Nefertiti y yo

Desde la balda superior de la pequeña estantería contemplo lo que me  es dado contemplar como nuevo invitado al caprichoso ámbito que constituye todo despacho personal. Mis ojos se abren a la luz blanca del neón del techo como a la luminosidad del mediodía en el Nilo. Es como un reciente retornar a las claridades del día desde las oscuras edades de la historia, o, permíteme la lúgubre apreciación, desde las sombrías recámaras donde sólo habita la muerte. Pero la muerte es algo que para quienes participamos de cierta esencia divina no supone ningún hándicap y sí una ventaja para involucrarnos a placer en la complicidad de la vicisitud histórica. Nos basta con que la anécdota sea jugosa para intervenir desde nuestro limbo eternal en los efímeros contratiempos de los mortales.
Tu habitación es como la de un atareado escriba, como la de quien pasa la vida descifrando los signos menudos de los ingentes e ingentes rollos de papiro; en tu caso, libros. El privilegio de la inmortalidad, me ha permitido conocer este novedoso utensilio de los hombres. Sé que desde que conocieron su origen, el mundo ha avanzado mucho. En lo que me toca, siempre me aburrió un poco el tedioso trajín del escriba de leer y releer textos de los que según ellos se obtiene un fruto extraordinario. Mi esposo se sumaba a dicha tarea y pasaba el día cotejando con los visires las largas epístolas de los embajadores. Yo, no pudiendo habituarme a tan farragoso quehacer, con la cabeza embotada por el aire viciado de la estancia, salía con mis hijas a solazarme en el jardín. Pues reyes y consejeros querrán disponer lo que se quiera, pero al final siempre prevalecerá la voluntad de Atón.

El aroma que hasta mi llega ahora, entremezclado con ese otro rancio de papel, no me recuerda a  ninguno de los que aromaban los jardines de palacio, ese vergel florido entre la aridez que rodeaba Tell Amarna, o  a alguna de las fragancias que perfumaban nuestros retiros junto a las aguas bienhechoras del río. Allí pasábamos jornadas deliciosas, gozándonos en familia por las bendiciones del dios. Tal asueto no tendría comparación, si no hubiera sido interrumpido tan a menudo por la intromisión de algún lacayo portando cierto pertinente pliego que urgía examinar. Hubiera deseado deberes de estado memos premiosos, respetuosos de nuestra concordia familiar. Porque cuando no eran demandas del gran sacerdote de Amón, que resistía a reconocerse como prelado de una religión proscrita, eran las alarmas del general Horenheb anunciando el riesgo de no poder preservar las fronteras caldeas. Mi marido requería mi consejo sobre tales asuntos cuando la voz de Atón le llegaba débilmente y tenía que recurrir a la opinión de alguien de la mayor confianza, pues prefería mi consejo al del gran visir o el de cualquier otro cargo de la corte. Sin embargo, yo, débil mujer, en poco podía contribuir a las cuestiones de estado, puesto que ya suponía tarea abrumadora e ingrata atender a las necesidades de palacio, cuidar del gineceo y mediar en las habituales rencillas familiares, tan peligrosas para la estabilidad del reino como la pérdida de un escuadrón armado en la frontera de Megido.

En este momento escucho las dulces melodías de una música cautivadora alrededor de mí. En palacio también amenizaba un pequeño conjunto de tañedoras, emitiendo lánguidos aires de añoranza o alegres tonadas festivas. Entonces se conocían ya los sones arpegiados del arpa, el timbre brillante del salterio y el dulce sonido de la flauta de caña. De Nubia nos llegaba el tantán de pequeños timbales, hechos de cuerpo de calabaza o caparazón de tortuga. Sus sones refrescaban los tórridos atardeceres de Egipto. Verdaderamente,  no faltaban las distracciones en palacio, como veo que para ti también abundan. Vives rodeado de extrañas máquinas que te ayudan en la tarea y en la diversión. ¡ Son tus tiempos tan diferentes a los míos! Pero no dejaré que la nostalgia empañe el regocijo que el destino me ha permitido de volver a ver la luz en tu casa, de retomar el hilo de la palabra una vez más.
Veo que tu cuarto lo embellecen unas pocas imágenes bastante sugestivas, aunque el desorden que en él se aprecia ensombrezca un tanto su esplendor. Sobre las estanterías atiborradas de libros abundan cajas de distintos tamaños, y otros artilugios cuya utilidad desconozco. Creo que tal desorden es exterior, pero que tu interior está ordenado, y que en tu mente conviven los más heterogéneos conocimientos sin estorbarse. En otros estantes, descubro otras figurillas de pensadores, poetas o músicos parecidas a la mía, y, justo a mi lado, el busto de una diosa, tocada por un estrambótico peinado. Creo que su procedencia es vernácula. El mundo está lleno de dioses, aunque todos sabemos que solo en uno se encuentra "ma´at". También mi palacio se adornaba con toda clase de pinturas y objetos artísticos y piadosos. Aunque en Egipto se pintaba directamente sobre el muro, no escaseaban los bajorrelieves y se esculpía sin cesar. Nuestros monumentos estaban plagados de las tallas de nuestros dioses y faraones. Por el tamaño se puede adivinar la megalomanía de algunos de ellos y la magnitud del estado que gobernaban. Aunque debió ser Keops el más prepotente, pues el pináculo de su pirámide parece acariciar las estrellas. Su majestad milenaria ha arraigado en nuestra nación y ello la vuelve casi inamovible, en sus dioses, sus costumbres y sus prejuicios, que suponen una losa de granito para todos aquellos que pretendemos removerla y crear algo nuevo. Justo frente a mí destaca una estatuilla de mayor tamaño del Dios hecho hombre, desde cuya cruz cambió el curso de las centurias. La auténtica verdad del cosmos sólo la conoceremos al final de los siglos, mientras tanto tan cierto será Osiris como Jesucristo. Pero hay en el pensamiento de Jesús revelaciones válidas desde el inicio de los tiempos, como propias de Atón.

