Pintura romántica en el Prado

Pintura romántica en el Prado
Constituye un gratificante descubrimiento, para quien no tuvo oportunidad de visitar la memorable exposición temporal que el Prado dedicó a los románticos españoles, poder contemplar durante el pasado “puente de la hispanidad” la acertada selección que de los cuales exhibe en estos días con visos de permanencia el museo.
Nos consta que la razón primordial de esta sensible omisión radicaba en la carencia básica de espacio museístico de que adolecía el edificio de Villanueva hasta su nueva ampliación, punto sobre cuyas controvertidas soluciones arquitectónicas nos reservamos cualquier dictamen. Nos conformamos con que de momento parecen haberse cumplido parcialmente ciertas demandas de funcionalidad y espacio. Y es de agradecer que con la apertura de estas nuevas salas se cubran no sólo flagrantes lagunas, sino que se asuman prioridades que una gran parte del público estaba demandando.
Nuestra pintura romántica, durante años relegada a la tenebrosidad de los desvanes del Prado, es como ese pariente que sabemos existe, pero a quien no tratamos por indistinta ausencia, y que al cabo de la separación vienen a recordárnoslo las ajadas fotografías rescatadas del apolillado álbum familiar. Verdaderamente el responsable de este parcial olvido nos es el contemplador común que sabe apreciar los valores sustantivos en el variable devenir del arte, sino cierta crítica snobista cuyo rigor sintético y sistemático ha encubierto este período de nuestra pintura con un prejuicioso sello oscurantista. La objeción principal que se aducía para corroborarlo era la discutible calidad técnica y el gusto retro de dicho movimiento. Pero basta con profundizar un poco para identificarlo como el fruto necesario que demandaba la época, en cuyo desarrollo pugnaba siempre por romper esa corteza de inveteradas lacras que diezmaban España. Échese si no un ligero vistazo a nuestra literatura romántica, de perfiles no menos imprecisos y que sólo se justificaría una vez alcanzada la madurez dicho movimiento.
Durante mucho tiempo —hablo esencialmente de las décadas de nuestra juventud— la pintura española, después de la genial eclosión de Francisco de Goya y Lucientes, se sumía en un discreto letargo del cual no despertaba, no ya ante la fiesta rutilante del color de nuestro valenciano Sorolla, sino de resultas del advenimiento de la fanfarria radical representada por la personalidad multifacética de Picasso, cuya trascendencia se equiparaba a la de Velázquez o el sordo de Fuendetodos.
Esta inclinación sintética y esquematizadora al enjuiciar el arte puede complacer al ciudadano poco exigente, pero no deja de constituirse en una visión parcial y acomodaticia de un fenómeno tan complejo. La relatividad de las lecturas en el arte, la dimensión fluctuante de su función sedimenta en el terreno aluvial de la cultura de los pueblos hasta conformar una identidad iconográfica, adquiriendo mediante tales símbolos un valor referencial con el que interpretar su desarrollo histórico.
El espacio ganado por nuestros románticos en el Prado, pues, llena ese hueco constituido por esa caja de recuerdos olvidada en el fondo del armario sin cuya miscelánea nos sentimos incapaces de configurar nuestra identidad real. Planteándonos su fascinante propuesta, destapamos esa caja de Pandora que encubre las moradas más líricas en el alma de nuestro pasado y obtenemos significación para más de un interrogante contemporáneo.

TOLEDO: ¿PARADIGMA DE CONVIVENCIA?

