustentaban esa complacida conciencia rusa eran decisivamente injustas. Y esa propia injusticia, impregnada de esa doble moral que sigue persistiendo en el mundo nominalmente cristiano, es la que corrompe a Ana Karenina y la aboca a la destrucción. La conducta de esta mujer se iba malversando según esos cánones inestables que al tiempo iban deteriorando la Santa Rusia. Nunca la descripción de un pueblo se ha aproximado tanto a la de un gigante con pies de barro.
Podríamos concluir con esto un aspecto diferenciador en estas primeras obras, la francesa y la rusa: que Tolstoi es un moralista y Flaubert en absoluto, o que Francia y Rusia se corresponden a dos realidades históricas bien distintas, llamadas a ocupar posiciones bien diferenciadas en el mundo que se anuncia.
En cuanto a la tercera obra, La Regenta, no puedo negar que su lectura, al contrario que la de Madame Bovary y Ana Karenina, me resultó harto más gravosa y lenta. Pese a la cercanía que suponía representar una realidad española tan recalcitrante como reciente, el libro me pareció-y es una apreciación bastante variable que quizá se corrija con una nueva lectura-adolecer de la vitalidad tan actual que dimanan los otros dos.
En éste, contrariamente a la novela de Flaubert, donde la religión se concreta en estrechos prejuicios sociales de clase, y en Ana Karenina donde implica esa idea incontaminada capaz de resucitar esa sociedad que declina, es la religión el agente que actúa en esa degradación del personaje. Ana Ozores, incapaz de adquirir y asumir los niveles de perfección que le exige la ascética, de la que la cohibe su propia estrechez de miras burguesa y que confunde identificando el impulso religioso con el erótico hacia el Magistral, sucumbe por inercia a la disolución pecaminosa a que le incita Álvaro Mesía.
En todo caso cabe apreciar un mal planteamiento de lo cristiano, que en lugar de sanear ese podrido desarrollo de las relaciones humanas que favorece las corrupción de las costumbres, las extorsiona y extermina. Nada más ominoso que la fiera intolerancia de Magistral negándole la confesión a esa Ana mancillada que anhela redimirse y sobre la que arroja ese erróneo guijarro de poluta injusticia.

