VENECIANAS XXVI: MÁSCARAS VENECIANAS

VENECIANAS XXVI: MÁSCARAS VENECIANAS
Confieso que uno de los acontecimientos más representativos de Venecia que no he presenciado in situ es su carnaval, esa sofisticada máscarada que mejor define su talante. Supongo que para penetrar ese espíritu que la caracteriza es necesario participar de alguna manera en esa gran kermés en donde la ciudad escenario se representa a sí misma,  y encontrar en el genio de la farsa las expresión más afín a su idiosincrasia. En Venecia la máscarada representa la manifestación más definitoria de su carácter, expresión de lo popular y nutriente de su literatura. No debemos olvidar que Venecia es la cuna de la "comedia del arte", gran aportación de la ciudad al universo de la farándula y la forma más genuina y natural de interpretar su identidad. Dicho esto, cabe especular que la gran máscarada alcanzó su máximo exponente durante ese siglo en el que la comedia evidenció su  mayor desarrollo, de la mano de Goldoni o Gozzi. Con la creación de personajes tan sugestivos como Arlequín o Colombina, Pantalón o Brighella,  la ciudad alcanzó su más sutil expresión, pero junto a esa aritificioso refinamiento de la sátira, también afloró el germen más  demostrativo de su decadencia.

Es la máscara veneciana uno de los símbolos que mejor identifican a la ciudad, que la cuenta entre sus artesanias más florecientes. Por doquiera se rastree, uno se encuentra con establecimientos dedicados a la confección y venta de las más inverosímiles carátulas. Su diseño es fiel reflejo de la original versatilidad de los artesanos de la laguna, pues tal tradición se ha consolidado junto al cristal de Murano como una de las fructíferas artesanías que mejor definen  a la urbe y resaltan su espiritu abigarrado, jovial y lleno de fantasía. En ese florenciente, y a su vez decadente, siglo XVIII fue distintiva la célebre bauta, caréta que los vernáculos usaban a discreción y que servía para enmascarar aun las intenciones más secretas y las lacras más reprobables. Pues la máscara ocupó, qué duda cabe, en esa especial época que mejor define a Venecia, o en la que al menos encontró y reconoció su momento intemporal por excelencia, un papel preponderante. No queda más que mirar en esa galeria de estampas sociales que, albergadas hoy en Ca´Rezzonico, describió al detalle Pietro Longhi o en las estancias recoletas de ese mismo palacio emblemático, donde se resumen los últimos esplendores de esa vieja Serenísima, diseñadas por Gian Domenico Tiepolo con su serial máscarada entre irónica y tendenciosa. En el crucial siglo de Casanova, mantener ese anonimato bajo la penumbra de los soportegos o pasar desapercibido a bordo de esa góndola secreta que atracaba aun en las más comprometidas fondamentas era primodial para alcanzar el éxito sin dañar la reputación, al menos de cara a la galeria. ¿Qué hubiera sido de las multiples corerrías del gran seductor sin la colaboración inestimable de la bauta? Muchas de sus exitosas conquistas hubiesen naufragado; habría sido identificado y denunciado al truculento tribunal de los diez, una vez sorprendido transgrediendo el hermetismo de los conventos o violando la reputación de los hogares más cristianamente constituidos. En fin, tras la máscara veneciana se encubre un mundo de secretas intenciones, un universo de insinuantes posibilidades que resguarda ese artificioso antifaz invitando a descorrer el velo de la fantasía.

Uno de los inconvenientes para visitar Venecia en carnaval es lo inadecuado de su calendario. A los que todavia nos hallamos sujetos a la disciplina laboral, esas fechas concretas en mitad del invierno en ninguma manera propician el desplazamiento y nos invitan a postponer la visita hasta cualquier otra época más favorable del año, en que encontraremos a Venecia menos saturada, descongestionada de ese hormiguero humano que quizá la distingan durante esas cruciales fechas. Aunque la admiración que la filigrana de sus disfraces evoca, vuelve muy cuesta arriba sustraerse a su fascinante hechizo y tal propuesta constituye un reclamo permanente. Porque el carnaval, en suma, significa y significaba para Venecia esa lupercal en la que la ciudad se enajenaba de sí misma y se sacudía las pulgas insidiosas del peso de su esplendoroso pasado.

