PRERROMÁNICO ASTURIANO

PRERROMÁNICO ASTURIANO
En Oviedo, en la faldas del monte Naranco, se levantan dos construcciones que  remontan hasta los tiempos legendarios del reino astur: estas son Santa Maria del Naranco y San Miguel de Lillo. Ambas pertenecen a un complejo arquitectónico erigido en época del rey Ramiro I, cuya corte debió alcanzar el máximo esplendor, y se inscriben en ese estilo conocido como prerrománico asturiano, del que subsisten variados ejemplos en diversos enclaves de la comunidad, tales como San Julián de los Prados o San Salvador de Valdedios, entre otros. Su construción debió ser relativamentente inmediata a la  de la Cámara Santa de la catedral de Oviedo, lenvantada en tiempos de Alfonso II el casto, y que hoy día alberga la cruz de la víctoria, símbolo decisivo para el principado astur, entre otras reliquias veneradas por el constante peregrinaje a Compostela que atraviesa Asturias.

Santa Maria del Naranco, que no nació como iglesia, sino tal vez como palacete desde donde se custodiaba la caza, que debió ser abundantísima en los bosques lindantes, adquiere una esbeltez insospechada frente a otros monumentos arcaicos. Su mole se eleva con elegante desenvoltura, resaltada por los dos miradores embellecidos por proporcionadas columnas y arcos de medio punto que le otorgan ese peculiar encanto palacial. Seguramente, desde la época de la Roma imperial no se había contemplado en Europa una edificación semejante. El espacio que más contribuye a resaltar esta impresión es, sin duda, su planta noble. En ella por primera vez se utilizó, desde esas épocas remotas, la bóveda de cañón, elevada con solvente maestría por los constructores. En su ingenuidad prerrománica, con la parvedad de medios característica, Santa Maria del Naranco conserva esa exquisitez que para sí hubieran demandado muchos palacios renacentistas. El caminante que se aventura por los senderos del monte hasta alcanzar su estratégico promontorio, se verá fascinado por el mensaje duradero que todavía parece rezumar una virginal belleza.

Cuando yo, oscuro soldado de un cuartel hoy día inexistente, discurría por sus senderos en fatigosas marchas, mochila y cetme al hombro, mientras la húmeda llovizna enlodaba los caminos, cierto alivio mitigaba la fatiga de mis mienbros y por un instante se elevaba mi espíritu, al divisar, estremecido, la ingenua pero airosa belleza de Santa Maria del Naranco que nos salía al paso. Dominadora sobre su ladera de tupida hierba, desde su promontorio se abarcaba el extenso valle verde que, desde el regio enclave de su mirador, contemplaba Ramiro. A sus pies, yacente, Oviedo: la sacra capital.

ROMANTICISMO ESPAÑOL

ROMANTICISMO ESPAÑOL
Entre los muchos museos de variado contenido que uno puede visitar en Madrid, se encuentra el Museo del Romanticismo Español. Constituye una de las propuestas más logradas en cuanto a espacios culturales se refiere. Si bien el palacio que lo cobija de alguna forma desdice el atractivo contenido interior, el conjunto no puede por menos que despertar la admiración en el visitante.

Parece ser que el museo nació por la iniciativa de ese español singular que sin duda fue el marqués de la Vega-Inclán, el cual cuenta entre sus muchos logros la creación de la casa Del Greco en Toledo y la de Cervantes en Valladolid. Merece el mayor encomio en su decisión de abordar este proyecto del museo romántico, llenando un hueco tan fundamental, reclamado por un gran público incondicional de esa época irrepetible, tanto en el terreno cultural como histórico.

El museo es la traslación minuciosa, tan atenta al detalle como al conjunto, de lo que sería una casa ideal en esa época privilegiada,en tantos sentidos, del Madrid romántico que se desenvolvió extensamente durante el período isabelino, entre 1831 y 1868, año del estallido de la "Gloriosa" y la abdicación de Isabel II.