Te sorprendo al fin sentado en tu escritorio -era tal vis a vis inevitable-, hurgando en tu magín y redactando un exhaustivo pliego, en el que revelas sobre mí cuestiones que acaso no quisiera propagar. Pero puesto que me has encontrado, te concederé la venia de narrarlos. Veo que has aguzado el oído hacia mis pensamientos y mi voz se ha escuchado diáfana y bastante veraz. Yo creo que tu sabias que este encuentro se produciría desde que me rescataste por unas monedas de entre los cachivaches del chamarilero. Pero excúsame, se benevolente, pues, entretenidos en nuestro diálogo, llegada es la hora del silencio, ha pasado el tiempo y ya ha caído la noche y es hora de retirarse, tu a la rutina de tu descanso diario, yo, momentáneamente, al sueño milenario del sepulcro.

ARTE DE PRUDENCIA

ARTE DE PRUDENCIA
En la senda de la vida
camina en pos de la manada,
contempla las exigencias
que sus leyes te demandan,
déjate guiar hacia el destino
prometido por sus jefes,
aunque en nada concuerde
con tus ideales,y no cejes
en tu afán por alcanzar tal meta.
Ante todo, no desmayes,
que tus piernas no demuestren
el cansancio y la flaqueza,
pues a orillas de la ruta
merodean fieras alimañas
que aguardan la caída o el tropiezo
para abrir voraces fauces
y despedazarte.

De vueltas con Machado

De vueltas con Machado
Era deseo de Machado
llamar a cada cosa por su nombre,
pan al pan; al humano, hombre.
Todo en su sitio, y claro
cada concepto de que hablamos.
El adjetivo preciso;
prodigaba el verbo que dice: ¡vamos!
Hablaba para que nos entendamos,
procurando ser conciso,
y manejaba la lima
para aliviar la frase de escoria;
por exquisita decía fina,
como voz más cercana
que nos viene a la memoria.
Semeja su verso una fuente
que de la entraña mana,
nunca dispuesto a la discordia
siempre presto a tender puentes.
Jamás para el poeta soplaron
los gongorinos céfiros,
suaves brisas lo colmaron,
siempre apacibles, lejos del vértigo.
De la quimera no le cegaron
ni el rico metal ni el pórfido.
Sus sueños a la tierra no olvidaron,
vivas las cicatrices del amor
y el corazón siempre alerta
a esa flor de la mañana que despierta.

Consideraciones intempestivas

Ha muerto Zefirelli. Recuerdo con gusto una de sus últimas películas, Té con Mussolini. En ella se retrata la lucha de unas mujeres en pleno fascismo por preservar el patrimonio artístico de Toscana. El cine de Zefirelli, por su gusto estetizante, resulta algo frío. Una de sus grandes obras, Jesús de Nazareth, supone un acercamiento más bien meloso a la figura más importante de nuestra historia. El secreto quizá estribe en su condición de católico y homosexual. En esta segunda faceta se sabe que mantuvo relaciones con Visconti, a quien no se le escapaba una o uno. El milanés desde las idealidades dionisíacas de su "Muerte en Venecia" quiso corromper a la intelectualidad por las generaciones. Aunque esto no debe resultar difícil, atendiendo a las conclusiones de Thomas Mann en la novela homónima, cuando señala que la búsqueda de la belleza es una dedicación femenina. ¿No están acaso sus dominios regidos por una diosa? También Mujica Lainez fue consciente de ello. Otros, en lugares distantes como Japón, advirtieron tal deriva en la misma sociedad. Mishima,   empezando por reconocerlo en sí mismo, identificó que tales lacras, con las nuevas costumbres, los nuevos dioses que habían reemplazado a los suyos centenarios, iban creciendo en una sociedad entregada al hedonismo consumista y la indiferencia ante cualquier exigencia ética. Los valores que habían primado en las épocas más esplendorosas de Japón hoy escaseaban en una sociedad sin otro interés que no fuera el pecuniario y donde las costumbres occidentales venían a suplir a las tradicionales. Sin irnos tan lejos, también en nuestra sociedad se adivinan nuevas pautas en las relaciones humanas. ¿Será porque las tradicionales están periclitadas, o por qué la sociedad ha perdido todo auspicio sobre su destino? Huérfana de ideales se diluye en la molicie y la disolución. ¿O será tal vez que ahora prevalece el ideal de los que no tienen ideales? ¿ Es éste el contenido de la sociedad del bienestar?