TOLEDO: ¿PARADIGMA DE CONVIVENCIA?
Nada más confortador que contemplar la vista de Toledo desde el puente de Alcántara a una hora temprana de la mañana: la atmósfera quieta, el silencio apenas conturbado por el eco cercano y rumoroso del Tajo, la osadía de las edificaciones que trepan por la peña en tramos escalonados hasta el Alcázar, contra el fondo de cielo purísimo... El viajero que llega, ante tal invitación, no puede por menos que sentirse como en casa. En tal ambiente no le resta sino reconocer la huella que configura nuestra identidad española. Advertirá, nada más iniciar su visita, que dentro de la muralla se recogen todos sus mitos y todos sus tópicos.
Lo que es la ciudad en la actualidad queda neutralizado con el lo que fue. Y es con ese pasado con el que rápida y sentimentalmente se identifica e instala el viajero. Congeniar con la antigua urbe es enfrentarse a su compleja diversidad y extraer un provecho conveniente y una enseñanza.
Toledo resume y sintetiza ese conglomerado de culturas que según los eruditos formaron la identidad de España. Tres pueblos diferentes, tres culturas-cristiana, islámica y judía-que convivieron y convergieron en esa encrucijada de la historia del mundo que significó la ciudad carpetana. Dos de estas culturas se beneficiaron de su capitalidad durante un determinado período, sucediéndose en su hegemonía, mientras la tercera se constituyó en cooperante de ambas, sin renunciar a su sello característico.
El arte por excelencia en Toledo, el mudéjar, crea constancia de esa tripolaridad y de la consecuente simbiosis que dio origen a una nueva forma de entender ese dispar legado desde la convivencia. Cabe pensar que estas tres culturas aportaron cada una lo mejor de sí mismas mediante un secular diálogo enriquecedor que diera testimonio de sus capacidades. Y esto sólo fue posible durante un período en que ninguna de ella estuvo en condiciones de imponer su respectiva hegemonía. Si esta quimérica España de las tres culturas, de la convivencia, existió, fue bajo el impedimento de que ninguna de ellas pudo dominar y prevalecer sobre las demás. Circunstancia que se dio tan sólo coyunturalmente en Toledo como en el resto de la peninsula, creándose ese marco deseable en el que fuera posible ese pacífico florecimiento. Se suele conjeturar que el califato Omeya de Córdoba supuso un modelo de tolerancia en el que pudieron aflorar los más eminentes valores culturales. Tal vez esto fuera posible, insisto, durante los esporádicos armisticios que dieran respiro a esa larga guerra de cinco siglos o durante períodos distinguidos por una debilitada voluntad política. Pero mientras el islam estuvo empeñado en expandir su imperio y mantuvo su pujanza, tanto bajo Almanzor o durante el fanatismo almohade, dudo que tal modelo de convivencia pudiera llevarse a cabo. Igualmente los reinos cristianos mientras trataron de consolidar sus aspiraciones políticas, que culminaron con la creación de la nacionalidad española por los Reyes Católicos, no contemplaron en ningún sentido la perservación de ese modélico reino abierto al diálogo y la convivencia.
La creación de España como nación se fundamentó a buen seguro en esa voluntad de reconquista, ideológicamente hegemónica y poco dada a las concesiones, de la quedaba excluida cualquier pretensión de consenso. Tanto moros como cristianos, cuando adquirieron una descollante posición de predominio, trataron de imponer su convicción exclusivista y diferenciadora.
Las religiones del Libro vinieron a constituirse en un mismo elemento aglutinador y discrepante, en el que los tres pueblos podían reconocerse en sus semejanzas y disentir por sus desigualdades. Este determinante de la Fe nos hace pensar en una coexistencia antes que en una convivencia. Coexistencia que, qué duda cabe, estuvo expuesta a toda suerte de transferencias a todos los niveles, muy evidentes en esas "marcas" territoriales que delimitaban los reinos. Y puede conjeturarse con razón que fueron los reinos cristianos quienes más provecho sacaron de tales intercambios, habida cuenta de que se trataba de la confrontación de una cultura emergente con otra en decadencia, la islámica de Al Andalus, que había recogido el legado de la antigüedad y con cuyo contacto el mundo europeo redescubrió las señas de su pasado.
Presumiblemente, existió esa forzosa relación de las tres culturas, cristiana, árabe y judía, en la cual cada una tomó lo que más le convenía de las restantes y de cuya mixtura, con toda seguridad, nacio el genio de lo español. Tal vez en un instante ideal de nuestra historia se dio ese mítico pais del Preste Juan, en el que estas tres culturas conocieron y llevaron a cabo ese paradigma de cooperación y convivencia, el cual es el que deseamos inflame el ideal de la España de nuestros días y trace la perspectiva de nuestro futuro.

