LONDRES, ENTRE EL PRIMOR Y LA IRONÍA

Pasar de la prematura canícula levantina al rigor termométrico londinense con la sola transición del artificio nivelador del aire acondicionado del avión no deja de soliviantar con su brusco contraste. La traslación de los melifluos azules meridionales a los sombríos cenizas del celaje inglés invita al litigio de los contrastes, poniendo en entredicho cualquier silogismo. Londres, salvando la humedad del clima, apabulla por su desmesura, y quizá antes por su diversidad cosmopolita. La silueta de la ciudad no es bella; en esto la aventaja su cercana rival, París. Ésta, desde el Sena, seduce con encantos que prometen dulzuras intensas; Londres desde el Támesis, decepciona; tan sólo la redimen las pompas y circunstancias imperiales de su Tower Bridge y los rayos del astro, cuando con esporádica languidez derraman su beso sobre la fábrica neogótica de su parlamento.

Vivir Londres es asumir el contraste de la modernidad, arrogar el peso desgarrador de la historia. La precipitada corriente de su río explica con su metáfora heraclitiana ese realidad concluyente y desasosegadora; aguas de promesas para las avideces de rapiña de las legiones romanas o la Luftwage. La ciudad se debate por esta premisa del paso y el peso de las épocas que tratan de anegar en su debacle a ese gazmoño sello que mejor la define: lo British. Lo hemos observado rico en sugerencias en Queen´s Gate, en el Lincoln´s Inn, y algunas zonas privilegiadas que conservan este candor. En las zonas cosmopolitas del centro se ha perdido bastante ese carisma. Pasear por Picadilly en vacaciones es como ir codeándose entre paisanos por la Puerta del Sol; en esto se desmarca por su magnificencia y exclusividad Regent Street. Londres en sus monumentos, salvo gloriosas excepciones, me parece tosco. Su plaza de Trafalgar, exceptuando la emuladora gigantomaquia de la columna de Nelson, compartida con otros grandilocuentes ejemplos repartidos por la City, no llega a sorprender; la National Gallery y San Martin in the Fields no dejan de ser dos no muy significativas aportaciones de monumentos cívico religiosos. El estilo italianizante de Buckingham Palace ofrece mejores ejemplos en el continente; conserva sin embargo una genuina propuesta de gótico occitano Westminster Abbey.

Donde la ciudad encuentra su dimensión más humana es en Covent Garden; en el pintoresquismo de su mercado bulle su memoria medieval; allí recupera el viajero descarriado por el espejismo de la desmesura el pulso veraz de lo cotidiano. En la tradición de sus teatros se reconece su identidad cultural, tan lejana hoy de las glorias isabelinas. Para quien visita el Globe, en el Bankside, por unas libras se le transporta al sueño imposible de una velada shakespiriana seudoisabelina.

Lo más gratificante para el turista es vivir Londres en la gratuidad de sus museos cívicos. Uno, fundamental, descuella entre todos los del mundo: el British Museum. Sus galerias son una clara elección de una propuesta nacida siglos atrás: el humanismo. Su influjo trasciende Bloomsbury, donde dejó su impronta: Bertram Rusell y una exquisita Virginia Wolf. La fachada de orden jónico del edificio es una de las más bellas de la ciudad. Por su parte, de la National Gallery hay que conjeturar que los monarcas ingleses comenzaron su colección tardíamente respecto de la hispana y la francesa. Las salas más confortadoras son la dedicadas a la pintura vernácula; suenan a alharaca los rebuscados ejemplos de Leonardo o Velázquez, con su Venus del Espejo. Una oferta singular en Londres son los Tate: el Moderm y el Britain. En el primero, la belleza ha dejado de ser objetivo del arte, y ha sido suplantada por la mueca risueña de la máscara histriónica; horripila hasta la severa solución de store del edificio. El Tate Britain es, por su parte, un museo reducido y ameno; destaca la soberbia muestra de pintura romántica inglesa. Coincidió con nuestra visita, contrastando entre tan británicos cánones, una muestra itinerante de escultura neoclásica. Tras un pasillo flanqueado por deslumbrantes y perfectísimos ejemplos, se contempla una obra de exquisita sutileza: las Gracias, de Canova. Pese a su virtuosística ejecución, no consiguió el artista amedentrarnos con el fulgor de la belleza, y parece haber querido hacerlo con el sucedáneo del primor.

Sobre el cielo borrascoso de Londres, cristal y ceniza, un coloso se yergue dominador sobre la urbe. No puede uno apartar del recuerdo al contemplarlo a ese otro tan semejante de San Pedro, en Roma. La liviandad magnificiente de la cúpula, asentada sobre ese anillo equilibrado de columnas, preside la desmesura de los cielos y nos incita a indagar más aún en esas verdades una propuesta válida de belleza.

Cuando dejamos Londres, una nieve finísima derrama sobre Hyde Park Corner una ventura de cristalinas promesas. A esas horas, sólo los sportmen madrugadores practican el footing, y las londinenses discretas pasean canes y caniches de las más indiscretas razas. Y una cosa observamos con ironía, éstos- lo adivinamos en su pedigrí y apostura- se revisten de ese sello tan característico, tan So British.
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Francisco Juliá

Soy Francisco Juliá, y el deseo de este blog es llegar al mayor número de lectores, compartir una hermandad a la que nos invita lo íntimo de la conciencia.

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