UN BORRACHO

UN BORRACHO
La noche extiende sus sombras, solo disimuladas por la luz macilentas de la farolas. Las gentes van y vienen con la agitación de un anochecer sabatino, cuando por la acera se acerca un borracho, aferrando una lata de cerveza en su mano. Monologa en voz alta, o tal vez dialoga con su personalidad desquiciada. Cuántos destinos abatidos se derraman por las calles, con las almas menesterosas mendigando migajas de cielo. Van sedientos de una luz que clarifique la espesa tiniebla que encubre su horizonte. Son sus celajes tormentosos, sombríos de nubes opacas y ceniza cadavérica; el rayo rabioso rasga acerado la tiniebla gelatinosa. Tienen la mente confusa como una lóbrega cripta  hedionda, invadida de reptiles y murciélagos que rasgan la muselina de las telarañas. Si el alma pudiera vomitar la agonía de las simas, exhalaría de un escupitajo al mefítico Asmodeo que se encierra en los espíritus alcohólicos. El beodo vacila, se contonea, se justifica con una pastosa parrafada, como convenciéndose a sí mismo de algo que ni el mismo puede creer. Quisiera darse la razón, verificar que la zozobra de su vida una vez tuvo un fundamento real, que una vez sus días tuvieron un objetivo y fueron guiados por una certera voluntad. ¿Qué lo había traído hasta aquí: el fracaso, el vicio, la desidia, la mujer...?Titubea unos pasos; entre los parvos goces del vino se siente un desgraciado. Le deleita la plática consigo mismo, porque no tiene a otro con quien hablar. No le quedan amigos con los que explayarse ni un hombro sobre el que llorar. Porque si prosigue con su contrito soliloquio, pronto alguna lágrima aflorará. ¿Quién consolara su pena inmensa? ¿Quién el desconsuelo de alma enjugará?
El borracho pasa absorto, inestable, dicharachero, traza un sendero que serpea y lleva el corazón en una mano, la otra en la faltriquera, sin blanca con la que costearse el dispendio de otra bodega. Los transehuntes indiferentes lo ven pasar, y esquivan todo contacto fortuito. Es su destino la negra noche, el ciego precipicio de donde quizás ya no retornará. El borracho erupta, maldice, se tambalea,
acaso acepta que tras los fastos de Baco le aguarde la sobriedad perpetua de una fosa abierta.

EL ECO DE TUS VERSOS

EL ECO DE TUS VERSOS
puedo imaginar en la quietud
de los álamos que al Duero
sombrean -las frías aguas
circulando tersas la fértil llanura
y hendiendo el paisaje
entre rudos barrancos-,
el eco de tus versos,
que entre ocres y pardos,
abarcados por un cielo
de azules diáfanos,
encontraron en Soria
justificación para tus pasos,
sintiendo el pulso de una tierra
que en su contraste herido,
vino a colmar tu corazón vacío.

¡Campos de Castilla!
Entre el monte y el páramo,
el romance y el sagrario,
límite y semilla
donde la España que soñábamos
encontró su albur  contrario.

