LA NOCHE QUE PERDÍ EL JUEGO DE LOS ABALORIOS

Recuerdo que llovía. Lo cual no es nada extraordinario en Oviedo. Tenía el pase de fin de semana, y había entablado algunas relaciones en la ciudad; la mayor parte soldados de mi misma Compañía. Recuerdo a Muñoz y a su colega inseparable, cuyo nombre he olvidado, que tonsuraba las precarias greñas de los chivos, abuelos y hasta de los bisas. Por aquella época convenía reservar algunas greñas, disimuladas bajo el casquete de la gorra; con tal de llevar bien rapado el cogote, sobraba; sobre todo a la hora de ligar, convenía cierta densidad vellosa. Eran los tiempos de Grease y de Fiebre del sábado noche y a las chavalas les gustaba que sus machos luciesen un poco de tupé. Aquella noche no recuerdo con precisión quién más del cuartel del Príncipe nos acompañaba, aunque a buen seguro no faltaría el almeriense Blas Herrerías. Blas era una personalidad bastante atrayente, pues de entre todos nosotros era quien tenía mayor experiencia sentimental. Había sufrido la traición de una novia y era el único del grupo que tenía redaños para plantar cara al sargento Gonzalo. Seguro que aquella noche faltaban los dos Giles, el Martinez y el París, el uno sustraído por sus convenciones y el otro seguramente de ñaca-ñaca con su novia en Bilbao.
Los que nos disponíamos a disfrutar el sábado ovetense,  habíamos cenado un buen filete con huevos y patatas y nos proponíamos apurar la noche hasta sus tuétanos, con tal de que en el frenesí consiguiéramos olvidar el acre sabor cuartelario. Cubata tras cubata diluíamos su deje y aflojábamos un tanto el rigor de los grilletes de la disciplina. Para ello contábamos  con un aliado asturiano, Arturo, un civil, hombre ya maduro al que habían enrollado Blas y Muñoz. Seguramente lo conocieron  cualquier sábado noche en alguna de las discotecas de Vetusta. Arturo, curtido en todas las patrañas de la vida,  nos abría las puertas secretas de Oviedo y financiaba los pequeños vicios: pagaba los cubatas e invitaba a alguna china que otra. Entre nosotros hablábamos de cine, arte en el que, al parecer, había hecho sus pinitos,  no recuerdo si como actor o productor con Jorge Grau. Si entablabas cierta intimidad con él, tal vez llegara incluso a presentarte alguna chavala cañón. Para nosotros, foráneos sin nada, Arturo suponía el todo: la posibilidad de sacar algo en claro en la árida travesía de la mili.

Yo, en el cuartel, había conseguido mi única parcela de libertad con la lectura. Leía en el tiempo libre, tras la fajina o en las guardias, entre servicio y servicio. Casi siempre llevaba algún libro en el bolsillo lateral del pantalón de faena. Los fines de semana, como no tenía más huevos que permanecer en Oviedo, continuaba leyendo, en el bar Sevilla o en el parque de San Francisco cuando hacía bueno. A los veintiuno yo ya era un lector curtido, había leído a Hesse, a Mann, a Nietzsche, a Sartre, y tanto y tanto...era un chivo leído pero que por lo demás no se comía una rosca. Aunque como decía Blas "de Otero", me quedaba la palabra. Me creía ateo y compartía mis inquietudes con Tomás Gil París, en nuestras cenas en el bar Zeus. Durante las sobremesas debatíamos sobre literatura y camaradería. Nuestra relación decayó cuando a él lo hicieron gastador y lo trasladaron de Compañía.
En las Compañías reinaba la libertad vigilada. Era obvio que querían anular al individuo en favor del sumiso recluta. Continuamente se producían inspecciones vejatorias por parte de los mandos, que trataban de destruir cualquier atisbo de intimidad. Algún Alférez se mosqueó cuando husmeando en mi taquilla tropezó con un libro de Nietzsche; frunció el entrecejo y me interrogó chascado. Aunque es seguro que yo no fuera el único garbanzo negro, pues conocía el caso de quien, morado de porros, paseaba las tétricas sendas y las hediondas criptas sicodélicas de Lovecraft. La cultura en la mili era de lo más variopinto. Abundaban los legos, pero también se leía. Como se conocía mi vicio por los libros, uno que se licenció me regaló un ejemplar de Narciso y Goldmundo. Desafortunadamente, el libro estaba en pésimas condiciones, fofo y lleno de manchas, alguna de ellas sospechosa. A pesar de ello lo leí, y me complació como cualquier texto de Hesse, bajo cuya influencia, cuando viajé a Alicante durante el permiso veraniego, adquirí esa obra fundamental y conclusiva del escritor germano: El Juego de los Abalorios. El libro viajó en mi petate hasta Oviedo. Allí comencé a leerlo, con lentitud, pues su lectura me resultaba difícil. Aquella noche lluviosa lo llevaba conmigo, bajo la cazadora. En la discoteca Nirvana bebí y fumé, charlé por los codos con Blas, con Arturo; no sé si braceé como un troglodita obedeciendo al pulso sincopado de la música disco, y fingí ser un Travolta sin conseguir el tierno abrazo de ninguna mujer. Cuando en el túnel de la embriaguez tuve un instante lúcido caí en la cuenta de que el libro del Juego de los Abalorios ya no estaba bajo mi cazadora. Ésta pérdida, junto a otras más esenciales, fue una de las que conformaron la ominosa experiencia de mi mili.