VENECIANAS II

VENECIANAS II
Venecia es un laberinto de posibilidades, un cajón de sastre apto para solventar aun el inusitado requerimiento. Nunca llega a ser conocida sino superficialmente. Para el visitante esporádico representa un desplegable de postales enfocadas desde su ángulo más favorecedor. Todo recién llegado recibe, pues, esa primera impresión entre sublime y hortera de pintoresquismo turístico. Por ello, nada más vergonzante que soportar impávido sobre el asiento de una góndola una impostada interpretación del Oh, Sole Mio, a cargo de un tenorino circunstancial acompañado por un acordeón. Y es que esta antagónica dicotomía va de modo inexorable unida a toda pretendida aproximación a la ciudad. Inequívocamente la sublimidad que, por ejemplo, delata el entorno complejo de la plaza de San Marco, se diluye en el constante flasheado a que es sometido sin tregua diariamente, constituyéndose el más arrebatador enclave en un clisé desvaído y convencional. Aunque, claro es, ese retocado sortilegio de postal de 0´50 céntimos complace sólo a los menos exigentes.
Mi última estancia en la ciudad de los canales, a la que el precedente exordio puediera servir de introducción, comenzó con halagüeñas expectativas. Había encontrado hospedaje en un hotel ubicado en el borde mismo del Gran Canal, si bien en ese tramo que podría definirse como tramo de los pobres, a corta distancia de la estación de Santa Lucia y el piazzale Roma. El albergo era pequeño pero tenía buenas trazas. Presentaba una decoración bastante cuidada; en el tema de sus cuadros-no sé decir si originales pero sí cubiertos por una pátina de vedutismo dieciochesco- y en el escogido mobiliario trataba de recrear un ambiente de época muy veneciano. Desde la ventana de la habitación, bien de mañana, podía observarse el tráfico reposado en el Gran Canal.
De cualquier modo, ese moroso deslizarse diario de aisladas embarcaciones por las argénteas aguas parece durar poco. Cuando una hora después, acabado el desayuno, tomamos el vaporetto en dirección a San Marco, padecemos, cómo no, uno de los mayores imponderables que soporta la ciudad: las agobiantes aglomeraciones en lugares concretos de la misma. Por suerte, la mayor parte de los usuarios durante aquel trayecto desembarcan en Rialto y devuelven al visitante uno de los mayores placeres que reserva este obligado itinerario: la contemplación de lo que fuera a través de las épocas, contrastadas en el testimonio de estilos de sus fachadas, esa Venecia aristocrática y magnífica. Conmueve sin la menor duda ese asombroso recorrido, duplicado en el espejo del agua, con que se nos representa su ya eclipsada y opulenta elite. Resalta su predilección oriental en sus preciosistas loggias entre góticas y bizantinas; la elegancia en los ventanales geminados de los palazzos Vendramín Calerggi y Balbi; la prudencia de su barroco en las Cas ´Pesaro y Rezzonico; el cromatismo renaciente en el Dario, y la distinción clásica en el Grassi, entre muchos ejemplos. Y asi, siguiendo el serpenteante cauce, arrebatados por los más exultantes goces para el ojo, nos dejamos conducir, como ascendiendo los peldaños de una escalera celeste, hasta la escenográfica esferidad de Santa María della Salute, sirviendo de soportal a ese legendario espejismo que ofrece la panorámica del bacino, como el ensueño deleitoso de un dios.
Para quien visita Venecia sólo para paladear sus placeres más evidentes, encontrará la ciudad dispuesta a satisfacer las más exigentes concupiscencias. Todo talante romántico descubrirá en ella evocadoras razones para consumar su pasión; el peregrino del arte tropezará en sus abigarrados salones el más pormenorizado catálogo que cabe atesorar una urbe. Para el cultivador de sensaciones, sus cuantiosos recovecos reportarán los más deliciosos matices; la animosidad más expansiva la reconocerá en la solicitud de sus campi; acá celebrará la destreza del gondolero para sortear los minimizados puentes y acullá festejará el decadentismo elitista acomodándose al marmol de uno de los cafés de San Marco.
Pero una cosa es la experiencia del mero espectador esporádico y otra involucrarse en la dinámica diaria de una ciudad: el paso del mero conocimiento a la comprometida amistad. Cuando corté ese nudo gordiano que bisagra tan opuestas alternativas, el velo de la decepción pareció empañar sus sublimes perspectivas de caballete. Ingenuamente, tanteé la posibilidad de distribuir mi libro sobre Casanova en las librerías de Venecia. Considerando que el tema les era afín, auguré un éxito aceptable. Nada más lejos de la realidad. Cuando en peregrinación recorrí los establecimientos más sugestivos del ramo que me salían al paso, tropecé con las mismas infranqueables barreras comerciales con las que uno tiene que lidiar en España. En una sorprendente local de lance, regentado por un amable veneciano, Luigi Frizzo, acaricié la posibilidad de tender ese puente que tanto me tentaba con la ciudad de la laguna; pero tristemente he de reseñar que tal tentativa, y con esto concluyo, quedó en agua de borrajas, y mi ambición de ocupar un lugar destacado en las embarcaciones que dan ese carácter tan vernáculo y colorista al local se vio de todo punto defraudada, al menos por el momento. Aunque tal vez me reste el consuelo de admitir que mis pretensiones sólo respondieran a un impulso nostálgico, en el cual añorara codearme con aquellos que aman o amaron por encima de todo esta insólita ciudad: Thomas Mann, Goldoni, Boito, Nordwich, Alvise Zorzi, entre los muchos.

