Jesús, ¿el Mesías?

Jesús, ¿el Mesías?

 Recientemente, he comprado un libro referido a la figura de Jesús, vista desde la perspectiva del ensayo histórico, donde se barajan datos sobre los que se discute sus mesianidad. Considero un error buscar respuesta a pregunta tan esencial, recurriendo al análisis de textos testimoniales o interpretaciones de fragmentos  más o menos canónicos, buscando en ellos la corroboración o refutación de un hecho que sólo se puede verificar en la experiencia de la realidad viva. Si la divinidad de Cristo es o no real, es algo que debemos enjuiciar tras la vivencia, pues pronto nos tropezaremos con Él.

Discrepancias literarias

Discrepancias literarias

 Confieso ser un hombre literario. Muchas de mis grandes satisfacciones me las han proporcionado los libros. Permanezco atento a toda entrevista realizada en torno a los escritores. Me complazco atendiendo a la elocuencia que pudieron desarrollar Borges, Mujica Lainez, Pla, Octavio Paz, al ser entrevistados por televisión. Nunca me he hartado de contenidos que tengan que ver con la cultura. Pero no sé si es que los años me han vuelto más exigente o acaso que se han debido de extremar mis perspectivas. La cuestión es que hoy, ojeando libros en una librería, he percibido cierta fatiga quizá provocada por una relativa prevención ante la saturación verborreica en literatura. El primer síntoma en el día ha ocurrido mientras hojeaba un volumen de Poesía reunida, de Roberto Bolaño. El parrafo en cuestión correspondía a un poema en prosa, no muy extenso. Supongo que un mismo texto puede suscitar en el lector impresiones ambivalentes, según sea su estado de ánimo. En ese momento, encontraba en tal lectura un batiburrillo de frases inconexas, que quizá mantuvieran profundos significados para su autor, pero que a mí sólo me llevaban a preguntarme: ¿Qué utilidad tiene semejante derroche? ¿qué se pretende con tal discurso deslavazado, además de confundir las mentes?  Decía Pla que existen dos clases de prosa: la comprensible y la ininteligible.

El otro ejemplo ha surgido al escuchar al escritor Rodrigo Fresán por You tube, durante una entrevista distendida, donde hacia gala de su retórica sofisticada, su erudición libresca, y la originalidad de sus planteamientos. Pero al hilo ha aportado un argumento que me ha dejado helado e insatisfecho, al manifestar que no creía en Dios, aduciendo a propósito unas triviales consideraciones vindicatorias. Seguramente, creerá en el batiburrillo verbal de una retorica banal con la que transmite a sus lectores su confusión, o en la facundia dialéctica tras de las que muchas veces se parapeta la ignorancia, emborronando con ella galeradas de tinta huera; pues del piélago embarullado de tal prosa jamás podrá extraerse ninguna pesca milagrosa.

El sur

 


He bajado al sur. El sur constituye la mitad de mi herencia. Alli he reencontrado lo que se fue; la sorpresa inesperada al cruzar Despeñaperros: esos montes abruptos, llenos de verdura, con corrientes que acaso solo se espera encontrar en la España cantábrica. Otrora fueron barrera aislacionista, refugio de bandoleros, jalonando la Andalucia atávica, sede de los reinos moros;  luego región ensimismada y contentadiza, de charanga y pandereta. En esas cumbres, al descubrirlas por vez primera, pareció cambiar mi concepto de Andalucia, la Andalucía oriental, a la que había imaginado pobre, yerma, superficial y estentórea.  La visión interminable de los montes de olivar, desde el mirador junto a las murallas de Úbeda, despertaron algo inefable en mi alma.

Pero mi destino principal era Linares. Linares la discreta, religiosa y minera. No destaca Linares, como Úbeda y Baeza, por su riqueza monumental, sino como ciudad modesta y laboriosa. Sus renombradas minas remontan a los romanos, que elaboraron su plomo y sus vetas argénteas. Tal riqueza dio a Linares su período de esplendor, cuando los pozos fueron a caer en manos de patronos ingleses que emprendieron a fondo su explotación. Fue la época privilegiada de Linares, a cuya estación de Madrid acudían viajeros de muchas partes para labrarse un porvenir. En Linares, como en toda ciudad pequeña, pronto se vuelve uno a encontrar con sus propios pasos. Frente a esa estación fantasma a la que ya no llegan trenes. En Linares se ha de tomar la vida con calma, disfrutar las pequeñas cosas. Saborear, en las instancias del recuerdo, lo que significó la ciudad para mí madre: ese reducto paradisíaco donde se fraguó el milagro de su infancia y que le sobrevivió hasta sus últimos momentos.


Procesión


 Baja la solemne procesión

por la calleja del lugar;

en andas el paso cimbrea

con hondos golpes de tambor.

En sus esquinas, faroles de latón,

custodiando la gran cruz

e iluminando con su luz

el cuerpo exánime de Dios.


De los crueles clavos

penden los largos brazos;

 sostienen el cuerpo quebrantado,

contraído en gesto de dolor.

Tuerce las piernas trémulas,

recogidas en sus tarsos

por un tercer clavo de rencor.

La cabeza coronada

por espinas de zarzal,

y en su cuerpo lacerado

mana la herida del costal.


Pasa con paso atormentado

la solemne procesión,

vana en su esfuerzo de expiación,

de lavar al mundo de maldad;

pues por los hechos humanos,

Jesucristo, cada día, 

por redimir la vida,

constante muriendo está.

Lágrimas por Rimbaud


 Acabo de leer la biografía de Rimbaud, de Enid Starkie.