Recuerdos de Granada

Durante las vacaciones de verano regresé a Granada después de 25 años. Este retorno fue posible  porque su recuerdo acabó imponiéndose. Quién ha puesto los pies en la Alhambra, y por extensión en toda la ciudad, no puede borrar en su memoria ese rango de fenómeno extraordinario. Granada es, sin duda, una ciudad llena de magia, fruto inequívoco de su inalienable condición de antiguo reino islámico. Junto con Córdoba y, en menor medida, Sevilla se constituye en núcleo desde el que irradió el mítico Al´Andalus. El pequeño reino nazarí, último baluarte musulmán de la península, despierta toda suerte de evocaciones y leyendas, que se apresuró a recoger Washington Irving durante el período romántico.
Desgraciadamente, mi visita, por arte de esos deficientes viajes concertados, fue más bien breve. Apenas me dio tiempo a saborear la ciudad. Siguiendo gregariamente a un guía visite la Alhambra. Como bien recordaba, su esplendor consiguió deslumbrarme nuevamente. Sus jardines me parecieron fabulosos; las salas de sus palacios volvieron a encandilarme con las filigranas de estuco de sus techos y la rica ornamentación de sus arcos y puertas; cómo no, el Patio de los Leones impresiona con su equilibrada belleza. Apresuradamente, echamos un vistazo al palacio de verano del Jeneralife. Ante la contemplación de sus surtidores, pensé en Manuel de Falla y sus Noches en los jardines de España. Consta que en su auditorio se celebró el festival de cante jondo auspiciado por García Lorca y el músico gaditano.
Gozar de una mañana en la Alhambra, pese a todos los inconvenientes, se consolida en el archivo de la memoria como vivencia primordial de sus momentos antológicos. Inolvidables a su vez las vistas del Albaizín desde alguno de sus miradores.  A través de esa visión nos penetra el sueño de Agustín Lara.

No tuve tiempo para más en la ciudad. Observé la cripta con los féretros de los Reyes Católicos y desorientado, porque en el recuerdo se me había borrado el plano de la ciudad, me descarrié hasta ir a tropezar con la Alcaicería, lo más parecido en España a un gran bazar moruno. Allí adquirí una lamparilla oriental en el puesto de unos magrebíes. Su bello colorido ilumina mi imaginación algunas noches y enciende un vívido deseo de volver otra vez a Granada.

