Mi habitación propia

Comparto la apreciación de Virginia Wolf de que todo creador, para un desarrollo fecundo de su obra, ha de contar con una habitación propia. Este sería un espacio individual en el que tenga cabida su firmamento personal. Vendría a ser como unas cuevas de Alí Babá donde se guarden sus mayores tesoros y a la que solo se acceda mediante el conocimiento de un hermético ¡Ábrete Sésamo! Ese espacio donde el escritor guarda sus enseres alquímicos debe mantener un confort especial que trasmita sensación de bienestar. En él tendrán cobijo todos los elementos que favorezcan el proceso creativo y den aliento a su imaginación, la cual es inherente a la gestación de cualquier obra. Entre  ellos el espíritu ha de sentir la libre seguridad de lo familiar, la confianza en que esos artificios que la componen guiarán la navegación interior, guareciendo la fluctuante travesía hasta el resultado de la obra conclusa. Buena parte de mis escritos son deudores de los artículos heterogéneos que engloban mi habitáculo. La mayoría no son objetos inertes, mudos. Muchos de ellos manifiestan la locuacidad del arte, como los libros, los discos, los cuadros, las imágenes  y los más diversos objetos que lo pueblan. La mar de las veces su estímulo es fructífero, pero no puedo negar que otras se vuelve condicionante. Tal me ocurre con la compra reciente de una estatuilla de Nefertiti cuya presencia me produce una vaga inquietud. Ha aportado a mi pequeño universo cierta dosis de misterio, una incertidumbre que no me es propia, como una ajenidad que me vigila y que me hace presentir que ya no me encuentro a solas en mi personal reducto.
Está elaborada en una aleación que simula el bronce y que confiere a la estilizada figura un inquietante hieratismo, como si participara del legendario misterio que constituyó la herejía de Tell el Amarna. Mi familiaridad con la civilización del Nilo es reciente, y mi sensibilidad todavía vacila ante su expresionismo iconográfico. El Oriente para quien siente en europeo siempre resulta problemático.

INTERROGANTES

INTERROGANTES
¿Qué persigues con esa ansia denodada por comprar, por atesorar, como queriendo atrapar aquello que por definición es huidizo? ¿No encubrirá tal anhelo el fracaso por alcanzar siquiera un segmento de eternidad?  ¿Te reconoces en esa voluntad nunca saciada que busca en la inanidad su paz? Pero eternidad sin gozo es un  yermo estéril.

Momentos musicales

En el acontecer de todo melómano se han dado audiciones concretas que adquieren un carácter especial en su vida. No hablo ya de los hallazgos discográficos, pues estos se van encontrando con el cultivo de la afición musical. Mi melomanía se ha nutrido escuchando a Beethoven y Wagner hasta la saciedad, sin olvidar a Mozart- descubrimiento tardío, ya que en mi juventud patológicamente seria, no valoraba la frescura y aparente sencillez mozartiana-. Ni que decir tiene que luego he frecuentado a todos los autores, pues en música no conviene ser elitista ni menospreciar la jovialidad de un Rossini o un Cimarosa, como con acierto me hizo recapacitar un amigo.
Llamo momentos musicales a aquellos que por sus circunstancias especiales significaron un acontecimiento infrecuente para nuestra vida musical, y por ende, espiritual y cultural. A día de hoy recuerdo tres de ellos que, pasado el tiempo, no han caído en el olvido. Cómo no el primero de ellos  tuvo lugar en Austria, y precisamente en el Salzburgo natal de Mozart. Seguramente no fue la interpretación más sublime que haya escuchado, pues éstas deben corresponder a Karajan o Böhn, pero sí la más extraordinaria para mi vida personal. La pieza en particular es el Réquiem del incomparable músico salzsburgués, y su lugar de ejecución la catedral de la hermosa ciudad arzobispal. Para quienes llevábamos aún en el alma la magnífica película de Forman, Amadeus, escuchar el Réquiem en ese espacio que seguramente pisó Mozart, y cuya música en ese momento llamaba a las puertas del cielo desde donde nos contemplaría el compositor, convertía a aquel evento en una de las celebraciones más regocijantes de mi vida musical.