EN LA BRÚJULA DE NERUDA

EN LA BRÚJULA DE NERUDA
Hay momentos en que el peso de las horas nos hace urgir la salida del laberinto. La vida se presenta como la posibilidad de una trampa tendida de la que nunca escaparemos. Hasta nuestro oído llegan los ecos, las voces, las resonancias; hasta nuestro corazón el lamento, el conduelo. Hay días que la vida esplende, su vigor nos basta; nos sentimos penetrados por ella, convencidos de haberla poseído y nos hace caminar con ademanes de príncipe; su luz se vuelve mañana de esperanza; pero siguiendo ese ley fatal de lo que es, la plenitud de sus rayos desbordados anuncian el pesimismo del crepúsculo. Es la hora opaca de las sombras, de lo escondido, de la noche. Y esa misma oscuridad de cendales luctuosos traen barruntos de la muerte. Conforme los días caen, y los años se suceden, se presiente el vértice del silencio inevitable, la pétrea rugosidad del paisaje que susurra ese reclamo sotovoce invitándonos a sumarnos al polvo de la tierra, a regresar al útero confuso de la intemporal oquedad y a temer que nuestra voz no volverá jamas a ser oída en la indiferencia del universo.

En estos dias lánguidos, donde las notas de un violín desgarrado nos hablan del lamento de la llovizna que retarda el cuajar de la primavera y nos pergeña el seco hieratismo de las hileras de árboles aún sin hojas, en cuyo trazado nervioso y quebradizo queremos leer esos latentes sinsabores de las pesadumbres que nunca pasan, tratamos de escrutar alma adentro buscando esa mina substancial que compense la balanza dubitativa de la vida, la carencia de su peso de sombra. En el gris de esas tardes sin recuerdo, las manos en las faltriqueras de la desilusión, camino entre la babel confusa de Madrid, rodeado por construcciones colosales y vanas que me salen al paso; se me antojan soberbios mausoleos de la vida; entre su concavidades tratamos con nuestra mentira histríonica de mitigar la liviandad de nuestro efímero vuelo y pretendemos buscar palabras que condensen este cardiopático pulso existencial. Sólo he encontrado cierto arropo, cierta coincidencia solidaria en mi desolación, en los versos de la Residencia en la Tierra, de Neruda. Sus versos me han empapado, han calado los tuétanos de mis inconsistentes certidumbres, y han arrancado largos acordes doloridos de guitarra y un destello de luna crispada ha penetrado en ese refugio inconfesable donde se agazapan las aguas dormidas de la corriente del destino y el sentido último del ser . Suenan en la noche las guitarras y los bandoneones que traen al corazón una melodia parisina de terquedad doliente. En la mañana, no he podido resistirlo; un taxi me ha llevado hasta la Casa de las Flores, en Argüelles. Del edificio que fue testigo de esos años decisivos, en cuyas paredes resonaron los ecos marinos y minerales de la poética nerudiana, solo quedan los recuerdos. Esa casa que recibió a tan irremplazables visitantes ya sólo habita en la memoria de los nostálgicos que quieran o puedan evocarla y que, acaso como yo, asolado por el pesumbroso paso de la vida, perdido en la cantina de una estación de tren cualquiera me anego en esas aguas infinitas y sombrías de la Residencia en la Tierra, y envuelto en su apasionado paisaje de devastaciones, dejo bañar mi cara por las lluvias incisivas y enfermas del mozón, mientras sigo mi camino, liviano de calzado y sin brújula precisa.