CHINO CON PARCHE EN UN OJO

CHINO CON PARCHE EN UN OJO
El narrador ha salido a la calle para desentumecer su cuerpo y descongestionar su espíritu, pendiente la página en blanco que la necesidad manda rellenar periódicamente. Como su magín anda abotargado por las exigencias cotidianas, el caminante anda sin rumbo, expectante de lo que la vida  pueda depararle, y con sus sentidos abiertos a cuanto le rodea, conjurador constante de eso que llaman inspiración.
La tarde ya oscura del invierno responde con sus características sensaciones: rugir de automóviles, cuyos focos irradian ráfagas de luz que iluminan parcelas de sombra; paseantes abrigados echando bocanadas de vaho contra el ambiente helado; anuncios comerciales, aturdiendo con su impacto multicolor sobre el ojo inquieto del viandante; músicas animadas con las que se invita al consumo desde el interior de las tiendas, etc...En conclusión, la típica y amenizada normalidad que acontece cualquier sábado por la tarde en el núcleo vital de la ciudad..
Mientras el narrador culmina el trayecto por una de las céntricas avenidas que desemboca en una de las más renombradas plazas, recela de que aquel día su página quedará en blanco, de que nada estimulará el resorte de su creatividad y sus próximas horas permanecerán en la apatía, sin el goce que procura el misterio del arte. Pero hete aquí, que al adentrarse en la plaza, a lo pocos metros, se cruza con un insólito viandante. Al primer vistazo, percibe en el avistado rasgos peculiares, detalles que captan la atención y promueven a conjeturas intrigantes. El individuo viste totalmente de negro, desde el ápice del sombrero a la puntera del calzado. Es de raza oriental. Por lo espigado, quizá sea chino, pues los japoneses suelen ser zambos y bajitos. El hombre pasa precipitadamente, como quien persigue un destino ineludible y le aguardan obligaciones de cierta importancia. Pero, sobre todo, hay en él un detalle curioso que llama la atención del narrador: bajo el ala de su sombrero, un sombrero negro de sombrerería especializada, un parche de tela cubre su ojo derecho, sujeto por una goma elástica que circunda su cabeza. Quizá primordialmente llama la atención porque utilizar un parche de tela, hoy día que existen prótesis tan bien acabadas como para disimular cualquier tara, no deja de ser una provocación que siembra inquietud en cualquier observador. No cabe duda, que el narrador se ha visto asaetado en el centro mismo de su psique, desatando un animado proceso de ávidas conclusiones divagatorias. Y así el narrador, apelando a sus intrínsecas facultades omniscientes, decide seguir en su periplo a tan conspicuo personaje.
El sujeto -lo llamaremos Chiang- por la convicción de sus andares parece conocer de sobra el destino que persigue. Tal seguridad, hace conjeturar que su estancia en la ciudad no es excesivamente reciente y que se siente familiarizado con el plano de la misma. A esas horas, una tarde de sábado, Chiang ha abandonado su hotel y deambula indolente por la ciudad, añadiendo al agradecido paseo de antes de la cena, la distracción de fisgonear en los comercios de la ciudad. Como de su mano no pende ningún tipo de bolsa, convenimos en que nada le ha estimulado a adquirir ninguna mercadería y que ahíto de la agitación festiva y del abigarrado carrusel del comercio ha decidido recogerse en su hotel, y ya en su habitación asearse para la cena. La trayectoria que ha escogido el viandante  conduce inequívocamente al hotel Hesperia. Con el buen ritmo de su zancada, pronto se hallará a sus puertas.
Al penetrar su portalón , se abren sus acristaladas puertas automáticas. Chiang penetra y se dirige sin vacilar hasta la recepción. Intercambia unas breves frases en inglés con el empleado, quien amablemente le facilita una llave. El huésped se encamina al ascensor. Presiona el botón y aguarda unos minutos. Al fin, la puertas se abren y accede a la cabina. Esta es amplia, recientemente reformada. Con su dedo índice pulsa la tecla del tercer piso, en un panel de dígitos que asciende  hasta el undécimo. Chiang se apea, y nada más salir del descansillo, se encamina por el corredor hasta la habitación 321. Introduce la llave en la cerradura y empuja la puerta. Entra y presiona el interruptor de la luz. Se enciende una lampara e ilumina una habitación decorada con la asepsia propia de los hoteles. Huele a ambientador barato y de las paredes penden cuadros abominables. La amplia cama se cubre con un edredón azul. Al menos la calefacción a calentado el habitáculo, como invitando a permanecer en ella. Una pequeña mesa de escritorio invita a cualquier labor. Pero Chiang se desviste, al parecer dispuesto a darse una ducha. Entra en el baño casi desnudo. En su torso se descubren varios tatuajes, entre ellos uno en el brazo, donde la efigie de un dragón delata la vieja afiliación a un templo Saolín. Ingresó en el monasterio  en su tierna adolescencia, y en él se imbuyó de los principios budistas, ejercitó el yoga  y las disciplinas de autodefensa. Conforme fue creciendo descubrió que la vida monacal no era la más recomendable para él. Tenía sed de nuevos horizontes, ansias de libertad que compaginaban `poco con la estricta disciplina de un asceta. Pronto se convirtió en traficante clandestino de jade, estableciendo favorables contactos que abrieron interesantes perspectivas de bienestar y lucro. Pronto se habituó al dinamismo de aquella vida excitante del claroscuro. Temerario equilibrista sobre el precipicio, su optimismo a toda prueba apostaba a que jamás se lo tragarían los abismos.
Chiang se despoja de su muda interior, retira el parche de su ojo desvelando su lacra, un muñón sin globo ni párpados, y penetra en la ducha. El chorro de agua caliente le reconforta; al aplicarlo a la cabeza reduce la tensión que se acumula en ella como síntoma previo a la ejecución de su trabajo. Se trata de una tarea que exige toda su concentración.
Chiang sale envuelto en una toalla. Acaba de secarse y rebusca en el armario la ropa apropiada. Escoge una ropa cómoda. Por supuesto, negra. Pantalones elásticos, jersey de cuello vuelto y una cazadora de cuero. Ya vestido, abre su maleta, asegurada con candados, y que protege bajo llave en el armario. Entre las ropas, oculta en un doble fondo, aparecen una Mustang automática y una pequeña catana japonesa. La Mustang se guarda en una cartuchera que ajusta bajo su axila. La catana la esconde en un falso forro de la cazadora. Chiang se tumba en la cama hasta las once. A esa hora abandona el hotel y se dirige al restaurante chino Dragón Imperial. Cena varios platos, toma café y licor de manzana. Aguarda. Del restaurante sale un último cliente. En el salón solo quedan Chiang y los camareros, que a su vez son propietarios del negocio. Chiang los mira y ellos corresponden a su mirada. El hombre de negro, con su parche negro tapándole el ojo se pone en pie, desenfunda la Mustang y vacia el cargador apuntando uno por uno sobre los camareros. A la dueña, indemne de la masacre de balazos, la remata degollándola con la catana. Ghiang sale precipitadamente del restaurante, ocultando la humeante Mustag bajo la cazadora, y se disuelve  impunemente, sigiloso como un vuelo de murciélago, en la noche.