La figura de Rimbaud me fascinó desde la juventud, desde que tuve noticias de él.  Ya en el colegio me atrajo su fisonomía en el cuadro Coin de table, de Fontin-Latour, que reproducía mi libro de texto sobre literatura francesa. Tal seducción - he comprobado con el paso del tiempo- subyugó a no pocos amantes de las letras, conocidos o anónimos, a esos que anteponen un buen libro a un plato de lentejas.

En esa primera juventud yo no era consciente de muchas cosas, como, por ejemplo, del calado de las relaciones que el joven poeta tuvo con Verlaine, de cuanto se solapaba bajo el luctuoso altercado de Bruselas, tan determinantes en su vida y en su obra. En cualquier caso me atraía Artur Rimbaud, acaso por esnobismo y porque llevaba intrínseco el germen de la rebelión. Admiraba en él el modo cómo un adolescente habia escalado los primeros puestos de los poetas de Francia, aunque de ello no fuera consciente en vida, mientras que yo a su edad no dejaba de ser más que un fracasado don nadie. Vivíamos tiempos de revuelta, de crítica hacia lo establecido, y la figura del poeta se perfilaba como el heraldo anunciador y precursor de los tiempos. Nos motivaba su aventura humana, en tantos puntos envuelta en el misterio. Sabíamos que después de escribir Une saison en enfer y decir ahí queda eso, abandonó la carrera literaria, cuando quizá de haber persistido en ella le hubiera convertido en un nombre fundamental en el Parnaso, y se exilió de Francia, como quien no tiene cabida en la sociedad de su tiempo, para emprender un vida de viajes y aventura. Luego supimos de su muerte temprana, con apenas 37 años, pero ésta quedaba empañada ante los laureles de la posteridad.

He de confesar que cuando lo leía de joven apenas entendía el mensaje de sus poemas, que sonaban a propaganda infernal. Creíamos osadías sus derrotas. Tomábamos por ángel al maldito. Ahora cuando conocemos la índole de sus conocimientos, ese crisol hermético del que surgía su poesía, y que dio forma a sus Iluminaciones, no nos extraña que su comprensión nos resultara abstrusa. Tal amalgama de magia, alquimia, esoterismo y mística nos es fácil de aprehender. Recientemente leí una antología de su obra en verso y he de reconocer que la mayoría de sus poemas se hurtaban a mi comprensión. La verdad es que drogas, alcohol, brujería, sodomía, truhanismo no es el mejor cókctel para paladear. Se requiere un conocimiento ímprobo del bagaje poético para llegar asimilar su magma contradictorio.

Cuando como otro Rimbaud tuve que renunciar a mi vida crápula, la estela del poeta se apartó de mí; la de él como la del resto de los malditos. Mis lecturas tomaros otros derroteros menos claustrofóbicos y más encaminados a la positividad literaria y de la vida, buscando apartarme de la sombra de la desolación.

Solo recientemente, cuando mi destino ya se ha realizado en parte, he vuelto a la memoria de aquellos pasos juveniles. Me hice con la oevres completes de Rimbaud, Verlaine y Baudelaire,  de la Pleiade. Releí Las flores del mal, reconociendo a Baudelaire como el poeta incomparable que fue y que junto a Rimbaud, Verlaine y Mallarme quizá constituyan la cumbre de la poesía francesa, y a quienes si observamos con mirada lúcida no los reconoceremos sino como tristes pecadores arrepentidos. No, sino grito de arrepentimiento se manifiesta en el desgarro de Une saison en enfer.

Hoy, al leer su biografía, y conocer de esa segunda saison en enfer que supuso su vida en la africana Harar, ese lugar apartado que escogió para establecerse, como si dijéramos- y perdón lo canallesco- ese grano infecto en el culo del mundo, donde transcurrió el drama de sus padecimientos durante esa prematura enfermedad que lo llevó a la tumba, no pude menos que consternarme. Lloré por él. Probablemente, la vida no le concedió la dádiva más sosegada de la madurez, en la que acaso hubiera hallado esa perla que siempre andó buscando, ese ágape que el mismo se negó.


ARPEGIOS

ARPEGIOS

Río de desesperanza

cuadriláteros de anhelo

blanda argolla del silencio

donde halla cabida el seno

postergado de la aurora,

y tiembla el necio en ignorancia

descarríado en la urdimbre

de su canto rutinario

asomado al vano nocturnal

constante frío desapego

del lecho que aguarda

bajo la rama donde el búho ulula

un escalofrío de escarcha.


Paciente muchedumbre

que transcurre obnubilada

por túneles avenidas estaciones

síntomas trepidantes de la urgencia

desencantando sombras que pasan

en desvanecidas ráfagas

entre brillos de cristales rutilantes


sutil pestañeo de ojos voraces

que miran la raíz extinguida de las horas

tras sonrisas tétricas de calaveras hueras

que el yodo esteriliza

al supurar la herida purulenta

que la muerte masca


geografía de naufragios

conscientes hemisferios de rocío

en el océano inquietante

donde se desnuda el virginal pudor

y la carne estremecida

se inunda de esperanza

pura como lágrimas.

ODA A JEREMÍAS JOHNSON

 


¡Para él va este canto, 

a quien fuera el águila

vencedora de los cuervos

y cuya leyenda recogiera

la memoria de las cumbres

por la nieve coronadas!



Se llamaba Jeremías Johnson

y quería ser un hombre de las montañas.

Abandonó el valle y las rutas del mar,

atraído por el gélido silencio de los riscos,

que remontan el techo de las nubes

en diálogo estrecho con los astros.

Un trampero en cierto store 

le habló de vírgenes espacios

allende las praderas,

en esa espina dorsal de América

con el nombre de Rocosas. 

Alli se encuentran picos

de altura inmaculada,

y parajes inauditos de perpetua nieve;

y aunque de hecho por esos años

ya la caza había mermado,

todavía su comercio sustento procuraba.

