VACACIONES EN GRECIA

VACACIONES EN GRECIA
He pasado unas cortas vacaciones en Grecia. Allí claramente se respira la esencia mediterránea pero remozada con un tinte oriental, porque como en alguna otra entrada apunté Grecia es la bisagra de esa gran dualidad. Reconocemos a occidente sobre la cima de la Acrópolis o en los paseos por el ágora, pero tropezamos con oriente en los bazares de Plaka, de Rodas o  Creta.

Lo que más llama mi atención de Grecia es su cambio de ritmo; allí el metrónomo de la vivencia oscila con una frecuencia más reposada. Entre latido y latido queda tiempo para saborear la vida. Una vida que en muchos de sus lugares presenta un concluyente matiz optimista, como de ello nos habla la síncopa estimulante de su música, ese Sirtaki o Bouzoki que invitan a celebrar con alegría y pasión cada uno de los momentos.

Hoy día los extranjeros reconocemos a Grecia por sus viejas piedras, en su mayoría vagos vestigios del paso de los siglos, de los terremotos y los expolios. Es lamentable que en suelo griego no exista una Pompeya que reivindique su glorioso pasado, que la distinguió como esa primera potencia de occidente, maestra para todo lo venidero. Esta gran sensación es la que se experimenta en la zona arqueológica del ágora o cuando uno, aun en plena canícula, tras confundirse en esa ilusión que nos propone el tiempo, decide emprender la escalada de la Acropolis.

Cuando alcancé la cima, y vencí el desnivel de los Propileos hasta llegar al área de los templos, supe que esa gran Grecia me esperaba: la que glosó Tucídides en su gloria y decadencia, y en cuyo odeón cantaran los trágicos con esa pasión que vence los siglos; y también allí, en ese hoy semidesmoronado  Partenón, fue donde Fidias acondicionó el  trono mayestático de Atenea, la sabia virgen protectora de la urbe. Es la Acrópolis, la sempiterna Acrópolis dominadora entre la transparencia azul de ese cielo griego, bajo cuya bóveda preside la bandera bicolor ondeando al viento.

MIKONOS

Mikonos no es una isla pintoresca por su particular orografía, que no pasa de ser accidentada y yerma, sino porque no deja de carecer de encanto en lo poblado. Su destino no debe distar mucho de otras aldeas marítimas a las que descubrió el turismo en su día, y que se desarrollaron conforme a lo que esta expectativa exigía. Seguramente pasó de ignorado pueblo de pescadores a boyante entramado comercial dependiente de sus visitantes. Un turismo que convirtió la remota isla de las Cícladas en un lugar para el recreo y el desmadrado regocijo, transformando el modus vivendi de los nativos desde una recatada subsistencia a un agitado mercantilismo. Sus naturales debieron plegarse a las condiciones que imponía esta nueva colonización, desconocida aun en lo tiempos de esa Grecia antigua, cuyos moradores fueran activos colonizadores y laboriosos comerciantes.

Mikonos es conocida por la blancura de sus casas, dispuestas en un entramado laberíntico,  que contrasta con la aridez de su geografía. Y es celebrada por las hierática majestad de sus molinos que dominan los lugares altos, por el marítimo encanto de su pequeña Venecia y por la diversidad ceremonial y menuda de sus iglesias blancas, que nos hablan, bizantinas, del secreto espiritual de su mediterraneidad oriental.
Chocan en Mikonos sus contrastes, que van desde ese lujo desmedido de su villas sobre las colinas escarpadas, de sus yates en el puerto, de esa juventud desmadrada que celebra su carpe diem en desaforadas bacanales, y que recalcan su contraposición con esos niños que mendigan pos sus calles, sometidos a una implacable esclavitud, acometiendo su subsistencia con sus desla-
vazadas melodías folclóricas interpretadas en su diminutos y patéticos acordeones.

POR EL ÁGORA DE ATENAS

POR EL ÁGORA DE ATENAS
Bajo un ardoroso sol cenital, escuchando el largo diapasón de la cigarras, mis pasos se detienen un momento: me rodea el "ágora". La Acrópolis señorea desde los alto: contempla desde su dolorida ruina la memoria de esas piedras desparramadas de la que un día fuera Atenas, la vencedora del persa.
Habría que ser un Byron o un Shelley para cantarla con la gravedad que demanda. Sus restos son vestigios de unos recuerdos rotos, de una enseñanza inerte que impide ver con claridad el zigzag inquietante de la historia.
Siguiendo sus senderos dormidos por los siglos va uno descubriendo la grandeza callada de sus piedras: a un lado la boulé,  del otro el  metroón , más allá la redondez del  Tholos. Por desgracia cuesta imaginar el conjunto en toda su magnitud, en la esplendidez de sus templos y stoas, en sus sedes tribunalicias y financieras. Nos queda el consuelo de acceder a esa maravilla que ha sorteado el peso de los tiempos: el templo de Hefesto. Nos cautiva su sereno equilibrio, la sencilla transparencia de su arquitectura. Al contemplarlo, nos deslumbra el reflejo de una polis que supo dar al mundo algunos legados impagables, como fueron la luz del entendimiento y la democracia. Verdaderamente sin lo que surgió de esas piedras hoy atormentadas del "ágora" no se puede entender el presente  y tal vez el futuro de occidente.
Sus viejos senderos ¿adónde llevan? Nos revelan la pista de inciertas calles por las que en su día anduvo Sócrates mientras aleccionaba o frecuentara con sus discípulos Aristóteles, el peripatético. En cualquier caso, no he podido resistirme a su fascinación y he vuelto a visitar, en mi segundo día de estancia en la ciudad, sus polvorientos senderos, sus impávidos cimientos, para empaparme de su secreta enseñanza, entre el timbre ensordecedor de las cigarras y las sombras frescas de pinos y olivos, llevado hasta esa dimensión en la que se percibe claramente el acabado logro de la belleza, de una belleza transida por la evanescencia del tiempo, que reconstruye con el rompecabezas de sus piedras derrotadas el perfil quimérico de su leyenda.