EN TORNO AL ANILLO WAGNERIANO

EN TORNO AL ANILLO WAGNERIANO
En estos días ha salido a la venta una edición económica que, de la versión de la tetralogía wagneriana, llevaron a cabo Baremboin-Kupfer durante la temporada 1991-1992, para el Bayreuther Festspiele.
Cabía esperar de la envergadura de los protagonistas una versión antológica que constituyera un hito en el ranking de la representaciones del Anillo... Al menos, una versión grabada que vertiera nuevas lecturas, con visión recomendablemente retrospectiva de la esencia del arte del compositor alemán, y que nos hiciera olvidar en muy destacados aspectos la controvertida propuesta de Boulez. He de constatar, sin embargo, que, tras visionar el prólogo y la 1ª jornada, mis anhelosas expectativas no pudieron evitar cierta decepción.
Evidentemente, mi disconformidad no es nada desdeñosa con la excelencias de la batuta de Baremboin, que considero correcta, ni con la variable interpretación de los cantantes, aunque es notorio que Bayreuth ya no vive el apoteosis de los cincuenta. Mi discrepancia incide, principalmente, en el montaje escénico y escenográfico de la obra.
Resulta bastante lógico pensar que Bayreuth cuenta desde su fundación con un único producto, aun tratándose de la obra sin par de un creador genial, que necesita renovar y hacer atractivo y rentable a través de décadas. Si se persigue este fin, se ha de contar con un inevitable inconveniente: se pierde la frescura original.
Contemplando el Anillo... que nos propone Kupfer, se advierte que el planteamiento romántico y legendario, amén del análisis crítico, aplicado por Wagner en su ciclo, no hace más que chirriar con las evoluciones de los cantantes, la inoportunidad pintoresca de los lasser y las alusiones a la tecnología futurista, agravadas por el abuso de las estructuras de mecano. El vigor poético, implicito no sólo en la música, sino latente a lo largo del texto wagneriano, se pierde en ese irreconocible universo, que presumo acaso responda a comprometidas alusiones, pero que aleja al espectador de toda identificación con el desarrollo del drama.
Pero Bayreuth, indudablemente, discurre por esos derroteros; ha despojado a Wagner de sus premisas estéticas, desubicado de sus significaciones históricas, incluso las más comprometidas, y nos presenta una creación alegórica, de simbologías dudosas que pretenden ser innovadoras, pero que tal vez pongan en entredicho la misma esencia del arte wagneriano.
Diametralmente opuesto al de Bayreuth, se nos presenta el Anillo... que para el Metropolitan condujo Levine. Aunque las comparaciones son odiosas, pues siempre se parte de distintos planteamientos, cabe decir que esta producción, pese a la lejanía geográfica, participa de esa corriente que busca redescubrir ese viejo espíritu de su autor, impregnado de rancia mitología y fervorosa vitalidad. En el elenco destaca una Jessye Norman, impagable en el papel de Sieglinde, prodigiosa desde los más sutiles matices hasta los más sofisticados recursos técnicos, ofreciéndonos un verdadero ejemplo de cómo se debe cantar el más puro Wagner. Al menos, en esta propuesta neoyorquina, es obligado reconocer y agradecer un planteamiento verosímil.