Johnson, sediento más de vastedades

que de tumulto humano , no dudó

y soltó sus ataduras, ávido de libertad.

Desorientado y harto del sinsabor del mundo,

remontó las turbulencias de un gran río

en una balsa de troncos, con pioneros

a quienes aún tentaba el resplandor del oro,

hasta una colonia aislada en la cordillera.

No demoró mucho en resolver sus tratos,

hizo acopio de pertrechos

 y, sin desandar sus pasos,

se adentró temerario en la foresta,

a lomos de una yegua, seguida de una mula,

 su escopeta, más sus ansias de aventura;

olvidando los afanes del llano,

sus ambiciones y  pendencias,

celebraciones y guerras; vislumbrando

un punto del horizonte inalcanzable

donde averiguar entre la majestad de piedra

si existe un Dios sobre la tierra

que habite las altas cimas.

A su vista se extendía lo ignorado,

un albur de incertidumbres y promesas,

un libre espacio de soledad,

de bosques y de prados,

de desfiladeros, grutas y corrientes,

de barrancos y vaguadas,

promontorios y riscos, cumbres

desde donde se tocan las nubes,

bajo las que se divisa

un edén no profanado

donde merodea el oso, aúlla

el lobo bajo la luna helada,

pace el ciervo junto a los arroyos, 

y domina los cielos el águila blanca, 

avizorando vertiginosos abismos

y recortando el paisaje con sus alas.

Desde la altas cimas nunca escaladas

bajan tempestuosos los torrentes,

saltan sobre las peñas en cascada,

hasta alcanzar los valles convertidos

en afluentes, junto a los que el indio,

altivo y belicoso, de huraño trato,

asienta sus tiendas y abrevan las manadas.

Crows, arapahoes, cheyenes, pies negros,

siuox, penetraron la boscosa inmensidad

en edades legendarias;

y aletargados bajo el tipi,

junto al calor de las brasas,

sucediéndose las generaciones

transcurren sus largas invernadas,

levantándose aguerridos,

con renovado vigor las primaveras.

Cazan, pescan, guerrean,

curten sus pieles, festejan,

adoran sus totems, rehuyen

la vecindad del europeo

y persiguen al bisonte en las praderas.

El recién llegado con ellos topa

en encuentros esporádicos;

de lejos los sorprende

en su vagar furtivo;

se siente observado cuando

captura a la trucha en el río,

acecha a un ave o en el roquedo vivaquea.

Evita cualquier rencilla 

que pueda romper tal concordia,

la tácita desconfianza de ambas razas.

Por eso busca las tierras altas

donde sus caminos no coincidan,

eludiendo las fronteras invisibles,

ese palmo vedado de terreno

donde el piel roja acota su despensa

o habilita sus sepulcros y reliquias.

Cae la nieve, y queda aislado;

solo tiene al fuego por amigo,

cuya chispa el pedernal inflama,

iluminando las noches

con resplandor de estrellas,

bajo el que duerme u observa.

Caza, sestea, sus trampas tiende,

por si en ellas atrapa algún castor

u otra especie cuya piel se precie.

En derredor todo es silencio,

salvo una voz que le habla, la soledad.

Se tarda tiempo en conocer el monte,

la espesa fronda, el silbar de viento,

la lluvia, la helada, las crecidas,

el pozo de las noches cuando no hay luna,

del rumor del bosque las muchas voces,

el eco ensordecedor de las alturas.

El neófito, paso a paso, las artes

de sobrevivir aprende en la foresta;

se adiestra en zurcir sus pieles,

se aclimata al rigor de la intemperie,

al acecho cruento de las fieras;

alivia algún momento sus males

compartiendo liebre con algún anacoreta

que el bosque profundo acoge

como el regazo de una madre atenta.

De ellos aprende el sentir 

sigiloso de los montes,

el calado de la soledad

(sólo el rifle le acompaña),

el comercio con el indio

y el sendero de esa libertad 

que nunca se acaba de encontrar.

Por su roce habituado con las tribus,

fruto del trueque y la matanza,

cupo el azar favorable

de obtener mujer y un niño abandonado,

teniendo que variar, obligado, su gusto

por la trashumancia, el vagar sin saber

la seguridad de mañana, y buscar

un terreno donde emplazar una cabaña.

En levantarla pusieron sentido y sudor,

el huérfano, la india y el cazador;

sobre cimientos de sueños que perduran,

seis manos construyendo una esperanza.

Cuando estuvo acabada,

en ella recuperó la sencilla

experiencia del hogar, la comodidad 

del techo olvidado de la infancia,

cómo sabe el calor de una mujer

bajo las mantas,

el juego infantil frente a la casa,

y el gusto de la pipa junto al brasero...

Recupera con tal trato la blanda sonrisa

el hosco rostro ultramontano;

delicada se torna su rudeza asilvestrada.

Meses disfruta cual regalo ese idilio,

hasta el día cuando parte,

solicitado por el yanky, a rescatar

a unos colonos en la nieve extraviados,

varados carretas y enseres sobre un barranco.

Y sin saber por qué ni cómo

Se rasgó el sutil velo que mantenía

indemne la convivencia con las tribus,

la tácita armonía entre las almas,

la ley callada de la tierra.

Ignorante la partida ha profanado

el reino de los espíritus del indio,

la paz inviolable de sus muertos,

al cruzar sigilosos el tétrico cementerio

entre los montes acotados de silencio.

Con sutil instinto, veloz

percibió el trampero signos en los cielos

y los bosques que auguraban amenazas,

Ráfagas de incertidumbre helada

que calaban hasta el hueso.