VENECIANAS XXV: LA REPUBLICA DE VENECIA

VENECIANAS XXV: LA REPUBLICA DE VENECIA
La historia de la República de Venecia, con caracteristicas tan anejas a las que singularizaban a las viejas ciudades-estado, parece remontarse a esas formas de gobierno de la antigüedad clásica; cercano es su paralelismo al de los gobiernos oligárquicos helenos o muy especialmente su proximidad con la vieja república romana. Como en ésta, su política se concentraba en ese grupo limitado de patricios que controlaban los diversos procesos del poder, garantes de los diferentes aspectos de gobierno: finacieros, legales y militares. Y en efecto, se transluce que su modelo político era el del imperio romano de oriente, con cuya singladura parece tener la Republica veneciana tantas concomitancias. Hoy sabemos que tanto en su desarrollo político como cultural bebia de esa fuentes constantinopolitanas. Su ceremonial cortesano remitía a los usos bizantinos, de tal manera que la figura del Dogo, tanto en sus atribuciones como en su parafernalia, trataba de emular a esa hermana mayor oriental.
Si bien la majestad ducal se desenvolvió en un principio con todas la actitudes y atribuciones de la momarquía oriental, como fueron los casos de los Orseolos, bien pronto el susceptible grupo de patricios, a cuyo estamento también pertenecia el dogo, tomaron las riendas de la república. Como en la vieja Roma, dispusieron la jurisprudencia necesaria para controlar mediante disposiciones y consejos la autonomía de esa figura principal de la República. Desde entonces el papel ejecutivo y juridico del dogo quedó muy mermado, cifrándose en un protagonismo consular y limitando su imperio al caudillaje militar. No debemos olvidar, en todo caso, que Venecia era una república cuya hegemonía se fundamentaba en el comercio, y en vistas a satisfacer las necesidades de este motor de vida permanecían encauzadas sus políticas.

Este nuevo giro a su sistema de gobierno debió ser el idóneo que reclamaba el período, pues en su transcurso alcanzó Venecia su máximo apogeo; rozó los límites de su expansión comercial y marco las más distantes fronteras de lo constituiría su imperio. Un imperio que, habría que insistir, se fue fundando con los despojos dejados en el camino por su admirado imperio oriental. Con la decadencia de Conmenos y Paleologos cobraba Venecia su máxima pujanza, dominando unos territorios en los que siempre estaba puesta su mirada, pues desde allí se controlaba el viejo mercado de las especias. Venecia desde siempre tuvo vocación oriental; puede dicirse que en la península itálica solo posó su mirada cuando comenzó a fallarle esa expansión en oriente. Artifice de esta mayor gloria fue Enrique Dandolo, legendario dogo octogenario, bajo cuyo caudillaje los venecianos llevaron sus naves hasta el mismo Cuerno de Oro y detentaron el control de la vieja ciudad; prueba de ello es la famosa cuadriga de San Marco, que en su día embelleció el viejo circo de Constantinopla.

Para finalizar, habrá que hacer constar que el descubrimiento de América y sobre todo la nueva ruta descubierta por los portugueses hacia las Indias, asestaron un golpe de gracia a la hegemonía comercial veneciana; eso, conjuntamente con la amenaza de un nuevo pueblo que puganaba por cubrir bajo la media luna islámica el secular imperio bizantino: los turcos. La legendaria fontera de occidente se sumiría definitivamente bajo la marea tumultuosa del oriente. Constatinopla se perdió bajo la acometida del alfanje otomano; restó a Venecia el viejo mundo griego; en Creta, en Nauplia, en la desastrosa ruina del Partenón, se pueden leer la huellas de esa histórica expansión. Pero, pese al triunfo de Lepanto, también llegó el desmoronamiento de ese mundo colonial y la Serenísima se vió enredada en las guerras y rencillas de la repúblicas italianas, desangrándose lentamente, constreñida por los pujanza de las nuevas potencias que emergían: Francia y España . Y poco a poco, andando el tiempo, confundida en sus mayores fastos, llegó la hora en que no tuvo sentido ese gobierno de patricios; anquilosado, anacrónico, se perdió su significación en el vértigo de la historia, el papel internacional que ocupaba se transformó en indiferente crónica provinciana. La soberbia napoleónica solo tuvo que trazar esa rubrica que la convirtió en un pintoresco mausoleo, lugar común de todas las nostalgias, vetusta sirena varada en las playas legendarias de Europa.

