El día ha tenido sus alegrías y sinsabores. Por fin alguien ha movido ficha, lo cual me lleva a plantearme nuevas tácticas o a variar de alguna manera mi perspectiva. Comento a la hora del café algo referente a la crítica incisiva que argumentó Octavio Paz sobre la obra de García Márquez, de la que se desdeñaba su colorismo folclórico con el que se pretendía deslumbrar y contentar a los europeos. Me responden que las novelas de Gabo de alguna manera funcionan, pero que las de Vargas Llosa son un auténtico peñazo. Uno de mis contertulios comenta que mi novela Rumores de hojarasca es más ágil y rica en peripecia que algunas del Nobel peruano. Por mi parte arguyo que cuando los escritores americanos recurren a sus modismos vernáculos y giros coloquiales resultan bastante cargantes. Ello me ocurre con Vargas Llosa y sus usos locales y con Sábato y su lenguaje bonaerense castizo. Cuando se intercalan tales barreras lingüísticas, la lectura se torna escabrosa e invita a posponerla.
La sociedad te impone el juego e intenta controlar sus reglas. Siguiendo tales premisas es de cajón que pierdas la partida. Sólo queda una alternativa, no inscribirse en esa liga. Es preferible mantener el talante y no someterse a tácticas dudosas y espurias.
Entro en una librería. Como cada sábado espera un autor novel promocionando sus libros, que descansan sobre un atril, mientras él tantea entre los clientes cuál sería el tipo apropiado a quien pudiera convencer de las virtudes esenciales de alguna de sus obras, y que tras engalanarla con su firma, pudiera ocupar su volumen un hueco en la estantería del flamante comprador. Del autor de hoy, que aborda afanoso a los posibles lectores, y que por su aspecto nadie diría que pudiera ser escritor, desconozco por completo sus méritos, cuál es su pensamiento, cuáles son sus lecturas, qué papel juega el fenómeno literario en su vida, y si escribir es para él una consecuencia innata de su vivir o sólo un modus vivendi, o, en definitiva, cuál es el objetivo que pretende alcanzar con su trabajo. Como he desdeñado dialogar con él, y constato que hoy los escritores abundan más que las palomas en las terrazas de los cafés, nunca sabré nada de tales inquietudes literarias y culturales. Pero de una cosa me he convencido, que, de que mientras esté en mi mano, nunca más me prestaré a ejercer semejante cometido, vejatorio y vergonzante, el de un autor desconocido mendigando migajas de atención entre la indiferencia.
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