VENECIANAS I

VENECIANAS I
Se van acercando a la decena las veces que he visitado Venecia. Cabe decir, como de ninguna otra, que destaca por su enigmático sello de ciudad de contrastes, capaz de despertar la más fervorosa y admirativa aprobación y la peor de las fobias.
Mi relación con Venecia es formal y casta, podría decirse que platónica, siempre contenida por ese menoscabo que impide al amante considerarse digno de la amada. Reservo hacia ella ese tímido recato, aún no malogrado por el exceso de confianza, que me la hacer ver, cada vez que la visito, sorprendentemente renovada.
Conservo un recuerdo vívido de ese fulminante flechazo, amor a primera vista, que se suscitó desde nuestro primer encuentro. Coincidió, por ende, que también constituía mi primera escapada al extranjero, de lo cual claramente se deduce cierto ánimo predispuesto a quedar fascinado. En esas circunstancias, cualquier novedosa sugestión propende a subyugar, y más si la misma se halla distinguida por el efecto de lo insólito. No necesito decir por tanto que este primer contacto resultó memorable. Sometidos al vaivén de la pequeña motora, mientras penetrábamos la laguna desde el Tronchetto bajo una leve calima, contemplábamos cómo el horizonte se iba perfilando de sugestivas maravillas, concretándose en un prodigio que naciendo del torno de un demiurgo fuera llenando con su fascinación fenomenológica el mundo, remedando en exotismo al del nenúfar que despliega su esplendor floreado sobre la tersa superficie de un estanque; así se conformaba Venecia ante mis ojos atónitos y curiosos, con la evocadora fluidez del sueño, garantizando que nos acercábamos a un paradigma de lo inverosímil. Conforme avanzábamos, la magia de los templos paladianos, a la orilla derecha de la Giudecca, llenaba el espacio de escénicos conceptos con el juego de su precisa volumetría; y mientras, proclives a dejarnos deslumbrar, navegábamos el concurrido calado del "bacino", conforme encarábamos el embarcadero de la Riva degli Schiavonni me asaltaban no pocas excepticas interrogantes: ¿ Cómo tal milagro pudo ser posible? ¿Qué misterio actúa en el seno de su irresistible seducción? ¿Es la ciudad un organismo vivo capaz de trasmitir afectos y hacer estremecer un corazón?
Me tranquiliza no haber sido el único preocupado por estas extremas preguntas o subyugado bajo la influencia de su peculiar eros. ¡ Tantos antes de mí guardan las viejas cartas de su romance, aromadas sus páginas por el perfume punzante de marchitas flores! Porque por él se sintieron seducidos Byron, Balzac, Goethe, Proust, James...Eso es exacto. Pero quien verdaderamente forjó la leyenda para nuestro tiempo fue Thomas Mann.
Supongo que mi descubrimiento del autor alemán data-aunque no puedo asegurarlo pues considero coetáneas las lecturas de Los Buddenbrook y La Montaña Mágica- del visionado de la película de Visconti, "Muerte en Venecia", a cuya proyección asistí fascinado durante su estreno en Alicante, en ese período esponjoso de la indolente juventud. Ante aquel evento sin precedentes, acudí al cine con emulador snobismo, complaciéndome en que la película fuera agasajada por la intelectualidad más progre del momento. Si para algunos el "genio" del film lo constituye la efigie impoluta, como el marmol de Paros, de Bjorn Andresen, para mí indudablemente es la atmósfera de Venecia la que enncarna este "dynamos" espiritual.
Thomas Mann en su novela homónima, con su fino olfato para detectar toda decadencia y en especial la que afecta a la burguesía europea de entre guerras, matizó esa simbiosis, subyacente también en el film, entre el Eros y el Tánato. Para el autor germano la decadencia es equiparable a un organismo enfermo, como si dijérase que el elemento patológico se manifiesta como sintomatología vinculada a lo decadente. En su lúcida reflexión sobre el proceso de decadencia que carcomía ese amplio sector de la sociedad europea, expuesta en sus novelas La Montaña Mágica y Doctor Faustus, redunda en ese sintomático protagonismo de la enfermedad como agente nocivo o degradada secuela de la decadencia, cual si planteara un esclarecido silogismo. De tal forma se hallan ambos conceptos imbricados, que a la postre actúan como sinónimos.
Venecia, esa ciudad enferma, sometida en su historia a feroces epidemias, se constituye como la ciudad decadente por excelencia. Y en esa vejada condición la amó Nietzsche. Porque su mórbido eros exhibe en ese espejo del tiempo que es el agua su inquietante realidad varada, refinado mausoleo de lo que fue, pervivida Ilión que ha sucumbido al virus de la historia, como la Troade claudicó al enconado tesón de los dánaos. Su encanto nos seduce con esa fascinación que persigue la fatalidad: ese eros mórbido que Ashenbach apura, confundiendo lo inefable con lo efímero, anhelante de su propia consunción. Y quizá hasta ese mismo punto la amaron Wagner, Stravinski, Brodsky.