RELECTURAS

Cuando se llevan años de lector empedernido, muchas de las lecturas las componen no ya la de nuevos libros que nos acercan a distintos horizontes y mundos desconocidos sino a las relecturas de antiguos libros que han dejado huella en nosotros. Recientemente, he afrontado una segunda lectura del ensayo La cultura egipcia del autor John A. Wilson, editado por el Fondo de Cultura Económica. Recuerdo que su primera lectura supuso una experiencia positiva. Es de los pocos libros sobre el antiguo Egipto que tratan de penetrar con inteligencia en el meollo que constituía aquella milenaria civilización. Lo mejor del libro es que no trata de un acercamiento histórico pero esquemático al acontecer del país del Nilo, sino de un análisis madurado de los diversos órdenes, político, social, religioso, cultural, que articulaban el reino faraónico. En él podemos interpretar con cabal detalle el mosaico de voluntades, pautas y creencias que modelaron tan arcaica sociedad, quizá la primera que alcanzó un aceptable nivel de desarrollo y que llegó a tener una conciencia clara como nación. En diversos apartados se nos aclaran conceptos fundamentales para comprender el sentir y el obrar de los egipcios, en términos tales como "ma´at", que en sí contiene su concepción del orden natural y moral, orden en el que el faraón juega un papel importantísimo como mediador y preservador del necesario equilibrio. Equilibrio sin el cual un mundo tan dependiente de una geografía condicionante jamás hubiera progresado. En el libro se tratan otros muchos aspectos, recorriendo su historia y señalando el problema que en cada época fue determinante, desde los constructores de las pirámides, al imperio Tutmósida y Ramésida o la herejía de Tell -Amarna, que llevó a la decadencia bajo los hicsos y a ese epílogo descolorido que culminó con la invasión de los persas. Libro el de Wilson recomendable en todos los sentidos. En pequeño formato, igualmente sugestivo al que escribiera sobre la más pintoresca civilización Françoise Daumas.

Como nueva relectura he escogido un libro sobre el que guardo un especial cariño: La Atenas de Pericles, de C.M. Bowra. Este fue uno de los títulos que me lanzó a navegar por la gran aventura griega. Cabe decir que tales libros no son ya solo para la inteligencia sino para el corazón.

El bocadillo de anchoas

El bocadillo de anchoas que algunos días tomaba como almuerzo tenía para él un especial sabor. Aquel bocadillo no solo representaba la necesidad rutinaria de alimentarse. Había comido muchos a lo largo de su vida y ello no habría supuesto ninguna distinción en el ejercicio del comer, si a tal hecho voluntario no lo acompañase una significación de carácter bien distinto. Porque permanecía vivo en su memoria aquel bocadillo de anchoas que había tenido que ingerir haciendo de tripas corazón, compaginando el apetitoso bocado con el remordimiento. Recordaba aquella mañana en la cantina del cuartel como la más aciaga que viviera,  pues la noche anterior había tenido que afrontar una de las más grandes ofensas a su integridad moral. Había tenido que enfrentarse a su pusilanimidad, a su cobardía, al hecho vergonzoso de ver derrumbada su integridad moral. Había dejado de ser él mismo, para convertirse en un paria que devoraba un bocadillo de anchoas, sin mayores convicciones. Se podía vivir sin honor replegándose a lo elemental. Ser una criatura que come y bebe, duerme, defeca, difuminado en un indiferenciado no yo. Muchos eran los bocadillos de anchoas que había digerido desde entonces, no pocas las mañanas revividas con la misma sensación de humillante zozobra. Y es que lo propio particular tiene que sucumbir  a lo ajeno colectivo, conformándose al sacrificio ritual del anodino almuerzo de pan con anchoas.