Durante el regreso a casa,

Un presentimiento hostigaba sus entrañas

y mortificaba sus sesos.

Cuanto llegó, no tuvo más 

que confirmarlo: los halló muertos;

a su India y al muchacho;

torturados y masacrados a lanzazos

por una partida de Crows sanguinarios, 

que en sus cadáveres saciaron 

el sádico apetito de aberraciones y ritos.

Nunca pensó que su pecho

pudiera albergar tan hondo quebranto.

Arrojó al fuego cada vivencia

cuyo recuerdo pudiera remorder

el firme propósito de conciencia.

Con la cabaña ardieron todos

los lazos que lo unían a una tierra,

a un refugio y a un amor;

para la vida sólo restaba el errabundo

sin hogar y sin destino,

sombrío jinete desalmado

entrevisto en el páramo o el alcor.

Cualquier humano afecto

le había sido proscrito;

en su fuero sólo alentaba la fiera

vengativa, de sangre sedienta,

sembrada de muerte y violencia.

A los viles cuervos asesinos los mató

en la noche, cuando bajo la luna

sus cruentos trofeos festejaban,

no dándoles tregua en la ruda pelea

ni sosiego a su furia justiciera. 

Frente a sus rifles, de nada

sirvieron la flecha y el tomahawk,

el lanzazo o la seca cuchillada.

Perpetrada la matanza,

descansó junto a los muertos

de su esfuerzo monstruoso,

a su vez malherido y roto,

hasta una nueva alba de terror.

Desde entonces los salvajes,

transgredida la ley de los lares montañosos,

jugaron con él al ratón y al gato.

Los más feroces guerreros Crow

seguían de cerca sus pasos,

en busca de un galardón

que colmara sus ínfulas de machos.

No quedaba mayor honra en la tribu

que alancear al altivo enemigo

que el valor de sus bravos humilla,

y que de sus vísceras extirpadas

engulle del vigor la semilla.

Muchos valientes le retaron,

o lo sorprendieron por la espalda,

o se batieron con furibunda saña.

Pero solo conocieron la derrota,

la herida del puñal en sus entrañas,

la bala que su corazón desgarra,

el abrazo de la muerte helada.

Su fama de invencible traspasó

la majestad de las montañas 

y se divulgó de aldea

en aldea por la pradera.

Su mito y asombro de bravura

todavía recorre esas alturas,

donde su grito dominador aún se proclama.

Y lo recuerdan los niños en sus juegos

y se dice que los indios lo veneran,

lo celebran en sus danzas

y que, reunidos en tribales ceremonias,

relatan la memoria de sus hazañas 

y advierten que su presencia merodea

tras de quienes visitan esas montañas..








Modos de mirar la luna

Modos de mirar la luna

 

MODOS DE MIRAR LA LUNA



Luna nimbada de agosto,

luna perlada en invierno,

luna que mira el fondo del pozo,

luna menguada de amores nocturnos,

luna velada en la aurora fría,

luna del recuerdo donde

comparé su soledad a la mía,

luna a la que ladra el perro

persiguiendo su rastro de sueño,

luna donde el tiempo se mira.


Leyendo el Verano, de Camus

Leyendo el Verano, de Camus

 He leído el librito El Verano, de Camus, por recomendación de Manuel Vicent en la presentación de su biblioteca personal. Muchos son los acentos de esta breve obra, la añoranza por lo fugitivo, la pulsión mediterránea que el propio Vicent resalta, la reflexiva cávila  por la condición incierta y pasajera del hombre. En ella Camus describe su terruño, ese Magreb de aridos ocres, tórrido, bendecido por la caricia salutífera del  Mediterráneo. He apreciado la garra de la prosa de Camus, precisa como en los mejores momentos de El Extranjero. Pero de todo el libro me ha quedado grabada una frase referente al alarido del Don Giovanni, de Mozart, cuando es asumido por las tinieblas eternas. En estos días visiono en You Tube una puesta en escena de dicha ópera que verdaderamente me ha sobrecogido, interpretada por Samuel Ramey y Kurt Moll. En muchas de las escenografías de esta obra la pléyade diabólica que acude a la captación del réprobo, se sugiere como una escuadra de demonietes carnavalescos, entre llamas de artificio, dispuestos a escarnecer al condenado. Pero en éste particular montage los demonietes son suplantados por cadáveres y espectros que brotan de las entrañas de la tierra con propósitos nada halagüeños; en el mejor de los casos engullirlo hasta las grutas de Proserpina. Al disoluto no le queda más recurso que el grito, tan desgarrador que sacude la inocencia de las almas que lo escuchan. Un grito cuya calidad nos estremece, porque abarca la desesperanza de la muerte, los tormentos de la condenación. Un grito que solo comprende la experiencia pecadora. Entiendo sin embargo que tal grito es incomprensible desde el absurdo existencial de Camus, pues en el va intrinseco una conciencia del bien, la dualidad moral de lo vivo, no el desaliento inerte del vacío, de la nada que envuelve al hombre escindido del cosmos.

A la estatua de Adolfo Suárez

 


En el medio de la plaza

estás plantada, a los pies

de esas murallas que no olvidan

el recuerdo de España.

Desafiando esa intemperie

cruda en los inviernos,

tórrida en estío, sin sombrero

ni paraguas  que mitiguen 

y la escarcha y la canícula.

Contemplando esos muros

quietos y el paso lento

del tiempo sin relojes.

Vistiendo el traje sobrio

que exigían tus funciones

y la pose gallarda, 

serena la mirada,

de quien supo reunir en esperanza

 a las dos Españas enfrentadas.

Asi recuerda Ávila,

mística y fría,

tu posteridad sosegada,

tu vida valiosa

y tú muerte desconsolada.


