TRAS LAS HUELLAS DE MIGUEL ÁNGEL

TRAS LAS HUELLAS DE MIGUEL ÁNGEL
Al viajero que llega por primera vez a Florencia, esa ciudad que tanta genialidad aportó al terreno del arte, no le resulta difícil toparse con el creador que más honda huella ha dejado en su memoria: Miguel Ángel Buonarrotti. Un artista que creó el símbolo que mejor definía a su república: el David. Uno se tropieza con él, ese gallardo joven bendecido por Dios que no conocía el reúma, por lo que se sentía dispuesto a desafíar todas las inclemencias del clima, a las puertas de ese edificio representativo del poder florentino, el palacio Vecchio, en plena plaza de la Signoria, singular ágora de sus organos de gobierno, constituida por el susodicho palacio y el edificio adjunto, dedicado a la administración, que no otra función tuvo en en su día el actual museo de los Ufizzi.

Si bien este David es una copia del que a buen recaudo se conserva en la galeria de la Academia, se halla emplazado en el mismo lugar que se destinó al original. Desde su elevado zócalo, rivalizando con el Hercules y Caco de Baccio Bandinelli como burdos adláteres, preside la vida de ese soñada república que pudiera haber sido si en su camino no se hubieran cruzado los Medici. Porque en esta doble relación, con los Medeci y con la república, vienen a explicarse en parte las contradiciones que comprometieron la vida del arista. Siendo muy joven, Lorenzo el Magnífico reconoció su talento y lo adoptó, como si de uno de sus propios vástagos se tratara, para completar su formación como escultor junto a Bertoldo, en el jardín de escultura que el Magnífico había hecho adecuar junto al convento de San Marco. Allí entró en contacto con las corrientes del humanismo de su época y bebió de las fuentes clásicas su formación escultórica. Pese a su sincero republicanismo, nunca pudo verse libre del todo del compromiso contraido con Lorenzo y su familia, y el catálogo de sus obras florentinas se traduce en crónica de esta relación.

Si el David es obra de exaltación republicana, encargada por el gonfaloniero Soderini, no menor ejemplo de los fastos mediceos, por otro lado, suponen sus capillas fúnebres, adjuntas a la parroquia familiar de San Lorenzo. En la llamada sacristía Nuova se puede apreciar un monumento que bien pordría caracterizarse como el del mejor Miguel Ángel. Su lectura puede llevarnos a la consideración de ese cosmos miguelangelesco, descifrándonos cuáles eran las condiciones e inquietudes del hombre renacentista que interpretaba el ánima mundi entre la contradicción y la coincedencia de Platón y los Evangelios. Juliano y Lorenzo frente a frente, la vida activa y la contemplativa en confrontación dramática, arrastradas siempre por esa corriente condicionante, conformadora y transformadora, del tiempo, simbolizado en el Día y la Noche, el Alba y el Crepúsculo.

También en otros puntos de la ciudad se siguen ostensiblemente las huellas del artista. En la via Ghibellina se conserva como museo la que fuera su casa. Allí se pueden apreciar sus primeras obras, la Batalla de Lapitas y Centauros y la Madonna de la Scala, muestras de un escultor que aún buscaba definirse. Por contra, un Miguel Ángel ya maduro lo encontramos en el Barghello, con su busto de Marco Bruto, manifestación óptima de su republicanismo,junto a su precoz Baco y su Apolo. Podemos seguir su rastro a su vez en el museo de Duomo, en la formidable Piedad que el artista desechó o masacró con su maza por una causa inconcreta, y en los Ufizzi mismo, donde se exhibe el exclusivo Tondo Doni, única obra al óleo que se conserva del artista. Y, concluyendo, no lejos, en la iglesia de la Santa Croce, junto a los muchos hombres ilustres de Italia, se erige su monumento fúnebre, un triste homenaje para quien fuera el más excelente de los artistas y uno de sus hijos más ilustres.

VENECIANAS XII : Huellas del Tintoretto en Cannaregio

VENECIANAS XII : Huellas del Tintoretto en Cannaregio
En uno de los rincones suburbiales y periféricos de Venecia uno puede encontrar, si su paciencia alcanza para deshilvanar el enredado dédalo, el Campo dei Mori. Extiende su modesta área frente a las aguas verdosas, hediondas si se esmera el sentido olfativo, de uno de los canales menores del Cannaregio. El Campo recibe tal nombre de las toscas estatuas de tipos orientales adosadas a las fachadas que lo circunscriben. Nada hay en ellas del arte excelso de los Sansovino o Bartolomeo Bon, o los anónimos maestros que contribuyeron a ennoblecer la gran puerta del Arsenal. Estos personajes cubiertos por un turbante se caracterizan por su burdo modelado, en los que el tiempo ha posado su huella nostálgica e incluso jocosa. Se aprecian notorias mutilaciones en algunas de ellos y llaman especialmente la atención las prótesis nasales de metal herrumbroso con que se ha querido paliar tales mermas. Sabemos que son moros por los turbantes y estamos seguros de que su singular ubicación responde a algún remoto acontecer y a unos fundamentos legendarios, velados por el misterio.

