Buscando a Jean Lartéguy

Ando por las redes tras la pista  de libros de Jean Lartéguy. En la Wikipedia me entero de que murió en 2011. Era de esperar, pues yo descubrí su obra cuando era un chaval de 14 años. Por entonces yo buscaba maestros que me enseñaran ese mundo que mi bisoñez desconocía. Y Larteguy no se anduvo con tapujos, me enseñó todas las cloacas del alma humana. En su guerra de Argelia, tan solo nos hacían palpitar humanamente los dubitativos valores morales de Philip Esclavier. En sus novelas, Larteguy nos descubre una Europa en plena decadencia que se desmenuza lentamente, que pierde los últimos esplendores de su vasto imperio colonial, y cuyos protagonistas ostentan principios tan inmorales o más que el de los bárbaros a los que se trata de someter y reconducir.
Larteguy es un autor sugestivo, impactante. Como viejo militar, acapara las simpatías de Tirios y Troyanos.Su obra ha dejado en mí un recuerdo ambivalente de rechazo y adhesión. Era un hombre de guerra, un hombre que conocía cuál era su discutible gloria y su miseria. Conoció toda la hediondez de las guerras coloniales y supo que "Les gloires de la France" se asentaban sobre fundamentos de sangre y cieno. Pero quizás su mayor censura apuntaba al mundo terrible de la alta política.
Tras leer su famosa trilogía, acabé vendiéndola con el tiempo en una librería de lance. Hoy he recuperado Los Pretorianos por 0´25 euros. Creo que el francés merece una relectura, un nuevo vistazo a esa ventana bloqueada tras la que se anuncia un universo apocalíptico. Porque sabemos que tras el cristal de nuestra torre de marfil en el mundo siguen gobernando "quimeras negras", oscuras potestades: Arden los bosques; se huele el tufo de la matanza, de la abominación, del hambre, de la peste, de la degradación; la muerte del hombre apenas cuenta. Quizá la lectura de Lartéguy sirva para recordarnos que el horror está a la vuelta de la esquina y que nuestros firmes valores son tan inconsistentes como la volubilidad de un globo y que el mundo nos es más que un valle de Josafat urgido como nunca del soplo del espíritu de Dios que venga a redimirlo.

GRECIA, AYER Y HOY

GRECIA, AYER Y HOY
Hará cosa de un año, por estas fechas, me hallaba a resguardo del sol implacable en la tabernas ubicadas frente al ágora, en Atenas. La hospitalidad mediterránea y el refrigerio de una jarra de agua bien fresca hacían el momento de sobra placentero. El ágora  es ese lugar mágico de Atenas, donde se puede reconstruir de sus piedras esquilmadas ese sueño esplendoroso de lo que un día fuera la ciudad más floreciente de la hélade. La Acrópolis nos habla más del apogeo de sus dioses, honrados con el oro de la liga marítima, de la cual la ciudad era hegemón. Pero el ágora nos describe en la memoria de sus viejas piedras cómo era la vida ciudadana, socíal y políticamente. A un lado y otro de los senderos, se hunden los fosos, demarcados por muros de piedra, de esos emblemáticos edificios que constituyeron el ser y no ser de la ciudad. El Areópago no anda lejos, se  pueden distinguir las huellas de sus templos, de sus truncadas columnas alineadas, de sus stoas, de edificios tan singulares como el tholos, o de zonas tan primordiales como el pnix; queda como un testigo vivo y fundamental, el theseion, por cuya grácil arquitectura se nos habla de la luminosa verdad de Grecia, de una memoria que no quiere abandonarnos del todo.
El año pasado, Grecia ya había sido rescatada, pero la vida discurría normal y plácidamente. En el parlamento, la soldadesca efectuaba su vistoso cambio de guardia, sin ahorrar su pompa y circunstancia, para el turista. Los bazares mostraban su pintoresquismo oriental  y se ecuchaba cercana la argentina melodía del Sirtaki, asombrosamente jovial para un pueblo que tanto conoce del pathos.
El año pasado Tsipras aún se hallaba agazapado, esperando su momento. La cera ardía en las iglesias;
los comercios, menos frecuentados, lucían las mejores galas; los restaurantes celebraban los fastos de su cocina. Atenas se protegía de .las inclemencias solares y los inquietos turistas se paraban atónitos frente al deslumbrante pórtico de la Academia platónica. Por aquellos días Merkel dormitaba, no habíamos oído hablar de Varoufakis, y ni pensábamos en el corralito. No poníamos en duda que un país que se había desembarazado de los persas, sabría zafarse también de la camarilla de sus acreedores que ni siquiera contaban con los inmortales de Jerjes. No deja de ser lamentable que veamos ver agonizar ante nuestros ojos un genuino modo de vida mediterráneo.

