De la opera Bomarzo, de Ginastera

Se ha estrenado en el teatro Real de Madrid la ópera de Ginastera, basada en la novela homónima de Manuel Mujica Lainez, Bomarzo. Durante tiempo seguí la pista a esta composición, que parecía ignorada en el mundo de la fonografía, hasta que por fin encontré una versión grabada por la Opera de Washington, bajo la dirección de Julius Rudel, para el sello Sony, a un precio moderado. Ignoro si es la mejor versión que se ha difundido de la opera, pero en cualquier caso su expresión contemporánea contrasta bastante con el talante manierista que exhala la novela de Mujica. Llevar Bomarzo al teatro representa una osadía, pues en el traslado es seguro que se desprenda la pátina de excelencia que aureola la novela. La brillantez estilística, aunque el libreto corresponde al propio Mujica, corre el riesgo  de desaparecer, mientras el abigarrado fresco renacentista que describe se esquematiza en la funcionalidad del escenario, poblado de histéricos histriones que engolan alaridos de sentimentalidad dudosa. Bomarzo ha llegado tarde a la opera, pese el entusiasmo que demostró Ginastera hacia la novela, porque  la suntuosidad de Mujica hubiera exigido el vehemente romanticismo de un Verdi o la versatilidad de un Ofenbach o de cualquier otro compositor de temperamento apasionado. La envergadura de Bomarzo realmente exige la magnificencia de la opera: hubiera significado el mejor libreto para su gran siglo. Pero al no poder ser,  conviene regresar a la enjundia de sus páginas originales, a esa redacción prodigiosa que nos traslada a ese mundo pasado de evocadora embriaguez. Páginas que nos hicieron amar la literatura y nos condujeron hasta ese algo más sin retorno que se vislumbra a través del arte.

Plegaria

Quiero escuchar el verbo
en tu luz repentina,
el pleno sol gozoso
de tu presencia. El alto
espacio donde tu potestad
anima, quiero alcanzar
desde mi humildad humana.
No pude ver tu tránsito en la tierra;
tu huella sigo por el relato
del evangelio, donde tu voz
resuena dulce o arrebatada,
condolida o triunfante.
Quisiera haberme agazapado´
próximo a ti en aquel monte,
compartido el pan de la pueril canasta ,
haber surcado en tu barca
las aguas de Tiberiades,
contemplar estremecido
tu oración en el huerto
y tocar tu cuerpo incólume
donde la sanidad emana.
Gracias por ahorrarme
tu sufrimiento en el calvario
y por el regalo de tu sangre
redentora que en tu cáliz moja
el borde de mis labios.

The year of living dangerously

El año que vivimos peligrosamente es la película de la que guardo mejor recuerdo entre las rodadas en décadas precedentes. Se estrenó en un tiempo cuando el cine ya sólo se guiaba por patrones de índole comercial. El cine norteamericano solo nos había dado la alargada sombra de Coppola. Y desde las antípodas australianas comenzaba a emerger una nueva cinematografía. De aquella generación el director de mayor alcance fue Peter Weir. De toda su obra, El año que vivimos peligrosamente cuenta con mi predilección. La protagonizaba un joven astro, nacido en norteamerica, pero que había optado por el cine australiano como trampolín para su carrera internacional. Se lo descubre en la saga apocalíptica de Madmax, pero ya había trabajado antes con Weir en Gallipoli. Aunque es seguro, que fue con "El año..." que asentó su carrera.
Weir nos devolvió al olvidado cine de autor. Ese cine para pedantes que todos echábamos de menos. Extinguidas las viejas dinastías europeas, nada quedaba para oponer al oportunista y simplón rodillo holiwoodiense. Weir recupera la esperanza en el cine. Desde ese comienzo donde un narrador testigo nos introduce en la atmósfera sugerente del film, rápidamente la historia capta nuestro interés. Aquello era nuevo, o cuando menos desusado. Billy Kwan, el chino australiano, introduce al neófito en la escenografía de Yakarta, envuelta en sombras enigmáticas que emergen desde el fondo de su tradición y sus miserias.  Una ciudad que se derrumba, atribulada por la corrupción, el hambre y la pobreza. Reniega de ese occidente que sólo acude a aquellas latitudes en busca de provecho. Kwan es esa conciencia despierta a la que solo le queda el recurso  de denunciar. Hamilton cegado por sus propias ambiciones permanecerá hasta el final como testigo interesado de ese mundo que se desmorona. Solo por la muerte de Kwan recobra el milagro del amor. Huirá a los brazos de Jill, rescatado del Walpurgis desatado.
The year of living dangerously nos devuelve la densa literatura, el gozo de la palabra, y nos integra en un cine que invita  a la reflexión. En ella se buscan respuestas para el dilema intercultural. Una respuesta que occidente  no sabe dar, sino con planes fracasados de ayuda que hunden a los pueblos en calamidades mayores que las anteriores. Kwan. en su desesperación, se confunde en la nostalgia de la música de Strauss, en ese adormecerse que propone el verso de Hesse, milagroso en la voz de Kiri Te Kanawa.

