Visita a Baviera

Regreso de una corta estancia en Múnich. El motivo que me ha conducido a Baviera es de índole familiar: la boda de uno de mis sobrinos. Tales días han supuesto una revitalización de nuestros circuitos saturados. En Baviera se respira con plenitud y sobre todo de distinta manera. El equilibrado pulso alemán se contrapone al alterado de España. Los cabezas cuadradas van piano piano pero abordan las cosas con disciplinada eficiencia. Pero no todo en Baviera obedece a la frialdad del cálculo, precisamente en Baviera Alemania se reviste de romanticismo. Nos ofrece un matiz bucólico en el vigor natural de sus jardines, que precisamente en otoño ofrecen una cierta ilusión de transida melancolía; su paleta de ocres, verdes, naranjas y malvas, exige para reproducirla la meticulosidad de un Renoir o acaso la refinada policromía de Edwin Church y la escuela paisajística norteamericana. Alemania a los españoles nos anodada: admiramos su rigor, su orden, su eficacia; pero también la excelencia de su arte; ese arte que comenzó florecer bajo la tutela de los Wittellbach y que se coronó en la majestad de Neuschwanstein. Allí se hace realidad el ensueño; la música de Wagner se hace carne.
Baviera sabe a lirismo, pero también a pueblo, a danza, a festspiele, a cerveza, a bratwrust, a flor y a boscaje. Esta noche, ya de vuelta de tan corto paréntesis, pienso en la posibilidad de regresar en otra ocasión: hay bellezas por reencontrar y otras por descubrir; resuena en mi espíritu la excelencia de la Altenpinakothek, la elegancia del Ninphenburg, y la memoria de Thomas Mann que nos remonta a una Múnich desgraciadamente fenecida. Se conserva su Villa, en la que yo esperaba el museo de su memoria, pero que parece pervivir solo como inmueble cotizado. Siempre queda el rescoldo de otras peculiaridades de Múnich: el carrillón de su Rathaus, que los turistas admiran embelesados; la nobleza palaciega de la Residence, donde Ludwig II recibía los consejos de Wagner ; su imponente teatro de la ópera, cuyas producciones encandilan...etc. Sí, el regreso a Baviera es solo postergado, porque no renuncio a que nuestra intimidad prospere y más ahora que me unen a ella ligaduras familiares.

Café de chinitas

Café de chinitas
Lo primero que conocí fue una melodía de guitarra flamenca, en principio anónima, inserta en un montaje de YouTube dedicado a la figura de García Lorca. Dicho video tenía como banda sonora principal el "Take this Waltz" de Leonard Cohen, sobre la que se iba sucediendo la memoria gráfica del poeta. Como comentario dejé mi Romance por Federico García Lorca, que ha tenido escasa resonancia entre los internautas adictos al poeta. Más tarde reconocí la melodía en un disco de Paco de Lucía dedicado a las canciones de Lorca. Revisando el listado de tracks descubrí que se titulaba Café de chinitas. La melodía se presenta con una introducción dramática que lentamente va desarrollando un tema reflexivo.   No puedo asegurar que sea una composición de Lorca, seguramente recogida de una melodía popular, aunque le vendría como anillo al dedo. La pieza parece ser muy interpretada por los guitarristas flamencos y pertenece al palo de la petenera. Solía escuchar la pieza de vez en cuando y me sorprendió encontrar en Madrid un tablao conocido como Café  de chinitas. Por un tiempo creí que ese tablao era el origen de la petenera o viceversa. Solo hoy he salido del error. En el mercadillo dominical adquiero una vieja película española, protagonizada por Antonio Molina y Rafael Farina, titulada asimismo Café de chinitas. En ella descubro el verdadero origen de aquella melodía y la relevancia de un viejo Café de chinitas, ubicado en el corazón de Málaga, y que en siglos pasados se constituyó acaso como la más importante cátedra flamenca de Andalucía. Fue un local variopinto donde se daban cita artistas, toreros, contrabandistas, galopines y rufianes. En su salón palpitaba la sensual melancolía y el desgarro pasional del alma andaluza. Todo esto lo descubro ahora con la edad, porque de joven me hubiera reído de todas estas cosas, de ese folclore tan vilipendiado por la vanidosa inconsciencia del progreso. Un progreso que mañana será olvido como hoy el Café de chinitas se nos antoja aislado retal de la memoria.

