El crimen de la calle Balmes

La calle Balmes en Alcázar presenta un aspecto sombrío y solitario. Al caer la tarde pocos son quienes la transitan. Dijérase que el municipio observa cierta desidia para con ella. Suele estar sucia, mal iluminada. Una farola mortecina apenas sugiere los contornos entre las densas sombras que disimulan el secreto de sus portales. Las fachadas que dan a la calle denuncian escaso interés, y, en los bajos, escasean los comercios cuando, por ser una zona céntrica, en la calles adyacentes abundan toda clase de establecimientos. A mitad de la calle se anuncia un hostal, cuyo luminoso mermado de luz apenas si llama la atención del visitante que busca hospedaje allí donde es difícil de encontrar. Los transeúntes que se aventuran por sus aceras casi siempre van de paso, raramente recalan en alguno de sus portales, aunque la mayoría de sus edificios se hallan casi en su totalidad habitados. Antiguamente la travesía era una más de las que confluyen en la calle Abadía y la calle Mayor, en pleno corazón de Alcázar. Y entonces sí proliferaban las tiendas y los bares, y se la consideraba como paso obligado para acceder a la plaza del Ayuntamiento. Se sabe que su decadencia comenzó a raíz de un suceso luctuoso ocurrido en los locales del Nº 23. Por entonces se hallaba allí un bazar de artículos de decoración. Lo regentaba un matrimonio de origen  francés, que respondían por Bertrand y Colette Bonnard. El comercio era normalmente atendido por Colette, pues el marido trabajaba como agente en una naviera, de modo que ella permanecía en el establecimiento desde las primeras horas de la mañana hasta el cierre. Extrañó al marido, una noche, de vuelta del trabajo, cuando se dirigió al negocio para recoger a su esposa, que el anuncio luminoso estuviera apagado y la cristalera de entrada entreabierta. Al entrar, encontró algunos artículos desparramados por el piso, una lámpara caída, alguna porcelana rota. Asaltado de cierto temor, llamó a su esposa en voz alta sin recibir respuesta. Al descorrer la cortina de la trastienda, descubrió, aterrado por la imagen, el cuerpo tendido de su esposa rodeado por un gran charco de sangre.  El cadáver presentaba un corte profundo en la garganta. El crimen tuvo una gran resonancia en toda la ciudad. Collete fue enterrada en el cementerio de Alcázar; su marido regresó a Francia. Las circunstancias del crimen no fueron del todo esclarecidas, ni se averiguó tras muchas pesquisas quién lo había perpetrado.

Hoy ha llegado un nuevo huésped al Hostal de la calle Balmes. Es un inquilino silencioso. La mayor parte del día la pasa en la alcoba, apenas sale a la calle sino para atender las mínimas necesidades. Cuenta la patrona, que en la habitación a veces se oyen correr los muebles y al huésped hablar en voz alta. Su presentación fue correcta; su DNI estaba en orden. Lo más curioso es que no aclaró hasta cuando prolongaría su estancia. Pero tal cuestión era lo de menos en un negocio en donde no suelen abundar las reservas. Mientras pagara fielmente, era lo de menos-decía la patrona-; y éste había pagado la semana por adelantado. Una tarde se le vio salir y retrasarse más de la cuenta; llegó cargado de algunas bolsas, lo que denunciaba que había estado de compras. Como raramente salía en horario de comida y cena, se contaba con que sus comidas las hacia en el cuarto. Cuarto desde cuya ventana podía verse el antiguo local de Collete Bonnard, que el inquilino contemplaba  diariamente largo rato desde la semipenumbra  del atardecer. Cuando sus ojos se entornaban cansados de mirar, se  recostaba en la cama sumiéndose en una duermevela repleta de pesadillas. Sobre la mesita de noche, una botella de whisky medio vacía y varios frascos de barbitúricos.
La larga mañana trannscurrió sin oír rechistar al nuevo huésped. Ya mediada la tarde la patrona se decidió a llamar a la puerta sin recibir respuesta. Acabada la cena, preocupada la huéspeda llamó a la policía. Cuando los agentes forzaron la puerta, hallaron el cadáver colgado de una soga asida a la sólida argolla de la lámpara, que pudo soportar el peso.