A MODO DE EPITAFIO PARA DELIBES

A MODO DE EPITAFIO PARA DELIBES
Confieso no haber sido un lector asiduo de la obra de Delibes, carencia que por supuesto pretendo enmendar en lo futuro. En realidad, una gran parte del-censurablemente escaso-conocimiento que poseo de sus obras me ha llegado por otras vías en esencia no novelísticas: el cine, y en menor grado, el teatro: Medios que, sin lugar a dudas, han posibilitado el acercamiento de la obra del autor vallisoletano a la cultura de masas. El gran acierto de Mario Camus, en el film Los Santos Inocentes, coadyuvó en gran medida a difundir entre el gran público la obra de quien fue uno de los más reservados y elegantemente discreto de nuestros autores.
Mi conocimiento directo, de lector siempre ávido, de la obra de Delibes se centra, además de en las ya mencionadas adaptaciones para otros géneros, en dos de sus novelas en particular. De la primera guardo, si no una memoria precisa de su argumento, sí un recuerdo vívido de su lectura, cuyo impacto a perdurado a través de los años dejando constancia de una original frescura capaz de fascinar. El libro, que llegó a mis manos durante el primer kilometraje como lector, pertenecía a esa ínclita colección de RTV-ediciones todavía codiciadas en las librerías de lance- y tenía por título La Hoja Roja. Sin duda, tan evocadora referencia no pretendía apercibir sobre cierta licencia poética, sino que remitía a un detalle al tiempo trivial y elocuente relativo a la más sencilla y concreta cotidianidad. La "Hoja Roja" era el indicativo que advertía, en los viejos librillos de papel de fumar, que la remesa estaba apunto de agotarse; lúcida alegoría de lo que suponía la fecha de jubilación para el viejo Eloy, protagonista de la novela. Ese detalle nimio configura el verosímil universo delibesiano, recrea una realidad, áspera y menoscabada, que en el ejercicio crudo de la verdad alcanza su nobleza. Supone esta tentativa de redención un supremo intento, mediante la experiencia literaria, de trascender un demacrado momento de las pasada realidad española de provincias.
Siendo Delibes un observador certero de nuestra vida provinciana, exprimiendo hasta la hez esa vivencia sin contenido, de estrechos horizontes y sin perspectiva, es ante y sobre todo el más lúcido y consumado cronista de nuestro mundo rural. Se aleja de Cela en su conocimiento de primera mano de ese entorno, ajeno a todo idealismo y buscando al hombre real, sin perfiles alegóricos. Por él, hemos entrado en contacto con la imediatez de ese pulso descarnado del agro castellano, conocido sus lacras inveteradas, desmenuzado a cruentos golpes de azada, sin el falsete de la retórica, su doliente entraña. Para el vallisoletano Delibes, Castilla no es ese sueño sublimado de añorantes grandezas que propugnó el noventaochismo, sino una herida abierta que clama y denuncia su desengañada penuria.
Por contra, mi segundo acercamiento a su obra es mucho más reciente a la sazón; lo procuró el interés despertado por su más inmediato éxito editorial, la novela El Hereje, en la cual se recrea un asunto que me toca mucho más de cerca por mi condición en absoluto aleatoria de luterano.
En primer término me sorprendió su minuciosa documentación sobre el asunto, su familiaridad con el anecdotario y a todas luces con las lecturas de un tema en general proscrito de la cultura española. Porque esa actitud desdeñosa de nuestros reyes, quienes sancionaron acremente la Reforma alemana, ha sido asumida por nuestra sociedad con la misma cautela con la que se previene cualquier tipo de epidemia.
Su pormenorizada recreación del círculo del doctor Cazalla en Valladolid, la descripción exhaustiva de las argucias y deslealtades de que se valió la inquisición para reprimir el foco, junto a esa presencia displicente del rey Felipe frente al inmisericorde patíbulo, resultan del todo encomiables y dan la medida de un escritor que ha valorado sobre cualquier otra circunstancia su propia independencia, dispuesto a pagar ese precio costoso que exige el ejercicio de la libertad y la proclamación de la verdad.
Delibes, en la generalidad de su obra, nos aproxima a esa verdad sin tapujos que demanda una sociedad desengañada de sus engoladas mentiras; una verdad que exige mirar a la vida de frente, para sacar más certeras conclusiones. En definitiva, despoja a esa España enmascarada de oropeles, para mostrarla sencilla y desnuda, como debe comparecer todo hombre ante el Creador.