Razón del verso

Junto a la cama de hospital
yo te leía a Machado,
unos versos serenos y claros
que tu ya no entendías,
pues ya a tu mente nublaba el olvido
mientras en otra cama distante
del mismo hospital
vencía al papá la última agonía.
Aún me acerco a Machado,
lo puedo releer en tus ojos claros
cuando en tu mente confusa
bulle el recuerdo de Andalucía.
Machado, en sus poemas,
nos habla para adentro,
cuando heridos de penas
y perdidos en el tiempo
buscamos una última verdad
que de razón al verso.

LA ESPECIERA DE STENDHAL (RELATO)

LA ESPECIERA DE STENDHAL
To the happy few.


Suelo jactarme de que mi tienda es frecuentada por la clientela más distinguida que visita Roma. Se ubica no lejos de Plaza de Spagna y en ella pueden encontrarse artículos de la más variada especie; desde la pieza más trivial a la considerada como de coleccionista. Cuadros de no poco mérito, muebles noblemente trabajados, exquisitas porcelanas, lámparas, camafeos y la más prolija variedad de enseres surten mi almacén. Como digo, me complace recibir en él tanto a entendidos exigentes que no regatean un ducado para adquirir la alhaja que les complace, como a quien la necesidad obliga a desprenderse de sus tesoros más preciados y se ve en la eventualidad de empeñar. Porque de dichas transacciones se nutre nuestro negocio.
Hoy en la mañana tuve a bien atender a uno de esos clientes que realzan nuestra discreta actividad. Siempre que viaja a Roma desde su Ancona natal, se reserva un breve tiempo para visitarme y escudriñar mi inventario, en busca de cualquier objeto que complazca su gusto excelente. Se trata del conde de Belacqua, de quien se cuenta que en su palacio Rocafedele de Ancona pueden admirarse maravillas que harían las delicias de todo aquel que sepa apreciar lo bello. De mi tienda adquirió un busto de Antinoo, perteneciente a la época más florida del imperio. La pieza perteneció al jardín del cardenal Gasparini y se rumorea que fue hallada muy cerca de Tívoli, al desecar un pozo séptico. Belacqua sabe apreciar en cualquier objeto el detalle peculiar que lo revaloriza: su pátina de antigüedad, la nobleza de sus materiales, la calidad del trabajo, la finura en el detalle, todo cuanto da lustre a un objeto postergado, por desdén o estrechuras, en casa del anticuario.
Por todo ello no fue casual que, mientras curioseaba mi trastienda ( ámbito que reservo solo para clientes contados), reparara en una peculiar pieza semioculta en un anaquel, en espera de una justa tasación. Del otro lado del cortinaje, escuché su voz atenorada, inquiriendo:
            –Simone, ¿ dónde habéis adquirido joya tan excelente?
          . –¿A cuál de ellas os referís, signore? –respondí.
No tardé en escuchar de nuevo la voz del conde requiriéndome a su lado. Al entrar, lo encontré sosteniendo la pieza referida , observando atentamente cada uno de sus detalles.
–¡Portentoso acabado! –exclamó– Sois afortunado de que tan valioso objeto haya venido a parar a vuestro establecimiento. Sin duda, una pieza de la mejor orfebrería rusa.
El ojo erudito del conde raramente erraba. En efecto, se trataba de una especiera exornada con panes de oro y pedrería, en cuya tapa del mas fino metal destacaba una esmeralda ensartada en un anillo coronado por la cruz imperial rusa. El conde de Belacqua juzgó la labor artesana primorosa y me confió que muy posiblemente perteneciera a los talleres del propio zar.
–¡Sí, del mismo zar! –confirmó– Yo diría que del tiempo del propio Alejandro III. Simone, estoy dispuesto comprárosla o incluso a pujar por ella, en el caso de que os abrumen las demandas, siempre que reservéis hacia mí oferta cierta preferencia y que vuestro precio sea razonable, acorde con las posibilidades de un cliente de confianza. Os adelanto, sin embargo, que no consumaré la transacción si antes no me relatáis cómo esta pieza exquisita ha llegado a vuestras manos.
        –Lo hizo, estimado conde, por el uso más corriente: un propietario con apuros económicos decidió deshacerse de ella por una suma sustanciosa. 
        –Prescindiré de indagar su cuantía –repuso–, pero decidme cómo era el misterioso poseedor de tan preciado objeto y el modo en que éste fue a parar a sus manos.
                      –No diría que se trataba de un hombre corriente –dije.
                      – En caso contrario, me sorprendería – replicó.
Hará unos cuantos días –inicié mi relato–, con tiempo lluvioso, se abrió la puerta de mi local y se presentó ante mí un caballero, envuelto en una capa empapada por la lluvia, bajo cuya tela ocultaba un paquete que se resistía a mostrar. El caballero hablaba un italiano correcto, pero su pronunciación traslucía la peculiaridad del habla francesa. Su estatura era mediana, tirando a baja y era algo grueso de complexión; con patillas abundantes enmarcando el rostro y unos ojos vivos y penetrantes. En un primer momento no adiviné cuáles eran sus intenciones, pues me interrogaba acerca de mi oficio eludiendo ir al grano. Tal circunstancia me hizo presumir de que se trataba de un comprador, debido al interés que mostró por alguno de mis cuadros, los cuales ponderó con las sutilezas del entendido. Mostró un especial interés por el “Bautismo de Jesús” que cuelga próximo a la entrada, en el que destaca la excelencia del color, obra sin duda de algún reputado maestro lombardo o veneciano. Colegí de su posterior silencio que reconocía al autor, pero que el asunto que lo había llevado hasta mi tienda no era el de comprar sino el de vender. Se interesó por la vigente tasación de la plata y el oro y las diferentes modalidades de negocio que habituaba la casa. Dile someras explicaciones y la confianza de que aceptábamos operaciones de discreta cuantía, ante el convencimiento de que aquel hombre pretendía acaso empeñar su reloj, un camafeo, o cualquier pequeña joya de carácter familiar. El hombre era buen psicólogo y comprendió bien pronto mi actitud amable pero desinteresada. De pronto depositó en el mostrador una pulsera de brillantes, de la que después de examinada por mi óculo de perista le expuse sin entusiasmo la cantidad que podía ofrecer. En principio pareció remiso, entablando un breve regateo con la intención de sobre valorar la joya. Al comprobar que mi oferta no variaba, cogió la pulsera del mostrador y se la guardó. Convencido de que daría media vuelta y se marcharía, me desentendí de su compañía e hice ademán de volver a mis ocupaciones, cuando su voz suplicante me detuvo. De nuevo requería mi atención para que reparara en un paquete que cuidadosamente desenvolvió con la delicadeza que exigía la fragilidad del objeto. Ante mí apareció la especiera que sosteníais hace un momento en vuestras manos. Nada más verla quedé deslumbrado, pues destacaba la excelencia de la pieza. No fue mi primer impulso comprarla, porque deduje que el vendedor reclamaría una suma extremada por ella. Me limité a tantearlo, y a entresacar cuáles eran sus pretensiones, sin ocultar ciertos reparos. Tras unos primeros tanteos, entresaqué que su intención era vender. Mas hube de rechazar su primera oferta, que a buen seguro se ajustaba al valor real de la pieza, pero que resultaba francamente excesiva si se estima la intención comercial de revenderla.
La cotización de un artículo siempre depende de la disponibilidad de un comprador. Un coste elevado suele limitar las expectativas de venta, y así se lo hice ver al misterioso proveedor, que rechazó rezongando la cifra que yo estaba dispuesto a abonar. Consciente de su perplejidad, creí que renunciaría a su determinación y se marcharía, pero me sorprendió tentándome con una cantidad más moderada. Me confió que una necesidad perentoria de dinero le obligaba a deshacerse de tan valioso objeto, e indagó cuál sería la suma aproximada por la que yo accedería a aceptar la transacción. Al fin convinimos un precio que ni por su parte ni por la mía fue satisfactorio, pero que era el único posible para que aquel singular enser cambiara de manos.
El propietario repasó detenidamente el pagaré firmado que le ofrecí con la suma convenida, cantidad que le sería abonada en cualquier sucursal de la banca Paschi di Siena. Dobló el documento y lo guardó en su cartera, con dedos nerviosos que no podían ocultar la ansiedad. Se despidió con cortés inclinación, sin dejar de mostrar cierta preocupación por el destino que pudiera tener la pieza, algo así como un recelo de que cayera en groseras manos que no supieran apreciarla. Su actitud me hizo ver que aquel objeto guardaba para él un significado más sentimental que suntuario. Tal apreciación despertó en mí diverso escrúpulo, pero no tardé en convencerme, una vez que tan peculiar caballero hubo salido de mi tienda, que aquel era el precio máximo que podía permitirme y que , en cualquier caso, el vendedor siempre contó con la opción de acudir a otro anticuario, numerosos en la zona. Quedaba en última instancia la baza del arrepentimiento, que suele darse con frecuencia en la compraventa, cuando el remordimiento obliga al cliente a recuperar ese entrañable objeto del que se ha visto obligado a desprenderse. Pero tal circunstancia no se dio en este caso, pues transcurrieron varias semanas sin recibir noticia alguna concerniente a aquel asunto. Incluso el recuerdo de aquel caballero se hubiera desvanecido de mi memoria, si una mañana, como a las doce del mediodía, el 11 de mayo, no recibiera la curiosa visita de cierto personaje de origen impreciso, pero con apellido inequívocamente francés, monsieur Tavernier.
Desde un primer momento supe que los intereses de aquel hombre no eran los puramente comerciales, pues se dirigió a mí sin que las antigüedades de mi tienda despertaran en él perentorio interés y presentándome su tarjeta. Luego, situándose frente a mí, bajando el tono de voz como quien se apresta a compartir un secreto, inquirió sobre el hecho de que hubiera recientemente recibido una visita particular, con el propósito de vender algún inusual objeto. Al confiarle que tal tipo de visitas suelen ser frecuentes en un negocio, concretó algo más sus razones y describió un retrato preciso del propietario de la especiera. Cuando convine en que, efectivamente, aquel caballero había venido a visitarme, me confió que se trataba del cónsul francés en Civitavechia y que a él le cabía el honor de ser su secretario. No pude ocultar mi incertidumbre, a lo que él objetó:

