LAS CARCELES DEL ALMA

LAS CARCELES DEL ALMA
Daba un ocioso paseo de fin de año por la ciudad. Eran la siete de la tarde.  La ciudad se encontraba bastante más desierta que cualquier otro día a esa misma hora. Buscaba yo un modo afable de transcurrir esas horas inciertas de la tarde, hasta que llegara el momento de retornar a casa para la cena de día tan señalado. Escrutaba el interior de los cafés buscando un lugar acogedor que amenizara el desgranar moroso y vacío de los minutos, pero reconocia los salones tan desiertos como las calles. Descartando la posibilidad de degustar un reconfortante café entre cálida compañía, mis pasos vagaron la encrucijada de las calles desorientados, sin saber qué dirección tomar.

Debió ser el instinto, o acaso un ejercicio muy reiterativo de mis ocios, el que me llevó hasta las puertas del gran almacén. Como casi siempre, emprendí mi acostumbrado periplo, abordando la sección de libros. Di un repaso a las estanterías, con las que ya estaba bastante familiarizado, en busca no muy apremiante de algún titulo nuevo que estimulara mi curiosidad. En la sección de Historia me tropecé con los de siempre, un largo indice de títulos, muchos de los cuales formaban parte de mi biblioteca ( algunos de ellos ya leídos), y otros que me parecían insustanciales; sobresaliendo solo unos cuantos que despertaban mi interés, pero cuyo excesivo precio los volvía inasequibles por el momento. Es curioso que cualquier libro de interés, aquellos que guardan la enjundia más suculenta, se guarezcan tras un precio astronómico. Cuando uno ha transpasado la barrera de los lectores exigentes, se suele dar esta paradójica circunstancia.

Cuando me aproximé a la sección de novela, deje vagar mi mirada pesarosa a lo largo de las estanterías, atravesando veloz por encima de los lomos de una literatura que desde hace tiempo forma parte de mi vagaje. Me parecia que las grandes obras de la fábula ya habían habilitado hueco en la biblioteca de mi espíritu y que sólo lo extraordinario podría lograr que una obra nueva, un escritor desconocido lograra plantear un diálogo fructífero con el poso de mi intelecto. Curioseando de estante en estante, me tropecé con dos obras que yacían sobre otros libros, fuera de su sección, dejados apresuradamente por algún comprador que en último momento se había arrepentido de su adquisición. Llamaron mi atención, por su contraste con la otras obras expuestas. Uno de ellos, era una de esas novelas inolvidables: La Cartuja de Parma, de Sthendal. Sentí curiosidad por tan interesante elección, y quise conocer el libro que había debajo. Se trataba de Las Cárceles del Alma, de Lahos Zilahy.Reconocí que un lector que sabía apreciar la obra sthendaliana, debía encontrar alguna sazón en la novela del húngaro. Y eso fue lo que me impulsó a adquirirlo, tras meditarlo un tiempo prudente.
Las Cárceles del Alma fue un título resonante durante mi primera juventud, el cual jamás leí, porque lo encasillé entre la literatura ruborosamente cursi o femenina. Fue un best-seller en su época, y su estela se ha cruzado en mi camino a lo largo de los años, sobre todo en la librerias de libros de ocasión o en la ferias del libro. Pero esta tarde, al encontrarlo emparejado a la Cartuja, un instinto me invitó a seguir ese impulso nacido del anónimo comprador, y que acaso mi deseo de diversion y transgresión han propiciado. Por una vez me permití el raro lujo de dejarme guiar por la voluntad de algún otro y esperar acontecimientos. Y no niego que, tras la lectura de las primeras treinta páginas del libro, su narrador ha sabido engancharme , llevándome a considerarlo como una novela que promete y hasta convence. Esperemos a concluirla, antes de sentar un veredicto definitivo. En cualquier caso, no dejará de enriquezerme tal elección solidaria.