EL REGRESO DE SIDDHARTHA

Siddhartha fue el libro de los sesenta; de sus páginas se nutrió el movimiento contestatario que, en esa época, hizo bascular los pilares del mundo. El mundo, sus firmes potestades, tal vez acusaron su empuje telúrico, pero los sillares de sus fundamentos resistieron. El sistema, ante la influencia de esos  elementos anómalos que no podía digerir, los metabolizó y luego regurgitó, quedando integrados en su perfil como adherencias.
Siddhartha no sé si ocupaba un lugar en la mochila de Kerouac, pero su peso era ostensible para los que querían lanzarse al "camino" en Europa. A nosotros, los adolescentes disconformes de aquellos años, nos sirvió de guía. Porque vivíamos desorientados en un mundo sin rumbo. Como jóvenes, sedientos de libertad, nos debatíamos por romper los moldes que nos constreñían.  Disconformes en lo político, en los espiritual, en lo social, en lo humano... Vivíamos un mundo donde la recién nacida prosperidad  había engendrado una juventud disconforme, crítica con unos valores que se habían tenido hasta entonces por inamovibles. Siddhartha, en este ambiente ávido de novedad,  descubrió senderos inexplorados para una sociedad que había agotado sus fórmulas, o que habían quedado inoperantes y sin dinamismo. El remoto oriente vino a airear la criptas lúgubres y enmohecidas de un enquistado cristianismo, cuya vitalidad parecía haberse marchitado en sus funciones y ritos. Para la filosofía, Dios había muerto y en la sociedad, la religión asumía un papel censor y represivo. Cualquier propuesta que liberara al individuo del peso abrumador de la tradición era bienvenido. Así fue entrando Siddhartha en nuestras vidas, tratando de usurpar el antiguo cetro con su pintoresquismo tentador. Si bien hubieron muchos que no renunciaron a la Cruz, no pocos se desperdigaron por los senderos de oriente.

Aunque el culto por oriente no era nuevo en Europa. El romántico Schopenhauer sucumbió a su atractivo, llegando en sus conclusiones metafísicas a coincidencias consustanciales con el budismo. Ateo, proponía el nihilismo como la única forma de sustraerse a la "voluntad" desordenada que rige el mundo. Es seguro que Hesse estaba familiarizado con esta filosofía, tan determinante en la cultura alemana. Pero es seguro que el pesimismo schopenhaueriano no sedujo del todo a Hesse, que al igual que su Siddhartha frente al Buda, eligió, sin menospreciar la estela de Schopenhauer y Nietzsche, indagar en la búsqueda de un camino propio, lo cual es la enseñanza más esencial de su novela. Lo que desconocemos es si tal opción conduce a algún fin, o si acaso existe un más allá aparte del que podamos considerar en las religiones gregarias, tal cual las religiones del libro o el budismo.

Hydra

Estuve en Hydra durante mi primer viaje a Grecia. Conservo un recuerdo bastante placentero de aquella excursión, en la que descubrí las islas del golfo Sarónico. Un pequeño crucero me condujo hasta Poros, quizá una de las islas más frondosas de todo el Egeo, dividida por un profundo brazo de mar, con sus colinas colonizadas por el más pintoresco entramado urbano. Permanecen vivas en mi retina la blancura de las casas y el llamativo colorido de las flores sobre las macetas. Su encanto me hizo recordar la isla de Capri.
No menor fue el impacto que me produjo Hydra. Nuestro barco atracó en su pequeño puerto, tan acogedor como el resto de las isla. Vienen a mi memoria unas solidas construcciones de piedra que enfrentaban la marina; también el bullicio que animaba aquella primera línea de costa, en contraste con el resto de la isla: un laberinto de calles silenciosas y aisladas, poco frecuentadas y acoso holladas de cuando en  cuando por el  ralo tráfico de burros y mulas. Me llamó la atención aquel rudimentario transporte, imprescindible en la isla para aprovisionarse, tanto de agua, cargada en voluminosas tinajas, como de la demás vituallas necesarias para visitantes y vernáculos. En Hydra aún se puede hablar de tú a tú con la vida. El tiempo discurre moroso, dejándonos penetrar su trastienda y permitiéndonos saborear el néctar más dulce de sus fracciones. Recuerdo como a la sombra de un emparrado, en las dispersas mesas de una taberna, huyendo del sol del mediodía, se daba cuenta del mejor almuerzo, acompañado por el reconforto de un buen vino de Samos o Creta.
Yo creo que me embarqué en ese minicrucero porque ya anteriormente me hablaron de Hydra. Un amigo había estado en ella en la época más recalcitrante de los beatniks, vagabundeando y atiborrándose de porros. Me habló que allí se había tropezado con Mujica Lainez, gay y desmelenado. A un hombre que ha creado una obra como Bomarzo,  pueden disculpársele los pequeños pecadillos. Sí, en Hydra debía haber una copiosa colonia de artistas, pero cuando yo desembarqué en ella no sabía nada sobre estos. Sin embargo, Hippies y famosos acudían a ella como moscas. Hoy he descubierto que uno de ellos era Leonard Cohen. Hubiera sido bueno saberlo entonces. Se agradece tener alguna referencia sobre los lugares que visitamos. Cohen debió encontrar en Hydra su pequeño paraíso. Es bueno encontrar un respiradero en el infierno de nuestro mundo, donde nuestro espíritu pueda encontrarse a sí mismo.