¿Qué fue de aquellas flores...?

¿Qué fue de aquellas flores que tarareábamos con Pete Seeger...
qué del lirismo comprometido en la voz transparente de Joan Baez...
qué de la perplejidad con que Dylan interrogaba al viento...?
Todo fue un frágil sueño de fraternidad;
sus propósitos se los tragó el sumidero del tiempo,
cuando con su corriente arrastra el aluvión de escombro,
la ensoñación de improbables utopías.
Vivíamos unos años de inocencia,
cuando descreíamos de la potestad establecida
y nos deslumbraba la brillantez del ángel caído.
Creíamos beber el agua nueva,
cuando se trataba de algo que por más de una centuria
arrastraba la corriente.
La rebeldía era un valor, pero la dureza
del camino intrincó la alegre andadura.
Pesarosos reconocimos cómo el sórdido
furor del silencio devastaba las canciones.
Del fulgor de Luzbel solo irradiaban infernales incandescencias,
mientras probábamos con asco la pócima de la autodestrucción.
Por la senda solitaria ya sólo caminaba un lobo solitario,
que se dejaba cegar por los destellos del neón
y deambulaba los callejones transitados por la luna.
¿No hay redención por el delito perpetrado?
Cuando extiendo las manos maltratadas de trabajos
y escruto en el fondo del túnel la impenetrable tiniebla,
con el oído alerta quisiera recordar la fresca melodía
de aquellas viejas canciones entonadas por la voz de la inocencia.



BELLE DE JOUR

En un gran centro comercial, durante la temporada de rebajas, revolviendo entre una montaña dedicada a lo audiovisual encontré entre todo aquel material de deshecho un Dvd de Belle de jour, de Buñuel. Lo oferta no venía sola sino que iba acompañada de un episiodio de todo aquel serial erótico, enormemente popular, que constituyó el ciclo de Enmanuelle. Sobre cuál de los dos títulos fue el que me impulsó a decidirme a comprar aquella devaluada oferta habría que hacer sus cábalas. Seguramente, debí padecer por entonces lo que en la actualidad se definiría como subidón sexual. Ya en casa, tras visionar la primeras y decepcionantes secuencias de Enmanuel,  escondí la película en el rincón en donde suelo depositar el escombro audiovisual.

