EL RECLUTA QUE QUERÍA SER TORERO

EL RECLUTA QUE QUERÍA SER TORERO
Se llamaba Cayetano Alvear y quería ser torero. Era natural de Tordesillas, tierra vívida de pasiones por las reses bravas. Su porte era más bien el de un aventajado subalterno, de esos que se adelantan al quite oportuno o se le reserva la suerte de las banderillas. En su andar, era parsimonioso, de carácter reconcentrado, disoluto en sus veleidades. Soñaba con recibir al toro a puerta gayola, consagrando el espacio con el revuelo plástico de la capa. Tenía empaque para el paseo; le iría un traje de grana y oro, o de blanco y plata como al "Palomo". Su vocación estaba clara, pero no sé si la confirmaría el destino. ¿El valor...? ¿La gran exigencia que conlleva el ser maestro...?
Mientras fumaba ese pitillo perezoso que pendía de su labio inferior, me hablaba de las capeas; había probado no poco ganado en las tientas de la vieja Castilla; había participado en un festejo sin picadores. Hablaba del toreo con pasmo, gustándose, como si celebrara el ritual del último tercio. Yo le oía, sabía que fantaseaba, pero me relajaba oírle hablar y verle  ensayar algunos naturales de salón con la chaquetilla de faena. Solo el soñar nos resarcía de ese tiempo adverso que vivíamos; cumplíamos la mili en un regimiento de infantería. Ambos aporreábamos el tambor en la banda de música; ayudábamos a la tropa a marcar el paso, un paso que no sabíamos a dónde conducía pero que había que marcar. Cayetano Alvear, " el Capea", (no le importaba que hubiese otro Capea, salmantino) arrojó el pitillo y se incorporó como si se dispusiera a entrar a matar. El turuta tocaba fagina  y no podían despreciarse las legumbres ni la trucha, pescada acaso en la gélidas corrientes del Duero, aunque estuviera tan tiesa e insípida como un escualo.
Sentados a la mesa, Cayetano, confortado por el vaso de vino aguado que acompañaba al rancho, abordaba su otro gran tema: las "golfas". Se las daba de experto en puticlubs, y mantenía hacia las zorras una asiduidad reverencial. Yo todavía era un adolescente enamorado, pero Cayetano ya se relamía con el estremecimiento infernal del pecado. Cuando visitamos en un permiso el barrio chino de S...nos pasamos la tarde tasando y barajando las posibilidades de cada una de ellas en el catre. Para Cayetano, cuanto más guarras fueran más atractivos despertaban a su ojos. No llegamos a tirarnos a ninguna; no teníamos una perra. Pero volvimos al cuartel tan calentorros, que no pudimos dormir.
Hoy, pasados ya muchos años, no sé si Cayetano alguna vez toreó con picadores, si se le reservó algún peldaño en el escalafón. De conseguirlo, no me han llegado las noticias.

El REQUIEM DE MOZART EN MI VIDA

El REQUIEM DE MOZART EN MI VIDA
No sabemos en realidad qué rico noble encargó a Mozart su Requiem, o si como sugiere el film de Forman fue una artimaña de Salieri para ganarse su posteridad, o qué secreto ocultaban sus comitentes. Lo que en verdad sabemos es que no fue concluido por Mozart, dejando varias partes de la misa en el aire. Se cree, como lo más probable, que fuera su discípulo Susmayer el encargado de rematar la obra. En todo caso, pasa por ser una de las más celebradas e interpretadas composiciones del maestro.
Para mí la obra posee una lánguida y tierna hondura, que me habla más bien de tránsito, nunca de conclusión, de fin irrevocable; rezuma una esperanza nada nihilista; se mira a la muerte con resignados ojos en pos de lo necesario. Destino que no tiene por qué ser fatal, pues tiende sus brazos y su corazón hacia la suprema misericordia.
Junto a la música del Requiem viví momentos angustiosos de mi vida, momentos en que creí que mi alma se hundía en la disolución por el pecado. Cuando creía muerto el corazón, y ninguna luz en la noche venía a consolarme, pensaba que Dios pretendía hablarme con ese silencio, que me desasía por la contumacia de mis soberbias. Cuando la congoja nublaba mis ojos con la "lacrimosa", lloraba por sentirme desposeído de ese perdón inefable. Entonces, en esa ausencia interior, oía la hondura de los trombones, la sentencia de los timbales, la temperancia del andante que encaminaba mi aliento hasta el consuelo. Mi alma, si supo de las amargas vastedades del abismo, en la caricia melódica de la cuerda pudo también refrigerarse en el goce imperecedero de Dios. Requiem de angustias, Requiem de añoranzas, Requien de consuelos.