El ÚLTIMO ÓMNIBUS

El ómnibus se retrasaba. Guarnieri aplastó la colilla oscilando la suela del zapato contra la acera. Eran los últimos momentos de la tarde, y temía demorarse y llegar al arrabal ya anochecido. Aunque los días ya empezaban a alargar, aún se hacia necesaria la prenda de abrigo. Sobre el cielo ceniciento trasparentaban unas pinceladas de azul. Tales claros presagiaban otra realidad distinta a la presente, de la cual no se puede huir. Introdujo las manos en los bolsillos y acarició el frío pesado del metal.
Meditaba sobre el largo trayecto que aún le esperaba hasta enfrentarse consigo mismo, esa rectilínea carretera entre bancales y jalonada de cipreses que conectaba las últimas viviendas de la ciudad con el suburbio. En éste destacaba la pobreza de las casas, muchas de ellas amenazando ruina, con bastantes calles sin asfaltar y que se llenaban de barro tras el menor aguacero. Todo  era sórdido en el barrio de San Miguel, o el del cementerio, como se le conocía más familiarmente, porque colindaba con el principal camposanto de la ciudad. Tan ruinosos como las viviendas eran sus vecinos, sin oficio conocido muchos de ellos y dedicados al trapicheo y a las mercaderías ilícitas. El resto eran gitanos que habían fabricado sus chabolas al amparo de la clandestinidad.
Guarnieri, pues era uno de esos hombres a los que se conoce por el apellido y no por el nombre  de pila, era aún joven, con la treintena recién cumplida, trabajador esporádico, y con una sola vocación, la de evadirse en la oscuridad de las salas de cine. Lo que empezó como una diversión dominguera, se había convertido para él en una afición enriquecedora que daba sentido y cierto propósito a sus ocios. Porque en éstos empeñaba sus mayores energías, pues en lo laboral divisaba un horizonte sin provecho. Todavía no se había sustraído al vicio del tabaco, ni al de la salidas nocturnas en donde el alcohol iba labrando pertinazmente su derrota. Había tratado alguna vez de escapar de aquel laberinto
de depravación y soledad, pero el vicio por la mujer le mantenía encadenado con sus posesivas tentaciones.
Todo hubiera sido tolerable, si no hubiera conocido a Rosita. Era casi una mujer del arroyo, pero esa misma fatalidad incitaba un deseo ciego de poseerla. La encontraba cada sábado en un pub del barrio viejo, sola como una tentación y dando tragos de whisky seco, a la manera de un hombre. Guarnieri sabia que con las mujeres normales no se llegaba a ninguna parte, pero que las que eran como Rosita guardaban alguna promesa desconocida. Y esa incertidumbre era la que lo hostigaba, la que le acuciaba a pretender una realidad distinta a su existencia mediocre, vacía y sin futuro, aunque de aquel canje no obtuviera ninguna mejoría. Con tales cartas sobre la mesa, no le costó mucho conseguir que la relación prosperara: varias noches de copas compartidas, algunas lisonjas y unas pocas promesas que se incumplirían.
Aun recordaba ese fatal tramo de carretera rectilínea, bajo una luna fría, que lo llevó la primera vez a compartir cama con Rosita. Fueron en un destartalado 4x4 que ella había comprado de segunda o tercera mano. En el lecho la encontró sudorosa y maloliente, con besos que sabían a bodega. Pudo haber renunciado, pero lo fascinó el mórbido lodo de la condenación. Se unieron carne con carne, pero él no llegó a saber si fue realmente suya. Nunca supo sus motivos, ni cegado por el celo llegó a valorar el verdadero fondo de su corazón.
Ahora, una vez más, iba a visitarla. Pero sabía  de buena tinta que no estaba sola y que ambos lo estaban esperando. De él solo tenía referencias vagas; únicamente la certeza de que en el pasado había sido su hombre. Cuando el ómnibus cubrió una vez más la distancia entre la ciudad y el suburbio, Guarnieri descendió como quien acude a una cita impostergable con su médico, donde le van a revelar cuál va a ser su futuro. Caían las primeras sombras en la barriada, la noche era algo fresca y por las esquinas sólo se advertía la presencia de algún "camello" esperando clientela. Guarnieri enfiló la calle embarrada que conducía a la planta baja de Rosita. Frente a la puerta se extendía un rodalito de jardín inculto en el que alguna vez floreció una flor. No le dio tiempo a llamar; faltándole un buen tramo para la entrada, la puerta se abrió. Salió de ella un hombre, moreno, desconocido, con una sonrisa cínica torciéndole los labios. No se dijeron palabra, se miraron y Guarneri adivinó en el fondo de los ojos del extraño un reflejo que anunciaba su destino. Cuando bajó la mirada observó que en la mano del extraño relucía la hoja de un cuchillo. Guarnieri tanteó en su abrigo y descubrió la navaja que toda la mañana había barajado llevar, vencido por un temor. Su esgrima era de novato; antes de que su oponente se abalanzara sobre él acometiendo con el glacial acero, ya sabía que iba a morir.

