KEATS EN ROMA

Entre las muchas maravillas que seducen al viajero que llega por primera vez a Roma, se encuentra la barroca escenografía de su plaza de España. Su inquietante perspectiva trepa, remontando las sinuosas cascadas de peldaños que se pecipitan y bifurcan partiendo del vértice axial del obelisco, desde la fuente de Barcacca, obra de los Bernini, hasta la cumbre del Pincio, coronada por las torres gemelas de la Trinita dei Monti. El barroco, sin duda, dio a Roma esa faceta de europeidad ilustrada, una forma renovada de inventarse, eludiendo esa voluntad conformadora de su basamento clásico.

Plaza de España es el punto de reunión predilecto del romano. Recorriendo arriba y abajo sus tramos de escalinata, pulula esa sincrética diversidad humana que constituye la población actual de la ciudad. Junto a ésta, cómo no, merodean los inevitables turistas, destacando entre la personalidad más silenciosa y discreta de los nativos de pura cepa latina y la sigilosa de los chorizos de guanti bianchi. La principal ocupación del foráneo en aquel lugar es refrescarse hasta agotar el inagotable manar de la fuente con el compulsivo aprovisionamiento de recipientes y cantimploras. La frescura y pureza del agua romana adquiere condición de prodigio para el turista bisoño.

La mejor época para visitar la plaza es en la pascua. Con el vigor primaveral ese área privilegiada se reviste de un florido esplendor, y en el graderío que circunscribe ese anfiteatro desde donde observar sosegadamente vía Condotti y admirar esa comedia inconexa de la misma vida, no cabe un alfiler entre la multitud que se apiña para embeberse de los tibios atardeceres abrileños, como quien espera discifrar ese arcano que puede otorgar la ciudad milenaria, la ciudad santa. Siguiendo el desigual trazado arquitectónico que describen las escaleras, cuya obra, como casi todo en Roma, se debe al mecenazgo del papado, a cada uno de los flancos se erigen dos edificaciones que han compartido durante varios siglos el agitado devenir de tal enclave. Por una circunstancia u otra se han hecho célebres. Una debe su importancia, sin duda, al acontecer literario. La otra cuando menos granjea estas menciones de cuantos planos secuencia ha ocupado en la historia del séptimo arte. En su azotea, una pequeña logia cubierta nos recuerda que allí se rodó una particular escena de La primavera romana de la señora Stone, de Tenesee Williams. Sobre tal edificación, no obstante, sé poco más. Muy al contrario que de la de enfrente, la cual es por casi todos conocido que debe su celebridad a que allí se ubica el pequeño museo memorial de Shelley y Keats.

Tras penetrar en el significativo portal, un largo tramo de escalera nos conduce hasta las puertas de la fundación. Con los primeros contactos constatamos que en la conversación corriente es la lengua inglesa la que prevalece. La primera vez que visité tan sugestivo museo no había leído a Keats y, menos aún, a Shelley, por lo que fue a raíz del atractivo suscitado por aquellas estancias que comencé a familiarizarme con sus versos. Keats es, sin embargo, por varias razones en las que acaso influya su triste destino, el que considero más atrayente. De Shelley recordamos su Ode to the West Wind, su vículo conyugal con Mary la del Frankstein y su estrecha relación con Byron, y poco más. En cambio, la figura de Keats nos inquieta, el vuelo de su espíritu se proyecta hasta nosotros con un aura legendaria y misteriosa, con esa sugestión peculiar de lo genial; sus versos poseen una hondura poético mística comparable a la de un Hörderlin. Sabemos de su genio que fue precoz; a los veintitantos años ya había consumado una obra de acabada calidad; la injusticia de la tisis lo arrebató sin haberla madurado. A pesar de lo cual, su figura enigmática se yergue solitaria, detentadora de esa voz profética que desafía el designio cruel de un destino adverso, en pos del galardón redentor de la belleza; esa voz depurada que parece haber alcanzado eco en los cielos de lo poético.

El museo, que lo constituye en definitiva la pensión donde se alojaba un joven Keats con escasos recursos, guarece una atmósfera, enoblecida por una extensa bliblioteca y un escogido ajuar de utensilios relacionados con el poeta y su época, que nos transporta a la esencia de ese paso fugaz , de ese Jordán que simbolizaba Roma para una vida con las cuentas del rosario de sus fechas contadas. La reducida alcoba nos muestra la sencilla cama estilo imperio donde expiró; por la ventana abierta que da a la plaza de esa ciudad legendaria, un vitalista rumor nos devuelve la esperanza de que esa voz singular que reveló tan inspiradas cotas del espíritiu humano, continúa prevaleciendo en su memoria latiente, esa memoria viva que constituye la savia nutricia de las generaciones.
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Francisco Juliá

Soy Francisco Juliá, y el deseo de este blog es llegar al mayor número de lectores, compartir una hermandad a la que nos invita lo íntimo de la conciencia.

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