LIBROS

LIBROS
Para el amante de las letras los libros llegan  a convertirse en una obsesión. Para  mí los libros significaron una tabla de salvación. ¿Qué hubiera sido de mí sin ellos? La vida se habría convertido en un páramo desolado. Cuando decidí que no me interesaban las estudios académicos, elegí formarme con el contacto personal con los libros, en un tú a tú en el que compartiéramos las mutuas intimidades.
Mi primera aproximación a ellos fue como la de tantos jóvenes, la de buscar un producto útil para la evasión. Pero pronto me enganchó la lectura y se `presentó la posibilidad de formarme a través de ellos.
Mi apego hacia los libros en los principios fue puramente funcional; cumplida esa misión, la de cultivarme, dejaban de significar algo para mí. Porque de los libros solo me interesaba su contenido, asimilar la sabia esencia que encerraban sus páginas. Leí mucho en la juventud, durante la mili, cuando decidí comenzar a escribir. Como digo, compraba los libros por su contenido, por el interés de su temática. Fui conociendo poco a poco la gran novelística, luego la Historia, la Filosofia, el Arte, la Música. Hasta que no estuve entrado en años no llegué a reunir una biblioteca considerable. Cuando me hube ya nutrido de los libros más fundamentales de la historia de la cultura nació ya el interés por un incipiente coleccionismo. Adquiría ediciones distintas de títulos esenciales como El Quijote, La Ilíada o Platero y yo. Recientemente, gracias a internet, he conocido las bibliotecas de otros escritores como Andrés Trapiello, Fernando Sánchez Dragó, Luis Alberto de Cuenca, lo cual me ha llevado a comprender que mi vicio por coleccionar que yo creía una debilidad patológica no deja de ser una dedicación inocente. El caso es que ya empiezan a interesarme los libros en todos sus aspectos, tanto por su contenido como por su continente, porque el averiguar que por ejemplo una primera edición de Cien años de soledad eleva su precio a las sumas de 500 a 1000 euros es algo que me corta el resuello.

El FELIPE IV DE RUBENS PARA EL PRADO

Me ha parecido extraordinario el retrato que pintara Rubens del rey Felipe IV y que hoy se halla expuesto en Madrid. Aunque solo he podido contemplarlo por televisión, las carencias del medio no han podido ocultar sus manifiestas virtudes. En el cuadro concurren todas las excelencias del gran maestro flamenco: su vitalidad, su rigor, su virtuoso dominio de la expresión, la versatilidad de su plástica, su magia en el color. En el retrato observamos un Felipe IV en su mejor momento, exaltado por los pinceles de Rubens a la calidad de icono, mostrando sorprendentes aspectos del monarca, que lo revalorizan. Es patente la distinta mirada que Rubens nos ofrece en este magnifico retrato del rey respecto de la de Velázquez. El maestro sevillano siempre que se acercó al monarca lo hizo desde un desengañado sinsabor cortesano, inmerso en ese escepticismo de la  España demacrada. El cuadro de Rubens, sin embargo, destila la esplendida brillantez y esperanzado augurio de un rey para Europa. Un rey que desborda un futuro de optimismo para una España que no fue. Este contrasentido quizá se justifique comprendiendo que a través de la figura del rey contemplemos al propio Rubens, en todo el apogeo de su desbordada genialidad.
El Felipe IV de Rubens, un cuadro portentoso que el Prado no debe dejar pasar.