ElL ESCARBAJO DE KAFKA

He comprado un ensayo sobre Kafka, del Fondo de Cultura Económica. Ni siquiera lo he extraído de su envoltorio plástico. Pese a tratarse de un volumen de bolsillo, promete esconder entre sus páginas provechosa sustancia. La portada consta de un retrato del escritor con una alusión a los coleópteros de que trata el más popular de sus relatos. Porque la mayoría de los lectores del escritor checo se han aproximado hasta él a través de La Metamorfosis. Creo haber hecho alusión a mi particular experiencia en este mismo Blog. Contaba yo con quince años, y el pequeño ejemplar de Losada, traducido por Borges, me acompañaba  bajo el pupitre del instituto. Tal veleidad no cayó en saco roto, pues ayudó a los profesores a esbozar mi perfil de alumno problemático. Fue un dardo a emplear, cuando mi padre fue a hablar con el profesorado tras mi renuncia a continuar los estudios. Yo pertenecía al grupo de los inadaptados, débil de carácter, presto a sucumbir bajo las dificultades de la vida. Los compañeros de clase no comprendían mi afición a la lectura, y hacían mofa del los primeros párrafos del relato. Creo que Kafka era si no el escritor apropiado si el más parejo a mi condición. ¿Un adolescente inseguro. tímido, que se sentía abandonado en un mundo hostil, incomprensible y sin respuestas, a qué otro confesor podía acudir si no aun alma gemela, igualmente desubicada en el cosmos, náufrago en el sinsentido de la existencia? Poco se diferenciaba Gregorio Sansa del joven Paquito Juliá, abrumado por los graves problemas de la vida, para él insolubles, y que no descartaba la posibilidad de que al despertar una mañana también se vería convertido en un escarabajo. Tal era su debilidad, que la vivencia cotidiana le suponía una carga y cualquier esfuerzo le llenaba de congoja. Con tal perspectiva no es extraño que cultivase cierta variedad de complejos, entre ellos el de inferioridad, pues se sentía insignificante ante las voluntades y certidumbres del mundo. No era raro, pues, que se sintiera en trance de ser aplastado como un escarabajo.
Hoy superados a trancas y barrancas los infortunios de la virtud y de la vida, rara vez releo a Kafka, entre otras cosas por eludir cualquier fantasma de ánimo depresivo. No hace poco recomencé la tribulación de Sansa, en ese mismo libro que me acompaña desde la adolescencia. Con Kafka se identifica cualquier hombre moderno, pues es paradigma de ese individuo resultado de la era postindustrial. Tras la revolución industrial el hombre perdió la unidad con el cosmos, se desvinculó de la naturaleza con la que guardaba relación de intimidad y cuyas leyes regían su conducta. Ese hombre desarraigado de su elemento natural, regido por unas leyes cuyo cumplimiento daban razón a la vivencia, se ve ahora por segunda vez arrojado del Paraíso, buscando como nuevo Caín a qué aferrarse para poder subsistir ante la incertidumbre que plantea el futuro. La nueva realidad ha quedado desfundamentada; tocará pues construir sobre un terreno inestable, el de la propia soledad  y el de la conciencia escindida. Todo ha sido trastocado, los viejos dogmas ya no son concluyentes ni válidos. Impera un absurdo donde el hombre vaga perdido buscando la explicación en el misterio de ese castillo en cuyos pasadizos yerra y tras cuyas puertas nunca encontrará esa voz amable que lo tranquilice, que condescienda con él con un breve gesto compasivo. Porque el caos puede estar tan articulado como el cosmos. Y cualquier mañana podremos amanecer convertidos en escarabajos, despreciados e inmundos, sin hueco en el orden de los hombres comunes. Trataremos de reanudar la agenda cotidiana, pero el peso del caparazón nos lo impedirá. La vida del hombre postindustrial ha escapado de la certidumbre natural de la vigilia para extrañarse en la incongruencia del sueño. Acaso solo sea sueño el hombre industrial...
¿Qué será del hombre tecnológico?