Pequeña ofrenda para Cohen

Pequeña ofrenda para Cohen
En la juventud nos ofreciste el recuerdo de dolor del partisano,
corazón malherido de guitarra que golpea su pulso de insistencia
en la inaprehensible frontera entre la libertad y el óbito.
El poso de la muerte estaba en el fondo de las cosas
como ese dolor de respirar la fragilidad de la vida,
el grito comprometido del ser doliente
en la lección desengañada  de la historia.
Tu voz golpeaba el hueco metal del universo,
buscando en la maraña de los ríos
el eco encantado de los sueños, sutil
como la melodía de los pájaros en las amanecidas, bronco
como el ingrato martilleo en el yunque del dolor.
Nos hablaste de la noche obnubilante del Chelsea hotel,
donde tras los neones del desenfreno, se ocultaba
la lacra profunda de la desesperación, cual un pájaro
de escalofrío en la trastienda cicatera de Nueva York.
A mil besos de profundidad redescubriste la semilla de
ese amor que se esconde tras la depreciada verdad de lo sencillo,
después de recorrer los túneles y desorientadas veredas del mujeriego empedernido.
De Lorca tomaste el vals; de lo íntimo del corazón, el poder de la palabra.
Presentabas tu música como rosa florecida,
todo candor, terciopelo de sangre,
pero sabías que en el fondo de tus textos litigaba toda la compleja contrariedad del hombre.
No has dejado, pero aun con el morir nos enseñaste,
olvidando vacilante en el aire tu balada más amarga,
aunque a poco que se la escrute se descubra un legado de esperanza.

