Libertad, ¡oh libertad!

Oigo la obertura Egmont, de Beethoven, dirigida por Kurt Masur, en San Nicolai de Liepzig. Soberbio canto a la libertad. La grabación data de cuando la caída del muro. Hoy en España suena el tan-tan de las cacerolas que la reclaman. En estos días del coronavirus hemos vivido físicamente lo que en la conciencia padecimos durante el franquismo. ¿Cuál era esa losa que pesaba en nuestras almas?: El anhelo de libertad. Porque frente a todo el maremagno de dimes y diretes, conjeturas y sentencias sobre el coronavirus, lo que más se resiente son las limitadas dimensiones de nuestra precaria libertad. Porque la Libertad con mayúsculas ya no se cacarea desde los tiempos de la Ilustración. Lo que nos ha quedado claro en estos meses de confinamiento es que no somos garantes de nuestra libertad, sino que solamente la gozamos como una dádiva del Sistema, que la utiliza como concesión necesaria que solapa, como una cortina de humo, la estrategia de los intereses maquiavélicos que constriñen al hombre. Nunca como en esta pandemia los hombres han cobrado su clara conciencia de rebaño. Hemos sido recluidos en el aprisco como las mansas ovejas al llamamiento del pastor, cuya identidad nos resulta algo incierta y no sé si podríamos identificarla con la del Buen pastor, porque no sabemos en absoluto cuál será su reacción cuando vea venir al lobo.
Nuestros pasos están contados,  nuestros movimientos observados como los del ratón en el laberinto de experimentación, anotado cada impulso, cada atajo, cada indecisión. La autoridad sanitaria es la mejor coartada para imponer leyes estrictas que acoten el terreno de las libertades. Porque a día de hoy se contradicen ministros y diputados, médicos y epidemiólogos. Por un lado se nos abre la esperanza ante el aserto de algunos que auguran que el virus desaparecerá como anteriormente lo hicieron otros coronavirus; de otra parte, no pocos sentencian que el virus permanecerá endémico.
Sabíamos de las opiniones clientelares de los medios de comunicación. ¿Ocurrirá lo mismo con las de los científicos?

Monótonos días de coronavirus

Monótonos días de coronavirus
Durante estos monótonos días de coronavirus en los que Sánchez y el pánico nos tienen recluidos, permanecemos anclados a la pantalla del ordenador, en el que también existen virus, aunque más asépticos, objetivamente inocuos. Uno se zambulle en el universo de You Tube y va rastreando fascinadoras páginas de turismo en Suiza, atento a la majestad de los Alpes, que elevan sus cumbres tentando los secretos del cielo, dejando en sus faldas la imagen de idílicos valles de verdura, con tonalidades de color difíciles de hallar fuera de centroeuropa. Valles recorridos por frías corrientes, alimentadas por vertiginosas cascadas que se precipitan desde la altura imponente de los riscos. Pienso en Wengen y Lauterbrunnen, en la gloriosa cumbre del Junfrau, en Interlaken, con su corazón helado de glaciar;  o en el pico extraordinario del Cervino, que recorta su silueta sobre las características casas alpinas de Zermatt. Pienso también en Sils María, donde Nietzsche aspiraba el aire purísimo de sus cotas aristocráticas; en Davos platz, donde Mann ubicó ese otro singular coronavirus de entre guerras. Época que, como en la nuestra, a la muerte le resultaba provechosa la siega, cuando a cada golpe de la afilada guadaña cercenaba aun las más lozanas espigas.
En You Tube, esa bola mágica de bruja siniestra, uno encuentra toda clase de información y de entretenimiento. En estos días sigo cierta propaganda sobre mansiones de super lujo, sobre todo de Italia, unas en Venecia, no pocas en Florencia, Parma, Siena. Son haciendas al alcance solo de ese grupo de privilegiados que mueven los hilos de nuestra mediocre existencia. Imagino cómo sentaría disfrutar una temporada en cualquiera de esas chozas. Seguramente, nos saldría una sonrisa como la de Julio Iglesias, destacando el brillante marfil dentario. Pero reconociendo que a tales usufructos no podemos aspirar, clickeamos sobre el reclamo de algunos hoteles lujosos de Capri, que nos recuerdan el coqueto hotel Excelsior que Willy Wilder nos presenta en su película Avanti. Para los que nunca hemos salido de pobres, Capri sigue siendo un Paraíso, aunque si uno se asomara a sus precipicios seguramente vería arder las llamas infernales de la Camorra. Mas todo esto queda como vagas ilusiones, pues ni Sánchez ni el virus nos darán tregua ni nos dejarán movernos de casa. El presidente quiere prolongar un mes más sus taimadas maquinaciones; con tanta cautela no se ve el momento que podamos sacudirnos el miedo del cuerpo, y es que 27.000 muertos pesan más que sobre la momia de Keops su descomunal pirámide. Sin embargo, esta noche he visto encendida una luz de esperanza, un epidemiólogo italiano afirma en un programa de televisión que el virus está debilitándose, que su virulencia y letalidad disminuye, que quizá dentro de unos meses se haya extinguido y podamos volver a la normalidad de siempre, y no a esa "nueva normalidad" que nos suena a utopía Huxleysiana o Orwelliana y que nos quieren imponer los aprendices de futurólogos.