Por una bien acondicionada escalera se asciende a la planta noble del edificio;  peldaño a peldaño, a través de las decoraciones y los cuadros, vamos sumergiéndonos en esa época preterita de ilusión, que ayudan a recrear cada uno de los componentes encargados de imprimirle vida a esos escogidos ambientes. Conforme uno va inmiscuyéndose en el entorno, va enrequeciéndose la posiblemente elemental lectura que podríamos tener de la época. En cada uno de los detalles, se ven estimuladas  memoria e imaginación. Durante las más de venticinco salas que reproducen los más dispares ambientes, exclusivos del período, conseguiremos intimar con el conjunto de ese breve segmento del diecinueve que llenó de vitalidad a esa España que le tocó en suerte, dejando en ella las huellas imborrables de una peculiar resonancia que ha llegado hasta nuestros días con el especial fervor que caracteriza el romanticismo.

En sus salas encontraremos el retrato, tanto pictórico como gráfico, desde el último Goya al exquisito Madrazo; los primeros albores fotográficos, que consiguieron legarnos esa atmósfera sentimental de la época; los instrumentos musicales que dieron brillantez a aquellos míticos salones a la moda, incluidos el arpa y el  fastuoso piano de cola; mobiliario: toda suerte de bureaus y escribanías; camas estilo imperio, cunas, consolas y otomanas, mullidos sofás, la más escogida sillería; lo necesario para el esparcimiento: el tablero para los naipes y la inevitable mesa de billar; el precario utillaje casero, por último, sin descontar el brasero y el discreto mueble-retrete.

Ante nuestros ojos desfilara, en el tono más evocador, ese grupo peculiar de nuestros próceres, incluyendo a Riego, Espartero y Narvaez; las egregias figuras de Fernando VII, Isabel II y su consorte Don Francisco de Asis; la brilantísima nomina de nuestros poetas: allí tendrá eco desde el pistoletazo de Larra a la legendaria figura de Espronceda; la grandilocuente versatilidad de Zorrilla o esa estampa doliente del último Bécquer, en su lecho de dolor. En definitiva, cualquier reseña resultaría insuficiente para recomendar la visita, de todo aquel que desembarque en Madrid dispuesto a nutrirse  en ese vivero cultural de sus museos, a este museo peculiar, mitigado en su eco por ese tridente de fama internacional que constituyen El Prado, El Thyssen o el Reina Sofia. Pero, sin duda, el Museo Romántico de Madrid es una opción valiosísima a tener en cuenta.

CAMINO DE COMPOSTELA

CAMINO DE COMPOSTELA
Mi arribada a Compostela no fue como peregrino sino como turista, hecho en algún aspecto lamentable. Pero el  sentido ético me obliga a no compartir unas tradiciones que mi bautismo y mi fe evangélica excluyen. Lo cual no quita para que sienta un solidaria simpatía por todos aquellos que siguen el Camino...Debe experimentarse una emoción incomparable al divisar Compostela agazapada entre los cerros, tal vez desde la prespectiva única del monte del Gozo. Fascinadora entre sus brumas, la sentiremos latir en la hondas campanadas que resuenan en el valle hasta desvanecerse entre el misterio indefinible de las nubes. Nubes preñadas de aguaceros, de sucios trazos como de carboncillo difuninado. A no tardar, la llovizna empapará los tejados y el empedrado de las calles se cubrirá de lamparones dispersos, que los paisanos esquivan guareciéndose bajo los pórticos, mientras los peregrinos echan mano de sus chubasqueros remetidos en sus alforjas.

Al entrar en Santiago sentí cierta decepción. Siguiendo el itinerario desde la estación de autobuses, pude observar una ciudad que se extendía desigual; un curso de casas blancas y descuidadas que se fue prolongando algo más de un kilómetro. Lentamente, conforme penetraba el tupido entramado de la ciudad, esta impresión fue decreciendo; su urbanismo se volvió más pintoresco. Sin saberlo, me adentré en el casco viejo de Compostela siguiendo la pista del hotel que había contratado. Tales prolegómenos me llevaron a descubrir la más esencial Compostela, pues el hotel se hallaba al volver de una empinada rampa que descendía una vez rebasada la plaza del Obradoiro.