El ECO MARINO

El ECO MARINO
Más allá de los abecedarios y los días, lentamente pulsando el escrutinio opaco de la jornadas, donde la luz penetra en ondas de incertidumbre y se abren los abismos crepusculares. Quisiera saber de cierto muchas cosas, la consistencia grave de la palabra que, a cada paso, con cada aliento es anuncio de eternidades. Allí donde el espacio se abre infinito y prorrumpe en cadencias arboladas de centellas, quisiera escuchar en las corrientes revoltosas de los ríos, donde nacen las canciones de los amaneceres, ese salmo secreto de la conciencia del mundo y descifrar el pentagrama de su melodía inconclusa. Mientras subrayo, mientras araño el espejo inverosímil de la dudosa realidad, mientras planeo las vastedades de los aires entre abismales paisajes inefables, la hora llega, el alma se ensancha o se repliega como oleaje de mar bravío.

Si el mar hubiese acogido todos los lamentos de los hombres, arrojado a sus playas el pedernal y el huso, como en el día señalado se revelarán los secretos de los corazones y el cielo sobrevendrá con la evidencia del rayo. Quisiera sondear el sino escondido de los aconteceres, deshilvanar la costuras de tiempo y deslindar lo que encubre su incomprensible milagro, la esencia de sus divisiones, lo inaprensible de su pesada liviandad. Conocería con cabal certidumbre, con el impulso ciego de la fe, la expansiva resonancia del eco confinado en la esperanza. Si acaso un inciso...pero sólo la fe. Solo la fe puede transformar la faz desoladora de las cosas, el desgranar de los segundos en su tic-tac sin objetivo, pudiendo leer en el corazón inerme de la piedra el pulso desfogado, imperecedero, enternecido de aguas vivas y arreboles. Sí,... la eternidad, ese flujo por siempre del mar perpetuo que resuena en lo vacío su eco de plenitudes.

ANIVERSARIO DE DICKENS

ANIVERSARIO DE DICKENS
Este año se conmemoran los 200 años del nacimiento de Charles Dickens, esa figura crucial del diecinueve, que comparte los honores lieterarios ingleses junto William Shakespeare. Salvando honestamente las distancias que separan a ambos, habría que convenir sin embargo que la de Dickens es una figura que no puede ser obviada. Junto a Walter Scott constituye la cima de la novelistica decimonónica inglesa, por no calificarla de romántica, pues si el primero se ajusta claramente a este movimiento, en el caso de Dickens su filiación está bastante menos clara, tanto por el cómputo cronológico como por el sustrato ideológico que constituyen los pilares de su obra. En cualquier caso, la figura de Dickens vendría a circunscribirse en ese romanticismo tardío en el que la revolución industrial ya había trazado profundamente las sendas de la modernidad. La mayoria de su obra se centra en la descripción del entorno, venturoso o degradado, que dicho acontecimiento configuró. Nos habla de esa indistrualización propia de la gran ciudad, que en su desarrollo desmesurado transformó la vida en Inglaterra. Su obra nos da testimonio de esa lucha, de los hombres que medraron favorecidos por sus pingües dádivas y de los parias que sucumbieron entre las fauces de ese dragon de metal y fuego.

Siguiendo sus relatos, descubrimos la historia de esa migración que abandonaba la pobreza de los campos buscando míseras migajas que se recogían en los arrabales de las grandes ciudades. Con ellos reconocemos la dura epopeya de esa inhospita modernidad que se acerca, ofreciéndonos a un tiempo angustia y esperanza. Para los que saben adaptarse, sonreirá la vida; a las víctimas las engullirá su vorágine, y la vida se constituirá en un círculo infernal de privaciones, soportando día a día el peso de los inclementes eslabones de la desventura.

En las páginas de Oliver, de David Coperfield, de Grandes Esperanzas, de tantas obras acertadas presenciaremos el destino atribulado de todos estos seres, a los que el sutil humor dickensiano confiere ese aliento vivificador que los vuelve genuinos y cercanos. Por este prolijo y contrastado friso asomaron esas acciones y caracteres que nos ayudaron a comprender a una época, a un escritor irrepetible y, por medio de él, a nosotros mismos, testigos comprometidos de una realidad tan compleja y en tantos puntos coincidente con ese mundo entre idilico y atormentado que nos reveló el genio de Dickens. Por éstas y por tantas otras cosas, merece la pena volver a releer al escritor inglés.