Los filósofos cínicos

Fueron conocidos como la "secta del perro". De hecho, porque etimológicamente en griego la palabra cínico se enraíza con el sustantivo "kyon": can. Los cínicos ocupan un lugar algo aparte en la historia de la filosofía. Su influencia no derivó en la formación de una gran escuela filosófica, como fue el caso de Platón o Aristóteles. Su ascendiente fue bastante más modesto. Pero aun en su humildad, su recuerdo ha perdurado hasta nuestros días, donde muchos de sus postulados han mantenido una cierta vigencia, sobre todo en esa ramas del pensamiento que se apartan un tanto de los sistemas  establecidos.
Curiosamente los cínicos tienen su origen en ese padre de la filosofía que fue Sócrates, cuya vida singularísima e independiente influyó en sus muchos discípulos, con la figuras descollantes de Platón y Jenofonte, pero entre los que también se encontraba quien puede considerarse el iniciador del movimiento cínico: Antistenes.
Antistenes estuvo muy cerca de Socrates, de quien recibió su originalísima enseñanza e incluso, según menciona Platón, lo acompañó en las horas previas a la ingestión de la cicuta. Como Sócrates, postuló como la meta esencial del hombre la "virtud", en cuya consecución debía emplear el humano todos sus esfuerzos. Oponía los valores espirituales a los materiales y aducía que el valor más fundamental en el hombre era su "paideia". Fue un escritor prolífico, del que desgraciadamente no han  perdurado sus obras, pero de las que sabemos que su legado incidió decisivamente en el continuador y principal exponente del fenómeno cínico: Diogenes de Sinope.
Diógenes llegó a Atenas proveniente de esa ciudad del mar Negro.  Pronto se hizo una figura popular de sus calles. Se le conoció como Diógenes el perro, pues adoptaba de este animal el modelo para su conducta. Apostaba por el hombre natural, en oposición al hombre civilizado de la polis. Pues era contra ésta, contra sus ideales establecidos contra quien lanzaba sus diatribas. Su contestación a las normas de conducta admitidas  le valieron la atención de una sociedad ateniense que ya había conocido la debacle de la guerra del Peloponeso, y como consecuencia vivía una crisis de valores. El antiguo ethos estaba sin agarraderas, y las premisas de el pasado heroico que dio fundamento a la democracia poco tenían que decir en el mundo que se avecinaba. Filipo ya había configurado el mapa de la nueva Grecia y Atenas buscaba cuál seria su papel en este nuevo orden. Ante esta ciudad sin norte, la disyuntiva de Diógenes venía a recordar qué era lo esencial en el hombre; le mostraba un horizonte de nuevos valores ante el espectáculo de esa polis desvertebrada.
El pensamiento de Diógenes, como el de Antístenes, no nos ha llegado por sus escritos, aunque detrás del hombre cínico, vagabundo, antisocial, contestatario, escandaloso en sus costumbres, se escondía también el poeta. Se sabe que escribió varias tragedias y hasta una "politeia", tomando el modelo de la República platónica. Acaso la pérdida de estas obras, nos impide conocer en su globalidad cuál era el mensaje último de Diógenes. Lo que conocemos de él lo debemos a Diógenes Laercio y otros autores que escribieron en épocas tardías. Sus hechos lo constituyen anécdotas más o menos ciertas. Se sabe que habitaba en un tonel o tinaja, vestía un único hábito y vivía de la limosna. Puede decirse que Diógenes encarnaba verdaderamente su filosofía, sus postulados teóricos se consumaban en los hechos de su vida. Su actitud era provocadora e iconoclasta, reclamando el derecho a la libertad, libertad de un nuevo hombre no subordinado a la polis. Sus convicciones las vivía hasta las últimas consecuencias. Atacaba al sistema en sus mismos fundamentos y escandalizaba con su conducta. Sus necesidades corporales las hacía a la vista de todos y se abstenía del cumplimiento de las obligaciones cívicas. Su único norte era la libertad de ese hombre natural. Esa misma libertad que reconoció Alejandro magno cuando aseguró que de no ser Alejandro le gustaría ser Diógenes. Libertad asimismo que renunciaba encontrar entre los hombres que le rodeaban, saliendo en su busca alumbrado por una linterna, en pleno día.
Quizá este espíritu de rebeldía ha acompañado al hombre en el curso de su historia, y en una u otra época lo vemos renacer con una etiqueta distinta, dijérase que son los mismos perros, con distintos collares. Cercano a nuestro tiempo fue el fenómeno "hippie", cuyos planteamientos teóricos no diferían mucho de los defendidos por Diógenes. Pues el dilema hombre social u hombre natural es una posibilidad siempre abierta, ya que la carrera de la historia no se atiene a verdades inconmovibles y absolutas. Cuando condiciones parecidas se den, como en la Atenas del siglo IV, volverá el "cinísmo".

EL ORIGEN DEL MUNDO

Género, volcán dormido.
Hendido verbo, lava sometida.
Ojo subterráneo, vórtice inmenso.
Pozo socavado, pasión ciega.
Misterio. Sustancia. Enredadera.
Rosa corrompida.
Odre de barro amontonado,
secreto numinoso de los bosques,
monte de deseos desatados,
ostra de placeres sumergidos,
tumba de idolatrías, fuente agónica,
claustro de crepúsculos inciertos,
refugio de temor inadvertido,
fruta madurada de las noches,
nenúfar de la aguas desabridas,
desembocadura de los ríos.
Muñón, colmena, magma, nido.
Trepidación, límite, cadena.
Génesis. Huerto fecundo. Quimera.