UN GENIO LLAMADO SHAKESPEARE

El visitante que llega a Stradford upon Avon reconoce un pueblo volcado en la figura vernácula pero universal de Shakespeare. A través de la épocas, esta pequeña población ha demostrado una voluntad firme por convertirse y ser considerada como cuna del teatro inglés. Allí abrió sus primeros teatros una vieja guardia idolátrica de la escena isabelina y de Shakespeare en particular, que trasformó en modélica la interpretación de sus obras y tuvo en David Garrick su máximo impulsor. Para la escena inglesa, la contribución del genio de Stradford jugó un papel bastante mayor que la aportada, por ejemplo, por Lope de Vega en España. Con sus más y sus menos, este teatro, superando las variables eras de la historia inglesa, se ha abierto camino hasta nuestros días, donde su gloria se ha vuelto incontestable. En una actualidad que puede aún considerarse contemporánea destacan los nombres de Richart Burton y Elisabeth Taylor, unidos a sus festivales veraniegos y como creadores de una institución, para la formación de actores, de gran arraigo en el Reino Unido.

Todo en la localidad de Stradford gira en torno a las huellas que el ilustre dramaturgo fue improntando en ella a lo largo de su vida: su casa natal, donde el visitante puede retornar a la intimidad cotidiana del siglo XVI; la iglesia donde le bautizaron, contrajo matrimonio con Anne Hathaway y entregó, a su vez, a sus hijas para sus esponsales; el lugar, para algunos discutible, donde se le supone enterrado en compañía de una de éstas, junto con otros muy diversos rincones ciudadanos relacionados con su figura. Pero es esa virtud arrolladora de su genio la que constituye esa sal que impide a Stradford pasar por un lugar insulso. La calle principal, donde radica la vieja casa museo con su librería adjunta en la que se muestran a la venta ediciones de sus obras de toda enjundia y tamaño, reserva el grato señuelo de lo evocativo y permite a la ciudad dar, con la gracia acrobática del clown que la preside, una acogedora bienvenida a quien acude guiado por la resonancia de ese genio autóctono, patrimonio actual del mundo entero. Si nos acercamos al río, un cauce que yo suponía de aguas nerviosas y frías y que no simula más que un tedioso canal, encontraremos donde la ciudad ha levantado ese ara de monumental retórica a su hijo predilecto; allí un viejo Shakespeare, cuya semblanza remite a su homologado retrato -para quien sepa observarlo, lleno de intrigadoras sugerencias-, ha sido encumbrado sobre un zócalo conmemorativo y rodeado de paródicas estatuas celebrando a sus más fascinantes creaciones.

Sin embargo, para mí, y creo no estar solo en esto, me resulta harto difícil relacionar la figura burguesa y acomodaticia del bardo y el recato provinciano de esa pequeña ciudad del corazón de Inglaterra con la desmesura del espíritu de Shakespeare, que supo discernir tanto la radiografía del poder como los más delicados sentimientos del amor humano. Semejante impresión nos induce a sospechar que el autentico Shakespeare nació y creció tras su ubicación en el Londres isabelino. De ese modesto autor, frecuentador de La Rosa y el Globe, surgió el sin par dramaturgo que con lucidez extraordinaria supo penetrar hasta lo más recóndito de los corazones y calibrar cual es el peso que hace desequilibrar la balanza de la conciencia de este mundo.

Si nos situamos en el Globe, en esa sociedad variopinta que frecuentaba el Bankside, nos resulta insospechado cómo de ese entretenimiento popular pudiera nacer una obra creativa que ha dejado perplejo al mundo aun a través de las generaciones. La conjetura, pues, que se nos presenta es la que suele contarse al turista lego que descubre por primera vez Inglaterra: Que el Shakespeare que conocemos, el oficial, es una creación refutable que sólo responde al interés de amplios sectores y convenientes convenciones. Se ha construido un personaje idílico en torno a un conjunto relativo de constataciones que disipen toda inquietud y merezcan el beneplacito del inglés medio. Más aun que la de Cervantes, la del Shakespeare admitido es una figura del todo estereotipada. Porque la real, ese que se nos hurta, nimbada por la gravedad del genio creador capaz de conmover conciencias, aun las políticas, conviene, tal vez como en su época, que permanezca oculta tras la máscara de un suedónimo que no sea nunca desvelado.

Acaso esa arcana personalidad corresponda con la Edward de Vere, conde de Oxford, Francis Bacon o Christopher Marlowe; en cualquier circunstancia, su legado extraordinario es irrepetible y pertenece a toda esa humanidad sensible al genio trasformador de la poesía, tras el que se esconde ese incómodo latir de la verdad.
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Francisco Juliá

Soy Francisco Juliá, y el deseo de este blog es llegar al mayor número de lectores, compartir una hermandad a la que nos invita lo íntimo de la conciencia.

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