IDUS DE MARZO

IDUS DE MARZO
La figura de Julio César, como cualquier otra personalidad, está sujeta a controversia. Para unos será ese lúcido político que supo plantearse las exigencias de la historia, discernir sus albures y resolverlas con audacia y acierto; para otros, sin embargo, se conformará como el modelo mejor definido de tirano.
Insistiendo en esta última lectura lo analizó Shakespeare en su "Julio César", y sus conclusiones no pudieron resultar más acerbas. Pero convenir que Cesar representaba al dictador despótico por antonomasia y Bruto el paladín de toda libertad, constituye una hipótesis cuando menos alejada del más recomendable rigor histórico.
Cuando el acero magnicida de Bruto se mancilla con la sangre del dictador vitalicio no hace más que prolongar trágicamente la extinción republicana.
La república romana sobre el papel gozaba de las condiciones del gobierno justo según los presupuestos de la época. Cuando Roma acabó con sus reyes, que mientras prevalecieron sirvieron para fundamentar la ciudad con premisas duraderas y configurar ese carácter sacro inherente al mundo antiguo que instituyó Numa, lo hizo con la voluntad de crear una república de hombres libres más justa en sus planteamientos y resultados. Aunque parece ser que el senado ya existía en la época monárquica, era sin embargo el rey quien asumía esa voluntad suprema de los dioses, cumpliendo con la tarea de nivelar las desigualdades entre sus subditos y propiciar el bien de la totalidad del pueblo, un bien común sobre el que prevalecía el ascendiente de su arbitraje. Pero era esa misma voluntad unívoca, interpretada por el juicio parcial e inapelable de un solo hombre, aunque se presumiera que éste gozaba de la aquiescencia divina, la que venían a poner en entredicho los creadores de la nueva República. Ello no significaba sin embargo una rebelión sino una matizada interpretación del dictado de los dioses. La república no podía renunciar a lo que en el mundo antiguo representaba la esencia misma de la "polis".
Cuando cayó derrocado el último de los tarquinos, feneció con él un concepto ya periclitado de gobierno heredado del mundo etrusco y compartido por la heterogénea mezcolanza de pueblos-sabinos, albanos, ecuos, volscos, sannitas, etc- que constituían el Lacio, todos ellos seguramente regidos por modos de gobiernos tribales donde trodavía prevalecía la estructura de la "gens" y el sistema monárquico tradicional . El nacimiento de la República, pues, obviamente coincidió con el desarrollo progresivo de Roma, que guerra tras guerra fue sometiendo y sumando a su territorio el de los pueblos circundantes que iba conquistando, dinámica que volvió mucho más complejas sus coordenadas político-sociales. De la vecina influencia griega, cuyas colonias asentadas en Sicilia y Magna Grecia iban prosperando, seguramente recogieron nuevas concepciones sobre la forma de gobierno que vinieron a satisfacer sus aspiraciones. A destacar el parecido de su organización política con la Espartana, cuyos dos reyes se transformaron en cónsules y su gerusía en senado.
Con la fundación de la república cobró Roma nuevos ímpetus. Bruto, el ilustre antecesor del asesino de César, Scevola y otros destacados patricios le dieron su nueva configuración, culminando una pugna decisiva y cruenta con los últimos reyes etruscos, que se replegaron en su territorio para desvanecerse decada a decada bajo el peso de la historia. No tardó, pues, el senado, el nuevo núcleo del estado romano, feudo de los patricios, asamblea de hombres libres, de esa aristocracia gestada durante la fundación de la ciudad, en sentar las bases de una nueva legislación, siempre encaminada a favorecer a esa minoria de los "optimates". No en vano en sus manos residía el poder económico y político, y el control de ese ejército popular cuya organización estipuló junto a otras cruciales reformas uno de los reyes más honrados por los romanos, Servio Tulio.
Este modelo de gobierno, parlamentario y dialogante, con un poder legislativo solidamente estructurado, perduró siglos, en el transcurso de los cuales Roma fue construyendo su imperio. Pero a esta expansión y transformación de la ciudad de polis pereiférica y subsidiaria a potencia hegemónica, se debió que nuevos estamentos sociales que habían tomado parte en la radicalidad de aquellos cambios y en el desarrollo de tan exhaustivas guerras reclamaran tambien sus derechos. La plebe, durante siglos sometida y sin la influencia política que daba la ciudadanía, fue fortaleciendo sus posiciones beneficiándose de los derechos concedidos a todos aquellos que habían contribuido a salvar a la patria en coyunturas difíciles, como las guerras contra los galos, la invasión de Aníbal y los diferentes conflictos que libró la República por todo el orbe. Con la creación de la nueva institución del tribunado, con el que la plebe se facilitó el libre acceso al senado y la facultad de promulgar nuevas leyes, ese poder patricio se fue paulatinamente resintiendo y cediendo espacio aquel nuevo partido tumultuario.
Para conocer el funcionamiento exacto del senado romano es necesario conocer a fondo las características de aquella sociedad, dominada por diferentes facciones y clientelas que maniobraban dentro de los mismos partidos, como estados alternativos al propio estado. Y siguiendo estas directrices lesivas del justo funcionamiento del poder, se degradó el senado hasta los tiempos de César. Obedece, es preumible, al dinamismo de una ley frecuente el que un gobierno asentado sobre inamovibles presupuestos, conveniencias y servidumbres, se anquilose y se vuelva inoperante. Más, si ese poder lo detenta una clase, o lo que es peor una facción de esa clase que renuncia renovarse y atender las prerentorias exigencias que el ejercicio constante de ese poder demanda,condicionado por la evolución de su marco geopolítico. De la injusticia del sistema ya fueron conscientes los Gracos y su abortada reforma agraria, a quienes no escapaba la magnitud de las lacras y deficiencias que acometian a la sociedad romana. Tal dilema, sin embargo, no podía resolverse sino mediante la lucha fratricida, la cual sostuvieron Mario y Sila; vencedor este último, no supo qué hacerse con el poder ni afrontar las transformaciones necesarias que exigía el mundo surgido del imperio. La patata caliente pasó entonces, disuelto el primer y tácito triunvirato, a manos de dos de sus protagonistas: Pompeyo y César. La derrota del primero en Farsalia fue el canto del cisne de la obsoleta República, y el puñal homicida de Marco Junio Bruto la interpretación miope de los signos de los tiempos o tal vez el anhelo romántico de una utopía que ya se había inmolado en la figura de Catón.

