LOS PAPAS DEL RENACIMIENTO

Quienes ocuparon el solio pontificio durante este período concreto(finales del siglo XV, principios del XVI) se distinguen por un "brillo" especial. Diríase que aun en nuestro tiempo conservan el vigor de la pigmentación aún fresca, y sus colores deslumbran con la viveza de las pinturas de reciente restauración. La crónica de sus hechos entretiene, por lo escandalosa, la moderna curiosidad, ávida de sucesos singulares y de ese negativo que solapa toda verdad oficial, esa que los poderes básicos gusta que reconozcamos. Sin embargo, recurrir a ellos, esos contumaces pecadores, resulta un recurso tan barato como burdo de arrojar la primera piedra contra la iglesia católica, lo cual no debe obviar, por ende, el hecho de una crítica necesaria.



El Renacimiento supuso para occidente un punto de inflexión, una etapa fundamental de crisis, en la que se venía madurando un cambio de era, a la que caracterizaba, como diría Nietszche, una transvaloración de los valores. Con Galileo, ese mundo asentado sobre fundamentos inamovibles de naturaleza religiosa, se movía; la Tierra perdía su hegemonía de núcleo universal, y era reemplazada ahora por el Sol que, siguiendo los postulados heliocéntricos de Copérnico, regia la revoluciones de los astros. Tales descubrimientos venían a poner el mundo patas arriba y a derribar los consolidados cimientos de las convicciones de la época. El concentrado universo medieval, cuya proyección definitiva se concreta en la Divina Comedia, de Dante, aparta sus ojos de ese microcósmos con que la entidad del hombre prefigura y asume la creación , elemento escogido donde la dimensión de Dios se ubica e interpreta, y se traslada a ese macrocosmos al que se lanzan los espíritus inquietos que no encuentran salida en sí mismos y a los que la estrechez claustral de la filosofía seglar del momento no ofrece suficientes respuestas a sus interrogantes. Ese hombre vuelto hacia adentro, se desdobla ahora hacia afuera, buscando no la realización del hombre en Dios, sino la de aquél en la naturaleza y de ésta en el infinito.



La curiosidad vuelve a formar parte de ese hombre que busca, no ya la sabiduria de Dios y en Dios, sino el conocimiento suscitado por el intelecto humano. Busca una verdad distinta- o complementaria a la admitida, que no le basta-, y espera encontrarla penetrando el secreto de cuanto le rodea. Se van estableciendo las ciencias y la filosofía explora nuevos aspectos; se redescubre la historia de los clásicos, con unos conceptos que difieren de los valorados por las Sagradas Escrituras, y el horizonte humano se amplía con los nuevos descubrimientos geográficos. En esta época de transición, no es extraño que las cuestiones morales o de conciencia sufrieran, a su vez, un acusado deterioro, expuestas a la vicisitudes de toda mudanza. Sea obra de la cizaña sembrada por el maligno o de esa maldad ignata en la naturaleza humana, la vida religiosa en la iglesia, ya desde la misma edad media, fue transformando criterios y conductas con procederes y manisfestaciones farisaicas, donde parecían olvidados los más elementales mandamientos evangélicos. Desde que en la época de Constantino se confundió el gobierno de la iglesia con el del mundo, aquella se vio asolada por todas las lacras e ignominias que concurren en éste. Las élites clericales se volvieron ambiciosas no de los tesoros celestiales sino de los terrenales, y sus voluntades cedieron dóciles a los ardides de la corrupción y a la seductora tentación embrutecedora del poder.


No es de extrañar, por tanto, que en este caldo de cultivo se dieran perfiles tan inicuos, entregados egoistamente a satisfacer sus más deleznables concupiscencias. Sus oídos cerrados a la voz evangélica, se abrían a la de los poetas latinos que cantaban las antiguas gestas paganas; sus ojos, cansados de ver la repulsiva depauperación de un pueblo corrompido, la abyecta degradación de sus orgías palaciegas, miraban en la obra de sus artistas esa aura descarnada de belleza con que ennoblecer o distraer su espíritu marchito. Fue con todos, desde Sixto IV a Paulo III, el proteger a los artistas, acaso por que en tal mecenazgo se revitalizaran sus soberbias. Lo que de ellos nos ha quedado, en suma, es la crónica secreta de sus impías mezquindades, recogidas según casos por sus más allegados amanuenses, el trauma inevitable del cisma que supuso la reforma luterana y legado algo vergonzante, construido a base de nepotismo, simonías, venta de indulgencias, crimenes y guerras, de sus cortes sustuosas.
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Francisco Juliá

Soy Francisco Juliá, y el deseo de este blog es llegar al mayor número de lectores, compartir una hermandad a la que nos invita lo íntimo de la conciencia.

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