  • – No tenga preocupación alguna, no vengo a reclamarle un objeto que muy legítimamente ha adquirido. El carácter de mi intromisión ofrece un aspecto específicamente tutelar. Me honro por mi dedicación al cónsul y me ocupa asesorarle en cuanta iniciativa emprenda. Por eso he considerado mi deber indagar cualquier pormenor que tenga cierta incidencia en sus quehaceres. Sospechaba de sus estrechuras en la actualidad, pero no las consideraba tan apremiantes como para desprenderse de cierto objeto cuyo valor sentimental quizá desborde mi conocimiento. No dejó de soliviantarme constatar su desaparición de la vitrina donde lo guardaba bajo llave, junto a ciertos volúmenes de libros algo rancios, los cuales, como a dicho objeto, tenía en gran estima, muy en especial una pequeña obrita de Voltaire, intitulada Facecias. Como el siempre decía, y repetía con acendrado orgullo, "¡La salvé del incendio de Moscú!", pues la trajo consigo tras la retirada francesa.
    –Perdonad-intervine-, pero vuestra última afirmación ha despertado en mí cierta inquietud. ¿Insinuáis la posibilidad de que tal objeto haya sido hurtado?
    –Yo no diría tal; ¿consideraríais hurto el resultado de un saqueo? Afirmaría que los frutos del derecho permanecen en suspenso en el acontecer de la guerra. Para todo ejército victorioso el botín es una apropiación legítima.
    –Luego quien me lo vendió sería su propietario en todos los aspectos.
      –No osaría negarlo –puntualizó–. Tengamos en cuenta que sus legítimos propietarios huyeron antes de la llegada del ejército francés a Moscú, dejando sus pertenencias a merced del invasor.
    –¿Se conoce a sus auténticos propietarios?
    .. –Es difícil precisarlo –concluyó–. Aunque ciertas indagaciones despejaron la posibilidad de que monsieur Beyle, que tal es el nombre en el registro del cónsul, aunque habitúa usar algunos otros, se alojara o visitara el palacio de los príncipes Valensky, en Moscú.
    –Reconozco que tan delicada pieza solo pueda pertenecer a contados linajes.
    –Y a las manos de un francés corriente tras ciertas vicisitudes del destino –apostilló.
    –Me tranquilizaría conocer tales pormenores –dejé transparentar mi impaciencia–; mi conciencia se vería libre de recelo si algún día consigo venderla. Ciertas certezas conformarían a un digno comprador.
    -Lisímaco Tavernier –pues tal era el nombre que destacaba con estilizada letra en la tarjeta que anteriormente me había ofrecido–, advirtiendo la disposición favorable del oyente a su relato, carraspeó puntualizando:
    –El carácter de cualquier relato puede ser extenso o breve, según la relevancia que guarde para nuestros intereses. La vicisitud de M. Beyle puede resumirse en pocas líneas y algunos detalles. De estos, el principal, es que ingresó en el ejercito con Napoleón dirigiendo los destinos de Francia. De su juventud se entresaca una vaga veleidad jacobina. Al ejercito lo llevó, sin embargo, cierto parentesco con el general Daru, bajo cuyo nepotismo el joven logró labrarse una discreta carrera, alcanzando el grado de subteniente. No estaba reservada para él, como para algunos, la gloria que en los campos de batalla sonrió a los que siguieron a Bonaparte. Beyle como el propio Daru formaron parte de la retaguardia del ejército, atendiendo a las necesidades materiales precisas que hacen funcionar la maquinaria de guerra. Así cuando Napoleón partió para Moscú, Beyle no fue requerido para formar parte de la ofensiva. Permaneció relegado en la ociosidad de París, hasta que no sabemos por medio de qué influencia –ciertas recomendaciones tendrían allí algo que decir– una mañana fue requerido en las Tullerías, con el propósito de entrevistarse urgentemente con la emperatriz. El asunto de que trataron fue el de llevar, sin mayor dilación, un mensaje secreto al emperador, de cuyo contenido nada sabemos. De esta manera, abordando la posta más veloz, partió el joven subteniente hacia el frente ruso. Consta que el mensaje imperial fue entregado con la mayor premura, desconozco si en la propia mano del gran Corso o de algún otro miembro de su estado mayor. Se sabe que, cumplida dicha misión, el subteniente se integró en las filas del ejercito invasor, siempre bajo la égida del superintendente Daru.
  • El ejercito Francés –prosiguió Tavernier con frase algo impostada– se adentró sin oposición en las vastedades rusas, confundido con la estrategia de tierra quemada practicada por el enemigo. De esta manera, tras las discutidas victorias de Smolensko y Borodino se presentaron los franceses en las mismas puertas de Moscú. No hubo lugar para el asedio, la ciudad había sido abandonada a la rapiña del invasor. Napoleón se paseaba de arriba abajo por un Kremlin abandonado, sin saber exactamente a qué carta quedarse. El ejercito tomó posesión de la ciudad. Daru encomendó a su pariente para que dispusiera alojamientos dignos para jefes y oficiales. Y fue así, cumpliendo semejante tarea, como Beyle se abrió paso en el palacio de los príncipes Valensky. Trascendió que de éste y otros palacios la tropa entregada al saqueo esquilmó gran parte de las riquezas que sus dueños, en su precipitada huida de Moscú, habían abandonado a su suerte. Tal sería lo que se encontraría