VENECIANAS IV: IGLESIAS DE VENECIA

VENECIANAS IV: IGLESIAS DE VENECIA
Uno de los atractivos de Venecia lo constituyen, sin la menor duda, sus numerosas basílicas e iglesias. Las hay de diferentes magnitudes y estilos. Partiendo de ese florecimiento románico que encontramos en los ejemplos insulares de Santa Maria Asumpta de Torcello o Santa Maria e Donato de Murano, concluimos en el lacio neoclásico de templos menores como la Magdalena o San Barnaba, ubicados en zonas periféricas e inhabituales. Una gran mayoría se muestran al visitante durante el paseo improvisado. Algunas otras, requieren del trámite del vaporetto para llegar a ellas, como es el caso de San Giorgio Maggiore, Il Redentore o San Michelle in Isola. Unas pocas radican en barrios escasamente frecuentados, como ocurre con San Pietro de Castello o San Francesco de la Vigna, dispersas en el entramado de una barriada donde, por regla general, sólo se suele tropezar al visitante esporádico. Todas, sin embargo, retienen algún especial atractivo.
Tres de ellas, emblemáticas de la ciudad, forman triángulo, no sé si casual o pretendido, en la superficie del Bacino: San Marco, la Salute y San Giorgio. Cada una de las cuales asume alguno de esos diferentes estilos que definen la fisonómica de la ciudad. En San Marco queda resumida la idiosincrasia de esa república marinera que tenía puesta la mirada en el oriente. Lo bizantino es tan consustancial a Venecia como el románico o el gótico. Bajo la pruralidad de las cúpulas de la basílica, se tiende ese balcón sobre el Adriático donde se soñó la ramificación de un vasto imperio. En connivencia primero con los césares de oriente y en pugna encarnizada, más tarde, con la nueva potencia surgida de las cenizas de Constantinopla, Venecia proyectó su singladura. Con el sultán, se prolongó un continuo juego entre el gato y el ratón que no concluyó hasta que la victoria de Lepanto estableció un mapa problemático de inestables influencias, que fue recortándose paulatinamente y que culminó con la extinción de la República bajo el arbitrio de Napoleón.
Esas grandes basílicas configuraron la destacada trayectoria de la pequeña República entre las naciones. En Palladio, encuentra uno de los intérpretes idóneos de sus aspiraciones, que supo definir de forma luminosa e integradora la nueva sacralidad de un característico renacimiento, como en Longhena distingue el catalizador de un barroco escenográfico y culminante.
Este devocional itinerario sacro se elucida como un revelador peregrinaje. En él descubrimos uno de los aspectos más comunes de la arquitectura religiosa veneciana: su sincretismo. Si sobre la fisonomía de la ciudad se despliega esa amalgama de estilos que configura su identidad insólita, en alguno de sus monumentos es a su vez observable una superposición estilística coincidente con sus períodos de edificación. Uno de estos paradigmas lo encontramos, por ejemplo, en San Giacomo dell ´Orio. Como en casi todos los templos de la ciudad, su fábrica recurre a la adaptabilidad y fácil provisión del ladrillo. La ausencia de canteras próximas debió condicionar la elección de materiales. Su primitivo estilo románico, deudor del desarrollado en Torcello, va remozándose y remodelándose durante los siglos subsiguientes, en una actividad edilicia que seguramente dependía de las donaciones. Presenta caracteres bizantinos en su campanile y adopta la expresión del gótico en las arcadas que sostienen y delimitan sus naves. Sus capillas, resueltas con las más heterógeneas propuestas de retablo, ya pictórico o escultórico, invitan al recogimiento. La luz escasea como es común a los templos románicos, pero el visitante logra discernir el rico patrimonio que le cincunda. No deja de sugestionar, entre los muchos ornamentos, el misterio de la procedencia de esa columna de veteado marmol verde que Ruskin menciona en sus Piedras de Venecia. También sorprende la reducida pero selecta nómina de maestros de la pintura que revisten la vetustez de sus muros, glorifican sus altares y decoran su sacristía. En ella destaca ese maravilloso ciclo de Palma el Giovanne, a modo de sugestiva pequeña Sixtina. En la atmófera penumbrosa de sus naves, en suma, uno alcanza a reconocer a esa Venecia más íntima, apartada de los recurrentes clisés.
Como contrapunto para este sucinto recorrido cabe entrar, si lo permite el horario, en una iglesia infrecuente, para nada ligada al glorioso pasado de la Serenísima: la iglesia Evangélica Valdese. Allí, uno puede resarcirse del trepidante agobio pasional que despierta la ciudad, del torbellino de sus imágenes infinitas, y disfrutar en el sosiego de sus bancos, atendiendo los solemnes compases del armonio, del sobrio mensaje de la espiritualidad nórdica bajo el dulce acento de la lengua de Dante.

MANUEL MUJICA LAINEZ Y BOMARZO

MANUEL MUJICA LAINEZ Y BOMARZO
Qué duda cabe que el escritor argentino Manuel Mujica Lainez será recordado siempre por Bomarzo. En esta novela, extremó sus excelencias y se inflamó con el fuego de la pasión. Al duque Pier Francesco Orsini, más que considerarlo como un trasunto del escritor, lo conceptúa una antigua enncarnación, un alter ego de resonancias no solo literarias sino espirituales, de cuyos jardines en Bomarzo brotó ese diáfano hontanar de la roca viva , alimentando la fuente a la que acuden a beber los desengañados de las aridas veredas de su presente, los inadaptados, los poetas.
Bomarzo goza del aura rutilante de las novelas logradas. Desconocemos si su parto fue doloroso, pero seguro que no dependió de la cesárea y el alumbramiento fue feliz. El promedio de su redacción no debió remontar los dos o tres años, sin embargo estamos seguros de que su gestación fue mucho más dilatada. Lo suficiente como para que naciera entre el autor y el libro esa íntima visceralidad que rezuma cada una de sus páginas. La labor de documentación y recreación histórica debió de ser prolija, hasta rematar ese fresco de palpitante verosimilitud y certera historicidad. En el Renacimiento encuentra ese espejo en donde mirarse el más recóndito Mujica. Su temperamento aristocrático sólo podía identificarse en el claroscuro que configuran esas figuras arrebatadas del primer manierismo. En la plasticidad retórica de la época pudo enriquecerse y ejercitarse su voluntad de esteta. Porque el estilo de Mujica es el del castellano más deslumbrante del ya pasado siglo.
En la lectura de Bomarzo se aprende a amar una época y una nación decisivas en la historia de occidente. Durante el caminar trepidante -o en ese galopar frenético de los aguerridos condottieros- por los paisajes naturales de Italia y en el transcurso de esa nada discreta cotidianidad de sus ciudades, vividas desde las más escabrosas peripecias y aún hoy reconocibles, descubrimos, paso a paso, los contrastados conceptos que conforman nuestra modernidad, el vértigo del hombre redescubierto al que solo consuela la busca de la perpetuidad en sí mismo.
Rastrear la memoria sentimental e histórica de la mano del duque Orsini se convierte en una experiencia reveladora y una aventura para el espíritu, de la cual saldrá éste transformado. Habrá siempre un antes y un después de Bomarzo, como hay un antes y un después del Quijote.
Hoy he rasteado en internet esas sendas que conducen a Bomarzo; abundan las fotografías de su "bosque sagrado" y los comentarios sobre el duque y su novelista. La tentación de Italia, siempre latente, invita al amanecer de un día en que yo también pasee esos pedregosos y sorprendentes senderos de los jardines de Bomarzo, de la mano del redivivo duque y del espíritu de ese escritor que me ayudó a amar definitivamente la literatura en su más noble sentido y a esa Belleza de la que nunca fue escéptico.