LOCOS POR EL PPREMIO

La otra noche tuvo lugar uno de los acontecimientos de cada otoño. Mientras cenaba y escuchaba la televisión de soslayo, se interrumpió el programa de debates que se estaba emitiendo, para conectar con Barcelona, donde se fallaba el premio Planeta. Todavía recuerdo la locución del anterior premiado, Javier Sierra, sembrada de señuelos esotéricos con los que  captar la curiosidad de los probables lectores indolentes. Como siempre, también este año en el salón donde se adjudicaba el premio no faltaba detalle. En él tenía cabida toda la "vanity fair"del mundillo literario. Se esperaba con expectación quiénes serían los premiados, aunque me temo que el "Planeta" ya no está para sorpresas.
Al final sucedió lo de siempre y recibieron el galardón dos personalidades cuyas campanillas no emitían ningún novedoso tintineo. Sálveme el cielo de enjuiciar sus obras, las cuales ni siquiera he leído y a las que siempre se ha de otorgar cierta presunción de inocencia.  Inocencia,  que si se examina con detalle la tramoya escénica, la un tanto opaca deliberación del jurado y las estentóreas casualidades que acompañan su dictamen, viene a quedar cuando menos en entredicho.
No obstante, deberíamos aceptar con naturalidad el veredicto sentenciado por tan conspicuas plumas,
muchas de ellas bendecidas (por lo de su cuantía) con el premio en años precedentes y otras porque su trayectoria literaria los hace merecedores del más justificado laudo. Los nombres de sus componentes no resultan desconocidos para quienes tenemos alguna inclinación literaria. Nos son familiares Rosa Regás, Carmen Posadas, Fernando G. Delgado, todos ellos en perenne candelero, pero cuyos libros, al menos por mi parte, permanecen en la más ignota indiferencia. Pero quien verdaderamente me llamó la atención fue la figura de Pere Gimferrer, sumado al elenco no sé si en calidad de presidente o de convidado de piedra. En el universo literario hay nombres tabú, entre los cuales el de Pere Gimferrer siempre es mentado cuando de trata de ponderar la obra de cualquier escritor que pugna por hacerse un nombre. Un amigo me recomendó enviarle al escritor catalán alguna de mis novelas para que la enjuiciara, a lo cual me resistí temiendo algo así como un remedo del juicio de Dios. En cuanto a su poesía no puedo por menos de ensalzarla, pues me parece deslumbrante y valientemente innovadora. Resulta paradójico contemplar a ese ya patriarca de nuestra lírica relegado a la función de ujier  de la editorial más global de las letras hispánicas. Pero todo viene a ser comprensible en semejante mangoneo, pues el mismo premiado nos dejó constancia de que en tales tejemanejes se hallaba conspirando en la sombra el acendrado gabinete literario de Carmen Balcells. ¿Estarán fraguando la eclosión de algún nuevo Boom?