nuestro cónsul al penetrar en tan magnífica mansión: hermosas salas, sin duda, lujosamente decoradas, con refinado mobiliario, paredes de raso, ventanas revestidas con cortinajes de damasco, techos decorados con exquisitos frescos, profusión de mármoles, cuadros y la más fina porcelana, sin contar los relojes de colección y las más diversas piezas decorativas; en tanto que adosada a las paredes, como no puede faltar en una casa noble, una nutrida biblioteca, francesa gran parte de ella, con ejemplares escogidos capaces de tentar a cualquiera con inclinaciones literarias. Y como Adán en el paraíso, nuestro subteniente de intendencia, conocido por sus veleidades retóricas, no pudo sustraerse a las asechanzas. Un selecto volumen de Voltaire fue a parar a su bolsa de mano, y quién nos dice que no lo fuera también, comprensible en un apreciador de la belleza, la tentadora filigrana de la especiera principesca. No cabe dudar de que un modesto subteniente se dejara deslumbrar por aquel extraordinario tesoro que en sus manos ponía la fortuna, Seguramente, más tarde y como le fue encomendado, Daru con otros jefes pernoctarían también entre el lujo de aquellos magníficos palacios rusos, lo cual sería poco antes de que el gran incendio se declarara en la ciudad. con tan funestas consecuencias. Las llamas se elevaron extendiendo un infierno de muerte y destrucción. Muchas de las bellezas que adornaban la ciudad sucumbieron bajo ellas. Palacios, teatros, iglesias..., barrios enteros se vieron reducidos a cenizas. Ese fue el momento preciso en que la soldadesca se entregó al pillaje más vergonzoso y, seguramente, el que aprovechó M. Beyle, tanteado ya el terreno con anterioridad, para apropiarse de esa joya hermosísima de la que hoy sois propietario
    Pero como, no obstante –continuó–, la impaciencia de Napoleón no se conformó a aquella victoria pírrica, y no desconocía la desmoralización que se cierne sobre todo ejército dedicado al pillaje, decidió poner cuanto antes en marcha a la tumultuosa tropa que se volvía insumisa y a unos jefes indolentes que se dejaban engañar por el espejismo de la estrategia rusa. Napoleón sabía que Alejandro lo esperaba en alguna encrucijada de los caminos sin fin de las estepas. Todos conocemos el desastre posterior, la calamitosa retirada huyendo del invierno ruso y el acoso de los cosacos. El subteniente Beyle llegó a París por delante del diezmado ejército, y no se demoró mucho en abandonar la carrera de las armas después de la debacle. Tras la caída de Napoleón llevó una vida oscura, aunque fue asiduo de ciertos salones donde adquirió fama contradictoria. Por mediación de alguno de los cuales se le abrieron las puertas del oficio diplomático, y hoy lo vemos ejerciendo el consulado en Civitavecchia.
 La boca de Tavernier se cerró de pronto, como si esperara de su detallada exposición una reacción por mi parte. Ante la insistencia de su mirada escrutadora, argumenté:
    –No encuentro, monsieur, deduciendo de lo que me habéis narrado, cuestión que objetar respecto de la adquisición de la especiera. A todas luces fruto de unas circunstancias adversas donde el límite de la legitimidad permanece más bien indeciso. Nada cabría objetar a quien encuentra en la playa un cofre de tesoros entre los restos de un naufragio. La ley no se define explícitamente en tales cuestiones. Convendrá con ello que la propiedad de M. Beyle parece indiscutible.
    –Desde luego –ponderó el secretario–, si aquel objeto vino a caer en sus manos por circunstancias más que afortunadas, ¿qué se podría conjeturar? Pero, que ocurriría si la posesión de tal joya representara un compromiso para su dueño. Vivimos tiempos en que las glorias napoleónicas han quedado lejos, y en el ánimo de la restauración no cabe recordar aquellos vínculos revolucionarios cuya lacra resulta gravosa para la patria. Beyle conoce que con los borbones ciertas veleidades resultan embarazosas, pero que si tales huellas se borran uno puede subsistir en los círculos palaciegos con mediano decoro, y a eso se aferra el cónsul practicando un discreto pasar que no levante habladurías en la corte.
Tavernier dejó caer sobre mí una elocuente mirada, donde sus grisáceos iris destacaban sobre el contundente blanco de los ojos. Al mismo tiempo sus labios se estiraron en una ambigua sonrisa, acompañada de un cabeceo que sirvió como saludo de despedida antes de abandonar la tienda. Cuando salió, permaneció en mí la intriga sobre las pretensiones últimas de aquel taimado secretario. ¿Cuáles eran sus funciones: asesorar y velar al cónsul o dar pábulo de veladas calumnias?
    –Ya veis, querido conde, que las vicisitudes de la especiera no carecen de miga y que su genealogía esconde el más acendrado blasón.
    –Simone, replicó el aristócrata, opino que haríais un buen negocio vendiéndome la pieza. ¿Dónde quedaría a mejor resguardo que conmigo? Os quitaríais de encima la incertidumbre de que su propietario vuelva a reclamárosla y a mi no me desagradaría del todo conocer a ese singular monsieur Beyle, cónsul francés en Civitavecchia.
    –Siempre que contaseis con el beneplácito de monsieur Tavernier-puntualicé cativo.
El conde de Belacqua no pudo por más que sonreír celebrando la ironía.