LA HIGIENE ÍNTIMA DE ANTONIO MACHADO


 Hoy, 10 de febrero de 2024, he realizado una excursión  a Segovia. La ciudad parece vivir, así como Toledo, del turismo, procedente en su mayor parte de Madrid y compuesto por una muchedumbre heterogénea que busca ese matiz peculiar de lo que significa España. Como Toledo, Segovia también rebosa historia; su fundación parece remontarse a los romanos, quienes construyeron su monumento más significativo: El Acueducto. Logradísima obra de ingeniería que se ha mantenido en pie desde hace casi dos milenios. Dos polos dispares atraen en la ciudad al visitante, el monumental y el gastronómico. Numerosos ejemplos se suman al primero de ellos, haciéndonos admirar el románico de sus iglesias, las tracerías góticas de los ventanales en algunas moradas, la belleza de sus plazas seculares, y la singular arquitectura en muchos de sus edificios, entre los que destacan la casa de los Picos y los palacios cuyas fachadas realzan la plaza de Juan Bravo, acaso la más sugestiva de la ciudad. Sobresale entre los itinerarios posibles de la misma el viejo barrio de la judería, ceñido por las pretéritas murallas medievales y con unas vistas imponentes sobre el barranco donde otrora discurriera el Eresma. Y, claro, no pueden faltar las tres joyas monumentales que la caracterizan, contando con  su plaza Mayor: el Acueducto, la Catedral, y el Alcázar.

El otro polo, el gastronómico, goza de numerosísimos ejemplos diseminados por la urbe, donde afamados restaurantes ofrecen su menú más típico, compuesto de judiones, cochinillo asado y ponche segoviano como postre. A los pies del Acueducto se sitúa el establecimiento de más renombre, Casa Cándido, cuyo legendario fundador enseñaba por televisión a los españoles de pasadas décadas a preparar, servir y saborear el cochinillo.

Es recomendable visitar casi todos sus monumentos. Admirar el Acueducto en su prolongada extensión, visitar las joyas de la Catedral, y la significación histórica del Alcázar. Pero junto a éstos indispensables emblemas segovianos, la ciudad ofrece otras opciones, acaso más modestas pero que suscitan también interés. Entre ellas se encuentra las casa en la que habitara durante sus tiempos como profesor en Segovia el poeta Antonio Machado. Nos es Segovia la única que recoge esta memoria del itinerario machadiano; la secundan Soria, donde subsiste el aula del instituto donde dio clase y la iglesia en la que contrajo matrimonio con Leonor, y Baeza (Jaén) donde creo que asimismo se conserva la modesta clase donde ejerció la docencia. Pero en Segovia, ya digo, este espacio lo reclama la modesta pensión donde habitó. Había visitado el lugar en un viaje precedente, pero esta vez lo encontré algo cambiado. Parece ser que las autoridades municipales y culturales han comprendido la importancia que para la ciudad reviste el haber tenido al poeta de Campos de Castilla como huesped. Y al parecer han decidido actuar en consecuencia. De la visita de años atras recuerdo una morada viejísima, algo desasistida, de la que sólo llamó mi atención el humilde cuarto del poeta. En mi reciente visita, nada más entrar me tropiezo con una estanteria nutrida de libros y objetos de índole machadiana. Existe una taquilla donde exigen abonar una cantidad al visitante como entrada, que incluye un servicio de audio guía por el que una voz impostada te va poniendo en antecedentes de los pormenores de la vivienda y las vicisitudes del poeta

 Pertenecía el inmueble a una casera de nombre Remedios, aunque quiza mi memoria yerre, dama pulcra y `pundonorosa que hospedó al venerable poeta, a quien tras su muerte procuró que su recuerdo perdurara en las estancias, cuidando los objetos y documentos que le pertenecieron. Hoy día en la casa, además de haber sido tomada por el reclamo turístico, se reconoce que se han volcado en ella las entidades culturales ciudadanas. Sus rincones rebosan homenajes de todo tipo, descriptivos o fetichistas, tratando de transformar la figura del poeta en sujeto de curiosidad e interés hasta para quienes no han leído un poema en su vida.

Durante mi periplo por la casa, llena de objetos que probablemente muchos de ellos no estuvieron a la mano de don Antonio, lo que más me impactó fue el aseo. Una toilette que me recordaba las precarias condiciones de los aseos de antes, paupérrimo y destartalado, con un lavabito y un water descarnado, coronado por una  desportillada cisterna de esas de cadena, anteriores a los usados en los últimos lustros del pasado siglo. Desgraciadamente, se me antoja que ese Machado anterior a la II ª República no gozaría, ni en tan misérrimo estado,  de los beneficios que la marca Roca prodigó por la geografía nacional, y tendría que conformarse con un ominoso retrete de ladrillos o argamasa seguramente, al que habia que anegar con pozales de agua para que los detritus discurrieran por los inadecuados desagues. Seguramente, Machado, en su modesto dormitorio, frente a la cama de barrotes metálicos, dispondría de una jofaina con los que  cumplimentaba sus enjuagues y abluciones, a los que se restringía el breve aseo de otros tiempos.  Pero, ¿ y la poesía? Como el poeta sabía encontrarla en las pequeñas cosas, no le quedaba más que escrutar a través de las ventanas y reparar en los tejados musgosos de las casas bajo los que se esconde la vida castellana. De esa Castilla que estremecía el corazón de los noventayochistas.