El descubrimiento de la plaza significó el culmen de la admiración que iba despertando la ciudad mientras progresaba en la búsqueda de mi hospedaje. La plaza es uno de esos enclaves que cautivan nada más verlos y que poseen el encanto más sugestivo. No pude por menos que detenerme a admirar aquel peculiarísimo conjunto monumental, corazón del sentir galaico para lo universal, y cesar momentáneamente en el rastreo del hotel. Muchas veces había visto por televisión la fachada de la catedral, pero nunca podrá impresionar como su contemplación en vivo, a pie de plaza. Esa plaza que se convirtió en omphalos de la edad media, a cuya llamada acudían peregrimos procedentes de todos los rincones de la tierra. Frente a la esplendorosa fachada catedralicia siente el viajero ese devoto estremecimiento que alienta a cada pregrino que converge a sus puertas, tras haber superado esa ruta de experiencia y purificación que, en esencia, debe significar el Camino.

ESCENAS ASTURIANAS

ESCENAS ASTURIANAS
ATARDECER EN EL PARQUE SAN FRANCISCO DE OVIEDO

El sol remite en su vigor con la indolencia dorada de sus rayos derramándose melifua entre las copas frondosas del arbolado. Entre los retales de espacio que despeja la tupida enramada, la luz nos revela una amorosa promesa, mientras la brisa que se filtra por esos resquicios es murmullo, como lo es el recoleto barbotar de las fuentes que refrescan la aridez estival con su frescura. Su eco parece recordarnos una arcaica leyenda canturreada por su pulso entrecortado, que fluye, alma de cristal, con rumor agitado y lejano, entre el estremecimiento de las hojas, inquietas por el flujo remansado del aire. La lejanía nos trae el zumbido de la ciudad, híbrido y transfondado, como de realidad desentrañada.

Inmersa entre resplandores y sombra, desde un pedestal, nos observa la estatua del Poverello de Asisi, toda modestia y serenidad. El canto de las aves, constante en ese bosque de ilusión, parece celebrar la dulce melodía de sus "florecillas".  El santo se recoge reflexivo, como queriendo escuchar entre las tantísimas voces de la naturaleza, el mensaje solapado que viene de Dios.

Atardece, pues, en el "campo..." con el fatigado demorar del ardoroso verano, permitiéndonos la frescura boscosa recuperarnos en lánguido conforto. El tiempo se vierte como el manar tibio de la sangre. Surca el espacio un gorrión, cruje el esqueleto de la fronda; en mitad del silencio, infantiles gritos; de cuando en cuando el compás lento de unos pasos. El reloj de la torre, redundande, dominador, expande su melodioso carrillón por toda la vastedad del valle, donde el sol estremece los pastos y la ciudad se recuesta como un rebaño compacto.

Vuelve entre la vibración sutil de las hojas el orear de la brisa, que levemente sacude el estatismo del tiempo, el cual parece detenido en eternales aspiraciones y presiente el misterio de las sombras crepusculares. Desde aquel viejo momento a tu solaz, momento del recuerdo, campo de San Francisco, han transcurrido tantos años de ansias y fatigas, que no creí volverte a reencontrar hoy en la vida renovada de mis cuartillas y en el transporte placentero de mis sentidos. Pues fue ese un momento infinito que llenó todo un mundo, se tejió presente en la urdimbre de la memoria, y me anima a que yo acaso seguiré más allá y que tú, tiempo, tal vez, no fuiste vano. Para que ese episodio entrevisto y sensitivo de aquella mañana, donde el sol que, ese marzo gélido, redobló mi esperanza como el abrirse la flor de una primavera en ciernes, no perezca  y se constituya como heraldo precursor de esos dorados campos prometidos de leche y miel, inefables verdes prados del Paraíso.