ESPLENDOR DE GRECIA

En Grecia se vive el recuerdo permanente de su viejo esplendor. La sombra de Leónidas en el paso de las Termópilas parece abarcarlo todo. Su palacio del parlamento exhibe hoy la elocuente figura del hoplita abatido, en cuyo decidido heroísmo encuentra el país su razón de ser. En el término de una vida vivida con desprendida generosidad, derrochadora, es donde parece quisiera encontrarse el espíritu griego; al menos el personaje más descollante de su literatura contemporánea, Zorba, así parece patentizarlo. Como diría en uno de sus diálogos, "vivir es liarse la manta a la cabeza".

Grecia absorbe el fluir de ese milenario impulso en la memoria de sus piedras, de sus monumentos extraordinarios que permanecen aún en pie: pese a sus deteriorados flancos, en la arrogancia del Partenón, al que Fidias supo infundir toda la belleza del viejo orden; en el movimiento perpetuo de las cariátides del Erecteión, cuyas miradas parecen observarnos desde el infinito; y encuentra una alusión permanente en la sobriedad crepuscular del templo de Sunión, presencia interpuesta frente al mar, donde es el primero que atisba y al último al que se le oculta la luz de Apolo. Desde su atalaya se abarca el dominio azul de Posidón, ese mar de los intrépidos y primerizos navegantes, que el dios pareció regalar a los griegos, cuando las aliadas aguas del Egeo testificaron de su Gloria imperecedera en Salamina y Micala.

Gran parte del territorio griego es insular; navegar el Egeo es ir descubriendo paraísos que se reservan sus bien dilatadas genealogías; Eubeos y Eginetas compartieron glorias y descalabros con la gran polis marinera, Atenas; en algunos momentos fueron enemigos irreconciliables, pero de aquello sólo hay recuerdo en las viejas piedras, que a veces cuentan confusas leyendas. Alrededor de las dársenas esmeralda de sus puertos, se agita una vida bulliciosa, dispuesta a no ceder un ápice de su jugo más delicioso. En Egina, sobre un promontorio se levanta el templo de Afaia, alto vigía del mar, observatorio impasible de las estrellas infinitas, cuyas erectas columnas aún proclaman ese deseo de vencer el tiempo, como longeva casa de unos dioses que pretendieron ser inmortales. Cuando el viajero llega a Olimpia, contempla lo vanidoso de esta inútil tentativa en las columnas desmoronadas de aquel incomparable templo de Zeus Olímpico, del que Fidias diseñó su imponente majestad en la mejor de sus obras .

A una cuantas millas náuticas se descubren otras islas, Poros e Hydra, frente a la Argólida; la primera ostenta una belleza incomparable, con sus casas blanqueadas descolgandose por las colinas agrestes, donde se cultivan pequeños huertos que embalsaman el aire con sus perfumes y en los que las coloristas flores destacan bajo la audacia del sol meridional. El mar la penetra hasta dividirla en dos mitades, lo cual parece redoblar su encanto. Es bastante frondosa, hasta hacer recordar la exuberancia de Capri y suele ser lugar de retiro de muchos griegos desde la antigüedad. Hydra, sin embargo, ofrece un contraste bien definido, de isla yerma cuya única riqueza proviene del mar; la escasa agua de sus pozos aún sigue proveyéndose a lomo de mulas, en grandes tinajas de barro. Por sus calles estrechas aun parece deambular la sombra de ese genial Mujica Lainez, que la celebró, precisando el recuerdo de sus pescadores de esponjas en los últimos capítulos de su gran novela El Escarabajo, en donde nos hace revivir en parte el misterio de esa gran aventura griega.
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Francisco Juliá

Soy Francisco Juliá, y el deseo de este blog es llegar al mayor número de lectores, compartir una hermandad a la que nos invita lo íntimo de la conciencia.

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