Escritores viajeros

Escritores viajeros
He comenzado a hincarle el diente a un viejo libro de viajes, publicado en la legendaria colección Rotativa de Plaza y Janés. La obra en cuestión se titula " Una corona de islas griegas" y está firmada por el escritor, al parecer británico, Ferdinand Finne.
El texto se engloba en el género de libros de viajes y, como su título indica, nos propone un recorrido por la Grecia insular, en concreto por su archipiélago de las Cícladas. Acaso el grupo de islas egeas que más ha atraído al turismo internacional.
Descubrí el libro entre el montón de títulos más sugestivos de una librería low cost, y en el primer momento rehusé comprarlo, porque tenía entre manos otras lecturas y no quería distraer mi mente con pasadas nostalgias. Porque regresar a Grecia es como volver a adentrarse en el laberinto de Minos, en el cual no podemos predecir cuándo podremos liberarnos o acaso perecer entre las fauces de su mítico Minotauro. Incluso podría darse el caso de caer heridos por el sublime dardo de la belleza, que habita en los más insospechados rincones de ese mar admirable, como aquella ínsula agreste donde se erigió sobre el acantilado un templo a alguno de los olímpicos.
Suelo tener casi siempre sobre mi mesa algún título de referencia griega, sea histórico, político, literario o filosófico. Pero entre estas lecturas suelo eludir las que abordan el carácter geográfico de Grecia, sobre todo desde la perspectiva contemporánea. Han pasado ya algunos años desde mi último viaje a la Hélade y en él tuve el placer de recalar en algunas de las islas que Finne visita en su periplo. Verdadera odisea que el autor afronta sobrecargado de mochila y máquina de escribir portátil. Confieso que escribir libros de viajes es una de esas aspiraciones que jamás he conseguido concretar. Porque para llevar a cabo semejante tarea, es necesario armarse de un disciplina extraordinaria. Se requiere audacia aventurera y la minuciosidad literaria del escritor de diarios. Convengo en que cada viajero planificará su tarea de la forma más variada. Por mi parte, la laboriosidad de recoger apuntes mientras se van experimentado las vivencias del día, para luego hilvanarlas en la noche en una redacción congruente, es algo que se me hace cuesta arriba. Por lo general, durante mis viajes
siempre queda algún momento de sosiego en un bar, donde recoger en el bloc de notas cualquier experiencia suscitada o  reseña sobre algún lugar visitado durante el día. Pero he de ser sincero, en las noches, en el escritorio de la habitación del hotel, me resulta imposible tratar de resumir el balance de lo vivido durante la jornada, pues por lo general el cansancio me obliga a meterme el la cama cuanto antes y todo lo más leer alguna página del libro de cabecera.
Verdaderamente es lamentable, pues no debe de haber destino más agradecido que el de los escritores de viajes, como el inquieto Javier Reverte, que se ha pateado medio mundo, o el de los cronistas magistrales cuyas plumas no dejan de ser celebradas, tales como la Josep Pla o Camilo José Cela, que nos deleito con el poético cutrerío de su Viaje a la Alcarria.