DE VUELTA CON JACK LONDON

DE VUELTA CON JACK LONDON
Confieso que Jack London, durante mi juventud, formaba parte de ese olimpo de mis escritores de culto, junto Dostoyevsky y Hermman Hesse. Leía con fruición sus obras, porque su periplo humano me parecía de los más fascinantes dentro del ámbito de la literatura. London era todo lo contrario al escritor de salón; era el cantor de los grandes espacios, un mentor entusiasmado de la naturaleza, desde el Jukón hasta los mares del sur; pero así mismo era un lúcido observador de la naturaleza humana, de las íntimas realidades del alma. Baste rastrear en novelas tales como el Lobo de Mar, Martin Eden, o sobre todo en El Vagabundo de las Estrellas. En esa época juvenil se nos descubre todo el potencial que resguarda nuestra alma, constreñida de común por las limitadas dimensiones de lo cotidiano, de lo más inmediato.

London penetra en nuestro universo con su fascinación biográfica; se nos presenta como esa personalidad intrépida que nos hubiese gustado ser. Apuró lo que pudo del mundo, hasta su última esencia; desafió todas las barreras hasta encontrarse con sus propias limitaciones. Quiso conocer cuanto le rodeaba e indagar en el fondo de su verdad. Desde las vertientes heladas de Jukón a la placentera serenidad de la islas polinesias, lo llevaron su pasos inquietos e inquietantes, dispuesto a rasgar el velo de la belleza primigenia, para averiguar qué se encuentra tras su seductora apariencia. Surcó los mares y los lugares desiertos, se confundió en el homiguero de las ciudades y apuró el cáliz alienante de sus destinos.  Sumido en el embrutecimiento del trabajo fabril, se familiarizó con los abismos del alcohol, que abrieron las veredas ensombrecidas de su futuro y alcanzó su meta luchando a brazo partido con el mar tenebroso y embravecido de la sobredosis. Quizá tras los estériles paisajes de la desolación, se encuentren las islas de la Esperanza, donde el vivir tenga un sentido y se alcance la medida de la plenitud.

RECUERDOS DEL ASFALTO: Hallazgo en un contenedor de basuras

RECUERDOS DEL ASFALTO: Hallazgo en un contenedor de basuras
Fue aquella tarde en que el Venancio y yo subíamos el terraplén por donde se accede y abandona la escombrera en busca de cualquier material olvidado, cualquier deshecho que se haya hurtado a los ojos voraces de los traperos y los lampones, esos que andan siempre escarbando en las pordioserías, en busca de toda clase de latón que reluzca, del resplandor de cualquier vidrio, del mecanismo inservible de cualquier muñeca articulada, o, codiciosos, entre la morralla de mecánicos y electricistas, tras cualsefuera jierro que se pueda mercar al peso en las hojalaterias. Si era esa tarde en que las nubes parecían de cobre fundido y el azul del cielo desfallecia entre el verdoso crepúsculo que buscaba ya las sombras, una tarde calurosa de poniente aunque se hallaba el otoño bien avanzado, y subiamos por el terraplen arrastrando Venancio el carretón y yo el desvencijado coche de niño, ese que desecharían los padres porque la criatura ya estaría bastante crecida y que habíamos habilitado para transportar lo que fuera de menor bulto, pero que tuviera algún valor y pudiese ser aceptado en los almacenes de herrumbre o de recicle, porque para el papel y el cartón, por su volumen, nos viene mejor el carricoche del Venancio. El viejo cochecito había transpotado ya las cosas más inverosimiles, desde zapatos a hornillos, calefactores que ya no darían más calor o cualquier enser o cachivache que pudieramos utilizar en la chabola, y que nos pudiera servir para ir tirando. Porque la chabola me gusta mantenerla en condiciones para que malvivan lo menos posible la Eulalia y los chavales, y aunque les falten tantas cosas, no carezcan de lo más imprescindible. Porque si yo no procuro por ellos, quién va a procurar. Y para eso el cochecito me viene de perlas, pues asociado a la ayuda que proporciona el Venancio con su carretón, al cabo del día podemos sonsacar algo que echar a la boca, con lo que olvidarnos por un poco de tanta gazuza y tanta indigencia. Pero aquella tarde, ya digo,no pensábamos sacar nada de cuidado, porque el día anterior habia sido de suerte y yo había encontrado, bajo el peso de un buen racimo de hediondas bolsas de basura, algunas de ellas rajadas  por donde asomaban detritus de cabezas de pescado recomidas por los gatos, y entre jirones de trapajos y otras zarandajas, una minicadena en la que la radio funcionaba a tope y los cedés también deberían de oirse, pero como no teníamos ninguno a mano no los pudimos comprobar. Porque sería chachi escuchar la guitarra del Gigala o el cante rajao del Camarón, pero, como tantas veces digo, la única música que escuchamos en la chabola es la de los de los gorriones que nos despiertan en la mañana y el ronroreo interminable de la fábrica de harina, que no cesa un minuto de moler y moler, muela contra muela, con un run-run que se mete en los sesos. Pero esta mañana, ya digo, hemos puesto la radio por primera vez y hemos escuchado las noticias del mundo, que no entendemos. Y entonces pienso que el Venancio tuvo mejor suerte, porque encontro una cazadora de piel, bastante rozada en los codos, pero que le viene de perillas y desde que la encontró no se la quita de encima. Esa tarde, pues, de alguna manera estábamos satistechos y no buscábamos con el ahinco de los días de rigor, por eso fue una casualidad que lo encontráramos. Sí, fue su llanto; si no hubiera sido por su llanto, quizá no hubieramos reparado en él, puesto que se hallaba oculto bajo el deshecho, entre el mogollón de la bolsas de basura de esas todas iguales que venden el los supermecados. Fue el Venencio quien los halló, quien destripó las bolsas en que venía envuelto casi sin poder respirar; porque la madre que lo parió seguramente contaba conque el fruto de su desentrañado vientre moriría de asfixia y luego se pudríría entre el deshecho pestilente del vertedero.

