CREPUSCULARIO SECRETO

Puedo discernir entre el crepúsculo lo esquivo de la horas que van muriendo como hojas resecas y son barridas por el viento. Puede ser otoño, incierto en su claridad imprecisa, evocador de paisajes cenicientos, invitando a luengas lecturas a la lumbre del deseo y donde trafican los oscuros mensajeros de la promesa. Se escucharía quizá el rumor de un río, que recrea sus meandros en lugares encrespados, desentrañando de instantáneas bucólicas el paisaje y cuyas aguas cantarinas quieren preciciparse sinuosas hasta la placidez de los valles dóciles. Entre los árboles, vigorosos cedros o álamos livianos, canta el mirlo o grazna la corneja y el dulce brillo crepuscular presiente la noche endrina de metales. Será el ruiseñor de la cumbre quien traiga el anuncio de la fuente eterna, donde nos habrá de colmar la bebida imperecedera y, puestos los ojos en el firmamento, cantar a coro el himno de los inmortales.

Lo van trayendo los días; en otro tiempo testigos de ominosos y esforzados trabajos. Lu música de sus horas era una monótona melodía de cacofónica pianola destartalada, cuyas notas sonaban a tedio y a derrota, donde los agudos sonaban como cristales rotos y sus graves a lúgubres presagios. Verdaderamente era como una noche de fundidos metales recalcitrantes, una incursión crepuscularia de Orfeo en esos abismos innombrables a los que solo se alcanza en las profundidades más recónditas del alma. ¿Quién sabe quien era el intruso? Qué significaban esas visiones de sombras sobre panes de oro, qué pretendían decir, por qué trataban de convencer. La realidad entonces era un clavo ardiendo. Creía que el abismo me tragaba definitivamente. Buscaba a Dios. Nunca como entonces lo busqué, porque fue entonces cuando supe a ciencia cierta que Él Era. Su palabra a través de las generaciones parecía iluminar mi destino y en la paciencia y en esa fe aprendí a aguardarlo.

No sé decir cuando el iris irradió tras los sucios momentos de la tormenta, de una de esa tormentas de arena, donde los goterones arcillosos impregnan de contrariada resiganación la vida o traen entre burbujas que rompen al chapotear una siembra de lombrices y renacuajos. Al amarillear el sol alumbró esa cosecha de inmundicias; el campo se veía árido, sembrado por tal infecta semilla. Tuvo que esplender fertilizador el astro con sus rayos hasta convertir ese inmundo abono en la fecunda bendición de los verdes prados por los que el límpido río discurre y se escucha otra vez la voz apaciguadora del pastor reuniendo a su rebaño, haciendo resonar las campanas flamantes de la aurora.
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Francisco Juliá

Soy Francisco Juliá, y el deseo de este blog es llegar al mayor número de lectores, compartir una hermandad a la que nos invita lo íntimo de la conciencia.

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