 

El culto de los héroes

El culto de los héroes

 En este último viaje a Madrid, está mañana, durante la visita al Rastro, he descubierto que en la placa conmemorativa al ínclito Cascorro, puede leerse: A Eloy Gonzalo, el pueblo de Madrid. "Casual" coincidencia con el apellido del sargento de brega con que me tocó lidiar en la mili, en el cuartel de Oviedo. Ahora comprendo las osadías del gallardo sargento y su apremio por emular a su tocayo héroe de Cuba, a quien nos ponía como modelo ejemplar de soldado. De mi sargento del Milán ignoro si granjeó alguna distinción al valor o recabó alguna "vidilla" frente a la sombra que imponía Cascorro. El valor como a todo quisque se le supone.

Trasladándonos a otra parte de Madrid, en la plaza De Oriente, se erige otro monumento a un soldado que , como Cascorro, en el prolijo escenario de las guerras patrias, está vez en el norte de África, derramó su sangre en una acción gloriosa que mereció el sin par bronce que lo rememora, en lugar tan eminente. Se llamaba el cabo Noval y sirvió en el regimiento Príncipe 3, el mismo regimiento en el que yo presté mi servicio como soldado. Por el apellido debió ser asturiano. Hay algo emocionante en todo esto.


¿Es Deckard un Replicante?

¿Es Deckard un Replicante?

Confieso que las primeras veces que vi Blade Runner Deckard me pareció un personaje perfectamente humano. Me convencían de ello sus reacciones frente al dolor, a la angustia, su instinto de supervivencia o sus miedos; también la alteración de su conciencia frente a un hecho que repugna, como el asesinato, aunque se perpetre sobre humanoides de laboratorio, y que le lleva a cauterizar sus remordimientos recurriendo al alcohol.

Sin embargo, durante el desarrollo del argumento se nos proporcionan pistas aclaratorias sobre su identidad que convencen al espectador sobre su naturaleza no humana. La primera de ellas es la crudeza con que el capitán Bryant lo conmina a ejercer su oficio de Blade Runner, concretado en la respuesta: ¿Sin elección...? Si Deckard no hubiera sido una criatura destinada a ejercer dicha tarea, su aceptación sumisa de la orden de su superior no hubiera tenido sentido. Aunque quizá este punto no sea del todo definitorio sobre su verdadera genética, pues pueden aducirse conclusiones de muy distinta naturaleza.

La critica coincide en que la secuencia del film donde se nos revela la biología artificial de Deckard es la desarrollada cuando él se halla en su apartamento, sentado frente al piano, y examina las fotos familiares, las cuales le evocan la vision de un unicornio a la carrera, grabada en su subconsciente con toda la incongruencia de un ensueño. Cierto es que si Deckard hubiera sido humano, sus recuerdos familiares no se limitarían a testimonios fotográficos o a ensueños arbitrarios e inconexos, sino que gozaría de la compañía de parientes vivos, pues se trata de un hombre aún joven a quien bien pueden sobrevivirle padres, hermanos, o cualesquiera otros allegados. Pero Deckard es un solitario perdido en un agujero remoto de la galaxia.

Y si analizamos con detenimiento algunos diálogos dispersos por el guión, en ellos pueden encontrarse lecturas que nos revelan en parte la subrepticia naturaleza del eficiente Blade Runner.

La tercera clave que nos desvela el enigma más definidamente es la escena final, cuando Rachel sale del apartamento y arrastra con el zapato la figurita de papiroflexia, realizada por el ayudante de Bryant, que Deckard recoge del suelo constatando que la policia se halla al tanto hasta de sus más personales e intimos recuerdos, cosa inconcebible si no le hubieran sido implantados y conocidos de antemano por sus  creadores.

Por tanto su huida no responde a la de un humano compasivo frente a una criatura nexus 6 a la que ama, sino a la de dos Replicantes que buscan liberarse del celo opresivo de sus amos.

No obstante, creo que existe un otro matiz en la historia; el de que Deckard sabe de principio a fin del argumento que, como Roy, Kovalski, Zhora, Priss, Rachel, él es tambien un Replicante.

De ahí su extrañeza cuando Tyrell le confirma que a los replicantes los recuerdos se les transfieren mediante implantes, categoría a la que bien pueden sumarse los suyos.



De Sánchez Dragó


 El único libro que poseo dedicado y firmado por un escritor de fama es La carta de Jesús al papa, de Frenando Sánchez Dragó.  No atesoro más libros de este jaez porque me resulta ominoso semejante protocolo; además de que al igual me resulta pesado tener que aguardar en una cola interminable para que tan gregaria bendición parnasiana se consume. Suelo rehuir estos homenajes hacia los escritores que gozan de éxito comercial, porque en su mayor parte su literatura no despierta mi incondicional entusiasmo.

Lo de Sánchez Dragó fue una excepción. Había seguido su trayectoria desde que se dio a conocer en televisión en el programa Encuentros con las letras. Pronto conocimos su variopinta biográfica, sus filias y fobias literarias, sus dimes y diretes. Reconozco que en el momento de la firma pasé un mal trago: el de quedarme como una pasmarote sin saber qué decir ni poder intercambiar unas mínimas frases cordiales y afables con el autor. Me sentía abrumado, menoscabado al enfrentarme a un escritor existoso, que  había consolidado un camino venturoso en el mundo de las letras y que además era un donjuán y un trotamundos, al cual no faltaban redaños ni galardones. Ante él, me sentía minimizado. Yo, un aspirante a escritor, cuyas trabajos nunca habían recibido la menor mención, incapaz de emborronar más allá de un par de folios al día,. me veía y medía frente a un hombre que compaginaba la escritura, la enseñanza, el periodismo, la televisión, en fin, un auténtico animal literario, casi un coloso. En definitiva, me fui con el ejemplar firmado bajo el brazos y abochornado por mi comportamiento timorato, incapaz del tú a tú con tal eminencia heterodoxa de las letras. He de manifestar, sin embargo, que dicho comedimiento se da en mí al acercarme a muchos escritores. Estuve a un  metro de Vargas Llosa y tampoco supe qué decirle; no se si fruto de la timidez o el orgullo. Me cuesta hablar ponderativamente, con adulación. En este último caso, preferí dejarlo pasar.