MEDITERRANEO

MEDITERRANEO
Quien ha nacido a orillas del Mediterráneo, no puede soportar una estancia prolongada lejos del mar. Como para aquel singular joven de tierra adentro, Ismael, todos los caminos y corrientes conducen al mar. El mar, la mar, ese sustantivo hemafrodita, constituye un camino indefinido y esperanzado para la libertad. Desde muy joven, al contemplarlo, se despertaba en mí una profunda ensoñación. Su inmensidad me hacía concebir que en sus latidudes eran posibles todas las veredas. Siguiéndolas, podría alcanzar esa plenitud de vida que tanto  deseaba.

Algunos de los momentos más gratificantes de mi adolescencia transcurrieron contemplando, en la darsena del puerto, el flujo de las embarcaciones, siguiendo la cotidianidad de la vida en los muelles, la intimidad de aquellos que habían elegido transcurrir sus días en el interior del casco de un velero y surcando el mundo en un periplo de pintoresquismo fascinante, fondeando en las bahías más inverosímiles. En aquellos momentos en que el alma efervecía, imaginaba cómo sería mi vida de navegante, de país en país, enrolado en un mercante, siguiendo la rosa de los vientos, persiguiendo la brújula de la aventura. Desvelaba el exotismo de los paises ultramarinos, el bullicio de sus puertos cosmopolitas en los que era posible recabar una experiencia de vida verdaderamente inusual y pletórica. Cuando el hombre es joven, su alma se encuentra ávida de experiencia. Su único deseo es llenarla con ese festín con que se colorea el paisaje del mundo, un mundo que se reconoce lleno de promesas y en el que en cualquier sentido es lícita la felicidad. Sólo más tarde se descubrirá que la vida es dolor y, entonces, todos los paisajes pretendidos se desdibujarán, y nuestra esperanza se tornará amargo desdén.

No importa, sigo creyendo en el mar, en su infinito azul de promesas, donde el barco de la ilusión te lleve a alcanzar los cielos en los que aún es posible el gozo, donde la vida se vista de los colores de lo extraordinario y los surcos de espuma te conduzcan hasta las radas del paraíso. Mientras el hombre aliente, el sueño siempre le acompaña, ese sueño que, al mirar el mar desde el alto acantilado, nos habla de la infinitud de su azul, de esa contingencia interminable que abarca la posibilidad de muchos mundos, de esas vidas que quisimos vivir y que se agostaron de añoranza en las escalinatas del muelle. Pero todo es finito, menos tu eternidad, Mediterráneo; porque siempre traerás desde tu cuna legendaria la invitación de que en los horizontes que tú abres reside ese milagro capaz de transformar la vida.