Pero la otra noche, respondiendo también a inconfesables razones, rescaté el Dvd de su letargo y lo introduje en el reproductor. Esta vez, me decidí por Belle de jour. Vi por primera vez la película hace años, cuando el hábito del cine se prodigaba todavía y se precisaba estar al tanto de aquellos films rubricados por los grandes maestros. No nos cabe duda que Buñuel lo fue. En su filmografía, quizá Belle de jour no ocupe el lugar más destacado. No obstante, la historia que nos narra es sugerente. Se basa en una novela del escritor francés Joseph Kessel, del que no recuerdo haber leído nada suyo. Desconozco la novela, pero estoy seguro de que Buñuel urde una recreación en consonancia con su obsesiones personales más constantes. Lo que no falta en el film, es morbo. La historia de esa mujer decente, que se esfuerza en guardar las convenciones, pero  a quien las tentaciones inconscientes la impelen a desahogar sus concupiscencias más abyectas, es una argumento que da mucho de sí. Hay quien se encuentra en los burdeles como en casa,y se acoge a la máxima de Wilde de que la mejor manera de vencer la tentación es caer en ella. o lo que es los mismo, la asunción de la desvergüenza. El relato nos enfrenta con la doble moral tan frecuente en nuestros días, manifestando ese desdoblamiento de la personalidad con el que en alguna etapa de nuestra vida hemos convivido. En la película quizá Buñuel intenta una especie de exorcismo de sí mismo, y se enfrenta a esos fantasmas con los que posiblemente coincidió en su juventud durante la frecuentación de los burdeles. Buñuel como Dalí reconoce a Freud como padre. Se cuenta que en la Residencia de estudiantes fueron memorables sus correrías nocturnas. En algunos de los personajes-clientes del film no falta el surrealismo. Y la mirada que da de la más vieja profesión del mundo se halla impregnada con su especial socarronería. La exquisitez de Catherine Deneuve en contraste con su obscena aventura despierta en el espectador sus más recónditas impudicias. No es que recomiende la película, pero es que se puede tener alguna noche tonta que otra.

Afrontar la adversidad

Afrontar la adversidad
Pasamos por la vida disfrazando circunstancias, cuando de pronto su necesidad irrumpe violenta. A mí me suelen despertar sus golpes bajos o sus crochets de derecha cuando no los de izquierda más marrullera. Recuerdo que cuando mi vida tocó fondo vino a finiquitarla la contundencia de un directo en el plexo solar. Para un hombre doméstico como yo, la violencia no es su mejor arma. Tuve que digerir el atropello como buenamente pude: sobreviviendo apenas, recordando que la venganza no nos corresponde. La vida es como una cabalgadura que en ocasiones da alguna que otra coz. En tales extremos, le urgen a uno soluciones balsámicas y se acoge a lo que buenamente puede. Cuando ya se ha sucumbido a las drogas, sea alcohol u otras sustancias igualmente inicuas, solo nos resta encomendarnos a Dios. Leyendo la Biblia encuentras el último consuelo, un reducto de gozo y libertad para el espíritu, que te ayuda a sobrellevar ese peso de cuando todo en la vida ha perdido su aliciente y la muerte va llevándose a los seres queridos. Porque la guadaña de la muerte es homicida y repentina, y podemos encontrarla al volver de cualquier camino, en el vano de cualquier puerta, y su crudeza es tan cruel y ominosa como una patada en salve sea la parte. La bondad de Dios nos granjeó el paraíso; nuestra iniquidad el sinsabor de la necesidad, el brutal descubrimiento de lo nefasto. Cuando te abata la contundencia sin tregua ni esperanza del destino, su esencia trágica, ten presta la flor de un Padre Nuestro en la comisura de los labios: te devolverá la sonrisa de la comedia.
Como decía mi sargento de guardia: Al mal tiempo, buena cara.