Guardo en mi biblioteca parte de la obra de Fernando, entre ellas dos ediciones distintas de Gargoris y Abidis, que todavía no he leído, y alguna que otra más de sus obras( ayer mismo adquirí de segunda mano Las Fuentes del Nilo), las cuales me cuesta trabajo abordar porque imagino que lo que se cuenta en ellas ya ha sido divulgado por el autor a través de las pantallas de televisión y los canales de You Tube.

Tiempo después de la escabrosa firma, tuve la satisfacción de compartir una tarde cerca de él, aunque tampoco llegué a saludarlo personalmente, durante un debate (no recuerdo si presentación de alguno de sus libros) realizado en la carpa de una Feria del libro que se celebró en Alicante, en la cual yo divulgaba también  alguna de mis novelas.(¡ Ahora recuerdo que el debate versaba sobre su libro Muertes paralelas!) Durante dicho acto, pude hacerme una imagen más cabal de él como individuo y como escritor. Sin duda era un hombre que tenía el don natural de la palabra, don que continuaba a través de sus escritos y se manifestaba en su versatilidad como animal mediático. Puedo decir hoy por hoy que, aunque no comparta alguna de su opiniones y mantenga bastantes reservas en cuanto a sus creencias religiosas y filosóficas, reconozco en él a uno de los más interesantes escritores de los ultimos decenios de nuestra literatura. La admiro por su enorme fecundidad y por ese talante peculiarisimo de extraordinario individuo que fue, un grande de la vieja escuela., de quien asegura Ramón Tamames que hubiera organizado una gorda en la política española si la muerte, siempre traicionera, no lo hubiera sorprendido en su refugio de Castilfrío.

Cuestiones cuestionables

Cuestiones cuestionables

 Sólo una letra separa a la mujer pura de la puta.

Nadie enmendará mi opinión de que tras el coito

sólo persista la orfandad de la muerte.

Ahora acierto a comprender

por qué a copular llama el vulgo

echar un polvo. La mujer

es polvo y sólo polvo puede trasmitir;

a ellas debemos el barro que nos forma,

ese barro indestructible

del que la jovial ciencia nos convence.

Y el alma, ¿es inmortal?

Si es un don del neuma de Dios,

participa de su esencia

y su misma existencia comparte.

La carne para nada aprovecha,

la palabra es espíritu y es vida.

La conciencia que somos, el ser puro

es un atributo que sólo Dios nos da.

Si la materia permanece

y divina es la consistencia del alma,

compartimos el mismo enigma

que confiere razón al universo,

y de cuyo propósito participamos;

procedemos del mismo útero

que da matriz al tiempo

y en el misterio de su ciclo

nos englobamos. Juntos

caminamos hacia un destino necesario,

de lo contrario sólo cabría

la vanidad y el absurdo,

la duda de un perplejo ¿Para qué?

The Sundowners y la gorra de Ustinov

The Sundowners y la gorra de Ustinov

 He cometido una frivolidad, lo confieso. He adquirido on line una gorra de marino. La frivolidad reside en que toda mi experiencia marinera se reduce a un crucero veraniego por las islas griegas y algunos cortos trayectos maritimos efectuados en Italia, por la  laguna veneciana y el golfo de Nápoles, que recuerde. Me ha impulsado a la compra el hallazgo de una gorra de éstas en una tienda de cachivaches, que, tras probármela,  finalmente no me he decidido a comprar. Semejante fetiche ha desempolvado el desván de los sueños incumplidos. Reservo hacia el mar la nostalgia de no haber emprendido el destino aventurero del marino en mi juventud. Mi propósito de convertirme en un lobo de mar lo frustró la realidad de mi vida, circunstancia que solo retardó el momento de comprender que el mundo no lo puede moldear uno a su antojo. 

No sé quién implantó en mí la semilla aventurera, pues mi padre era todo lo contrario a un hombre dado a  la trashumancia y a la afición por los viajes. Seguramente, los promotores de tan descabellado afán debieron de ser Defoe y Stevenson, cuyos libros ilustrados leí entre la infancia y la adolescencia. No sé por qué las calamidades que sufrían sus personajes se me antojaban a mi peripecias dignas de ser vividas. Las vidas Robinson, Long Silver, Black Dog y el ciego Pew me parecían destinos dignos de compartir, vidas de profundo calado, sin desestimar las gallardas del doctor Livesey y el capitán Smolet.

Alguien dijo que uno nunca pierde al niño que lleva dentro. Tal conjetura la ha despertado el encuentro de la gorra marinera en la tienda de cachivaches. ¿Qué me ha llamado a adquirirla? Seguramente el viaje que tengo previsto a Madrid a primeros de febrero. Como cuento con que en la capital hará frío, me he preocupado de surtirme de las cosas necesarias que me ayuden a evitarlo. Me he procurado guantes y gorro de lana, en sustitución éste la de gorra de sport que llevo habitualmente. Como la gorra deportiva es más bien útil para protegerse del sol, he pensado utilizar el gorro que llevé en Londres bajo un frío de perros. Con el gorro creí ya zanjada la cuestión, pero hete aquí que tropezamos casualmente con la gorra marinera. Al momento, se ha avivado un rescoldo de deseos apagados. No he vacilado en probarme la gorra como digo, y con ella en la cabeza me he encontrado extraño. Toda una vida tratando de reprimir la volubilidad de jovenzuelo caprichoso, y ahora despierta el jubilado con caprichitos. Después he pensado que el gorro de lana es una prenda ominosa, que le confiere a uno el aspecto de un muñeco de guiñol y le pone cara de bobo. He pensando después que un gorra como aquella me podría proteger del frío casi como el gorro de lana. Llevarla por Alicante sería infame, pero en Madrid sería casi lícito; es más, probablemente daría un giro sugestivo a la realidad; en la reseca meseta tal vez tenga algo que aportar un marino de agua dulce. Probándomela, me ha venido el recuerdo de una gorra como aquella que llevaba Peter Ustinov en la película Tres vidas errantes (The Sundowners). He reconocido que mi vida de hoy se parece mucho a la de ese vagabundo solitario, en busca siempre de su libertad, persiguiendo por los caminos polvorientos  un trozo de vida verdadera, en compañís de la familia Carmody. No me he podido resistir a volver a comprar esa vieja novela de Jon Cleary, que seguramente malvendí.