VIAJE A JERUSALEN DE A. DE LAMARTINE

VIAJE A JERUSALEN DE A. DE LAMARTINE
Mi primer contacto con la memoria deAlphonse de Lamartine se remonta a mi breve época de estudiante, cuando cursaba la asignatura de literatura francesa, en el instituto. Su busto romántico se destacaba resuelto en el grabado que encabezaba el texto inserto en el extracto a él dedicado del manual, atendiendo a una emuladora pose byroniana. Pues no cabe dudar  de que el poeta inglés ejerció sobre el francés una marcada influencia, como ocurriera con otros tantos poetas de su generación. También como Byron, la personalidad de Lamartine adquiere un carácter polifacético, tanto humana como literariamente.  Ambos fueron hombres comprometidos con su tiempo, lo que los llevó a un acercamiento al estamento donde se toman las decisiones. Uno y otro fueron miembros de los parlamentos  de sus respectivos paises, y si bien en el inglés su trayectoria estuvo marcada por una notoria falta de vocación, en Lamartine su celo le llevó a ocupar algunos cargos de cierta relevancia. Finalmente su tránsito por la política se confundió con su obra literaria, dejándonos en este aspecto un testimonio tan reseñable como su Historia de la Revolución Francesa.

Lamartine destaca como poeta, trayendo por primera vez el movimiento romántico a la poesía en Francia;  se marca una tarea como novelista, faceta de la cual conozco sus obras Rafael y Graziella, en las cuales intenta alcanzar con su lirismo el altar de la belleza, por medio de una prosa maquillada que pretende ahondar en los cánones de la literarura tonal, entendiendo que tal concepto musical pueda trasladarse como categoría de la prosa. Además, se le conoce su faceta como narrador de libros de viajes, en cuya produción entra su Viaje a Jerusalén.

Para disfrutar de este libro singular debemos apartar de nosotros todos los prejuicios, todos los lugares comunes que hayamos acordado sobre el poeta y político francés, y descorrer el velo de la imaginación romántica. Pronto nos veremos envueltos en una fascinante aventura, en la que nos introducirá el viajero, a caballo de su prosa estilizada y sugerente, cuya rica paleta logrará tranportarnos a unas latitudes legendarias, enmarcadas en ese halo inquietante del misterio romántico. Lamartine es ese característico trotamundos de su época,  cuya aventura encuadra perfectamente con otras travesías, como la de Childe Harold, Andersen, o Gautier, y se erige en uno de los pioneros de los viajes a oriente.
Su periplo, tan alejado de las burguesas excursiones posteriores, observa esa faceta de lo aventurero y arriesgado, de viaje a través de lo desconocido al interior de uno mismo, de descubrimiento de unos paisajes vedados a la apacible urbanidad europea. A través de sus ojos contemplaremos los inusuales colores del crepúsculo sobre la Palestina, el esplendor de legendarias ciudades enclavadas sobre escarpadas lomas, presidiendo áridos valles, las polvorientas travesias por el desierto rehuyendo el acoso de los bandidos árabes o turcos, la resonancia de Acre, los vestigios de Cesarea, el cosmopolitismo de Haffa, las aguas vivificadoras del Tiberiades y la turbulencia espumosa del Jordán. Y al final de todo, mitica, hurtándose, asolada por la peste, Jerusalén, en toda su solemnidad de ciudad sagrada, entre cuyas calles, palacios, fuentes y rincones cobró significación el mundo y donde el testimonio de sus piedras todavía nos habla de Jesucristo, huella que ya no podrá borrarse nunca del espíritu del viajero.