LA NOVELA SEGÚN JAMES

No me cuento entre los acérrimos a Henry James. Comparto con él el inconveniente de una madurez solitaria y la fascinación por Venecia e Italia. Tal predilección no es nueva, la compartía Goethe y por ella Stendhal renunció a los salones parisinos. Durante un tiempo me dio por recopilar toda la prosa que James escribió sobre la ciudad de la laguna. La leí con cierto diletantismo. En los Papeles de Aspern su suspense me mantuvo avizor hasta el final. He de confesar que Las alas de la Paloma, sin embargo, no acabé de digerirla; se me volvieron tediosas las indecisiones de los protagonistas, envueltas en esa prosa circunloquial y espesa, cuyo almíbar produce cierta obnubilación de la  consciencia. Más tarde leí sus Horas venecianas desapasionadamente. ¿Sería defecto de James o es que Venecia iba perdiendo su fascinación idolátrica? Supongo que ambas cosas. De todas formas, me aproximé a la obra descomunal de James. James era uno de esos hombres que lo escribía todo, con una facundia febril. Se ajustaba sobre todo al pormenor, y de este hacia un palimsesto ciceroniano. Borges lo cuenta entre los escritores de culto. Durante algún verano me entretuvo su novela Washington Square. Fue el teórico del punto de vista, privando del dogmatismo a la novela, reduciéndola al relativismo de la lectura abierta. La viejas novelas, insertas en la teodicea del narrador omnisciente, fueron abatidas de su supremo pedestal. Esa voz telúrica que trastornaba las conciencias en el trasfondo de Los Miserables o Los tres mosqueteros, o que ya en el siglo veinte adoctrinó desde las cumbres de La montaña mágica, tenía sus novelas contadas. James las había finiquitado desde el estremecedor relato Otra vuelta de tuerca, que continúa siendo para mí su novela más estimulante, quizá porque en ella no tropezamos con la tortuosa dialéctica de James, que se vuelve aplastante en obras como El retrato de una dama o La copa dorada. Lo suyo es la novela sicológica, donde hurga los entresijos de la prosa, recostado en el diván sicoanalítico que inaugurara Sigmund Freud.

OK! Rick.

Al caer la noche me dejo envolver por el sueño apolíneo de Casablanca. Posiblemente, la película con guión más charlatán, exceptuando las de Mankiewicz. Fue dirigida por Michael Curtiz, un artesano de filmografía bastante sólida, especializado en el género de acción y aventura. Filmó Casablanca con el mayor acierto y en el momento idóneo. Su mensaje intervencionista en el conflicto bélico mundial debió de calar hondo en la conciencia americana.
Gusta a uno sumergirse en el exótico ensueño de Casablanca, sublimar nuestra realidad desengañada en esa atmósfera optimista de fundamentos éticos. Sin duda el film gira entorno a la personalidad de Rick, el héroe que encarna la moralidad ejemplar. Todo el ambiente que rodea al protagonista delata un realidad caótica y corrompida. En un mundo que se desmorona, nosotros nos enamoramos, le dice Ilsa. Rick asiste a la debacle con la impasibilidad del jugador precavido; atento a cada de los movimientos, con la reflexiva cautela del ajedrecista. No otra cosa distinta a una partida de ajedrez se deduce de la trama que involucra a Rick, el teniente Renault, el mayor Strasser y Vicktor Laszlo. Rick con obvia prudencia mueve sus fichas para provocar el jaque mate del adversario. Los diez mil francos de la apuesta con Renault vuelven más atractiva la victoria, pero Rick no es hombre que se deje obnubilar por las riquezas. A la oferta exorbitante que le ofrece Laszlo por los salvoconductos, aduce razones de caracter personal:¡Pregunte a su mujer!
Como digo, infiltrarse en la ilusión que nos promete Casablanca acaba por resultar deleitoso,
pues contemplar la erosión social que nos rodea, pese a que hoy todavía no contemos con la amenaza directa de una nueva guerra mundial, y asistir a esa degeneración en donde los valores censurables abruman nuestra cotidianidad, nos hace volver la vista hacia ese Rick temerario, impertérrito, que asume el sacrificio en pos de unas consideraciones de rectitud y virtud insobornables. En la lealtad de su renuncia a favor del prójimo reverdece la dignidad del ideal del hombre. La personalidad de Rick mantiene el viejo modelo caballeresco olvidado en nuestro tiempo. Nunca nuestra sociedad se ha visto más urgida de nobles ideales a los que aferrarse. No basta con viajar a Casablanca para tomarse una copa en ese remake del Rick´s, Café americain.

INVECTIVA

Guardamos de la poesía la más alta consideración; en ella vemos el instrumento más apropiado de análisis de la intimidad del ser humano, además de un método inmanente de reflexión estética sobre la realidad. Nos duele por ello que ciertos rapsodas mancillen su jardín con semillas corruptas, facinerosas audacias y croniquillas de amoríos adulterinos.
De tanto manosearla con impúdicos dedos, la rosa ha marchitado.