el cacareo político

 Homologuemos  con proporcionalidad los parámetros asimétricos con los que implementar medidas transversales que justifiquen las prestaciones inclusivas, cohesionadas por políticas congruentes que redunden frontalmente en marcos favorables con los que garantizar soluciones decisivas bajo criterios aceptables.

El meollo de la novela

Escucho en una entrevista al escritor norteamericano Paul Auster que uno de los autores que más influyeron en sus primeras etapas como lector fue Dostoyevski.   De quien asegura que la lectura de su novela Crimen y castigo condicionó su vocación de escritor. Feliz coincidencia, pues ese mismo efecto tuvo en mi adolescencia el encuentro con Fedor Mijaílovich. Tras concluir cualquiera de sus novelas, El jugador, Memorias de la casa de los muertos, el Idiota, Los demonios, especulaba con que algún día llegara a escribir algo igual.
Había dejado el instituto con una formación precaria. Sabia juntar letras, expresar oraciones simples, y mi ortografía y sintaxis eran deficientes. Si tal era mi vocación, ¿ por qué no persistir en unos estudios que nos proporcionaran los elementos técnicos con los que se construye una novela? La respuesta estaba en las distintas obras de Dostoyevski. ¿Qué hacía de ellas una experiencia primordial? No destacaba en ellas su perfección formal, ni la excelencia de su retórica, ni acaso la excesiva originalidad de su argumento, pero lo que las hacia indispensables es que en ellas palpitaba la vida. Eran seres vivos Raskolnikov y Sonia, Svidrigailov y Stephan Trofimovich, el conde Mishkin o el conjunto de reclusos de la Casa de los muertos. Tales obras eran organismos vivos que trascendían de sus páginas hasta el espíritu del lector, del que pasaban a formar parte como recomendables invitados.
Tal fue la lección que me proporcionaron tan sustanciales lecturas. Si quería llegar a ser escritor, lo primero era conocer la vida, atrapar ese embrión biológico que da carnalidad a toda buena novela. Que la letra que hay en ellas no se redujera a letra muerta. La formación intelectual la adquiriría luego a través de los libros. Creo que Bolaño eligió la misma opción. En mi caso, dicha resolución me hizo entrar en la vida por la puerta de servicio y quedar empachado de ella a los treinta años. La obra de Dostoyevski no hubiera sido posible si el zar no hubiese conmutado su pena en el patíbulo por varios años de reclusión, así como la mía modestamente tampoco lo hubiera sido si hubiera sucumbido a su vorágine vital. A quien aborda el tranvía de la mundanidad le es recomendable apearse alguna parada antes de la catástrofe, para que la actividad novelesca sea posible.