VISION EN LA CATEDRAL DE VETUSTA

La oscura torre de la catedral se yergue majestuosa presidiendo la quietud de la secular Vetusta mientras resuenan de fondo nostálgicas campanas. Es una dulce mañana de verano,  en la que un céfiro acariciador trae el aroma vegetal de los prados que envuelven la urbe. Los jardines destilan penetrantes fragancias y los trinos de los pájaros celebran la confortadora tibieza del sol. Frente a los portales góticos del templo, se extiende en el plano inmediato la honorable memoria del añejo reino Astur, para quien sepa leer en la fisonomía urbana su mudable devenir. Calles de viejas resonancias, rincones llenos de vivencias, recoletas plazas donde acaso asoma la sobria fachada de una iglesia, el emblemático mercado donde se ofrece las excelentes dádivas que produce la tierra, sus pescados, su carnes, su queso; y tras el sucederse de lacias fachadas de galerias encristaladas, el complejo porticado del Fontán, tan vívido de recuerdos, que puede recrearse en su atmósfera el latir de los tiempos pasados, el sello perdurable de su idiosincrasia, espejo donde puede leerse el más genuino acontecer de la intrahistoria astur.

Vetusta, discreta y provinciana, donde en la retícula reservada de los vericuetos adyacentes a la catedral aun pueden seguirse los pasos de Ana Ozores, la Regenta, protegida por la sombra del paraguas y enjugando las lágrimas con un pañuelo de remordimiento. Leopoldo Alas la veía cruzar cada mañana a través de la plaza desnuda y penetrar en la catedral en búsqueda afanosa de confesión. En ese confesionario ornado de embellecidas tallas, la aguardaba el magistral  para desbrozar el camino de desfallecimientos y renuncias e incentivar con la penitencia su alma pura. Quería el clérigo leer en ella como si ésta fuera de cristal, sin la mancilla que nos aparta de la luz de Dios. Y una vez alcanzado ese triunfo estremecido, gozar de beatífica plenitud las dos almas, en inefable amor transmundano.

En las losas frías de la catedral aun pueden evocarse los pasos menudos de la Regenta, su fervor devoto animando compungido el fuego de los cirios, tras elevar sus plegarias a las tallas de las capillas y arrodillarse frente al fasto del retablo del altar mayor. Los pasos  de Ana aún resuenan, pero se pierden como un eco que se desvanece en la vastedad de sus naves y anuncian un triste sino sin más esperanza. Aunque tampoco desde los bancos podemos seguir ya los graves latines del magistral, haciendo trizas y recriminando censurables velidades a la sociedad hipócrita de Vetusta.

Hoy, en el interior de la catedral se respira un aire nuevo; la obra del evangelio y la exhalación purificadora del incienso han saneado los viejos quebrantos. La luz entra purísima a través de la vidrieras; se escucha un música célica; en las bóvedas, por un momento, parecen entreabrirse los senderos del paraíso. Mientras camino, entreverando viejos resquemores con ánimos nuevos, observo que unas siluetas rondan por la capilla de un lado del trasepto. Constituye una visión que hubiera encandilado a muchos de nuestros románticos, como Bécquer o Zorrilla. La escena la componen un clerigo maduro, seguido por dos monjas a las que realza su hábito blanco, como a una Inés de Ulloa rediviva. En ambas resalta la flor de la juventud, y desde la distancia en que me encuentro, parecen dimanar un nimbo de sensual belleza. Una de ellas se ha arrodillado en un banco, frente al altar de una capilla  no sé a qué santo dedicada. En su recogimiento, parece envuelta de trascendida espiritualidad, que no puede menos que conturbar a quien la observa.
La visión adquiere especial arrobo, salpicado de una inquietante sensualidad. Tal encuadre, la sugestiva belleza de esta nueva Teresa del Bernini, hubieran despertado nuestro eros codicioso, si la apostura casta de la oración no recomendara a nuestra voluntad el arrepentimiento, la realidad de un amor por encima de la efímera consistencia de nuestras pasiones, ese gozo que solo en Dios puede encontrarse. Fue ésta una visión fugaz, pues tras ese breve instante devocional, el consagrado grupo se recogió en lo reservado del templo mientras yo tuve que regresar a mi interioridad solitaria.