REMANSOS DE ARANJUEZ

En muchas de mis escapadas a Madrid, suelo incluir entre las visitas a sus alrededores el beneficio de una mañana, casi siempre radiante, en Aranjuez. Tras descender del cercanías y completar mi desayuno en la cantina de la estación, encaro esperanzado la recta carretera jalonada de árboles frondosos que, en su día, debieron amenizar los ocios de doña Isabel II y su progenie.

Al fondo de la larga alameda se alcanzan a ver las magnificas trazas del palacio real. De los sitios reales que conozco, es el de Aranjuez el que más me complace. Sin minusvalorar la magnificencia del Escorial, el complejo sofisticado y barroco de la Granja (debe constituir un espectáculo único contemplar sus jardines en el pleno rendimiento de sus fuentes) y la serena majestad del palacio de Oriente, corresponde sin duda al de Aranjuez ganarse la más íntima admiración del visitante. El cromatismo de su fachada, blanco y rojo siena, le da al conjunto cierta prodiga calidez, eludiendo esos rasgos severos que suelen adoptar las edificaciones regias. Se impone su familiaridad de villa, en contraposición a la rígida etiqueta de los palacios cortesanos. En el área de su patio de armas, de proporciones no tan ambiciosas como las del palacio de Oriente, se aprecian más plenamente estas consideraciones, que ornan el edificio con cierta aureola de brillantez romántica, acentuada por el hecho de haber sido escogido como residencia real de primavera.

Considero su interior como el más sugestivo de todos los palacios hispanos, en el que destaca la elegancia de muchas de sus salas deliciosamente decoradas, a las que aportan originalidad la de fumar, morisca, cuya filigrana remite al palacio granadino de la Alhambra, y el salón chino, diseñado por Gricei, con sus asombrosas aplicaciones de la porcelana, junto a otras no menos atrayentes estancias que confieren al conjunto un esplendor inimitable. Cada rincón del palacio, cada detalle, si exceptuamos los algo abigarrados aposentos de doña Isabel II, ofrecen el comedimiento del buen gusto.

Pero quien visita Aranjuez lo hace, sin la menor duda, fascinado por el encanto que atesoran sus fabulosos jardines, que resuenan en nuestra imaginación realzados por el adagio que para celebrarlos compuso Joaquín Rodrigo. Tal intensidad lírica nos acompañará durante el resto de nuestro recorrido en esta virtual jornada, en la que siguiendo el arenoso sendero, según se abandona el recoleto jardín de los austrias, se tropieza uno de pronto con el mágico apoteosis de sus grandes fuentes, cuyo juego escenográfico trasmite el esplendor de una perfecta armonía de luz, volumenes y sonido. El barbotar de esas majestuosas fuentes, se conpagina con el equilibrio del leve murmullo del agua sobre las más sencillas piletas de sus recovecos, que acaso corenen algún amorcillo en escorzo o una sílfide, creando esa intimidad natural que persigue todo espíritu fatigado. No cabe duda que los jardines transportan al contemplador, por lo común hastiado de laberintos piranesianos de asfalto, acero y hormigón, a la dimensión de los poético, doméstico edén donde se puede encontrar la reconciliación con Dios.

El viajero que viene agobiado por ese estrés de la vida en las grandes y deshumanizadas urbes, encuentra en los remansos de los jardines lugares idóneos donde solazarse. Oyendo esa música secreta de las fuentes, que cuentan al alma los misterios de las melodías eternas, irá recordando que no está solo, que una naturaleza, que parece callada, comienza a compartir el imquietante desarrollo de su plenitud y nos invita a participar de su exhuberante arcano; que la frigidez de la estatuas adquieren aliento de vida en ese paraíso perdido de la belleza. Porque en esas fertiles vegas de Aranjuez que baña el Tajo, Dios ha buscado un recodo de grosura, un breve párrafo de su Logos inefable donde hablar al hombre.
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Francisco Juliá

Soy Francisco Juliá, y el deseo de este blog es llegar al mayor número de lectores, compartir una hermandad a la que nos invita lo íntimo de la conciencia.

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