DE SINDROMES Y RESONANCIAS

Suena un CD de Strauss: la Sinfonía Alpina. Un buen tónico como para acabar el día. Ya no sabría cómo vivir sin música. Me he convertido en un stendhaliano diletante. Mis síndromes de Stendhal son habituales; suelen ocurrirme durante algunas manifestaciones de arte, y no siempre en Florencia.
Ver Florencia y morir. Slogan que se puede decir de unas cuantas ciudades de Italia. Yo sufrí ésos vértigos estéticos al contemplar la sacristía Nuova de Miguel Ángel. No sé si los Medici se la merecían, pues algunos de ellos dejan mucho que desear. El pasadizo entre el palazzo Vecchio y el Pitti, atravesando el puente sobre el Arno, habla bien a las claras de su discutida reputación y su temor a fenecer despedazados, a manos de la turba.
Comprendo la saudade stendhaliana por Italia. A mi me ocurre lo mismo; de vez en cuando me asalta la pasión de añorarla, de retornar a ella y conocerla más a fondo, volviendo más íntimos nuestros afectos. Y es que como he oído por ahí, Italia no es un país, es una emoción. Pocos lugares despiertan nuestros sentimientos más viscerales que contemplar en un primer golpe de vista la plaza de San Marco de Venecia. He oído de experiencias donde no faltó el correr de las lágrimas, junto a la más romántica melancolía. Así es Venecia, aunque algunos la consideren un nido de ratas.
Concluyo un libro sobre la batalla de Lepanto. Reconozco que de ella contamos con una visión bastante inexacta. Muchos la conocemos solo por la frase que lapidó Cervantes: ¡La más alta ocasión que vieron los siglos! En efecto, dicha victoria significa la más alta cota alcanzada por el imperio español de los Austrias. En ella Juan de Austria coronó el laurel del triunfo, masacrando nada más y nada menos que al infiel, terror de la cristiandad. El inmolado Carrero Blanco conmemoró el hecho en su singular libro La victoria del Cristo de Lepanto. Yo creo que la de Lepanto es una batalla que se viene repitiendo en el transcurso de los siglos. Acaso es siempre la misma batalla: Termópilas y Salamina, Accio, y Lepanto. Estuve en Lepanto. En esas aguas entrechocan las fuerzas tectónicas de oriente y occidente. Recuerdo esa mañana en un trasbordador cruzando el estrecho que separa la península Griega y el Peloponeso. En medio del mar creí divisar el espejismo de las dos escuadras, la de la Liga y la otomana trabadas entre una densa humareda, masacrándose a sangre y fuego, sin poner coto a la vorágine despiadada de la guerra. Creía divisar, digo, pero el mar estaba calmo, un sol rubicundo bendecía una mañana  de completo solaz y estaba recién comenzado el siglo XXI. Muy atrás quedaban las dos flotas enemigas embistiéndose, despedazándose a cañonazos, abordándose bajo la consigna de no hay prisioneros; con el mismo Don Juan batiéndose espada en mano, sajando a cuanto turco le venía al alcance, o el futuro don Miguel, con su mano reventada por un arcabuzazo, pero saboreando con una sonrisa la miel de la victoria. Lo que me ha traído dicha lectura es el deseo de conocer Estambul-Constantinopla. Siempre hemos tenido a los turcos por esos bárbaros infieles, pero harenes como el de Topkapi no dejan de faltar en occidente. Estambul como Sevilla debe tener un sabor especial, y no solo el de la carne putrefacta de los Kebabs. Hagia Sofía y la maravilla del  Bósforo recomiendan la visita.
Muchas cosas hoy he dejado en el tintero, pero es que cada día tiene un limite de papeles que escribir que algunos llaman 24 horas. Nada es el tiempo sin una conciencia que lo mida. Las cosas pasan de prisa, mientras la vida se nos escapa entre los dedos. Una forma de retenerla es condensándola en un  libro. Por ejemplo un libro como el que esta tarde he estado tentado de comprar. Se titulaba La nobleza del fracaso, de un autor norteamericano relacionado con Mishima, a cuya memoria dedicó el libro. En él constata todo una religión del perdedor en la historia japonesa, desde los antiguos héroes al último de los samurais, acabando en el ciego furor de los Kamikaze. ¿Puede acaso en la derrota haber mayor grandeza que en la victoria?

