LAS TRES MADAMES DE LA NOVELA DEL DIECINUEVE

Poseo una información limitada acerca de ese impulso simpático que contribuyó a gestar esas obras maestras de la literatura universal, como son: Madame Bovary, Ana Karenina y la Regenta. En cualquier caso, las tres tuvieron su origen en la fértil placenta de tres sublimes creadores, a caballo de una época crítica, urgida de cambios decisivos. Pero, para empezar, partamos de que la elección del personaje en cada una de ellas no fue una coincidencia, sino una complicidad declarada. Este hallazgo permitió hacer hincapié en el componente mas débil de la sociedad, la mujer, para denunciar en esta mermada condición las lacras más manifiestas.
Si bien cada una de estas creaciones nació en una realidad socio-política bastante diferenciada, vienen a converger en esa necesidad imperiosa de profundos cambios. Tres sociedades que experimentan la transición de un viejo régimen, deudor de unos valores caducos y vacios de contenido que ya sólo se sostienen por la hipocresía de la costumbre, a un nuevo modelo que reclama una flexibilidad renovada sobre las conductas y los contenidos.
En Madame Bovary, la heroína se enfrenta a una sociedad que ha conocido una revolución, pero cuya ética, a nivel individual, apenas ha acusado esa trasformación, viciada aún por antiguos hábitos. En ese Rouén provinciano se han trastocado los resortes que regulan las relaciones económicas y políticas, pero en ningún modo se ha evolucionado en los aspectos inherentes a la condición más íntima y personal.
Si Flaubert, parafraseando a Luis XIV, conviene en que Madame Bovary c´est moi, adopta para sí mismo el dramático conflicto en que se debate su protagonista, denunciando esa discrepancia entre los deseos más apremiantes del individuo y la incapacidad de esa sociedad en asumirlos, cuando no en rechazarlos. Una sociedad, y en esto coincide Enma Bovary con la Karenina y Ana Ozores, que ha dispuesto sus vidas para dar juego en el mecanismo de las conveniencias y de los condicionados roles sociales, diluyendo sus indecisas trayectorias en la hipocresía de sus ambiguos engranajes e inmovilistas egoismos, de cuya trampa acaban siendo víctimas.

El escrupuloso drama de Ana Karenina, en cambio, se desarrolla en el seno de una sociedad que se considera privilegiada, heredera de seculares ventajas inviolables, reservadas por Dios para el pueblo ruso. No hubiera existido conflicto si Tolstoi no huiese sido un profundo conocedor del libro de Dios y un comprometido cristiano. Desde estos fundamentos no tardó en descubrir que esas leyes inalterables que sustentaban esa complacida conciencia rusa eran decisivamente injustas. Y esa propia injusticia, impregnada de esa doble moral que sigue persistiendo en el mundo nominalmente cristiano, es la que corrompe a Ana Karenina y la aboca a la destrucción. La conducta de esta mujer se iba malversando según esos cánones inestables que al tiempo iban deteriorando la Santa Rusia. Nunca la descripción de un pueblo se ha aproximado tanto a la de un gigante con pies de barro.
Podríamos concluir con esto un aspecto diferenciador en estas primeras obras, la francesa y la rusa: que Tolstoi es un moralista y Flaubert en absoluto, o que Francia y Rusia se corresponden a dos realidades históricas bien distintas, llamadas a ocupar posiciones bien diferenciadas en el mundo que se anuncia.
En cuanto a la tercera obra, La Regenta, no puedo negar que su lectura, al contrario que la de Madame Bovary y Ana Karenina, me resultó harto más gravosa y lenta. Pese a la cercanía que suponía representar una realidad española tan recalcitrante como reciente, el libro me pareció-y es una apreciación bastante variable que quizá se corrija con una nueva lectura-adolecer de la vitalidad tan actual que dimanan los otros dos.
En éste, contrariamente a la novela de Flaubert, donde la religión se concreta en estrechos prejuicios sociales de clase, y en Ana Karenina donde implica esa idea incontaminada capaz de resucitar esa sociedad que declina, es la religión el agente que actúa en esa degradación del personaje. Ana Ozores, incapaz de adquirir y asumir los niveles de perfección que le exige la ascética, de la que la cohibe su propia estrechez de miras burguesa y que confunde identificando el impulso religioso con el erótico hacia el Magistral, sucumbe por inercia a la disolución pecaminosa a que le incita Álvaro Mesía.
En todo caso cabe apreciar un mal planteamiento de lo cristiano, que en lugar de sanear ese podrido desarrollo de las relaciones humanas que favorece las corrupción de las costumbres, las extorsiona y extermina. Nada más ominoso que la fiera intolerancia de Magistral negándole la confesión a esa Ana mancillada que anhela redimirse y sobre la que arroja ese erróneo guijarro de poluta injusticia.
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Francisco Juliá

Soy Francisco Juliá, y el deseo de este blog es llegar al mayor número de lectores, compartir una hermandad a la que nos invita lo íntimo de la conciencia.

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