Marcado acento de blues

preciso de la aurora el claro,
acompañado el despertar de un grito.
¡Tantos silencios se agolpan
en el umbral de las horas!
Melancólicas cadencias de infinitos
serpentean  en los intervalos
indolentes de un piano de club:
Un negro intercala un monótono feeling
en el dominó extendido de un viejo Kaway
ensartando racimos de notas perladas
mientras un eco remoto inflama
el recuerdo de la voz doliente de  Billie Holyday
en olvidadas veladas de la América proscrita.
Cada ausencia se disipa a tragos de alcohol,
dejando morir el alma a cada nota del blues.
Son horas hondas y solas de una madrugada
insomne donde buscamos atrapar
lo agazapado, lo íntimo, el misterio vedado
que la vida nos sustrae a cada paso
en el recuento superfluo donde se malgastan los días.
Voz contrita, voz venal, entre coronarias laceraciones
en las que se concreta el abecedario
indescifrable de la esencia de cada cosa
y buscamos en el misterio el sinsentido del dolor.

Concursos literarios

Concursos literarios
Para todo aquel que tiene el vicio de escribir, sobre todo en los comienzos, los concursos literarios se presentan como una apetitosa tentación, tan atractiva o más como la que suponen los juegos de azar.
¿Qué escritor no ha soñado con el éxito fulminante, con el pasar de ser un desconocido emborrona cuartillas a la merecida celebridad? Porque quién escribe siempre cree en el mérito de su obra, y que antes o después será considerada. Sobre tal entelequia se manifestó Bolaño en una entrevista, señalando que cada escritor se cree merecedor de la posteridad, cuando en realidad a cuán pocos llega. También Bolaño tuvo sus veleidades de concursante literario, participación en su caso correspondida por el éxito. Cuando pasaba más hambre que Carpanta, fue asiduo de los concursillos municipales y regionales, llegando a embolsarse alguna calderilla que otra. Tengo entendido que para tales lides fue apadrinado por Antonio di Benedetto, otro insigne concursante a convocatorias de poca monta, pero que le servían para apropiarse de alguna perrilla suelta que nunca está de más. La verdad es que este padrinazgo o contubernio competitivo entre Bolaño y Benedetto despierta en mi ánimo ciertas incertidumbres. Pero quizá solo esto sea el resquemor del concursante que ha participado y ha sido ignorado sin recibir ninguna mención. Acabo de terminar un cuento de ocho páginas. Lo considero bien escrito aunque no llegue a convencerme del todo, y lo curioso del caso es que aún me reste humor para pretender enviarlo a algún concursillo que otro. Claro que el galardón deberá superar los mil euros. ¿ No tiene sorna la cosa?