Sueño de un escritor

Siempre me ha tentado escribir una obra en prosa, donde la barrera con la poesía quedara difuminada.
Cuenta la literatura de este género insignes precedentes. Platero y yo acaso sea el ejemplo más destacado al respecto. Ocurre que, por mi parte, no he dado con el tema apropiado con que abordar un libro semejante. Juan Ramón tenía su burrito y una hipersensibilidad a flor de piel. Su trayectoria humana siempre fue del hilo de la poesía, con una dedicación cuasi monacal. Su vida, si no me equivoco, consistía en la creación poética y en la gestión posterior para verla materializada en un libro. Juan Ramón no paró de escribir, de publicar, nadie como él tradujo en poesía su cotidianidad. Fue un poeta total, como más tarde intentó serlo Neruda,
Platero fue su libro más universal, donde se sublima el sencillo candor juanramoniano. Siempre quise escribir así, logrando con la mayor austeridad de lenguaje transmitir el esplendor de la belleza. Nada sería Platero sin este logro, el de llegar al corazón con su lenguaje esencial, franciscano, libre de adornos. Cuando leemos Platero nos abruman las nostaljias de Moguer, reverdeciendo en nosotros ese jardincillo del alma donde aún pervive la infancia.
Intentó alcanzar un milagro semejante otro escritor, a día de hoy bastante olvidado, cuando con una prosa desnuda nos relató la ingenua leyenda de Marcelino pan y vino, donde el autor rebusca en esa recóndita y feraz memoria de la infancia para develarnos el misterio de la fe en carne viva.
Sí, yo soñé escribir libros de ese talante, pero para que tal prodigio fuera posible no cabría más que reclamar la inspiración de la entraña misma de los cielos. Amén.

HOMBRE

Nací con una sentencia de muerte bajo el brazo,
a la guerra fui enviado como carne de cañón,
tuve que deglutir mis sueños hechos pedazos
y sin restañar el alma lacerada cantar con alegría de gorrión.
Perdido en las profundidades del infierno,
amanecer tras amanecer sufriendo sin tregua el suplicio,
con duros trabajos apurando el amargo sacrificio
y sin cobijo ni abrigo con que aliviar el crudo invierno.
Al mal tiempo buena cara, aconsejaba
el sargento de semana.
Es triste al despertar por las mañanas
no encontrar las caricias que antaño te colmaban.
Si fue dura la senda, la por venir es tortuosa.
Si careces de sino, ventura y esposa,
vacía la despensa, sin propósito y guía,
te persigue la duda y el pesar cada día,
piensa que soñaste un paraíso donde aún germinan rosas
y que algún pájaro cantará sobre el frío mármol de tu losa.

INTIMIDAD CON EL MAR

Echo de menos aquellas mañanas de intimidad con el mar, cuando el sol derramaba sus primeros rayos sobre la vasta superficie plateada. Eran años juveniles, donde la relación con el mundo tenía una dimensión visceral. Cuanto nos rodeaba cobraba una relevancia de la que hoy carece. El sol reverberante sobre la bruñida inmensidad y el mar arrojando las mansas olas sobre la orilla, una tras otra, acompasadamente. Hacía novillos en el instituto y buscaba refugio en la playa, donde la mañana aún tierna movía las primeras brisas. Aquel aire inundaba mis pulmones y vigorizaba mi alma alicaída. Pese a no poder borrar el postrer resquemor de la culpa, la fascinación de la marina desataba mi imaginación fantaseadora como un lenitivo compensatorio. Hollaba la arena blanda, inscrita por múltiples huellas de gaviota, recorriendo de arriba abajo el confín de la bahía, hasta que mis sueños se agotaban perdidos en sublimadas lontananzas...