PARÍS YA NO ES UNA FIESTA

PARÍS YA NO ES UNA FIESTA
París la frívola,
la dama galante
solo atenta a sus coqueterías,
en el vértigo de su fiesta
sucumbió a los terrores del crimen.
Los señores de las sombras
perpetraron su macabra ceremonia
con nocturnidad y alevosía.
¡Sangre sobre París,
ríos de sangre!
El ratatatatá de los Kalashnikov
con maldición de rayo
que rasga el negro velo de la tormenta
demolió el misterio de su glamour.
La vida transcurría dulcemente
pero el hocico de la hienas
reclamaba el sabor truculento de la sangre.
Sus fauces homicidas
querían triturar entre la dentadura
la tierna víscera de la paz.
¡Sangre, más sangre sobre París!
París entre deflagraciones y ráfagas
de exterminio, rigores, devastaciones;
sus calles muestran el paisaje de después de la batalla.
París volvió a revivir
el viejo mito de Caín,
volvió a rezongar la rancia sentencia:
"El hombre es lobo para el hombre".
Pareció de nuevo la paz una tregua
entre dos períodos de guerra.
Las balas arbitrarias erizaban de horrores la ciudad
con su sesgo definitivo de guadaña,
con sus silbos de destrucciones,
con sus impactos de silencio y óbito,
sembrando de cadáveres una noche
que no volverá a conocer otra aurora.
¡Sangre, la sangre fluye a borbotones
por las venas de París!
 Quizá sea sangre culpable como la de todos los hombres,
pero su grito desesperado en el valle de la muerte
clama su derecho de justicia al Principe de Paz.

Frágiles recuerdos

Frágiles recuerdos
Te veo caminar en el recuerdo bajo la fina llovizna,
cuando entre las brumas oscurecían las luces de la tarde.
La vida  de entonces sometida a una ruda disciplina,
a cada paso un incierto porvenir por delante.
Sabías que algún día muchas cosas cambiarían,
aunque el dolor, fiel amigo, mantendría su constante.
Tus ojos miraban largo porque eras joven;
sabías que tras ese horizonte vendría otro horizonte.
¿Cómo no creer que resta tanta esperanza
cuando en el crisol del corazón se funden todas las pasiones?
La calle humedecida, el calor familiar de los mesones,
la vertical certeza de la torre de la catedral,
las campanadas lánguidas en el misterio del ocaso,
los rincones y nostalgias en los vericuetos de Oviedo.
La vida tan indómita dinamitaba tus entrañas
y los pájaros de tu cabeza surcaban cielos de desesperanza;
tomabas la jarra de cerveza como el cetme de tu fatalidad:
tenías madera de cobarde, de víctima en la hora de la refriega.
Quisieron enseñarte que eras nada,
un superfluo número oscilante en la pizarra de la estrategia,
carne a inmolar en el ajedrez de una ofensiva.
Por fortuna, todo aquello no pasó de un juego.
No traquetearon los fusiles homicidas
ni los obuses del holocausto reventaron sus entrañas de muerte,
ni la sangre derramó sus regueros fatales,
ni el alma enfermó en el frenesí de su locura.
¿Quién sabe? Entonces no fuiste feliz,
pero no dejaste de ser Francisco.

CLARIDADES

CLARIDADES
¡Claridades! ¡Pronto, claridades!
Antes que de sombras
de oscuras simetrías,
la verdad por negligencias
se anegue sin respuestas.
!Abrid el portalón!
¡Qué entre pleno el día!
¡Qué el sol con sus rayos
destruya lo que de lóbrego
trae la noche, de sueño vano!
¡Dejad pasar al día:
disipará el recelo
de quimeras, de abismos... y de pesadillas!
















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