LO TRAEN LAS HORAS

LO TRAEN LAS HORAS
Las horas traen el fulgor de la mañana,
la premonición de momentos más felices
en donde la vida se reencuentre
y el corazón reconozca en su latir
el pulso armonioso de lo vivido.

Cada hoja que cae, cada silencio,
cada gota en el río precipitado de las cosas
puede encontrarse en la certeza,
en el aceptable cumplimiento de la necesidad,
desde donde el día nos sonríe
con la pasión complacida de lo creado.

Las ramas se estremecen con el viento;
el río, en sus espumas; el mar sonoro,
con su ávida pleamar, que lame,
que busca la tierra, para cubrir en su abrazo
el cumplimiento de su eterno anhelo.
El universo. La vida. Dios.
Nuestro pequeño "yo"
al que solo el gran prodigio
evita anonadarse en los abismos.
Tras los estremecidos silencios
viene a los labios una íntima y perpleja canción.
Ese que desconozco
¿no será acaso Dios?

VORAZ DERROCHA EL PRIMITIVO FUEGO. SONETO

VORAZ DERROCHA EL PRIMITIVO FUEGO. SONETO
Voraz derrocha el primitivo fuego,
espejo del recuerdo, sus fulgores;
harta plenitud de dulces fragores,
con deseo solaz arrebata el sosiego.

Encendida la pasión, escondes luego
tras ojos en celo ojos soñadores;
de la dicha me robas sus primores,
llama de la ausencia en mi tacto ciego.

Te vuelves vendaval, caballo alado,
por las sendas heraldo de misterios,
criatura de distantes hemisferios,

caracola de luz, has encontrado
en el secreto del aire perfumado
el eureka que cifre tus criterios.

EN EL TÚNEL DEL ALMA

EN EL TÚNEL DEL ALMA
Aparto las sábanas,
la mañana es fría,
la niebla transpira su melancolía;
entre sus vapores,
un sol desvaído
esparce indeciso
sus rayos heridos.
En el túnel del alma
la salida busco
y a la voluntad pregunto
si hay razón alguna
para caminar sin pausa,
con pesar, sin rumbo.
Si se nos ha muerto Dios
-como los filósofos tratan-,
en el corazón malherido
no nos quedan razones,
ni metas, ni camino.

MÚSICA DE CÁMARA

MÚSICA DE CÁMARA
Durante estos últimos días la música que acompaña mis ratos de ocio es la de cámara. Como la pianística, es una música serena que llama a nuestra intimidad. En mi discoteca privada poseo alguno de los ejemplos más representativos de este género musical. En el cuarteto se encuentra el germen de la gran orquesta; en él parece resonar el eco polifónico de sus voces. Esto, sobre todo, se evidencia en Beethoven, en cuyos últimos cuartetos retumba esa música callada que acompaña a todo ser humano, donde el pulso de sus cuerdas parecen penetrar hasta la raíz misma de las emociones y reconocer ese yo profundo. Con Brahms, se abre un abanico de nuevas sensaciones, en el que en el reverbero de la cuerda se apuntan ya revelaciones de lo onírico, de un yo arrebatado por la fascinación de la vida. Entre los mejores cuartetos no hay que olvidar los de Arriaga, en contraste con los de un Mozart, que no encontraron culminación; resultan deliciosos los de Paganini; convencionales los de Campagnoli. Y no hay que olvidar la deliciosa cuerda que contrapunta el Eleonor Rigby de los Beatles.
Cuenta Harold Bloom que la novelística de Jane Austin nos recuerda el juego concertante de un cuarteto de cuerda, que ésta en el fondo es una contenida y deliciosa música de cámara, con un talante expresivo comparable al de Haydn. Espero algún día leerla: compulsar las alegres melodías de sus violines, las nostalgias de la violas, la meláncolica gravedad del violoncello, interpretar, en fin, su comprometido diálogo.