EL GATO AL AGUA DE DON MARIO

EL GATO AL AGUA DE DON MARIO
La adjudicación del Nobel a Vargas Llosa era sólo cuestión de tiempo, y justo galardón a la constancia de un obra. Porque para nadie es desconocido que el autor peruano es uno de los grandes exponentes vivos de la literatura universal.
El nombre de Vargas Llosa llegó por primera vez a mis oídos durante la eclosión del "boom", fenómeno con el cual la vieja literatura fertilizada en tierras de América regresaba a Europa. La magia de las americas se conjugaba en la pluma de sus escritores para erigir ensoñaciones de selvática arquitectura, universos miticos de sugestivo mestizaje, una transformadora y legendaria visión de sus más inmediata cotidianidad que se reconoce, primitiva y salvaje, en los frescos de Rivera y las visiones oníricas de Frida Kalho. Sediento de aquel nuevo sortilegio de la palabra, no pude sustraerme a ese torrente que amenazaba anegar nuestro encorsetado panorama literario, en prolongada sequía.
Aquellos escritores, qué duda cabe, gozaban de un doble atractivo: la fuerza arrolladora de su desbordante imaginación y el añadido de una juventud envidiable. Si García Márquez sentaba cátedra con "Cien años de soledad", Vargas Llosa hacía lo propio con "La ciudad y los perros".
No recuerdo dónde leí esta novela, si en Alicante o Barcelona, adonde había acudido como aventurero en busca de una lejana gloria literaria a la que yo, ingenuamente, aspiraba. Por entonces Vargas Llosa también residía en la ciudad condal, pero el destino implacable se encargó no ya de no hacer coincidir nuestros caminos sino de dispersarlos definitivamente: el de él hacia la recompensa de una gloria irrenunciable, y el mío en pos de una gris existencia en mi ciudad de origen.
Mientras la obra de Vargas fue creciendo, yo le guardé relativa fidelidad. Y me cabe confesar, ateniéndome a cualquier penitencia, que desde que concluí la lectura festiva de "Pantaleón y las visitadoras" le perdí la pista. En tales circunstancias concitaban mi interés otros autores, otras disciplinas, el oneroso trabajo por el diario sustento, que mediatizaba seleccionar cualquier lectura; también en ello influía mi gusto que se iba perfilando, buscando universos más afines al mío.
Mas durante esos sendos años de oscuro letargo en los que tal vez mi molde como escritor se fue fraguando, y la obra del peruano fue cobrando la envergadura que hoy tiene, me complacía reconocerle en imprevistas apariciones televisivas, en donde crecia su popularidad como escritor consolidado y servía como referente para cualquier autor en ciernes.
Su obra novelística fue creciendo título a título, aunque a mí, sumido ya en mi propia tarea de creación, me costase congeniar con ella. Quizá pesara, aunque no creo, la sentencia de mi admirado Mujica Lainez al ser inquirido sobre los escritores del "boom": ¡El peor es Vargas Llosa!
Pero, pese al negativo epitafio, como todo lector compulsivo, reclamado por la necesaria tarea formativa de todo creador, nuevas obras de Vargas Llosa se incorporaron a mi biblioteca, y alguna de ellas, en especial los ensayos crítico-literarios, se apilaron sobre mi escritorio o en la mesilla de noche. Admirativa fascinación me produjo entre ellos la lectura de la "Orgía perpetua", donde el autor hace gala de su gran penetración, de un inmenso bagaje de erudición literaria en donde desbroza aun las más secretas intenciones de Flaubert y revela los más reservados pudores de la Bovary.
Del todo, pues, salvo en su obras, creía yo apartado a don Mario de mi estela; pero me lo volví a encontrar. Sucedió durante unas prolijas jornadas organizadas por la CAM a modo de presentación de su obra más reciente entonces, "El paraíso en la otra esquina", que tuvieron lugar durante el dos mil tres. A un paso tuve entonces al celebre escritor, en vilo de conocer de primera mano a qué sabe la gloria; aunque mi arrigada timidez evitó el encuentro. En todo caso, felicidades don Mario. Y desde estas líneas invoco a que algún día un destino más bonancible nos haga converger.