Los libros más sabrosos

Decía Bolaño que la lectura de los libros robados tenía un sabor especial; seguramente el gusto voluptuoso del bocado a la manzana de Eva. Por mi parte, he  de añadir que no sabría explicar tal experiencia, pues que yo recuerde en mi biblioteca no consta ningún libro fruto de la criminalidad.
Mi biblioteca es una biblioteca tan personal, que tampoco se encuentran en ella ejemplares conseguidos por intercambios ni trapicheos. La fundamentan algunos volúmenes adquiridos durante mi juventud, pero la mayor parte de ella fue creciendo como consecuencia de un sueldo estable, a través de una transacción comercial ordinaria.
He de decir que en los últimos años ha aumentado por inercia de comprador compulsivo y por mi interés reciente por los libros de lance y un cierto prurito de coleccionista.
Estos libros de bajo coste me producen con su lectura una sensación tal vez análoga a la que Bolaño experimentaba con sus libros hurtados. Si la lectura del libro me satisface, obtengo una doble compensación, la del provecho intelectual y estético y la de saber que tan grandes beneficios apenas han supuesto sacrificio para mi bolsillo.
El inconveniente de las librerías de lance es que en ellas uno acaba por arramblar con obras cuyo máximo interés es su tentador precio, y que como mucho acabarán engrosando el rincón menos frecuentado de nuestra biblioteca. Esto es lo más probable que ocurra con el libro que he adquirido esta misma tarde, unas obras escogidas editadas por Aguilar de François Mauriac. Seguramente un autor de mérito, galardonado con el Nobel, hoy acaso injustamente mal valorado, pero al que muy a mi pesar habré de postergar debido al acuciante listado de libros que reclaman mi lectura. Desgraciadamente, siempre hay un orden de prioridades. Y eso que cierta curiosidad malsana me tienta a hundir el hocico en ese, sin la menor duda escabroso, Nido de víboras.

PUEDE OCURRIR EN TOLEDO

Paco de Lucía tenía una casa en Toledo, hoy convertida en hotel. Se ubica próximo a la cuesta de Recaredo y a la mezquita del Cristo de la luz. Su tarifa es algo cara, argumento que nos disuade un tanto de contratarlo en una futura estancia en la ciudad carpetana. No deben de andar lejos de allí Santo Domingo el Antiguo y la parroquia de Santa Leocadia, pues existe una grabación donde se ve al difunto guitarrista merodear por aquellos lares, deteniéndose en la casa de los Bécquer, en la calle de  San Ildefonso. Santo Domingo el Antiguo constituyó  para mí una fijación durante mis primeras visitas a la ciudad del Tajo. No me disuadía, novel Teseo, el tener que descifrar el laberinto de callejones erráticos y solitarios pasadizos para encontrar ese convento que cobijó la primera obra española del Greco. Hoy se da por cierto que en su cripta reposan los restos de Theotocopuli, cuyo sarcófago una de las novicias no vacila en enseñar, a través de una abertura en el enlosado. En Santo Domingo apenas queda obra original del Greco; la mayoría son copias. A pesar de ello uno suele salir complacido con la visita, ayudando además a las obras pías conventuales, con la adquisición de alguna cajita de mazapanes elaborados por la propias monjas.  No son numerosos los turistas que se dejan caer por allí. Los pocos que lo hacen, es porque ya el misterio toledano ha calado en sus almas. Por mi parte, he de constatar que mi primer contacto con Toledo despertó en mi el deseo de conocerla más a fondo. Busqué, quizá en lugares no adecuados, libros que me hablaran de su historia y su cultura, de ese gran libro críptico que constituyen sus piedras centenarias. Ignorando de que tales libros solo pueden ser hallados en lugares muy concretos y en ediciones limitadas, tuve que conformarme con obras que trataban de los asuntos toledanos, aunque más bien de soslayo. Entre éstas se encontraban todas las referidas al pintor de Candia.  Tuve la suerte de hacerme con los dos volúmenes que componen la monografía que al Greco dedicó Camón Aznar, uno de esos contados y graves eruditos que dio la cultura española. Leí tan magnifica biografía con provecho y delectación, quedando cautivado por esa figura sin par que preludió nuestro siglo de oro, Adquiría cualquier libro que encontraba sobre el pintor cretense, y junto a mi curiosidad por Toledo germinaba mi interés por el arte. La obra de M. B. Cossío vino a consolidar mi inclinación por el pintor de las ánimas, que halló en Toledo el marco idóneo donde su estilo se ahormó, traspasado por el numen místico que inflamaba su atmósfera y que nadie como él supo captar, en la majestad de su Entierro del conde de Orgaz. Arrebato del que aun es posible inflamarse en Toledo cuando, como bien explicó Paco de Lucía, se escuchan las campanas de todas las iglesias de la ciudad redoblar al unísono. Pero aquello que puede suponer el colapso para un músico, viene a significar la gloria para un penitente.