Pero quien se ha sustraído al bullicio de la ciudad para perderse en la soledad que suele presidir los barrios distantes, y muy usualmente los derroteros de este campo, apreciará que los exiguos turistas que encuentra a su paso persiguen, plano en mano, las huellas de uno de los artistas cuya obra contribuyó más a delinear el carácter de la ciudad. No lejos del Campo dei Mori se halla la casa que perteneciera a Jacopo Robusti, il Tintoretto. Sin embargo, Venecia, para este artista que tanto la engrandeció, demuestra más bien una comedida generosidad, incluso parece resistirse remisa a la dádiva. En la fachada del inmueble una modesta lápida lo celebra y recuerda; pero nada más puede llevarse el visitante que tras la fascinación de este artista ha encaminado sus pasos por una Venecia más inédita, más sobria pero más real. Siguiendo el monográfico itenerario, tras la pista de ese Tintoretto infrecuente, se concluye en la Madonna del Orto, una de las joyas de esa Venecia periférica, en una de cuyas capillas está enterrado el artista. Trasponiendo la fachada gótica, coronada en sus alas de hornacinas con estatuas rematadas por arcadas, se penetra en la amplia nave, en la que llama primordialmente la atención el ábside, revestido por las descomunales telas de quien fuera su más insigne feligrés. Envolviendo el presbiterio, como si de magníficas vidrieras se tratase, se muestra la ofrenda que el más ilustre de sus vecinos quiso donar a su parroquia. Y frente a la monumentalidad gloriosa de este retablo, a mano derecha, la sencilla lápida con sus restos. ¡Qué contraste con los fastos conmemorativos del Tiziano, en Santa Maria Gloriosa dei Frari! En estas huellas evidentes, queda clara cuál era la predilección de los venecianos.

VICTOR HUGO Y LOS MISERABLES.

Con Los Miserables Victor Hugo alcanza una envergadura colosal. Podría decirse que su influencia pretende transceder la mera novela. En la embravecida corriente de su discurso se antoja que cabe todo, desde el estudio sicológico hasta el comentario histórico; de la digresión filósófica al ejercicio espiritual. Con Los Miserables puede asegurarse que Hugo abarca la rara dimensión de la novela total.

Como bien apreció Vargas Llosa, en Los Miserables el verdadero protagonista de la novela no es Jean Valjean, ni Javert, ni Mario y Cosette,tampoco los miserables, sino ese extraodinario narrador omnisciente que moldea el tejido narrativo con su discurso, bien sea expositivo o reflexivo, constituyéndose en ese verbo originario del que surge el milagro de toda creación. Su estilo domina todos los registros, desde el más funcional con que subraya la peripecia más superflua, a la alambicada retórica mediante la que expone sus reflexiones históricas o sus conclusiones morales o filosóficas. Su mirada minuciosa pretende penetar hasta en sus pliegues más íntimos el alma de sus personajes, consiguiendo profundas lecturas sicológicas en la descripción de Jean Valjean y Javert, o desentrañando la envilecida mezquidad de Thenardier.

Hugo es un fino conocedor del hombre como asimismo un profundo conocedor de su entorno: en este caso la ciudad de Paris; aunque el Paris que nos describa se constituya en un fósil de la memoria, pues feneció ya durante la remodelación de la ciudad durante el segundo imperio. El narrador retrata y recobra con detallista fidelidad esos ambientes que fueron, la atmósfera de ese viejo París que bien podía satisfacer la retrospectiva romántica. En el misterio de sus rincones, en el laberinto de sus callejuelas, entre construcciones semiabandonadas en donde parece aplastarnos el peso de su indigencia, se deja sentir la opresión axfisiante de los dos aspectos de la miseria: el material y el moral. Y para hacer más vigoroso el cortorno de esa ciudad de irreconciliables contrastes, el escrupuloso narrador nos sumerge, haciendo un alarde de erudición planimétrica, en los intestinos de la misma, sus cloacas, como en un viaje espectral hasta el mismo infierno. Con el vigor del mito, Jean Valjean descenderá hasta sus abismos para recordarnos que sólo el Amor, como en Orfeo, puede transcender todas las barreras.

Así, con la miseria introducida hasta los intersticios del tejido social, entorpeciendo aun el propio desarrollo biológico, era de aguardar que muchas de sus células, miembros completos incluso de su organismo se sublevasen. Proceso que Hugo examina al detalle y con precisión analítica en la formación e insurrección posterior de la comuna, que ocupa la última parte de la novela. Este es el París de las barricadas, el que sale a sus plazas para forjar una leyenda, ese que lucha calle por calle para sacudirse el lastre de su miseria y llegar algún día a alcanzar ese horizonte impoluto de esperanza. Pero, no nos engañemos, éste era ya un retrato acabado: lo consumó Delacroix en su "Libertad guiando al pueblo". En Los Miserables, prolongada secuencia de ese momento, podemos penetrar hasta los últimos tuétanos de su interpretación y entrever cuál es el impulso que moviliza a ese pueblo a escapar de la condenación, aun a costa del supremo sacrificio, alimentando con el precio de su sangre el sueño del ideal.