PRIMERAS IMPRESIONES

PRIMERAS IMPRESIONES
El propósito de abrir estas páginas es de dar a conocer a un mayor número de público lector el índice de mi obra y su contenido. Ignoro la relevancia que pueda tener la misma en el ecléctico panorama de nuestras letras, pero convengo en que supone una voz la cual merece ser escuchada, tanto por lo creado hasta la fecha como por cuanto de sorprendente pueda significar en lo porvenir.
El titulo de Impresiones y Andanzas recoge en la sugerente vastedad de su enunciado la variedad de contenidos que puede abarcar mi obra: desde la propia creación literaria, novela, cuento, poesía, a semblanzas de caracter históricos o literario, aproximaciones a las artes (pintúra, música, etc...) , comentarios de actualidad o apuntes generados de mi inquieta actividad viajera.
Es mi propósito en este ámbito dar a conocer buena parte de mi trabajo, sobre todo de aquel que por unos imponderables u otros difícilmente logre alcanzar el escaparate de la publicatura, ya sea en forma de libro o artículo de prensa.
Para situar al lector de modo que pueda facilitarse el acceso al perímetro de mi obra, destacaré cierta convicción que define su carácter: su ambición de sustraerse al barro de los políticos, de cuyo torno sólo surgen las aberraciones que condenan al ser humano. Mirándose en el espejo aberrante de una historicidad que la reduce a esquemas cautivos, aspira a la amplitud de nuevos horizontes que fecunden su desarrollo. Embebiéndose de ella misma, busca sus propias respuestas desengañada de una realidad degradada donde ha muerto toda esperanza. Sólo en la dimensión superadora del ser humano reside ese germen divino capaz de dar ese vuelco total que nuestra realidad devaluada acucia y necesita. Una creación, en suma, que definiendo sus propios contornos realice la urgencia de un anhelo, el proyecto singular y acabado de una obra y un ser humano.

Soy Francisco Juliá Moreno, nací en la mediterránea ciudad de Alicante en el año 57 del pasado siglo. Agobiado por una realidad que contaba poco conmigo, infiltrado tal vez por las ideas del mayo del 68, aunque no me lo creo, dinamité los pilares que fundamentaban mi proyecto humano renunciando a mis estudios. En contrapartida surgió en mi voluntad un afanoso deseo de leer, de modo que sólo el más íntimo Francisco Juliá ha creado al homónimo escritor, del que en la columna lateral véis resumida parte de su obra. Con el tiempo os iré familiarizando con el resto de ella. Por el momento sólo espero que esta andadura de nuevas y vitales impresiones tenga un largo y provechoso recorrido.