LAS TRES MADAMES DE LA NOVELA DEL DIECINUEVE

LAS TRES MADAMES DE LA NOVELA DEL DIECINUEVE
Poseo una información limitada acerca de ese impulso simpático que contribuyó a gestar esas obras maestras de la literatura universal, como son: Madame Bovary, Ana Karenina y la Regenta. En cualquier caso, las tres tuvieron su origen en la fértil placenta de tres sublimes creadores, a caballo de una época crítica, urgida de cambios decisivos. Pero, para empezar, partamos de que la elección del personaje en cada una de ellas no fue una coincidencia, sino una complicidad declarada. Este hallazgo permitió hacer hincapié en el componente mas débil de la sociedad, la mujer, para denunciar en esta mermada condición las lacras más manifiestas.
Si bien cada una de estas creaciones nació en una realidad socio-política bastante diferenciada, vienen a converger en esa necesidad imperiosa de profundos cambios. Tres sociedades que experimentan la transición de un viejo régimen, deudor de unos valores caducos y vacios de contenido que ya sólo se sostienen por la hipocresía de la costumbre, a un nuevo modelo que reclama una flexibilidad renovada sobre las conductas y los contenidos.
En Madame Bovary, la heroína se enfrenta a una sociedad que ha conocido una revolución, pero cuya ética, a nivel individual, apenas ha acusado esa trasformación, viciada aún por antiguos hábitos. En ese Rouén provinciano se han trastocado los resortes que regulan las relaciones económicas y políticas, pero en ningún modo se ha evolucionado en los aspectos inherentes a la condición más íntima y personal.
Si Flaubert, parafraseando a Luis XIV, conviene en que Madame Bovary c´est moi, adopta para sí mismo el dramático conflicto en que se debate su protagonista, denunciando esa discrepancia entre los deseos más apremiantes del individuo y la incapacidad de esa sociedad en asumirlos, cuando no en rechazarlos. Una sociedad, y en esto coincide Enma Bovary con la Karenina y Ana Ozores, que ha dispuesto sus vidas para dar juego en el mecanismo de las conveniencias y de los condicionados roles sociales, diluyendo sus indecisas trayectorias en la hipocresía de sus ambiguos engranajes e inmovilistas egoismos, de cuya trampa acaban siendo víctimas.

El escrupuloso drama de Ana Karenina, en cambio, se desarrolla en el seno de una sociedad que se considera privilegiada, heredera de seculares ventajas inviolables, reservadas por Dios para el pueblo ruso. No hubiera existido conflicto si Tolstoi no huiese sido un profundo conocedor del libro de Dios y un comprometido cristiano. Desde estos fundamentos no tardó en descubrir que esas leyes inalterables que sustentaban esa complacida conciencia rusa eran decisivamente injustas. Y esa propia injusticia, impregnada de esa doble moral que sigue persistiendo en el mundo nominalmente cristiano, es la que corrompe a Ana Karenina y la aboca a la destrucción. La conducta de esta mujer se iba malversando según esos cánones inestables que al tiempo iban deteriorando la Santa Rusia. Nunca la descripción de un pueblo se ha aproximado tanto a la de un gigante con pies de barro.
Podríamos concluir con esto un aspecto diferenciador en estas primeras obras, la francesa y la rusa: que Tolstoi es un moralista y Flaubert en absoluto, o que Francia y Rusia se corresponden a dos realidades históricas bien distintas, llamadas a ocupar posiciones bien diferenciadas en el mundo que se anuncia.
En cuanto a la tercera obra, La Regenta, no puedo negar que su lectura, al contrario que la de Madame Bovary y Ana Karenina, me resultó harto más gravosa y lenta. Pese a la cercanía que suponía representar una realidad española tan recalcitrante como reciente, el libro me pareció-y es una apreciación bastante variable que quizá se corrija con una nueva lectura-adolecer de la vitalidad tan actual que dimanan los otros dos.
En éste, contrariamente a la novela de Flaubert, donde la religión se concreta en estrechos prejuicios sociales de clase, y en Ana Karenina donde implica esa idea incontaminada capaz de resucitar esa sociedad que declina, es la religión el agente que actúa en esa degradación del personaje. Ana Ozores, incapaz de adquirir y asumir los niveles de perfección que le exige la ascética, de la que la cohibe su propia estrechez de miras burguesa y que confunde identificando el impulso religioso con el erótico hacia el Magistral, sucumbe por inercia a la disolución pecaminosa a que le incita Álvaro Mesía.
En todo caso cabe apreciar un mal planteamiento de lo cristiano, que en lugar de sanear ese podrido desarrollo de las relaciones humanas que favorece las corrupción de las costumbres, las extorsiona y extermina. Nada más ominoso que la fiera intolerancia de Magistral negándole la confesión a esa Ana mancillada que anhela redimirse y sobre la que arroja ese erróneo guijarro de poluta injusticia.