HABLANDO DE LITERATURA

HABLANDO DE LITERATURA
Aquel que se aventura en el cultivo de la literatura, deberá ir equipado de una brújula reglamentaria que le indique a qué norte encaminarse. El principal problema reside en encontrar el comercio donde se expenden dichos artefactos. Otra incógnita que la cuestión plantea es si dicho norte no nos entromete en lindes tan vagos como los de una metafísica. ¿ Son acaso infranqueables las barreras de la poética?
Desde que Aristóteles fundamentara sus bases, la concupiscencia de los siglos ha propiciado que la volubilidad de la forma se contaminase.
Como en otras disciplinas, en literatura también debe existir un canon. Lo malo es que en las letras, lejos de toda infalibilidad apostólica, no existe la certidumbre de un decálogo, aunque se siente muy cerca la tentación de la dogmática. Esta dogmática se fundamenta en el consenso de ciertas élites, llamémoslas críticas. Dichas minorías "imparciales" son las que establecen las listas de lo cuarenta principales de la historia literaria. Según Bloom debe existir un "paradigma"  de obra no opinable, perfecta, a través del cual se enjuicie al resto de las demás. Sabemos que para el crítico norteamericano este modelo es Shakespeare.
Sabemos también que pueden existir tantos cánones como críticos haya.
Como existen tantas literaturas como escritores haya.
Valga una escritura crítica que constriña a férreas leyes el relato.
Pero dejadme leer indolentemente por el placer de soñar, de escuchar una voz amiga que nos haga conocer cualquier remoto misterio del mundo, de la vida, del hombre.

El NIÑO QUE LEÍA A KAFKA.

Enrique era un niño...bueno, más bien, un adolescente. Era un niño tierno, aunque el quería ser duro, que ante la vastedad del mundo se sentía acomplejado. De niño gozó de la inquietud propia de su edad; era un niño activo que salía corriendo tras el primer balón que encontraba botando en la calle. Como todo ser limitado, veneraba sus ídolos desmesurados. Festejaba su culto cada domingo en los campos de juego. Soñaba con ser un delantero veloz como Gento, o un arquero espigado e imbatido como Iribar. Llegar a ser una figura del futbol era la mejor de las aspiraciones. El mismo crecimiento, junto a su asistencia de cada domingo al estadio local, le trajo el germen del desengaño.
Quizá un temperamento bipolar contribuyó a que basculara al extremo opuesto. Se volvió desencantado, huraño, lector. ¿Quizá quería aprender qué se encontraba de cierto tras de esa realidad que no comprendía? Tal vez. Ni él se comprendía, ni los de su entorno le comprendieron.
Comenzó leyendo libros banales de la colección Reno; aún soñaba en un mundo donde era posible la aventura y buscaba esos títulos donde ésta satisfacía esos sueños. La pubertad, la sociedad, los libros, volvieron más patética su soledad. Creyó paliar su aislamiento con la amistad de estos últimos. Poco a poco sus lecturas se volvieron más selectivas. Vencido y sin horizontes, renunció a unos estudios impuestos por una sociedad de la que tal vez él jamás formara parte. En el balance que hicieron los profesores de su conducta se encontró una prueba sin paliativos: el alumno Enrique Gutiérrez Durán guardaba un ejemplar de la Metamorfosis de Kafka en el cajón del pupitre. Veradaderamente ese niño no tenía solución.