Acabó la Navidad

Acabó la Navidad

 Acabo el día de Reyes viendo el DVD de la Taberna del Irlandés, de Ford. Irremisiblemente Ford es un proscrito de la seudocultura de hoy. La azotaina final que John Wayne propina a su partener en la película haría tirarse de los pelos a la plana mayor del feminismo atávico. El viejo Duke en la España actual purgaría tras las rejas. Consolémonos con que las costumbres han ido variando con el transcurrir de los siglos.

Planeo el retorno a Madrid. Si Dios quiere, dentro de un mes patearé de nuevo sus calles llenas de historia, historias y recuerdos. Espero que este sea el inicio de la reanudación de mi vida viajera. Es posible que se dé alguna escapada al extranjero. En cuanto pueda, pienso retornar a Italia. Cuando encuentro algún conocido, durante la conversación siempre se trata de las vivencias mutuas que suscita la península itálica, añorando sus delicias y la conmoción que provoca su arte, en cualquiera de las disciplinas. Durante las festines navideños se me planteó la posibilidad de visitar el extremo oriente. Eso sería demasiao; como dar un giro copernicano a la vida. Si tal milagro se diera, estudiaría la posibilidad de dejarme caer por Australia y Nueva Zelanda o cumplir ese sueño dorado de visitar la Polinesia francesa. ¡Veremos a ver!

A día de hoy, disfruto de mis días, dejándome llevar por el río inefable de la música; me dejo acunar por el adagieto de la 5ª de Malher, en una copia en vinilo del soundtrack de la Muerte en Venecia de Visconti, conducida por Franco Mannino. En mi vieja cadena suena de cine. A día de hoy creo que el 50% de la película debe su fascinación a la belleza de esta música, que escarba con su melodía en los anhelos del alma; es como un Tristán e Isolda más ruboroso. De mi primer visionado de la película salí embriagado. Supongo que sufrí el trance de la emoción estética, que es algo así como un síndrome de Stendhal placentero aunque exacerbado. No se si se debió tal trasposición a la vaporosa fotografía, a la exquisitez aristocrática de los ambientes que conmocionaron a un hijo del proletariado, o al paroxismo espiritual de la música, última sugerencia por la que yo me inclino. El adagieto me embriaga tanto como Bellini, cuya Norma no paro de escuchar en una vieja grabacion de María Callas, así como también I Capuleti e i Montecchi, donde me abruma el Romeo interpretado por Agnes Baltsa. No paro de encontrar matices, inesperadas nuevas delicias que se descubren tras de cada audición.

La tarea del héroe

La tarea del héroe

 Leo "Sombras en la hierba" , de Isak Dinesen, mujer extraordinaria, donde en su primera glosa ofrece una semblanza de su criado Farrah Aden, el somalí que cuidaba de su hacienda en África  con la misma eficacia de un mayordomo inglés de alto copete. Lo recuerdo en la memorable película de Pollack, siempre a la sombra de su Msabu, pronunciando la rúbrica de "Dios es grande".

Y Dios es grande, en efecto, pues de lo contrario no estaríamos aquí para contarlo. El me ha permitido llegar a estos años de recapitulación, dejándonos contemplar la vida a toro pasado. El torrente del vivir ha trascurrido, como un caudal proceloso arrastrando heterogéneo fango en su corriente. Hasta la jubilación, fue un tiempo de lucha, en persecución de una meta que yo mismo ignoraba. No sabía  a dónde me encaminaba el destino. Un impulso ciego me espoleaba a continuar, a no cejar en la pelea. Desde niño supe que en mi mirada latía un aliento de eternidad. Sólo me resarciría que mi vida no resultara banal. Sufrí lamentables experiencias que echaron por tierra todo mi pundonor: fracaso escolar, vejaciones durante la mili, reiterados desengaños amorosos que condujeron a la disipación y el caos. Todo ello me hizo tocar fondo. Dios me mostró la crudeza de vivir, y ello me hizo reaccionar. Hube de sobrevivir  contra todo pronóstico, mascando la amarga purga de la derrota. En mi horizonte sólo brillaba una esperanza, acometer algo valioso que justificara el yermo de mi vida. Una luz milagrosa que iluminara la tenebrosa existencia. Durante treinta años de duro trabajo asenté mi vida y di a luz siete libros, que constituyen hasta el momento mi obra literaria, mi descendencia espiritual a falta de vástagos naturales. Como conozco el talante de los hombres en este mundo, no me resulta extraño que mi obra no se valore. La fama erige a su ídolos y los derriba. No espero que en un mundo encanallado brille la justicia. Me conformo con que en una librería de lance un desconocido haya comprado uno de mis libros. Acaso llegará un día en que sean muchos los desconocidos que encuentren algunas razones en la humildad de mis escritos, refrendando que mi tarea no ha sido vana.