Cuando Mozart eligió el teatro de los Estados, en Praga, para el estreno de su ópera Don Giovanni, apostó por una alternativa en ningún modo errada. Consciente de la calurosa acogida de su anterior obra cómica Las Bodas de Fígaro, en la que también colaboró el libretista Da Ponte, entre los aficionados checos, tuvo que reconocer acertado su pronóstico del éxito que acompañaría a la nueva opera; un éxito del que el mundo teatral vienés era hasta cierto punto reticente.
La tragicomedia de don Juan o el convidado de piedra ya había sido numerosas veces representada en la escena europea, con partituras de muy distintos compositores y con exito dispar. En cualquier caso, la tragedia de don Juan, desde que Tirso la concibiera y la emulara Moliere, ya formaba parte de la mítica teatral y era repeditamente adaptada por muy distintos libretistas y autores, tanto en la ópera como en el teatro hablado. ¿Qué tiene el Don Giovanni de Mozart para haber desbacando a cualquier otra versión del tema donjuanesco? En primer lugar, hay que remontarse a la génesis de la obra, y a la figura enigmática de su adaptador, Da Ponte. La trayectoria de este se fraguó al calor de los teatros venecianos, donde era, obviamente, difícil sustraerse al estilo de vida imperante en la ciudad, abierta toda suerte de aventuras y propicia a los cambios de fortuna, en donde además se veía claramente favorecido el artificio galante, en una ciudad para la que el amor profano era un codiciable aditamento. Ya de largo era famosa por sus cortesanas y por ese paradigma humano que sus ambientes cosecharon: Casanova,el cual hoy día viene a ser sinónimo de donjuan. Cabe decir que el polífacetico Giacomo fue coetaneo de Da Ponte y que ambos participaban de una afición similar por el bello sexo. Que las vidas de Da Ponte y Casanova se nutrieron de las mismas ubres que la de don Juan, es conceder una garantia de autenticidad al personaje creado por Da Ponte para la opera mozartiana. En la cual, evidentemente, hay que resaltar esa verdad trágica que habla del hombre latiente del dieciocho y del amargo sino de su tiempo, en el que ya empezaba a no tener cabida la vida arrebatada del don Juan, relegada por esa otra figura desvaída y acomodaticia del burgués. El don Giovanni hablaba de su tiempo y era intérprete de su tiempo, como la antigua tragedia griega lo fue del suyo, en esa simbiosis fecunda de arte y sociedad, y donde el uno se vuelve portavoz y catalizador de la otra.
Tamizado, pues, por ese filtro de enervantes placeres y amargos desengaños debió llegar el libreto a Mozart, en el que el genial artista reconoció esa viva vibración de unos personajes llenos de carnalidad y anhelo, de contradicciones espirituales que definían como tremendamente humanos a cada uno de ellos, haciéndolos, no simbólicas figuras planas, sino realidades de vida trascendida.
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