La segunda y tercera a las que haré mención tuvieron lugar en Venecia, esa otra ciudad musical por excelencia, pues como apuntó Nietzsche "cuando digo música quiero decir Venecia", y perdón si no me ajusto con fidelidad a la frase. En Venecia se respira la música en el aire, pues toda la ciudad transpira una sublime armonía. El hecho del que en primer lugar quiero hacer mención, tuvo lugar en uno de los templos de más raigambre musical de Europa: La Fenice. Esto de lo que hablo ocurrió pocos años después del devastador incendio que arrasó el teatro, y que una vez restaurado se abrió al publico para su contemplación. Donde aún se puede admirar cómo fue la Fenice es en el film de Visconti, Senso. Como todo en Venecia, se dice haber sido reconstruido como era y donde era, pero permítanme que me reserve las dudas. Como digo, visité la Fenice y tuve que reconocer que el teatro seguía pareciendo una bombonera, tal como la describía en alguna entrevista Pavarotti. El teatro me pareció estupendo, y más tarde pude comprobar que aún retenía gran parte de su legendaria acústica.
Pero tal hecho no es el principal que querría mencionar, sino el de un adorno del edificio situado en concreto en el vestíbulo. Se trata de un retrato, que con el mayor primor realza la figura de la gran diva del pasado siglo por antonomasia: María Callas, que acosada por sus mascotas preside el acceso a aquel teatro en el que quizá tuvieron lugar sus más memorables funciones. A la Callas se la puede calificar como a Lope de monstruo de la naturaleza, pues cuando uno traspasa la barrera de las convenciones puede calibrar en su justo mérito el legado de la artista, nacida en todos los aspectos para engrandecer el teatro musical. Su carrera fue un regalo para la ópera, un broche de oro.

El tercer acontecimiento ocurrió no lejos de la Fenice. Para ser exactos en la iglesia de San Vidal. He tenido en mi vida la fortuna de acudir a varios conciertos celebrados en ella, en el intervalo de pocos años. En la iglesia suele tocar un conjunto musical conocido como Interpreti veneziani. Allí se puede escuchar el mejor Vivaldi, junto a otros celebrados músicos relacionados con la ciudad, del período barroco en especial. Asistí a un brillantísimo concierto (Si se visita Venecia, recalar en los conciertos de San Vidal es irrenunciable). Las dos partes de la velada fueron inmejorables, pero lo más extraordinario llegó en el momento de la propina, donde los músicos, queriendo dejar el regalo más memorable,  echaron mano del mayor virtuosismo con que complacer a la audiencia. Destacó entre ellos el maestro Granilo, interpretando una pieza endiablada de Sarasate. Aún me parece estar viéndolo y escuchándolo.

Alberto Cortez in memoriam

Alberto Cortez in memoriam
Recibo un flash de yahoo recogiendo cierta observación sobre Kurt Cobain. Lo único que sé de él es que falleció a consecuencia de una sobredosis. Me familiaricé con su imagen observándola en un pub de hamburguesas que solía frecuentar, cuya decoración había sido dejada en manos de un flipado. No se puede concebir un decorado más aberrante y decadent: demonios con rabo acabado en rombo ingiriendo alcoholes abrasivos, fisonomías adscritas a la omnubilación del haschis, un cromatismo de sangre y lodo, en fin, bicromando e infestando cada uno de los espacios del local, tanto murales como columnas y complementos. Junto al tal Cobain, en otro tiempo figuraron posters de The Beatles, Mike Jaeger y Bob Marley. Antiguamente se escuchaba música que animaba tales desvaríos. Lo que no sé es porque sigo frecuentando dicho local, acaso por cierta nostalgia de aquel viejo pasado permisivo de los 70. Podría aducir que por la belleza de alguna de sus camareras, aunque a mis 62 años ya no estoy para muchas alegrías.

Pero lo que de verdad me ha conmovido hoy es la noticia de la muerte de Alberto Cortez. Si bien lo conocimos en España por primera vez como interprete de ciertas tonadillas frívolas (había que comer), pronto se convirtió en uno de los cantautores más celebrados. Tanto su música como sus poemas, magistrales en su puesta en escena, calaron en nuestra alma con una impronta difícil de desvanecerse de la memoria. Pocos como él merecieron el sobrenombre de Poeta. En la forma de vivir la canción fue un maestro.